jueves, 23 de julio de 2015

La muerte roja en "La mano verde"

La muerte roja en “La mano verde”
Por: Sebastián Ohem


            Se aparece en mi cabaña como todos los demás. La enterré ayer en una modesta tumba que dice “aquí yace Brenda Upshaw, doctora, hermana y amiga”, murió la noche del seis de agosto y para todos era caso cerrada. Para todos, menos para ella. Su forma espectral ilumina la cabaña, pero no hace nada. Me mira sin expresión alguna, no sabe que está muerta. No puede hablarme, pero su silencio lo dice todo. En el funeral dijeron que fue suicidio, pero los suicidas no vienen a mí, sólo aquellos que mueren sin justicia o venganza. Brenda no sabe qué pasó, ni por qué, ese es mi trabajo. El padre Shane enciende una veladora sobre su lápida y el fuego es azul. Es hora de purgar mi condena.


            La choza no es mucho, sólo cuatro paredes, un camastro y una mesa sin silla, pero es muy antigua.  Según el padre Shane era un túnel en la guerra civil. Cándidamente me corrige cuando asumo que pasaban esclavos como el tren subterráneo, éste era para el licor y los botines de guerra. Shane tiene un sentido del humor extravagante. Debajo del camastro se encuentra el túnel hacia las viejas catacumbas. Buen lugar para esconder mis herramientas, pero brutal para el estómago. El hedor es insoportable. Un solitario foco ilumina el túnel de tumbas talladas en la piedra. Solo estamos los muertos y yo, es como estar en casa para la incómoda y tensa fiesta navideña, sabes que no quieres estar ahí, pero sabes que es tu hogar.

            La mesa tiene todo lo que necesito. Mis dos automáticas pintadas de rojo, abrigo y bufanda roja, identificaciones falsas, radio policial y un guardarropa extenso para disfrazarme. Espero poder resolverlo por las buenas, pero nunca sobra estar preparado. La muerte roja podría atacar de nuevo.

            La primera parada es con el hermano de Brenda Upshaw. Pagó por el funeral y dejó apuntada su dirección. Algo de maquillaje y una nariz falsa y Perry Murdoc desaparece, ahora soy Robert Eames, reportero.  Fuente de lágrimas. Corpulento como un oso, pero frágil como la porcelana. Se desahoga conmigo. Dejo que se explaye. Le sirvo un café de su cocina y apunto los datos relevantes. Samuel y Brenda eran muy cercanos, sus padres habían muerto hacía un año. La relación, sin embargo, sólo iba de un lado. La policía encontró cartas de amor con la letra de Brenda. Tenía un amorío con el jefe de doctores en la prisión, Maurice Cobb.
- Siempre le preguntaba por qué le gustaba trabajar en prisión como doctora. Respondía con evasivas y ahora lo sé. Encontraron las cartas dentro de su colchón, junto con cajas de pastillas y recetas que se redactaba.- Samuel mira hacia la nada por un momento. No tiene sentido para él. Tampoco para mí.- Se tomó suficientes pastillas para dormir a un caballo. Siempre tomaba tranquilizantes para dormir, para relajarse, para el hambre, en fin, para todo.
- ¿Las conseguía en prisión?
- Imposible, revisan todo lo que lleves. En la entrada y en la salida. Las pocas veces que la visite casi me quitan la ropa. No, ella se las recetaba a otro nombre y las recogía en distintas farmacias.
- ¿Ha hablado con el jefe de su hermana?
- Me dio el pésame y se fue. Es un desgraciado. No tuvo el valor para quedarse a todo el funeral. Maurice Cobb es casado, la policía no anunció las cartas con bombo y platillo y el jefe de doctores quiere mantenerlo en secreto.

            Cruzo los dedos porque sea así de sencillo. Amante casado termina el amorío. Puedo cruzar los dedos hasta romperme los huesos, pero algo me dice que no será tan sencillo. Quizás Cobb no sabía que Brenda guardaba copias de sus cartas, quizás le preparó un coctel recargado en su departamento. La policía no tiene idea. Los suicidios eran nuestra pequeña navidad, podías sumar otro archivo cerrado a tu expediente en cuestión de horas. Rara vez le veíamos el diente al caballo regalado. Ahora yo tengo la ventaja, yo sé que no fue suicidio.

            Maurice Cobb está en el listín. Edificio para ricos, con esas enormes estatuas de piedra hasta arriba, puertas con decoraciones de cobre en forma de relámpagos y vitrales las ventanas. Lo más elegante de Baltic. Hasta el intendente es elegante. Se disfraza en una mezcla de botones de hotel caro y almirante de la marina de Napoleón. Me mira de arriba para abajo con su ridículo bigote fino. En un bolsillo tengo la identificación de Trevor Lomas, periodista del Times, en la otra la del detective Norman Davon. Me abre la puerta, sonríe torcido y trata de cerrarla. Está decidido. Le saco la placa y empujo la puerta. Su jazz cambia. Se quita el ridículo sombrerito cuadrado y me lleva hasta su oficina. Es un viejo chismoso, sabe que la investigación está cerrada.

            Suelto el jazz del poli mediocre. Le digo que cometí errores en el archivo. Que no tengo mucho tiempo para arreglarlos. Le suelto un billete de cincuenta. El intendente sonríe, se guarda el billete, toma aire y suelta la sopa. Viejo chismoso, sabe cada movimiento de todos sus inquilinos. Los Cobb se mueven todo el tiempo. Maurice trabaja en la prisión todos los días. Su esposa, Vera Cobb, vende equipo a hospitales y viaja todo el tiempo. El viejo se muere de ganas porque le pregunte lo obvio, le doy gusto. Cada dos semanas ella se va de la ciudad los martes al mediodía y regresa el jueves al mediodía. La última vez fue el seis, dos días antes de la muerte de Brenda.

            Le agradezco la ayuda. No que le importe. Acaricia el bolsillo donde se guardó el dinero como si fuese a multiplicarse. Simple movimiento deductivo, si los dos tienen horarios tan ajetreados, sería lógico suponer que tiene dos autos. Me desaparezco del intendente y bajo las escaleras al estacionamiento. Lugar tan elegante como este debe tener los lugares asignados por departamentos. El intendente se refirió a ellos como “los del 603”. La experiencia policial tenía razón, hay dos cajones y dos autos. Apuesto por el coupé rojo, algo me dice que es el coche de mi Casanova. Abro la cerradura en tiempo record, la identificación en la guantera dice “Maurice Cobb”. Reviso donde una esposa revisaría y no encuentro nada sospechoso. No he visto a este doctor Cobb, pero es como si le conociera de toda la vida. Reviso bajo los asientos, entre la basura y me gano la lotería. Tirados al costado del auto están los tickets de estacionamiento del hotel Apolonia. Las fechas coinciden con los viajes de su esposa. Incluyendo la última vez.

            La puerta del estacionamiento se abre y regreso todo a su lugar. Escucho los pasos. Me tiro al suelo y ruedo bajo un auto. Aprovecho el ruido de otro auto como distracción para salir del lugar. Manejo de regreso al cementerio. Botella de cerveza en mano. Desearía que Brenda me hablara, todo sería más fácil. Aún así, mi dinero está con el doctor. La entrada al cementerio es como la entrada a una metrópolis a escala de edificios de piedra y mármol, con la esporádica estatua de ángeles y querubines. Muchas tumbas, cada una con su propia historia. Algunas tienen algo más que un cadáver en una linda caja de madera. Algunas de ellas me hicieron un trato hace tiempo, uno que pienso honrar.

            Una chica me espera fuera de la cabaña. Escondo mis herramientas de trabajo bajo los asientos. Recojo una bolsa de semillas de la parte de atrás y salgo del auto bebiendo y silbando. La chica es guapa. No como te dicen en las películas, no tiene dientes de perla, ni tiene ojos donde uno podría ahogarse, ni su cabello es el de los ángeles. No, sus dientes son de dientes, sus ojos son ojos y su cabello pelirrojo no tiene nada de extraordinario. Se sienta erguida, incluso cuando nadie la ve, y se sobre maquilla los ojos para que nadie le vea la nariz. No necesito hablar con ella para saber que ha tenido que probarse en un mundo de hombres desde que era niña. Su vestido es conservador, pero ligero, es como la sociedad cree que debería vestirse, pero ella tiene un prendedor de una colorida libélula hecha con pedacitos de vidrios. Hay un fuego tras el aburrido traje, y su mirada altanera me pone nervioso.
- No debería sentarse ahí.- Suelto el costal de semillas y señalo el tronco cortado.- Ahí corto la madera para el padre Shane, podría tener astillas.
- Gracias.- Su fachada de chica dura y ágil se cuartea un poco. Se sonroja y se aclara la garganta.- ¿Perry Murdoc? El padre Shane dijo que estaría por aquí.
- ¿Y?- Entro a la cabaña y me siento en el camastro. Ella se queda en la puerta, no se anima a entrar. Ha lidiado con tipos peligrosos antes.
- Mi nombre es Ava Margo, soy reportera de investigación.- Me enciendo un cigarro y le ofrezco uno, pero no se atreve a acercarse.- He estado investigando una serie de... eventos, relacionados con personas que han sido enterradas aquí.
- No entiendo.
- Micheal Morgan, Jerome Smith y Mary Conelly. ¿Le suenan conocidas?
- No sigo el diario, me aburre.
- Esas tres personas están enterradas aquí, todos son casos no resueltos según la policía y pocos días después, es decir, luego del funeral, alguien anda por ahí causando problemas. Según varios testigos deja tras de sí una tarjeta de presentación. La carta del tarot de la muerte.- Le miro con el cuello torcido y me abro otra cerveza. Ya no se siente tan segura de lo que dice, pero no se va.- Incluso un testigo, un verdadero malviviente que sobrevivió a una balacera, dijo que tenía el rostro como una calavera. Siendo usted el más corpulento de todos los que viven y trabajan aquí, pensé en hablar con usted.
- Me atrapó. Me arranco la piel del rostro y ando por ahí luchando contra el crimen. Una cerveza a la vez.- Ava se enoja, controla el temblor en su mandíbula y entra a la cabaña con los brazos cruzados.
- Yo sé quién eres Murdoc, he escuchado de ti en la comisaría.- Tira la bomba. No estaba preparado y cuando estalla es como si me pulverizara las costillas. Guardaba lo mejor para el final, la carta que gana a todas las cartas, el pasado.
- Sólo soy un jardinero. Si me dicen que cave, cavo, si me dicen que plante un árbol, eso hago. Déjeme perderme del mundo.
- Todos tienen historias de Perry Murdoc.- Encontró mi punto débil y entierra el cuchillo.- Historias de terror. Todos querían que pasara los próximos 50 años en prisión, pero se salvó milagrosamente. Nadie me dijo nada específico, la policía sabe atar sus cabos sueltos, pero me dijeron del asistente del fiscal. El único que intercedió por usted. ¿No lo arrestaron recientemente por corrupción?
- ¿Quiere saber de mí?- Tiro la botella contra la pared a su lado y de un salto me levanto, la agarro del cuello y la estrello contra la pared de atrás. Me mira con pánico, sabe que fue demasiado lejos.- Hice cosas que le darían pesadillas el resto de su vida. Lo único que quiero es morirme de cirrosis en esta mugrosa cabaña, en este mugroso empleo. ¿Por qué demonios andaría por ahí causando problemas?
- Suélteme.- La dejo ir, pero me planto frente a ella. Huele el sudor de mi camisa y el aliento a cerveza. Los héroes no huelen así.

