jueves, 23 de julio de 2015

El monstruo de Bucarest

El monstruo de Bucarest
Por: Juan Sebastián Ohem


I.- 1941:
            El inevitable paso de los siglos y las incontables calamidades que azotaron Bucarest, y toda Rumania, empujaron sus episodios más temibles hacia el olvido. Aquello que los hombres y mujeres del Bucarest del siglo XVI juraban no olvidar jamás, inmortalizándolo en forma de aterradoras leyendas y exageradas historias, no pudo resistir el titánico pasar de los sanguinarios eventos que llevaron a la rústica villa medieval hasta la capital de una nación. Las conquistas, reconquistas, crímenes y colosales guerras dotaron a las generaciones de una bendita amnesia de todo cuanto fue innombrablemente maligno, oscuro y sobrenatural. Hay algo en la realidad de la sangre derramada en la calle, el olor de la pólvora flotando en nubarrones sobre las destruidas casas y en los desesperantes aullidos de dolor de los soldados caídos que no pueden sino sentar las mentes e imaginaciones en los horrores más naturales. Fue así como el terreno, antes habitado por una pequeña capilla destruida en 1802, fue utilizado para construir una pequeña residencia que fue destruida durante la primera guerra. Los escombros fueron recogidos con premura, como todos los escombros de guerra son, por razones de salud emocional del pueblo. Las modernas máquinas continuaron el proceso de remover la tierra, dejando un patio baldío en un sórdido distrito citadino que no pudo reparar en lo que la tierra estaba a pocos metros de escupir. Algo largamente olvidado que la tierra ansiaba por escupir desde el oscuro infierno que le aprisionaba para deshacerse de él de una vez por todas. La tierra tuvo su oportunidad en enero de 1941.


            Los legionarios consumaron su rebelión, como docenas de rebeliones habían ya sacudido Rumania, haciendo uso de la Guardia de Hierro como su brazo armado. La turbulenta transición, tras la derrota de la primera guerra dejó amargos tragos y sedientas ambiciones. Quienes no pensaban que tal rebelión pudiese prosperar hicieron hasta lo imposible para detenerlos, y algunas batallas aisladas golpearon Bucarest por semanas. La Guardia de Hierro no escatimó esfuerzos en destruir a sus opositores y en una fatídica batalla contra el enclave comunista localizado en el peor de los sórdidos distritos, echaron mano de anticuados morteros para derribar los edificios en los que se atrincheraban. Las balas de mortero bañaron el distrito y dos de ellos cayeron sobre el sombrío baldío. La tierra, como desesperada por deshacerse del intruso que la envenenaba, empujó fuera el metálico ataúd que veía el cielo nocturno por primera vez en 400 años. Los soldados festejaron por las calles, la rebelión había terminado y había sido un éxito. Nadie reparó, sin embargo, en el metálico objeto que parecía descansar apaciblemente en la superficie. En la oscuridad de la noche el oscuro metal era como invisible, pero su presencia parecía irradiar un aura de malignidad que enfrío en el aire con algo más que temor.

            El ataúd permaneció inmóvil, silencioso, por más de una hora. Una marcha de soldados, borrachos en gloria y cerveza, llevaron hasta él los ruidos definitivos de la civilización. La tapa se movió ligeramente, como empujado por vacilantes fuerzas. Un aire rancio y tóxico escapó de su encierro de cuatro siglos, con un hedor que desplazó al de la pólvora, el sudor y la sangre. Los vecinos del baldío no le notaron, ni se atrevieron a asomarse por las ventanas, pero un soldado percibió un extraño destello metálico que le guió silencioso hasta el lugar. Demasiado borracho para pensar con sensatez se separó de sus amigos y corrió hasta el ataúd. La tapa se movió de nuevo, pero la fuerza era demasiado débil para abrirla. Intrigado el soldado dejo el rifle en el suelo y de un jalón abrió el ataúd metálico. Se cubrió la nariz por el hedor y la boca para no gritar, pues el silencioso ocupante de la metálica prisión era un cadáver seco y espantoso. Ningún cadáver que hubiese visto antes, sin importar su edad o causa de muerte, poseía un cráneo tan extraño como este. La negra piel estaba chupada por completo, revelando prominentes huesos en las mejillas y aunque esto era normal, no podía explicarse porque la calavera tenía una forma tan alargada, con protuberancias en la frente como dos series de huesos que se conectaban hasta la nuca como dos sierras montañosas, ni por qué los dientes parecían colmillos inclinados hacia adentro con una poderosa mandíbula inferior. Encendió su linterna y se acercó para verle más de cerca, y se sorprendió al notar que los ojos aún existían detrás de quebradizos párpados.