            Me insulta y dejo que me insulte. Quiero que me odie. Quiero que deje de pensar en mí. Los tres nombres que mencionó fueron casos. Así les llamo yo. Suena mejor que decir que sus espectros ordenaron justicia. La muerte roja partió cabezas y disparó un par de veces. Llegué al fondo del asunto y los culpables terminaron en prisión, a excepción de uno que terminó con doce balas en el pecho. La miro alejarse y odio admitirlo, pero la soledad inunda la cabaña cuando se aleja en su auto. No merezco tener amigos. El padre Shane es mi único amigo y soy más un caso de caridad cristiana que otra cosa. Es su collar de sacerdote el que le dice que todos merecen una segunda oportunidad. Yo no la merecía, pero me fue dada como una carga. Saco los dos anillos bajo el camastro y trato de no pensar en el viejo que me los dio. Un anillo tiene la forma de un reloj de arena, el otro anillo es plano y se calienta cuando me lo pongo. Es el mal sabor de boca que deja el pasado el que me lleva a ponerme los anillos sobre mis guantes. La muerte  roja debe salir a recoger la cosecha. Empezando por Maurice Cobb.

            No hay nada como la violencia para alejar el pasado. Maurice salió del trabajo puntualmente. Lo veo desde el estacionamiento y le sigo. Saco deportivo y camisa abierta. Pelo en pecho. Canas en los costados, el típico detalle que derrite a las solteronas en los bares mal iluminados. Anillo de su universidad en el meñique. No he hablado con él y ya me cae mal.

            La prisión de Leary Hill está separada de la ciudad por un espeso parque. He oído historias de terror en esa prisión, ¿pero para qué mejorarla si con esconderla basta? La municipalidad se niega a cambiar los focos fundidos en el parque que le rodea. Supongo que un par de asaltos y violaciones no justifican el gasto. Cobb se detiene en una tienda de abarrotes y aprovecho la oportunidad. Entro a su auto por segunda vez. Bufanda cubriendo mi rostro, mi pistola roja y mis anillos listos. Maurice silba algo de jazz cuando sale con su botella de vino. Yo tengo otro jazz para él, y en cuanto entra le dejo escucharlo, con mí 9 milímetros contra su oreja izquierda. No se atreve a voltear hacia los asientos traseros, pero puede ver por el retrovisor.
- Tengo dinero, pero por favor no me mate.- Tengo que admitirlo, se lo tomó con elegancia.
- Brenda Upshaw.- Le susurro. Se le seca la boca tan rápido que pensé que su cabeza se haría de cristal. La mandíbula le tiembla y me mira suplicante.- ¿No recuerdas a tu amante?
- Brenda se suicidó.- Trata de recuperar cierta dignidad. Se alisa las solapas de su saco deportivo y me estudia desde el retrovisor. No puede verme la cara, pero le basta con verme a los ojos para saber que lo mataré de ser necesario.
- No fue suicidio.
- ¿Cómo lo sabes?
- Brenda me lo dijo.- Maurice sonríe y trata de alejar la pistola, pero la entierro un poco más.- Te puedo quitar la cera de las dos orejas con apretar el gatillo. Si quieres vivir lo suficiente para saborear ese vino, te recomiendo que me digas lo que sabes.
- Está bien, está bien.- Maurice mira hacia todas partes y luego habla en susurros.- Los guardias no son los únicos que arriesgan su vida en prisión, nosotros también. Un descuido y uno de esos parásitos te entierra una aguja en el ojo. Brenda tuvo sus problemas.
- ¿Hay más que eso o tengo que adivinar?
- Robert Marsh. Fingía tener diabetes para ir al ala de enfermería todos los días. No me preguntes por qué. Brenda se dio cuenta la semana pasada que era una farsa y se rehúso a tratarlo. Marsh se puso muy agresivo. Demandó a Brenda, su caso era basura, pero tuvo que comparecer de todas formas.
- ¿Marsh está hecho de goma?
- ¿Qué?
- ¿Cómo pudo matarla en su departamento?
- Tú no entiendes, las cárceles están más conectadas al resto del mundo de lo que crees. Marsh tenía amigos poderosos y peligrosos.
- ¿Dónde estuviste el seis de agosto? Miénteme si te cansaste de respirar.
- Estaba en mi casa.
- ¿Con tu esposa?
- A solas. Sé que no es muy buena coartada, pero es la verdad.- Maurice suspiró y juntó los nervios para darse vuelta en el asiento.- ¿Acabamos? Normalmente tendría el derecho a un abogado.
- ¿Te parezco un policía?- Guardo mi arma, pero la tentación es muy fuerte y lo abofeteó con tanta fuerza que rebota contra el volante y en el proceso rompe la botella de vino.- Ahora acabamos.

            Odio admitirlo, pero Cobb tiene razón. Hay un ángulo en la prisión. Antes quiero ver dónde vivía Brenda Upshaw y dónde murió. La radio no me relaja, sólo me recuerda que hay un mundo allá afuera para la gente normal. Un mundo donde hay tostadas francesas, cómodos cubículos, ofertas de corbatas, esposa, hijos, fondo para la universidad y un cómodo sillón para escuchar el juego. La lluvia lava muchas cosas, pero nunca ha lavado una conciencia. Padre Shane dice que esa es la marca del Hombre cuerdo. Canjearía mi conciencia por la locura cualquier día de la semana. La conciencia está sobrevaluada.

            Brenda Upshaw compartía un departamento de renta congelada en la zona pobre de Brokner. Supongo que la diferencia entre jefe de doctores y un par de enfermeras se mide por manzanas y colonias. Noche lluviosa y luces de neón. El edificio de al lado tiene una farmacia, su letrero asciende varios pisos. Se ha ido dañando con el tiempo, ahora solo quedan unas letras y la calavera, sin los huesos. Subo por la escalera de incendios. Tengo que dejar de fumar y beber. Cinco pisos me hacen jadear como un perro. Navaja contra la ventana. Me quito los zapatos mojados y el abrigo.

            Tres paredes falsas para separar los dos dormitorios y el baño. El departamento reta las creencias populares sobre los dormitorios. Cama, buró y cómoda. Un librero hace de corredor. Piso viejo de madera. El techo es arte moderno, el moho adquirió inteligencia y parece tratar de comunicarse desde arriba. Las cosas de Brenda siguen en su lugar. Fotografías familiares. Tres mudas de ropa. Libros médicos. Libros de arte soportan las patas desiguales de la cama. Si hubiera seguido su sueño de estudiar arte quizás seguiría con vida. La agenda de Brenda no podría ser más aburrida. Todo lo que tiene anotado son recordatorios del trabajo, con ocasionales notas de cumpleaños y cosas así. En la última página dibujó una princesa sobre un caballo. Brenda nunca tuvo a su Lancelot. Sólo me tiene a mí.

            Corine Mosley vivía con ella para ayudar a pagar la renta. Libros sobre lugares lejanos y exóticos, seguramente de Corine. Su agenda es un poco más entretenida. Anota los programas que quiere escuchar y sus horas. Tiene citas con familiares y un doctor Omar Black. Reviso cada centímetro de su área, pero no encuentro pastillas. Sólo viejas fotos con Brenda, en ferias o celebrando cumpleaños en el hospital de la prisión Leary Hill. Difícil de creer que su mejor amiga, quizás su única amiga, la hubiese asesinado, pero la realidad tiene la mala costumbre de desafiar nuestras creencias.

            Escucho las llaves y me congelo un segundo. Dejo todo en su lugar y para cuando la puerta se abre estoy saliendo por la ventana. Me pongo los zapatos y trato de escuchar. Corine no está sola. Trato de mirar por la ventana cuando descubro mi error, no cerré la ventana. Samuel Upshaw se asoma por la ventana, protegiéndose de la lluvia con su mano. No me encuentra porque estoy en el piso de arriba, pegado al umbral de otra ventana. Regreso al piso de abajo y espió con cuidado.
- No he movido nada.- Le dice Corine a Samuel.- No me atreví.
- Gracias.- Samuel mira la caja de cartón que trae y sonríe tímidamente.- ¿Tienes otra caja?
- Claro.- Corine desaparece y regresa con dos cajas y una bolsa.- Tu hermana no tenía mucho, sólo lo que está en la cómoda. Su termo de café, sus libros de cabecera y la poca joyería.
- Siempre fuiste su mejor amiga.- Le dice Samuel mientras guarda todo lo que puede.- Hablaba de ti todo el tiempo.
- Brenda era mi mejor amiga también.- Desaparece de nuevo y le lleva fotografías.- Quédatelas, Brenda siempre dijo que te las regalaría uno de estos días. Supongo que hoy es uno de estos días.
- Gracias Corine, y no olvides, si necesitas algo, avísame.- Se despiden cordialmente y admito estar decepcionado que no sean amantes. Corine pone un disco de blues cuando se va Samuel y entonces entro por la ventana. Le doy tiempo para que sienta mi presencia y cuando lo hace grita horrorizada.
- Soy amigo de Brenda.- Corine señala mis anillos y la bufanda. Supongo que esa reportera entrometida decía la verdad, empiezo a ser conocido.
- ¿La muerte roja?
- Los periódicos lo inventaron.- Corine se sienta en la cama de Brenda. Ojos llorosos y pañuelo en mano. Me apoyo contra la pared y le doy un momento.- ¿Tú sabías del amorío?
- Sí.- Contestó finalmente.- Brenda nunca había hecho nada malo en su vida. La destruía por dentro. Creo que el señor Cobb ya había terminado la relación, empezaba a ser obvia en la enfermería. Aún así, no lo vi venir. Le dije que fuera con Omar, mi psicólogo, pero nunca quiso ir.
- No fue suicidio.- Corine levantó la cabeza y me miró sorprendida.
- ¿Quién fue?
- En eso estoy. ¿Alguna idea?
- Marsh, es un convicto con amigos en el exterior. Brenda no quiso tratarle la diabetes  que no tenía. Quién sabe qué planeaba ese loco. No hay secretos en prisión, ni siquiera en la enfermería. Tenemos pacientes que van todos los días por años enteros. Nunca fraternizamos, y con buena razón, nos han acosado a mí y a Brenda desde siempre. Poco a poco uno va mencionando cosas de su vida privada en esa ala de la prisión y los prisioneros lo escuchan. Uno espera que no puedan hacerte daño, pero uno nunca sabe.
- ¿Dónde estuviste el 8, la noche en que Brenda murió?
- Salí a ver una película. Invité a Brenda, pero estaba muy deprimida.- Corine se pone de pie y me muestra la duela del suelo.- Los vecinos de abajo están oyendo nuestros pasos, y cualquier cosa más fuerte que un susurro se escucha también. La policía habló con los Uneker, los del piso de abajo, y yo también lo hice. No escucharon nada raro. Y lo harían, esos viejos son muy metiches.

            Me voy sin saber si tengo las manos vacías. Tengo algo al llegar al coche, estoy empapado de los pies a la cabeza. Despejo mi cabeza en el tráfico nocturno. El momento donde los oficinistas de Baltic regresan a sus casas en Brokner y las prostitutas de Morton se desplazan a las esquinas de la Industrial. Anuncios con pequeños focos, letreros de neón chillante y locos en el megáfono profetizando el fin del mundo. De alguna manera todo se combina, todo se une en un solo paquete alucinante, un veneno que haría de cualquier santo un ladronzuelo asesino. La ciudad se está volviendo loca. No me quejo, soy parte de esa locura.

            A la mañana siguiente manejo a la prisión. Hago fila como todos los demás, guardias, enfermeras y doctores. Maurice Cobb no me reconoce, yo reconozco su loción desde atrás de la fila. Un verdadero conquistador con un olor que, podría apostarme algo debe ser esencia de tigre o alguna de esas trampas para turistas calenturientos. La entrada es lenta, cada persona es revisada, sin excepción. Revisan mi portafolio, tengo todo lo que un policía tendría. Revisan la ropa también. Mi termo y yo pasamos después de diez minutos. Nunca había visto una fila de gente tan fastidiada como esa. Nadie quiere trabajar ahí, mucho menos hacer fila de esa manera.

El detective Benny Saltieri se presenta con el jefe de guardias. Placa, reloj barato, colonia rancia, manchas de café en la camisa y con cara de fastidio. El jefe de guardias, un oso llamado Franz Rom me mira de los zapatos al sombrero. Si llama a la comisaría 12 estaré en problemas, el verdadero Saltieri se la vive fuera, los jefes ni siquiera saben qué casos trabaja, pero se la pasa en desayunos y comidas que duran horas enteras, pero a estas horas bien podría estar en su escritorio. Lleva su mano al teléfono, luego se rasca la nariz y decide que sería mucho trabajo. El discurso de siempre, nueva información, nuevo enfoque a un caso cerrado.
- Sí, sé del incidente que menciona. Nos puso nerviosos a todos.
- ¿Tiene expedientes de los convictos que más atienden en la enfermería? Además de Peter Marsh.
- Sí, hay unos cuantos.- Franz envía a un subordinado, quien regresa con tres fólders.- Ahí los tiene.

            Franz me deja usar un escritorio vacío, pero no me quita los ojos de encima. No podré robármelos, y no creo que hubiera podido, pues la salida es el mismo proceso fatigoso que la entrada, con una única excepción, al final de la fila hay aire fresco y libertad. Me concentro en los tres archivos y anoto todo lo que puedo. Robert Marsh, Alfred Corso y Patrick Braun. Tres perdedores con tres strikes cada uno. Todo un equipo ganador. La foto del archivo policial y la foto en prisión, años después, es una metamorfosis absoluta. La grasa desaparece, los ojos se hunden y hay más odio en su mirada.

            Maurice no mentía sobre Robert Marsh. Fingió diabetes y demandó a Brenda Upshaw cuando no quiso continuar el tratamiento. Brenda tuvo que quedarse más tarde para comparecer en prisión frente a un juez y a Peter Marsh. Tenía la ciencia de su lado, quizás Marsh tenía compinches afuera de su lado. Compareció el seis de agosto, el asunto no llegó a más, al menos eso pensó el juez en su momento. Leo sus antecedentes penales y mi estómago da un vuelco. Arrestado dos veces por asalto, una por asalto con agravantes, tecnicismo para “le arrancó los dientes con un tubo”, y un cargo por prestamista. Eso no es lo que llama mi atención, sino sus socios conocidos, varios simios y Dominic Abrugio. Prácticamente dueño de Brokner y parte de Baltic. El aceitoso llegó para quedarse.

            El siguiente expediente que me llama la atención es Alfred Corso. El viejo se quejaba de continuos dolores de espalda y día tras días recibe tratamiento. Los doctores no quieren darle un bonche de pastillas y confiar en su palabra, tienen que tenerlo en la enfermería, darle la pastilla y sacarlo de ahí. Marsh parece peso pesado, pero Corso parece un simple perdedor. Robo a mano armada, antes de eso fraude postal y antes de eso asalto con violencia. Antes de los tres strikes trabajó como conserje en el edificio Athena. Uno de esos edificios de la bella época, cuando los mafiosos tenían estilo y la crema y nata de la sociedad vivía en el mismo techo. El edificio será demolido cualquier día y parece que el despido no le vino bien.

            El último nombre es Patrick Braun, toda una joyita. Manejar en estado de ebriedad, allanamiento de morada y posesión con la intención de vender. Es claro que Braun iba para arriba, antes de ir hacia abajo. Recibe diálisis diaria desde una golpiza recibida en prisión. Otro vuelco del estomago, Dominic Abrugio fue arrestado junto con él hace año y medio. Braun se pronuncia culpable de todo, con tal de salvar a Abrugio. Dominic sabe como regresar favores, los hombres que atacaron a Patrick Braun fueron asesinados durante un intento de motín.

            Franz dice que Brenda no se encargaba de la diálisis y que no fue la única que compareció para afirmar que Marsh estaba fingiendo su diabetes. Eso me lleva a una conclusión, Dominic Abrugio no mató a Brenda. Al menos no según lo que sé. Si la mafia la hubiera querido matar, ella lo sabría. Le habrían disparado en la calle o puesto una bomba en su auto. No, el asesino fue como un fantasma. Le metió las pastillas por la fuerza, o quizás las diluyó en agua. Además, si hubieran querido que pareciera un suicidio habrían dejado una nota o algo semejante. Demasiado elegante para los italianos de Baltic. Al menos he aprendido una cosa. Maurice Cobb quería que perdiera mi tiempo con Marsh y Braun.

            Ya tuve suficiente con las maniobras silenciosas. Salgo de prisión y le dejo un regalo a Maurice en su auto. El doctor sale de la prisión mirando a todas partes, está nervioso. Encuentra la carta del tarot que dejé en el tablero de su auto busca-chicas. El arcano sin nombre, la muerte. Revisa el asiento trasero, por si acaso, y se queda quieto por varios minutos, su corazón empujando para salir de su pecho y tomarse vacaciones. Cuando Maurice reacciona sale disparado y le sigue a buena distancia. Su coche es difícil de perder, así que me quedo varios carros atrás. No va a casa, sino a una fábrica textil.