            En un instante, como si la criatura hubiese guardado sus fuerzas por 400 años, levantó los brazos contra el soldado. Sonaron como si se quebraran, y lo que quedaba de la ropa se deshizo por completo. Se aferró de la cabeza del soldado con una fuerza sobrehumana, casi aplastándole el cráneo. Su torso se levantó y en un abrir y cerrar de ojos abrió sus temibles fauces para morderlo en la nariz. La mordedura le arrancó la nariz y parte de los labios, pero el monstruo no estaba satisfecho y siguió mordiendo hasta que no queda nada de su rostro, ni de su vida. La sangre bañó su marchito cuerpo y dejó que corriera por su boca hasta su garganta, pues había perdido los fluidos suficientes para tragar. Cegado de furia y extático de volver a nacer le arrancó la garganta de un tajo y arrastró el cuerpo hasta el ataúd que hubiese sido su prisión por tanto tiempo. Los litros de sangre rejuvenecieron poco a poco su patético estado, pero no sería suficiente. Jamás sería suficiente para él, condenado a consumir la vida eternamente. Mordió y roñó como una furiosa rata hasta que la sangre rejuveneció sus ojos y pudo ver de nuevo. Estaba demasiado furioso para pensar racionalmente, no estaba interesado en cómo se veía la Bucarest moderna pues la insoportable hambre que le había acompañado por cuatro siglos, a lo largo de la subida y caída de reyes, príncipes, emperadores y naciones, ocupaba toda su conciencia. Sólo conocía el hambre y el dolor de volver a nacer. Guiado por el instinto, y escasamente nutrido por su víctima, consiguió salir del ataúd y arrastrarse por el suelo hasta la oscuridad, donde sorprendió a un vagabundo para seguir alimentándose. Mordió, jaló, rasguñó y roñó bebiendo su sangre y consumiendo gran parte de su carne. Cuando Alexandru Bogdescu conquistó su insaciable sed y se dio cuenta que había pasado 400 años dentro de esa reducida prisión aulló atormentado y su espectral y patético grito se escuchó por toda una ciudad cuyo único temor conocido era el de los naturales horrores humanos.

II.- 1541:
            Las habladurías de los pobladores de la villa de Bucarest no estaban, como en el resto del reino, monopolizadas por la conquista Otomana. Si bien los turcos eran objeto de constante discusión, la gente no podía dejar de hablar del pequeño castillo que se alzaba en la colina, desde la que Alexandru Bogdescu les miraba desde la torre más alta con un desprecio tan frío como su corazón. Todos conocían su nombre, y por mucho tiempo las discusiones se limitaban a su exilio autoimpuesto. Había algo de comedia en el modo en que los villanos retrataban el exilio de un hombre rico que notoriamente se creía mejor que ellos. La comedia, sin embargo, no duró mucho pues el exilio había tenido un único propósito muy específico, aprender. Si los otomanos conquistaban o no le traía sin cuidado, si la plaga azotaba Bucarest o si sus habitantes encontraban tesoros escondidos no le preocupaba. Se había encerrado con sus libros, y sus antiguos sirvientes continuamente tiraban leña al fuego narrando los miles de volúmenes que poseía, así como los cuartos cerrados bajo llave de los que extraños gritos eran audibles en las noches sin luna. Se hablaba de conocimientos que ningún cristiano, o musulmán pues ellos también le temían, debía conocer y rituales que ninguna persona decente podía imaginar. Era inevitable que cuando un niño se perdía en los bosques, o cuando las vacas agriaban su leche o cuando una embarazada perdía a su hijo todos los ojos se pusieran sobre ese castillo. Los viejos necios afirmaban que era Alexandru probando sus satánicas teorías sobre la gente decente y los viejos sabios consolaban a las viudas y madres diciéndoles que era parte del plan divino, pero secretamente sabiendo que Alexandru ejercía un poder sobrenatural sobre toda la comarca.