            Entro por la puerta trasera como la muerte roja. Avanzo entre el vapor y los enormes telares hacia las voces más allá de las docenas de altos rollos de tela. Escucho a Maurice, está muerto de miedo. Uso un trozo de espejo roto para mirar a través de la oficina hacia la entrada, donde Abrugio tiene a sus matones controlando las apuestas clandestinas por teléfono. Cobb está aterrorizado y Abrugio sólo quiere saber si ha sido seguido. Lo tiene a punta de pistola, el cañón en el cuelo y su cachete contra el ébano de su escritorio. Abrugio sabe cómo preguntar. Maurice jura por su madre que no fue seguido y Dominic le deja ir.
- No olvides Maurice, tus deudas no se pagan solas. Ahora lárgate, ese mito urbano no puede tocarte si juegas por las reglas y me dejas todo a mí.- Abrugio, un hombre gordo y bigotón como una morsa, lo levanta de la solapa de su saco deportivo y lo empuja al suelo.- Lárgate y no vuelves nunca más.
- No sé jefe, algo lo tiene asustado.- Dijo un matón a su lado. Traje color naranja, con camisa que combina. Zapatos de cocodrilo y todo lo que pasa por lujo en el viejo continente. Suficiente vaselina en su cabello como para engrasar todas las máquinas de un buque. Aún así, se pasa la mano por el cabello cada tres segundos.- ¿Qué quiere hacer?
- Te diré lo que haremos. Aldo, tú ve con el viejo, dile que ya no haremos el intercambio en el parque Century, lo haremos en el Pacific. Es más seguro y recluido. Pero llévense el producto que hay aquí, lo último que necesito es una redada de la policía.

            Memorizo a Aldo, un palillo de dientes con afilados colmillos y ojos ojerosos. Retrocedo en mis pasos, buscando un buen escondite, quiero ver sus drogas y su operación. Normalmente no me importaría, pero negar que Abrugio está involucrado de alguna manera en la muerte de Brenda Upshaw es como apostarle a un marino que la tierra es plana.

            Una de las máquinas del telar no funciona porque está hueca. Los matones desenroscan las tuercas para moverla y abrir una trampilla en el suelo. Heroína. Vale miles de dólares aquí, y en la cárcel debe valer el doble. No tengo idea de cómo la meten a prisión, revisan hasta los doctores y no les dejan entrar sus propios medicamentos. No lo sé, aún. Es uno de esos misterios que pueden resolverse a golpes. Escalo al paso de gato sin ser detectado. El vapor me provoca escozor. De un tirón de la cadena los rollos de telas caen al suelo y ruedan como los troncos en un aserradero. Dominic huye sin pensarlo dos veces, pero a él puedo agarrar en otro momento.

            Los matones abren fuego. Demasiado vapor, demasiado calor, demasiado ruido. Las patas, como de araña, metálicas y filosas siguen haciendo cortes a los rolles y tejiendo brocados. Es un caos de ruido y gritos. Disparo contra las válvulas de presión, ahora el vapor escapa por todas partes de la vieja tubería. Les voy sorprendiendo de uno en uno, como un lobo. Mi anillo al rojo vivo acentúa mis golpes, y cuando eso no es suficiente uso mis pistolas rojas. Escucho a uno detrás de mí, pero no puedo evitar que me golpeara con un extinguidor por la espalda. Caigo al suelo, ruedo para evitar otro golpe y le disparo entre los ojos. Eso me salva, pero les deja saber a los demás donde estoy, y según mi última cuenta había más de una docena. Se avispan y abren la puerta corrediza de lado a lado. El vapor se disipa cuando empiezo a disparar a todas partes. Hay una conmoción que no distingo mientras retrocedo y me cubro detrás de barriles de aceite para máquinas. Reconozco a Aldo de nuevo, su traje de 100 dólares arruinado por la humedad. Sonríe como un tiburón, pues tiene un rehén. Ava Margo debió seguirme.
- ¡Sal de tu escondite payaso de circo!- Grita uno de ellos mientras me busca.- Ustedes tres, agarren la heroína y váyanse. Son más de diez de los largos que casi se arruinan. Nosotros nos encargamos de él.
- Mira esto.- Uno de los matones toma una carta del tarot que dejé sobre uno de los matones que convertí en coladera.- Ese doctor miedoso no mentía.
- Tenemos a tu amiga, sal ahora antes que le dé una segunda sonrisa.- Ava se resiste, pero es inútil. Está muerta de miedo y Aldo sonríe al oler el perfume de su cabello.

            Me deslizo entre las cajas de madera, quedan cuatro de ellos. Están enojados, bien armados, tienen rehén y buena razón para estar enojados. No es la primera vez que matan, y tampoco es la mía. Uso mi navaja para matar a uno de ellos por la espalda y arrastrar su cuerpo detrás de cajas. Uno menos, faltan tres. Apunto hacia el extinguidor a un lado de la entrada y espero el momento. Dos de ellos pasan a su lado y disparo. La explosión los saca volando, uno pierde una mano. Salgo de mi escondite con ambas armas y los lleno con tanto plomo que su ataúd pesará una tonelada.
- Parece que no te quiere muñeca.- Me acerco a Aldo y le apunto a la cabeza.
- Déjala ir o te abro el tercer ojo.
- No atinarías.- Usa a Ava como escudo humano y tiene toda la razón.
- No te voy a mentir Aldo, eres un profesional y sabes cómo son estas situaciones.- Un par de pasos más, pero él no es idiota. Retrocede agarrando a Ava y la mano con el cuchillo no le tiembla.- Sabes que voy a matarte hagas lo que hagas. Puede ser lento, o puede ser rápido.
- He oído sobre ti, un mercenario. ¿Trabajas para los negros de Morton, o los judíos de Brokner? No, alguien como tú debe trabajar para otro italiano, ¿Benedetti, Fortuna, Jack el pulgar?
- Maté a Jack el pulgar hace un mes, pero supongo que no te enteraste.- Aldo mira a su alrededor, no tiene escapatoria y conozco su mirada de presa acorralada. Va a matarla. Le disparo en un pie y suelta a Ava, quien se refugia contra la pared de la entrada.
- No me mates, por favor.- Guardo mis armas y sonrío, aunque él no pueda verlo. Caliento el anillo de la izquierda mientras me acerco.- Tengo dinero, tengo información.
- Dame tu dinero. De algo tengo que vivir.- Aldo me tira su billetera y se quita el zapato, tratando de contener la hemorragia.- El viejo del que hablo Dominic, su contacto, ¿quién es y dónde lo encuentro?
- Barrio chino.- Se saca cerillas de su saco y me las tira.- El café de chinos es sólo el frente. La diversión está en la parte de abajo. Vamos viejo, te conseguiré más dinero, sólo dame tiempo.
- ¿Sabes Aldo? Se te acabó el tiempo.- Entierro el anillo con el reloj de arena en su frente. Aldo chilla y trata de zafarse, pero es inútil.- No te preocupes, no te dolerá por mucho tiempo.

            Le disparo al corazón y me acerco a Ava, quien tiembla como una hoja. No sé qué decirle, ni sé cuánto sabe ella. Camina en reversa, se aleja de mí y va hacia su auto. Le ofrezco un cigarro y con sus manos temblorosas acepta. Conozco la mirada, nunca había visto una carnicería. Yo me he acostumbrado, he llegado al punto en que la violencia no me afecta, pero Ava pertenece a un mundo mucho más civilizado que el mío.
- Sabía que eras tú. Reconocí tu voz.- La dejo con la palabra en la boca, no sé qué decirle. Entro a mi auto y ella se sube a mi lado. Me arranca la bufanda y no me atrevo a verla a los ojos.
- Brenda Upshaw no cometió suicidio.- Es todo lo que puedo decir, como si eso explicara todo.
- ¿Por qué?- Una pregunta inteligente, pero de difícil respuesta. No sé ni por dónde empezar.
- Ellos me salvaron la vida. Me prestaron tiempo. Estoy a su servicio.
- ¿Quiénes te salvaron la vida?
- Los muertos Ava.- Arranco el motor y me alejo a toda velocidad. Me alejo de las sirenas de policía, pero no me alejo de las preguntas de Ava.- Es mi última oportunidad por enmendar las cosas que hice, antes de irme al infierno. No puedo dejar que me reconozcan, por eso la bufanda.
- ¿Y las automáticas rojas y tus anillos?
- Créeme, crees que quieres saber, pero no quieres saberlo todo. Yo quisiera ignorarlo también.- La miro a los ojos y empiezo a reírme. No había hablado con nadie sobre mi situación, y por más que el padre Shane sea mi confesor no es lo mismo.- Poe.
- ¿Quién?
- Edgar Allan Poe. Escribió “la muerte de la máscara roja”. Es sobre la personificación de la plaga que vence incluso a los que creen que pueden salirse con la suya. No sé, es poético. El alcohol me pone filosófico.- Ava me mira y sonríe, los nervios se están yendo y empieza a absorber la situación.- Si la gente se entera de quién soy, estaré en muchos problemas, y el padre Shane también. ¿Entiendes eso? No puedes publicar nada.
- Es justo mi suerte, la primicia del año cae a mis pies y no puedo explotarla. La policía cree que eres un asesino a sueldo, los mafiosos creen que eres un cuento de hadas y la verdad es que eres un poco de ambos.- Se termina el cigarro y lo tira por la ventana.- Está bien, pero quiero acompañarte.
- No gracias, puedo hacerlo solo.
- Si Brenda Upshaw realmente murió asesinada, me gustaría tener la noticia. No diré nada sobre ti, después de todo me salvaste la vida. Aunque,- Ava me interrumpe y ladea la cabeza.- ¿cómo sabías que ese matón no iba a matarme?
- El cuchillo estaba al revés, el filo estaba del lado equivocada.- Ava se ríe y yo finjo que era cierto.- No puedes ir conmigo a este café de chinos.
- Pero...
- Pero,- le interrumpí.- puedes ser útil si consultas tus fuentes o con quien sea por los rumores del barrio chino. Los chinos nunca habían negocios con los italianos antes. Si alguien en el barrio chino surte a los italianos puedes apostar que la gente está hablando de eso.
- ¿Crees que Brenda haya estado involucrada con el tráfico de drogas?
- No creo. No cambiaría nada, pero no creo. Estoy más interesado en saber cómo meten la droga, quizás el contacto lo sepa.

            El café de chinos ocupa dos pisos. Nada se destaca, a excepción del barandal de la escalera en forma de dragón. Barrio chino siempre me ha puesto nervioso. Nunca sé lo que piensan detrás de esa expresión neutral e inexpresivos ojos. Cualquiera de los clientes podría portar una pistola o incluso ser el contacto de drogas con Abrugio. El frente engañaría a cualquiera, pero no es fácil confundir un cliente que quiere una taza de café o té verde, y el drogadicto regular. Pocos pagan con efectivo, normalmente pagan con artículos robados, relojes, bolsos, aretes, anillos, etc.

            El barrio chino está construido sobre una maraña de túneles subterráneos, útiles para la época de la prohibición y para los fumaderos de opio actuales. Un sótano de piedra con extensas hileras de literas. Al menos 80 personas, unos dormidos y otros pegados a la pipa de opio. Cuando el opio se acaba tocan una campana y un hombre con vestimenta tradicional y larguísima cola de caballo les atiende. Me deslizo de hilera en hilera sin ser detectado, pero no encuentro bodega alguna. La luz de las veladoras tampoco ayuda. Casi pego un brinco al mirar hacia arriba, las decoraciones de fin de año están colgadas del techo impregnado del humo del opio. Dragones de papel con bigotes largos y ojos saltones recorren todo el techo de gancho en gancho. Cualquiera que esté persiguiendo al dragón se perdería en esa imagen del techo.

            Golpeo una de las campanas clavadas al poste de una litera y espero. El anciano, siempre sonriente, se acerca con una pipa. El cliente está plácidamente dormido. Lo agita un poco, pero no sirve de nada. Inspecciona la campana y la larga cadena que llega hasta la mano del cliente. Al ver el reloj de arena quemado en la madera une los puntos. Antes que pueda moverse le entierro una pistola en la nuca. Le pregunto una vez y me sonríe con los ojos tan cerrados que no estoy seguro que pueda verme detrás de sus gruesas gafas. Le pregunta otra vez, pero el mismo resultado. Es como hablar con una estatua. Le acerco la pistola a la nariz y sigue sonriendo. No es la sonrisa como tal la que me preocupa, es su respiración, el viejo está calmado como un bebé.

            El reflejo de sus gafas muestra el resplandor de algo metálico. Me agacho a tiempo antes que el corpulento chino vestido de mesero me corte la cabeza. El viejo corre por su vida, pero a su edad iría más rápido si se monta en una tortuga. El mesero es hábil con la espada, no consigue decapitarme, pero me quita la pistola de la mano. El filo me roza por un centímetro y decido tirarme al suelo. El mesero ataca de nuevo, pero ruedo debajo de la litera y emerjo del otro lado sosteniendo mi navaja. No quiero hacer más ruido, llamar más la atención. Le lanzo la navaja y le golpea justo en el pecho. Recupero mi pistola y de un golpe con la culata me deshago de él.

            Alcanzo al viejo mientras abre una entrada secreta en la pared del fondo. Cierra antes que pueda agarrarlo. Me lanzo contra la pared y busco un interruptor a toda prisa. Tabiques ennegrecidos por el humo, menos uno que ha sido colocado más recientemente. La puerta se abre de nuevo y me guío por el eco de los pasos en la oscuridad. Escucho otra puerta, el mismo rechinar del metal sin aceitar y el tabique rozando la piedra del suelo. Se abre la puerta y el disparo explota en la cueva con la potencia de un cañón. El flash me deja verlo todo, el brazo se asomó de la entrada con un revólver, el anciano no puede creerlo y fracción de segundo después gran parte de su cerebro decide desparramarse contra la pared y el suelo. Roñoso final para alguien como el camello de opio, aunque con cierta justicia poética. Me acerco con las dos pistolas, solo por si acaso. La puerta no vuelve a abrirse. A lo lejos el túnel se fusiona con las cloacas y algo de luz alcanza hasta aquí. En la puerta escondida hay una marca de pintura, la mano de alguien pintada de color verde.

            Empujo la puerta y sigo la misma corazonada que la última vez. Encuentro el tabique y lo empujo. El engrane salta, la puerta de piedra se libera. Me congelo un segundo y la detengo con la rodilla. Paranoia de cloacas. Ya mató a uno, podría matar a dos de un solo golpe. Me asomo lentamente y no veo nada más que la oscuridad. Tic-tac en un lugar donde no debería haber tic-tac. Hilo dental pintado de negro, clavado en la pared hasta una bomba de tres cartuchos de dinamita. El reloj casi marcan las doce.

            Cierro a toda prisa y corro tan rápido como puedo. Alcanzo las escaleras hacia el mundo de la superficie y abro la tapa. La explosión cimbra los cimientos y una lengua de fuego me persigue cuando ruedo por el asfalto de la calle. En un callejón me quito la bufanda, guardo mis armas y mis anillos. Regreso al auto como si nada pasara, cuando en realidad perdí la pista del tráfico de heroína. Me consuelo diciéndome a mí mismo que ése no es mi trabajo, sólo el homicida de Brenda Upshaw. Ahora mismo Maurice parece como un buen sospechoso.
- ¿Necesitas un chofer?- Ava  Margo se asusta al verme. Sonríe apenada y sube al auto. Es todo muy mágico para ella, pero la magia puede matar.- ¿Qué encontraste?
- Es una larga historia y ahora mismo necesito algo de comer.
- ¿Comida china?- Bromeo y ella se ríe. Hay de miradas a miradas y por alguna razón cuando duran más de tres segundos se cruza una frontera incómoda. No sé quién lo inventó, quién nos programó para ello, pero es cierto. Ava y yo nos miramos un buen rato, nadie dice nada. No sabríamos qué decir. Es curioso como una mirada puede hacerte olvidar que perteneces a otro mundo. Quizás eso aplica para ella también.

            Hamburguesa con tantos aderezos que el pan no logra contenerla. Una porción de papás a la francesa. Dos refrescos y la promesa de un café mediocre. Es la mejor comida que he tenido en mucho tiempo. Ava devora su comida y me lo dice todo. Se topó con un casino clandestino de apuestas de caballos. La policía odia entrar al barrio chino, así que no es difícil entrar a un comercio para comprar martillo y clavos y toparse con una operación de prostitución de menores. Alguien en el casino debía mucho dinero y estaba muy desesperado. Ava le soltó un billete de cien y se ganó su amistad. El joven vestido de oficinista le dijo todo lo que sabía.

            Las calles todo lo saben y todo lo repiten. Camellos de diez años encerrados en picaderos en lo alto de edificios abandonados están más enterados que la policía. Es simbiosis. Hay un nuevo jugador en la mesa, alguien que se creía muerto por mucho tiempo. Nadie conoce su nombre, pero todos le llaman “Mr. Green”. La mente maestra, la mano detrás del trono. Viviendo en las sombras por décadas ha cambiado de código postal. Solía trabajar para unos italianos, hasta que las cosas se hicieron agrias, ahora ha encontrado un nuevo sindicato en el barrio chino. Nadie dice su nombre en voz alta, pero ellos son descarados para quienes les buscan. Cuelgan lámparas rojas afuera de las casas o departamentos de sus futuras víctimas. El muchacho le dijo a Ava, en tono muy callado, que son mafia china antes que hubiera mafia china. El clan de la lámpara roja. Asesinos del viejo mundo convertido en gángsters y jugadores de alto calibre.

            El hambre se me va de un momento a otro. Alguien ahorcó mi estómago y tengo ganas de golpearme a mí mismo. Le explico a Ava, lejos de las chismosas meseras, que ya había oído de ellos en al menos tres de mis casos. Simples rumores, o la presencia de lámparas rojas. ¿Qué motivación más grande es la que empuja mi servicio? El padre Shane los había mencionado. Su hermano estuvo en China por algunos años, tratando de convertirlos al cristianismo. No tuvo mucho éxito, insistían en convertir a Jesús en un dragón y no tenían idea de lo que era un judío o un imperio romano. “Como convertir marcianos” me confió Shane. Su hermano regresó derrotado, pero con muchas historias que contar. La lámpara roja era un antiquísimo clan que, según su propia leyenda, controlaba de alguna manera el destino de la China imperial. Cuando el emperador decidió occidentalizarse trató de deshacerse de ellos, pero el clan sobrevivió y se repartió por el mundo.
- Un asesino chino podría matar a Brenda sin hacer ruido.- Concluye Ava.
- Maurice usa a su amante para transportar las drogas, luego los chinos la matan. ¿Por qué no matar a Maurice?
- Quizás Brenda hizo algo que no debía. Quizás tiene un amante policía y los chinos se dieron cuenta. Decidieron que no valía la pena el riesgo y la mataron.- Me tomo el café y es todo lo que la mesera dijo que sería, casi mediocre. El “casi” significa menos que mediocre. El ácido podría hacer un hueco en un acorazado, pero me ayuda a pensar. Me enciendo un cigarro y se me ocurre una idea.
- Mr. Green... Palma con pintura verde. Corine Mosley, la compañera de cuarto de Brenda acude a terapia con un psicólogo llamado Omar Black. Podría ser mera coincidencia, pero ya me he topado con el clan de maneras que serían meras coincidencias, de no ser porque se han repetido demasiadas veces. Quizás la muerte roja podría hacerle una visita.