            Nadie quería acercarse al castillo, pero mucha gente no tenía otra opción. Alexandru no vivía solo, sino con una esposa que no dejaba salir nunca y sus dos cuñados que hacían negocios con el pueblo y le llevaban las finanzas. De los hermanos Flavius e Ivan Branko nadie sabía qué pensar, dos comerciantes ávidos de dinero que tanto podían jurar haber visto a Alexandru hablando con el demonio como podían describirle como un huraño amante de los libros. Cierta consolación había en ellos dos, pues si seguían vivos y saludables quería decir que Alexandru no había perdido aún todo rastro de humanidad. Los románticos y las comadronas eran siempre rápidas en afirmar que si Alexandru Bogdescu, otrora riquísimo terrateniente, no había perdido toda noción de humanidad y cristiana decencia se debía a la presencia a su esposa Andrea, quien todas las mañanas salía a los balcones y platicaba con algunas temerarias lavanderas y manejaba el pequeño grupo de sirvientes para mantener en orden el castillo, lamentándose siempre que esos criados se rehusaban a subir a los niveles superiores donde su esposo moraba y que nunca se permitían pernoctar en el lugar. Fue así como una mezcla de temor y cotidianeidad le ganaron a Bogdescu cierta privacidad. Incluso, con forme los otomanos atravesaban el reino sembrando terror y muerte, la presencia del temible hechicero les dotó de cierta seguridad. Nadie podría destruir al hechicero, al menos no vivo, se decía comúnmente y eso aplicaba especialmente a los turcos. Sin embargo, con forme el miedo a la conquista armada se acercaba, un grupo de valientes decidieron solicitarle ayuda al hechicero. Para hacerlo decidieron sobornar a los hermanos Branko con sus ahorros. Flavius, un hombre rubio corpulento y de ojos hundidos, así como Ivan, de aspecto más primitivo con largos brazos y peludas cejas, fueron convocados a la mejor mesada del pueblo.
- Alexandru no ve nadie.- Dijo Flavius al ver el pequeño cofre con las piezas de oro.- A nadie que no seamos nosotros, por supuesto.
- Y nuestro cuñado es muy malhumorado.- Añadió Ivan, relamiéndose los labios.- No será fácil convencerle. Sin embargo, quizás algo pueda ser arreglado para que uno de ustedes hable con él.
- ¿Uno?- Preguntó un campesino sosteniendo nerviosamente su sombrero.
- Sólo uno. Ah, y tenga cuidado cómo le habla... Lo que fue de ese desgraciado peón... Una lástima.

            Al atardecer los hermanos Branko llevaron al temeroso campesino hasta el comedor donde Alexandru leía distraídamente. Alexandru era un hombre corpulento, con rasgos muy fuertes y semblante taciturno. Se negó a hablar con él, pero Andrea se sentó a su lado y acarició su cabeza como solía hacer cuando quería que fuera más humano. Alexandru le beso la mano y con un cansado ademán permitió hablar al humilde campesino. La solicitud era simple, la gente le rogaba que detuviera a las tropas romanas que, según se rumoreaban, se acercaban escalando los difíciles caminos del sur y pronto descenderían sobre Bucarest.
- Esto que pides...- Su voz era poderosa y gutural, y su poderosa mirada hacía temblar a su interlocutor.- no será fácil. Pero Andrea me convence siempre con su belleza y nobleza, así que haré lo posible. Ahora váyanse, quiero continuar con mis estudios.

            Observó la caída del sol desde el vitral de la torre más alta. El vitral tenía una forma que nadie conseguía adivinar, y ya muchos artistas lo habían plasmado en papel. Sólo Bogdescu conocía el oscuro y macabro origen de esa cacofonía de colores y formas. Sólo él sabía que la imagen tomaba forma cuando vista desde cierto ángulo, reflejando algo parecido a unas escaleras rodeadas de luces. La imagen la conocía bien, pues la había visto muchas noches como estaba por verla ahora. Abrió la pesada puerta hacia su más sacrosanto recinto, si tales apelativos pueden aplicarse a un lugar semejante. El suelo y el techo estaban marcados con los círculos e inscripciones que tanto había memorizado de los oscuros libros que había coleccionado de toda Europa. Una estatuilla de un diabólico ser se encontraba montada sobre un altar. Era la única estatua en el recinto, por demás plagado de velas, garabatos maléficos en las paredes y algunos libros. Parecía un hombre sentado de trasero y pies, con las rodillas en alto, con el torso contra las piernas y los brazos agarrados a ellas. Aquella era, sin embargo, toda semejanza con una forma humana. La cabeza tenía cuernos, saliendo de sus costados y de la coronilla, que se remolinaban como los de un alce. Tenía enormes labios y una lengua viperina que rozaba con sus piernas. La espalda tenía pequeñas patas, como si pudiera desplazarse tirado al suelo. Hincado en el suelo recitó los cantos goéticos y comandó a los demonios para que atendieran su llamado. Balfagor fue conjurado en su triángulo de presencia, a su derecha, y le saludó como si fuera un igual. Le había alimentado por meses con el alma de niños sin nacer y la sangre de más de un sacrificio humano. Le comandó que le llevara hasta el trono de los guardianes de la noche y con una perversa sonrisa el hombrecillo, de larguísimos cuernos y colmillos formó sus encantaciones con sus manos. Alexandru pestañeó y se encontró en el espacio entre las estrellas. En un amplio limbo cercado por luces de colores que parecían provenir de distantes galaxias que aparecían a su alrededor en misteriosos ángulos. Alexandru había resuelto que la morada de los guardianes era un lugar semejante al de un mantel cuando se toma una esquina con fuerza y se jala, estaba rodeado de los pliegues del universo en un centro que era más una esquina y existía en el presente, pasado y futuro.

            Años de práctica le habían permitido ver aquel lugar en el cosmos, nunca marcado en mapa alguno, geográfico o espiritual. Los guardianes de la noche, también llamado guardianes de la muerte en los escritos del romano Caraceus, aparecían al neófito como una cacofonía de formas, como si a la vez pudiesen ser homínidos, aves, reptiles, peces y sin fin de otras formas orgánicas. Suficientes sacrificios le habían permitido mirar por encima de ese caos reptante para ver a los guardianes de la entrada del reino de Azathoth como dos criaturas con vagas formas de perro, con diez cabezas, muchísimos ojos coloridos, hocicos en las largas lenguas casi como tentáculos y apostados sobre dos columnas que se hundían eternamente hacia la oscuridad. Alexandru había invocado dioses conocidos sólo a un puñado de hechiceros a lo largo de la historia, y ahora podía recorrer los lugares desconocidos con destreza. Invocó ante ellos a un ser indescriptiblemente horrible, visto por él como una neblina con ojos y largas patas que escaló una de las ciclópeas columnas. El nombre era impronunciable por la lengua humana, pero su mente ya había dejado de ser humana hacía mucho tiempo. Lanzó a esa criatura por un invisible recoveco cósmico y pudo ver lo que la monstruosidad hacía.

            Simultáneamente hincado en su pagano recinto y en los montañosos caminos de Rumania dirigió a la criatura hacia los soldados que sin descanso avanzaban sobre Bucarest. Repentinas y violentas enfermedades azolaron a los soldados, la criatura se devoraba parte de sus almas y dejaba en cambio unas fiebres espantosas y mortíferas. Los cientos de soldados infectados alzaron la alarma y la marcha se detuvo indefinidamente. Alexandru, sin embargo, no había tenido suficiente, y guió a la monstruosidad hacia Bucarest. Alimentó la insaciable sed de muerte de la criatura innombrable sobre las almas de los cristianos y cuando se cansó le desterró a la dimensión a la que había venido. Esa noche Alexandru descendió a su dormitorio, sonriendo al escuchar los gritos de las víctimas y se acostó a un lado de su esposa a quien besó en la frente antes de caer dormido.

            Invariablemente llegaron a su castillo varios familiares de las víctimas y Alexandru les permitió su entrada sin mediación de los codiciosos hermanos Branko. Les insistió que ya había explicado lo peligroso que podía ser, pero a los pueblerinos sólo les importaba una cura. Alexandru decidió hacerles un trato, les daría los remedios necesarios esa misma noche si a cambio todos los artistas calificados de Bucarest y sus ciudades vecinas, se comprometían a realizar retratos y estatuas de su esposa. Quería a su castillo repleto de sus únicos dos amores, los libros y su Andrea. Los pueblerinos aceptaron sin chistar y Alexandru mandó los potajes curativos a los enfermos. Andrea, siempre fascinada por su taciturna personalidad y su genio incomparable, decidió hablar con su marido sobre lo que la mantenía sin velo. Sabía que era un hechicero, pero ella nunca había sido una cristiana devota, además Alexandru jamás la involucraba en nada que pudiera llegar a ser indigno de ella, y aunque conocía los miedos de la gente común estaba segura que eran exageraciones. Le abordó en el balcón del dormitorio mientras Alexandru miraba hacia la miserable villa de casuchas e iglesias parcialmente devorada por la niebla.
- Amado esposo, ¿harías todo eso por mí?
- Tu belleza conquistará siglos de románticos espíritus.- Acarició su rostro con ternura y la besó largamente. Sus redondos ojos azules eran como infinitos mares para él.- ¿Qué te aqueja? Pide de mí lo que sea y moveré hasta las estrellas para dártelo.
- Yo sólo te quiero a ti. La codicia por conocimiento abre la puerta al desastre Alexandru, ¿qué hay en este mundo que te haga como el resto de la raza humana además de mí? A veces temo por tu alma inmortal Alexandru y la imagino como Adán comiendo de la manzana y llamado a sí mismo calamidades insoportables.
- Todos mis poderes tienen un solo fin, envejecer contigo y morir a tu lado. ¿Hay algo más mundano que quererse llenar de arrugas y vivir al lado del ser amado?- Esto tranquilizó a Andrea, pero dejó a Alexandru pensando toda la noche, ¿quedaba algo de él que fuera realmente humano?