            El buen doctor no aparece en el listín. Afortunadamente anoté la dirección de la agenda de Corine, las mañas de policía no se van fácilmente. Ava me acompaña. No sé qué esté pensando ella, pero estoy seguro que no pensamos lo mismo. Las noches lluviosas me recuerdan a mi anterior vida. Antes que todo saliera mal. Antes que el peso de mis obras se convirtiera en una horca. Antes de que todo pasara. Hay algo sobre la gente corriendo en las aceras, protegiéndose de la lluvia, que nos recuerda que aún estamos a merced de la naturaleza. Aún estamos a merced de la naturaleza humana también. Aún estamos a merced de la muerte, la parca que corta el hilo cuando se nos acaba el tiempo. Tengo que dejar de beber mientras manejo, me pone filosófico.

            Tamor #180 interior 39, doctor Omar Black. Su nombre está en la etiquetita en el timbre. Nadie contesta. Ya casi son las nueve, quizás se fue a su casa. Ava quiere que use mis ganzúas y fuerce la entrada. No es necesario. Busco la etiqueta más nueva y toco su timbre. Nadie reemplaza esas cosas cuando la lluvia las arruina, sólo se cambian cuando se acaban de mudar. Finjo vivir en el piso de abajo. Finjo que perdí la llave. Risas y bromas sobre mi torpeza. Funciona como reloj suizo. La oficina en el tercer piso tiene una puerta con ventana ahumada y el nombre en grandes letras doradas. Uso mis ganzúas para forzar la cerradura y Ava mira hacia todas partes. Nerviosa como debutante con acné. Es normal las primeras veces, pero la experiencia adormece la excitación y la adrenalina. Solía entrar a casas cuando estaba en la academia, quería aprender a entender la mente criminal haciendo lo que ellos.

            Entramos a la oficina. Cierro la puerta. Enciendo la luz. No hay nada más que un teléfono descolgado en el suelo. Marcas en la duela muestran dónde iban algunos muebles pesados y nada más. Me apoyo contra la ventana que da a la calle. La lluvia golpea el vidrio y lo enfría. Necesito el frío para concentrarme. Una pieza cae sobre mi cabeza y casi me desnuca.
- Esto se pone cada vez más interesante.- Dijo Ava finalmente.- Voy aprovechar que tiene teléfono para repórtame con el Heraldo. Y descuida, te mantendré fuera de esto.

            Es un riesgo muy grande el que corro. Si ella decide que el premio al periodista del año es más importante que mi secreto, estaré en graves problemas. Finjo que no le presto atención mientras habla con los editores para terminar de venderles una nota de investigación. Les dice que el enfoque ha cambiado y ellos parecen contentos con eso. El bajo mundo sabe que existo, pero la prensa y la policía se enterarán al último, como siempre. Les dice que la balacera en la fábrica de textiles está relacionado con el tráfico de heroína a la prisión Leary Hill. Les dice de la explosión en el barrio chino y el fumadero de opio. Les dice de la oficina fantasma y promete encontrar al asesino de Brenda y llegar al fondo del asunto si le dan 48 horas.

            Me fumo un cigarro mirando hacia la calle y dejo que hable. Los editores sonaron satisfechos y ahora hablaba con otros reporteros. Nadie cubría la explosión en el barrio chino, no me sorprende. Uno de sus amigos reporteros le dice algo que levanta su ceja. Deja caer el teléfono al suelo. Samuel Upshaw fue atacado en su casa.

La lluvia nos acepta. Corremos hasta el auto y acelero como un condenado escapando del infierno. El viento del norte ruge y levanta la basura mojada. Las calles se vacían, nadie quiere estar afuera cuando la ciudad se vuelve negra, húmeda y fría. Lo que de día es brillante y novedoso se vuelve indiferente en la noche. La ciudad se hace un cementerio de muchas luces. Edificios como lápidas, personas como espectros vestidos con abrigos y una frialdad que anida en el corazón. Ciudad lápida, donde Dios dejó al diablo la tarea de creación. Un jazz enloquecido de avenidas que no llevan a ninguna parte, de cuadras en colinas, de altos edificios arrinconando casuchas. El diablo hizo un laberinto, y no me sorprendería si ninguna calle o avenida saliera de Malkin. El ocasional trueno cae sobre los altos pararrayos y por un instante se ilumina parte de la ciudad. Flashes de fotografía de un dios que sólo es un mirón. Tiene que serlo, porque no hay justicia en Malkin, sólo un nebuloso sentido de venganza. Si fuese más que un mirón yo no existiría, ni Abrugio, ni el patán doctor Cobb, ni el clan, ni Mr. Green. Diría que es el diablo vestido de verde, pero la verdad es que si el diablo existió lo matamos hace mucho.

Luces rojas y azules. Detectives bajo paraguas. Ambulancia en espera. Vecinos chismosos. Señora en bata no se pierde ni un momento, mientras su hijo le jala de la manga y llora. Estaciono a prudente distancia. Absorbo el vals de la policía. Solía ser mi baile. Ahora que lo veo de lejos es como reencontrarte con tu ex-novia y su nueva pareja. Cinta amarilla y uniformados aburridos. Se la juegan con monedas, cara o cruz, te toca a ti o me toca a mí. Perdedores todos ellos, y se nota. Un ejército de policías dentro de la casa. Catalogan todo. Apuntan todo. ¿Dónde estaban diez minutos antes, cuando habrían sido útiles? Samuel está en la camilla, listo para ser llevado al hospital.
- Ava Margo, reportera.- Ava le da uno de diez a un camillero y él sonríe como todo un conquistador.- ¿Se pondrá bien?
- Sí, se le tiene que bajar.- Samuel trata de moverse, pero está demasiado drogado.- Le inyectaron un anestésico, apenas ahora se mueve.
- ¿Se robaron algo?- Pregunta Ava. Me agacho para acercarme a Samuel. Pequeñas cachetadas para despertarlo.
- No sé, creo que sí. Hay detectives de robos por todas partes.
- Vamos Sam, despierta.- Una bofetada fuerte y abre los ojos como platos, sus pupilas como dos agujeros negros.- ¿Qué se robaron?
- Brenda... Cajas...

Las cosas de Brenda. Cubeta de agua fría. Se lo llevan en ambulancia.  El enfermero le hace ojos a Ava. Ella disimula agrado. Ava trata de decir algo, pero es demasiado tarde. Siento el golpe en el riñón. Me doy vuelta y recibo otro en la quijada. Caigo al suelo como un costal. Ava trata de detenerlos. Es inútil. Son polis. Lo merezco. Eso y más. Patadas en las costillas. Ava insiste en que soy su ayudante, los reporteros siempre se codean con ex-polis para datos internos. Los detectives me dejan en paz, no sin antes escupirme. Me doy vuelta en el asfalto y miro la noche. La lluvia es fría e indiferente. Mi sangre se mezcla con el agua, se la llevan los riachuelos hasta las coladeras. Ava me ofrece una mano. Yo quisiera quedarme ahí. Ser llevado por la corriente. Desaparecer. No tengo ese beneficio, lo perdí hace mucho.
- Son unos salvajes.- Manejo al cementerio. Mis manos tiemblan y me cuesta encenderme un cigarro. Me abro una de las cervezas que guardo bajo el asiento.- Publicaré sobre esto, descuida.
- No vale la pena.- Alza la ceja otra vez.- Eran Carson y Kins. Tenían sus razones.
- No puedes dejar que el pasado te defina.
- No te ofendas Ava, pero no te metas.- Manejo en silencio hasta el cementerio y la dejo a un lado de su auto. Se despide de un gesto, pero no se sale.- Hay cosas que una vez hechas, no puedes darle la espalda, seguir con tu vida y olvidarlo todo.
- No puede ser tan malo.
- No me conoces Ava y no quieres hacerlo.

            La veo alejarse y entrar a su auto. Manejo al cementerio, pero me quedo afuera, a la lluvia. Ciudad lápida. Me siento en una lápida de mármol y abrazo al querubín que mira hacia el cielo. Jardín de piedra. A lo lejos los vitrales de la iglesia. Audiciones para nuevos músicos. Un saxofonista entristece hasta a la Virgen. Es chillante y trágico. Wagneriano, aunque dudo que el músico sepa lo que eso signifique. La grandilocuencia de los artistas jóvenes. Si crecen y siguen así les llaman snobs. Cuando un policía es grandilocuente por diez años, le dan una medalla. No dejo de pensar en Carson, buen policía. Enterró a su hermano en un cementerio como este, aunque todos los cementerios se parecen. Pasamos toda nuestra vida mejorando el lugar donde vivimos, pero poco nos importa el lugar donde morimos. Llovía esa noche también. Apuesto a que Carson se acuerda de la lluvia. Debe ser como las rodillas lastimadas, siempre atacan cuando llueve.
- Sí quiero.- Ava me sorprende por la espalda. La lluvia arruinó su peinado y su maquillaje. Me recuerda a los rostros de ángeles, con el lodo de la lluvia bajando por sus rostros de mármol.- Dijiste que no quería conocerte.
- Carson tenía un hermano. Lo maté.- Ava finge que no se estremece, pero lo hace y no es el frío.- Nadie pudo probarlo, pero Carson siempre supo. Me salí con la mía, en cierto modo. La punta del iceberg realmente.
- Pudiste mentirme.- Respuesta inteligente. Miro hacia la lluvia y sonrío con tristeza.
- Lo sé.
- ¿Por qué no lo hiciste?
- No lo sé.- Me termino la cerveza y la tiro al pasto. No sé qué decirle, pero nos miramos.