III.- 1941:
            Los reportes de misteriosos ataques homicidas fueron delegados a las páginas interiores de los diarios. Rumania comenzaba un nuevo día y la guerra de Europa parecía crecer continuamente en tamaño. A poca gente le importó si algunos vagabundos desaparecieron, o si más de un borracho apareció muerto en la calle. Había, sin embargo, una línea de secuencia de eventos que, si era contemplada desde el inicio en los desparramados reportes periodísticos, reflejaban algo más siniestro que algún asesino en serie con un cuchillo atacando a los desposeídos. Las primeras muertos fueron salvajes, y en su momento atribuidas a algún animal salvaje, pero las siguientes parecieron ser más eficientes, con sólo las muñecas cortadas o la garganta. Luego llegaron los reportes de víctimas de ataques que cayeron muertos días después por las fiebres, para luego redoblar el número de víctimas atacadas salvajemente. Andrei Cristescu siguió de cerca las noticias desde el primer soldado muerto encontrado sobre un viejo ataúd de metal y sus intuiciones se fueron corroborando con el paso del tiempo hasta que decidió que era momento de intervenir. Solicitó permiso a las familias de los jóvenes muertos por las fiebres para exhumar sus restos. Dos familias lo permitieron, tras largas discusiones con sus sacerdotes, y Andrei sobornó al cuidador del cementerio para que abriera la cripta.
- Madre de Dios.- El cuidador sacó su licorera, se persignó con ella y bebió un fuerte trago. Los dos ataúdes de metal estaban vacíos.- Yo los puse ahí y pesaban como costal de piedras. Estaban muertos y ahora... No pueden estar vivos.
- Le aseguro mi amigo,- dijo Andrei mientras se encendía su pipa.- que nunca estuvieron muertos. Son víctimas de una extraña patología donde el pulso desciende tanto que es imperceptible y luego despiertan con la mente hecha añicos por el shock creyendo que están muertos y vivos a la vez.
- ¿Dice usted que son vampiros?
- Digo que son vampiros y que creo conocer la causa, en una vieja historia que sólo existe en algunos libros.- Andrei le ofreció la mano, que el cuidador estrechó distraídamente y se fue.

            Andrei Cristescu sonaba más seguro de lo que realmente estaba, como siempre había sido el caso. Cuando decidió entrar al seminario para hacerse sacerdote ortodoxo sonaba siempre muy seguro de sus intenciones, pero con el tiempo se convenció a sí mismo que no podía cambiar en él una característica que le era tan íntima, su absoluta fe en la ciencia. Aunque abandonó la iglesia no se rasuró, cambiando tan solo el hábito por la bata blanca del psiquiatra. Sus investigaciones en la mente humano sembraron en él la fascinación por el vampirismo, sobre todo habiendo sido su abuelo parte de la gran histeria colectiva que llevó a Rumania al punto de la psicosis en el siglo XIX. Por azar encontró las noticias diseminadas en el diario y ahora estaba parcialmente seguro de conocer el origen. Sus compañeros de profesión siempre insistían en el aspecto neurótico de la gran histeria, en el fenómeno colectivo de convencerse que el vecino había volado por los aires o bebido sangre de alguna copa. Andrei, sin embargo, estaba seguro que los vampiros sí existían, pero que no había nada de sobrenatural en ello. Convencido que estas notas eran brotes de una epidemia vampírica condujo su vieja cacharra hasta lo que quedaba del castillo de Bogdescu cerca del centro de la ciudad, relativamente convencido que la bacteria que seguramente había afligido al vampiro de Bucarest en el siglo XVI se había soltado de alguna forma.