            La vi marcharse de nuevo. Su aroma se quedó en el aire de alguna manera. Flotando como un fantasma. El peor de todos, el que no se va sin importar los ave marías o las duchas, el fantasma del deseo. Su figura se pierde en la oscuridad de la tormenta. El saxofonista sigue su solo. Es una triste despedida. Un trago amargo que no se va, sin importar cuánto whisky beba. Me quedo dormido en mi cabaña con la botella en la mano. Tengo su nombre en la punta de la lengua, mi tratamiento no sirvió de nada.

            Nada como el trabajo para olvidar una chica, al menos eso quiero creer. Me recluyo en la catacumba, mi plan requiere de varias herramientas. El fantasma de Brenda Upshaw me mira desde un rincón, cada vez más desesperada. Estoy estirado entre dos fantasmas. El de Brenda y mi idealización de Ava, ambos incorpóreos pero absolutamente reales. Un temor anida en la base del estómago. Quizás no puedo tener ambos fantasmas. Parte de mi penitencia. Cuando el castigo se vuelve cruel e inhumano.

            Un auto estorba la salida. Lo reconozco demasiado tarde. Ava Margo se baja y camina hasta el mío. No sonríe y cada paso es lento y calculado. Se asoma por mi ventana y me mira a los ojos. Los míos son fríos, los suyos son dos jades inquisitivos. La pelirroja me muestra su prendedor de libélula, hecho con pequeños vidrios de colores. Lo sostengo en mi mano como si fuera a despertar y salir volando. Ava respiró profundo y habló.
- Se lo robé a mi prima Shelly, le eché la culpa a Bettany, nuestra niñera. Mi papá la despidió. La encontraron muerta una semana después. Acuchillada en un callejón. No sé por qué te estoy diciendo esto.- Ava sonríe y busca las palabras. Su mente como dedos en un fichero. La espero. Vale la pena esperar.- Siempre me culpé. Al principio traté de justificarme, diciendo que fue el asesino el verdadero responsable. Luego me di cuenta que fue mi culpa. ¿Y sabes una cosa? No podemos vivir en el pasado. Supongo que eso me hace una mala persona.
- No eres una mala persona. No todo es blanco y negro.
- Entonces no te castigues así.- Le acerco la libélula, pero cierra mi mano.- No, me la das después.

            Mueve su auto, pero viene conmigo. Sé que es mala idea, pero no me opongo. Le digo de mi plan y ella sonríe con malicia. Hizo su tarea durante la noche. Dominic Abrugio ya no está en la fábrica de telas, pero Ava tiene una lista de posibilidades que vamos delimitando poco a poco. El buen Dominic tiene todo cubierto, fábricas, negocios, restaurantes, clubes. La ley de Murphy, está en el último lugar de la lista. Una vieja fábrica condicionada para departamentos de lujo. Autos importados cubren cada salida y hay al menos dos matones en cada esquina. Lo puse nervioso, pero él debería saber, la muerte roja alcanza incluso a los que se esconden en torres de marfil y castillos.

            Entramos por el edificio de al lado y subimos hasta la azotea. Abrugio tendría el penthouse. Cruzo de un techo a otro y me escondo de un matón. Lo golpeo en la nuca y se desploma desmayado. Parte del techo de su penthouse es el viejo tragaluz de la fábrica. Coloco el micrófono en una esquina donde el vidrio se rompió hace mucho. Me siento a escuchar con audífonos mientras Dominic habla de negocios. Apunto cada palabra, porque el mafioso es una fuente invaluable de información. Ava escucha la radio policial que le presté y nos aburrimos juntos. Una hora después sin mencionar a Cobb o a su amante Brenda Upshaw y ya me duelen las piernas. Ava escucha de los auriculares y me hace señas.

            Desviaron todas las unidades en Baltic hacia el viejo edificio Athena, hubo una explosión que casi derrumba al edificio entero. Eso no es lo único, la policía descubrió una habitación enorme bajo tierra, algo que no estaba en los esquemas originales. Antes que pueda asimilar la información escucho los gritos de Dominic Abrugio. Me pongo los audífonos y escucho la mitad de una conversación telefónica. Dominic lanza maldiciones y cuelga con tanta fuerza que el teléfono cae al suelo. Los italianos tienen una manera peculiar de decirlo todo sin decir nada, Dominic habla de “arreglar el asunto”, de “verlo por sí mismo, como dijo el sujeto”.

            Los mafiosos se van por un lado, nosotros por el nuestro. El viejo edificio Athena se encuentra en el corazón de Baltic. Justo cuando comenzaba a convencerme de una cosa, algo como eso ocurre y tira mis cartas. Demasiada coincidencia la explosión en el edificio preferido de los mafiosos hace diez años y la llamada de teléfono. ¿Para qué robar las cosas de Brenda? Es la duda que se come viva a Ava, o más precisamente, ¿por qué Maurice Cobb no fue a su departamento cualquier día y revisaba sus cosas? Siendo amantes sin duda tendría llave de su departamento, o Corine le dejaría entrar. El caso se hace crepuscular, lo suficientemente sencillo para limitar la imaginación a lo pragmático, pero al mismo tiempo lo suficientemente extraño como para ver coincidencias en todo. Cuando llegamos al Athena Ava se baja del auto. Demasiadas patrullas, prefiero quedarme atrás. La calles no está cerrada, pero hay tantos autos que bien podría estarlo.
- Es algo impresionante.- Dijo Ava cuando regresó. Se enciende un cigarro y me ofrece uno.- El suelo del lobby, donde antes había un mosaico de una diosa griega, dejó de existir. Abajo hay una enorme estancia de tabiques gruesos y hormigón. ¿Crees que Abrugio hubiese escondido algo ahí?
- Cualquier cosa es posible.- Los claxon me empujan por la calle. Me enciendo un cigarro y miro por el retrovisor. Hay una colmena de policías.- También es posible que sea un idiota. ¿Tú crees que Abrugio y sus hombres vendrían aquí ahora?
- Tienes razón.- Ava se muerde el labio tratando de pensar por encima del ruido.
- Yo sé adónde fueron y si tenemos suerte llegaremos a tiempo.

            Miro el reloj y le apuesto al tiempo. Lo único que no tengo, lo único que tengo prestado. Cruzo por Morton porque no tengo otra opción. El sol de la tarde quema la piel. El auto casi se sale de control en algunas esquinas. Mentalmente cuento los kilómetros que faltan, entre la velocidad del auto. Ecuación mortal. Dominic Abrugio me lleva ventaja por más de media hora, pero la ventaja no cuenta para nada por qué sé adónde van y sé que tendrán que esperar. El doctor Maurice Cobb no saldrá a comer hasta dentro de veinte minutos. A menos que se le antoje uno de esos perros calientes que venden en el parque que rodea Leary Hill.  Sonrío pensando que su vida depende de sus antojos. Ruego que haya tenido un desayuno fuerte y piso el acelerador. Pedal al metal y la máquina ruge.

            Cruzo la calle que corta por el parque y a la misma velocidad en sentido contrario veo el Cupé rojo del doctor. Maneja con la cabeza gacha y tiene dos autos en su cola. No pudieron matarlo en el estacionamiento, demasiada gente. Freno con todas mis fuerzas y jalo del volante como un naufrago jala de la cuerda que le salva. Ava se estrella contra la ventana y el auto se sube a la acera y al pasto del parque. Ava no es tonta, sabe lo que está a punto de ocurrir. Se pasa al asiento trasero mientras yo me visto como la muerte roja.

            Intercambiamos disparos como dulces. Ellos disparan al parabrisas, yo a sus llantas. Vacío un cargador entero, pero finalmente le reviento una llanta trasera. El auto repleto de mafiosos se sale de control y se estrella contra un árbol. El doctor escucha la balacera y se imagina lo peor. Trata de perdernos, pero no funciona. Abrugio golpea mi auto con el suyo para ganarse ventaja. Cobb dobla de un lado a otro, pero no pide por la policía. La marca de una conciencia sucia. El doctor nos lleva hasta el barrio chino. Es casi poético que todo termine aquí.

            Me asomo del auto y disparo con ambas manos. Dominic se agacha a tiempo, pero sus dos compinches no lo hacen. Abrugio maneja sin ver, zigzaguea a toda velocidad y choca contra Cobb. El doctor pierde el control de su preciado auto y prácticamente lo parte a la mitad contra un poste. Está golpeado, pero sigue vivo. Se baja del coche y huye hacia una fábrica clandestina de fuegos artificiales. Es como huir de una piraña escondiéndose entre tiburones. Dominic no le dispara a él, sino a mí. Toma la Thompson de uno de sus amigos y abre fuego. La metralleta dispara para todas partes, menos a mi coche.
- Dominic fue tras Cobb,- Ava tiembla de nervios en el suelo de la parte trasera.- tengo que ir tras ellos. Tú quédate aquí. Por el amor de Dios, quédate aquí. Esto podría acabar muy mal.

            Dominic hace una escena. Los trabajadores salen huyendo. Hasta los de seguridad se figuran que salario mínimo no es suficiente para proteger la industria millonaria. El lugar entero es un laberinto. Sigo el sonido de la Thompson, pero Dominic se avispa y avanza sin hacer ruido. Subo al paso de gato, sobre enormes contenedores repletos de pólvora y paquetes de polvos coloridos. Una chispa y volamos de aquí al fin de año chino.

            Salto del paso de gato hacia la máquina que lleva la correa con los paquetes a ser llenados. Los obreros no apagaron las máquinas y ahora la correa sigue sin detenerse, como también el embudo que suelta la pólvora. Veo el reflejo de Dominic por una sucia ventana de oficina y me lleva hasta Cobb, agachado debajo de una grúa cargando contenedores de madera. Uso un hacha para reventar una caja sobre nuestras cabezas y dejo que la pólvora caiga al suelo.
- No debiste seguirme, muerte roja. Espero que hayas ordenado tus asuntos, hoy conocerás a tu creador.- Mis dos automáticas contra su Thompson. Dos gatilleros del oeste.
- Eso que cae al suelo no es arena.- Le muestro mi anillo resplandeciente. Dominic voltea al suelo y a todas partes.- Mátame, el anillo cae al suelo y el lugar entero explota.
- Te crees muy listo, te enseñaré una lección.
- No seas idiota, no corres tan rápido. Debe ser toda esa salsa marinara.
- ¿Qué demonios te importa a ti? He hecho preguntas, me dicen que no eres chico listo, que no trabajas para ningún sindicato. ¿Qué te importa lo que Maurice y yo tengamos que discutir?
- Brenda Upshaw me importa.
- ¿Y quién rábanos es Brenda Upshaw?- Me sigue apuntando, pero no disparará.
- Brenda no era amante de Maurice, sino Corrine Mosley. ¿Es cierto doc?
- ¿Cómo supiste?
- Guardas los tickets de estacionamiento de tu hotel favorito. Mala idea. Cada ocasión coincide con un viaje de tu esposa. El seis, sin embargo, fue el día en que Brenda compareció por el asunto de Marsh y su tratamiento de diabetes. Las cartas pasionales fueron un excelente detalle, pero no fueron tu idea.- Maurice afirma con la cabeza y me ruega con la mirada.- No, eso fue hecho por Mr. Green, conocido falsificador y contacto de heroína de Dominic. ¿No es así?
- Vino a nosotros con un buen negocio. Cobb tenía deudas grandes, así que metió esa droga a prisión. Nunca vi a Green cara a cara.- Le creo. La mirada es honesta. Está cansado, con la metralleta apoyada contra su hombro.
- Cuando la policía encontró las cartas tú y Corine no pudieron desmentirlos sin abrir toda una lata de gusanos. La metían en el termo de Brenda, ¿no es cierto? Corine podría hacerlo, quizás con un fondo falso. Me revisaron todo cuando entré, pero no el termo.
- ¿Qué quieres escuchar antes que nos mates? Sí, todo eso es verdad.- Estalla Cobb.- Era un negocio perfecto. Brenda no sabía lo que llevaba, por eso nunca se ponía nerviosa.
- Eso no es todo Cobb, y lo sabes. ¿Acaso no sacaban algo por el mismo medio?- Dominic me mira sin entender y luego perfora a Cobb con la clase de mirada que podría dar cáncer.
- Un pedazo de papel en código, no sé que tenía. Alfred Corso me lo daba y lo escondía en el mismo lugar que la heroína. Corine lo sacaba estando en su casa y me lo daba. Yo sólo tenía que dejarlo en mi buzón y se lo llevaban durante la noche.- Dominic le mantiene la mirada. Su muñeca se tensa, está pensando en matarlo.- Me tiene agarrado, me chantajea con mi amorío. Si mi esposa se entera pierdo todo.
- No te enfades con él Dominic, Mr. Green te usó a ti también. Él fue quien te llamó para que mataras a Maurice Cobb.
- Dijo que el doctor habló con la policía, que atacó a un don nadie para obtener evidencias en mi contra y aún no estoy convencido que sea mentira.- Dominic lo mira y gruñe como una bestia furiosa. Apunta su Thompson y Cobb se estremece. Le disparo en el hombro y el mafioso gira en sus talones sin soltar el arma. Le disparo en la rodilla izquierda y cae al suelo.
- Se acabó tu tiempo Dominic Abrugio.- Alejo la Thompson de una patada y caliento mi anillo de reloj de arena. Marco el reloj en su frente y aúlla de dolor.
- Anda, ¿vas a matarme, pues qué esperas?
- No, no será tan fácil. Maurice Cobb testificará en tu contra.- El doctor me mira muerto de miedo, blanco como una hoja.- Y no olvide doctor, usted se cree mejor que los demás porque le da más tiempo a los pacientes, pero yo puedo quitarle el suyo si no hace lo correcto. Usted y Corine tendrán mucho que explicarle a la policía.
- Por favor no, no la cárcel. Yo no la maté.
- Yo sé que no la mataste tú.- Lo levanto de las solapas de su saco deportivo y lo miro a los ojos.- La muerte roja llega a todas partes y a cualquier persona.

            Los ato mientras escucho las sirenas. Ava les llamó desde el radio policial en el auto, pero ningún poli tiene apuro en llegar al barrio chino. Me quedo en la fábrica, escondido, el suficiente tiempo para escucharles confesar. Se culpan mutuamente. La policía no tendrá problemas en encontrar la evidencia. Salgo del lugar por el techo y vago por las calles del barrio chino. No quiero que Ava me siga, esto es algo que debo hacer solo. Dejo su prendedor de libélula en el parabrisas del auto, para que sepa que estoy bien. Tan bien como alguien como yo podría estarlo.

            La tarde se hace lluviosa, pero las callejuelas tienen tanta ropa y anuncios que poca agua cae al asfalto. Me miran los chinos como si fuera un fantasma, quizás lo sea. Brenda Upshaw sabrá lo que pasó, pero no le gustará. Su mejor amiga leyó demasiados libros sobre viajes y nuevas vidas y decidió hacer algo de dinero rápido. Traicionada por sus amigos, pero asesinada por una figura aún misteriosa. Un fantasma, como yo. Dejando tras de sí un rastro de asesinatos y conjuras. Encuentro su marca en un callejón cercano al café de chinos. De inmediato sé que la marcó ahí para mí. La tintorería de un lado suelta el vapor y me hace sudar. Me detengo en una puerta de metal, ancha como la de un búnker, con más seguros que tuercas. La mano verde dice más que cualquier anuncio de neón. Una rendija se corre. Tengo el arma lista, por si acaso. Me apoyo contra la pared, a un lado de la rendija, miro hacia ambos extremos de la callejuela. Espero que Mr. Green me hable, pero no lo hará.
- El doctor Black resultó invaluable.- Rompo el hielo después de varios segundos. No quiero aparentar avidez, pero algo tenía que decir.- Así te enteraste del amorío entre Corine y Maurice, la base de tu chantaje. Las cartas fueron un detalle brillante, eso lo hiciste tú, estoy seguro.- Escucho su respiración pesada. Le gusta lo que digo, apelo a su vanidad y puedo escucharlo.- Corso dijo todo lo que tenía que decir, así que todo el negocio de drogas tenía que terminar. La venta de heroína solo fue la tapadera para un plan más grande. Parece un suicidio y cuando la policía encuentra las cartas falsificadas nadie sospecha que la mataste. Muerta Brenda, lo demás cae por su propio peso. Un par de llamadas después y eliminas los cabos sueltos. ¿Debo asumir que Corso está muerto?
- Correcto.- Una sola palabra, pero memorizo todo sobre ella. La entonación, el posible acento, cualquier cosa que me revele más sobre el clan de la lámpara roja y uno de sus operativos.
- Nadie te vio la cara, ni Abrugio, ni Cobb, ni Mosley. Sus testimonios en la corte no te preocupan.- Vuelve a hacerlo, esa respiración como una risa.- Dejaste que los atrapara, porque no te importaba.
- Te tomó tu tiempo...- Suena meditabundo. Mi imaginación trata de dibujar un rostro que vaya con esa voz, aunque sé que es inútil.- Y no me refiero a este caso.
- Todos han estado relacionados.
- No sabes quién eres, Perry Murdoc.- Me congelo. Prácticamente puede escuchar cómo mi corazón se detiene. La respiración se corta, el maldito sádico seguramente lo disfruta.- No conoces tu función en el universo, y al paso que vas quizás nunca lo sepas.
- Sé que robaste dinero de mafiosos en la explosión del edificio Athena.
- ¿Cómo sabes que era dinero? El clan no se interesa en esas cosas.

            No dijo nada más. Cerró la mirilla y eso fue todo. Mi regalo de despedida, una carta del tarot bajo la puerta, la muerte. Yo sé que está allá adentro esperando mi siguiente movimiento. Le declaro la guerra a un rumor, a un fantasma. Salí caminando como si estuviera tranquilo. Mi mano derecha aún sobre el mango de mi automática roja. No va a matarme, no así. No de esta manera. Le gusta el misterio, le gusta el teatro y es obvio que él cree que jugaré un papel en su retorcido juego. Podría matarme mientras duermo, matar al padre Shane, incluso a Ava. No lo hará. No aún. Los muertos me prestan tiempo, pero Mr. Green amenaza con quitármelo. Es vida o muerte. Son los malos días otra vez, los días de todo o nada, de sudor y sangre. Han vuelto. Estoy listo.


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