            Tan sólo una fracción del gótico castillo había sobrevivido a los siglos y ahora estaba habitado y acondicionado con todos los lujos modernos. El doctor tocó el timbre varias veces, pero no obtuvo respuesta. Podía ver luces encendidas desde los vitrales que daban al pequeño jardín delantero y probó su suerte empujando ligeramente la puerta. Escuchó voces a través del inmenso recibidor y la gigantesca sala, y siguió los modernos tapetes y los cuadros de artistas contemporáneos hasta un comedor. Decidió esperar unos momentos, y pensó que quizás era mejor regresar a la puerta, o al umbral, y llamar un par de veces más pero se quedó fascinado con el espectáculo. El espiritismo siempre había fascinado su morboso intelecto, y pocas veces había atendido a una sesión como esa, con todas las velas y extrañas decoraciones esotéricas. A través de un ahumado espejo podía ver a los tres individuos. Uno, seguramente el dueño del lugar, era un hombre de abultada y enmarañada caballera rubia, vestía un impecable traje y su aspecto de hombre de mundo no parecía acorde a lo que hacía. Sostenía un péndulo que hacía mover frente al otro hombre, hipnotizándole por completo. El hipnotizado era un hombre muy esbelto, pero no la flaquez que el doctor conocía de la guerra, sino como consumido por algo. Tenía amplias ojeras y los ojos estaban hundidos, sus labios finos y su parcial calvicie añadían a su aspecto de lánguido poeta romántico. A su lado se encontraba una joven, apenas de 18 años, vestida con un florido vestido primaveral y con un peinado a la moda que iba bien con sus aretes de diamante y su valiosísimo collar de piedras preciosas. A través de las conversaciones pudo deducir que el dueño del castillo ahora acondicionado como inmensa mansión, era Marcel Sinevici. La dama era Aura Tenter, y Cristescu de inmediato reconoció el apellido, pues pertenecía a uno de los ganaderos más importantes de Rumania. Su hermano, Gabriel Tenter, parecía obsesionado con hablar con su fallecida esposa Ionela, quien según pudo escuchar había muerto de tuberculosis hacía casi un año.
- Ya hemos terminado.- Declaró Marcel Sinevici en un tono dramático.- Ahora puede acercarse extraño. No sea tímido.
- Disculpen, pero es que nadie contestaba y además, el fenómeno de espiritismo me parece fascinante.- El doctor Cristescu se acercó, colocó su maletín sobre la mesa, inadvertidamente empujando algunas de las esculturas de santos y otras decoraciones esotéricas.- Mi nombre es Andrei Cristescu, soy psiquiatra.
- Cuidado Gabriel, creo que viene por ti.- Bromeó Marcel, a lo que Gabriel simplemente sonrió. Aura le tomó de la mano para darle ánimos, pero era obvio que la mente de Gabriel estaba en un lugar muy oscuro.- Ésta hermosa rosa de la montaña es Aura y él es mi amigo Gabriel.
- Mucho gusto.- El doctor besó la enguantada mano de Aura con una reverencia y tomó asiento. Se aclaró la garganta y Marcel le sirvió una copa de vino.- Necesito pedirle un favor, pero no es fácil de describir. No sé si ha seguido las noticias de las misteriosas muertes nocturnas.
- Doctor, la Guardia de Hierro está en el poder, mucha gente muere misteriosamente estos días. Además, estamos a punto de ir a la guerra.
- Sí, pero hay algo peculiar en todo el asunto. Sigue un patrón muy específico, y ahora que vengo del cementerio donde dos tumbas que solían contener dos jóvenes afligidos por fiebres misteriosas, me temo que mi corazonada es correcta.- Marcel le lanzó una mirada juguetona a Aura y luego sonrió como tratando de contener la risa.- Quiero su permiso para inspeccionar su castillo, me temo que un vampiro puede vivir aquí.
- Ya veo.- Marcel no pudo más y estalló en risas. Andrei sabía que se reirían de él, como lo haría toda la comunidad científica al menos hasta que encontrara sus evidencias, por lo que esperó pacientemente. Marcel se sonrojó y se disculpó con una mirada.- Usted disculpe, es que vivo aquí por más de cinco años y hasta hoy no hay nada fantasmas, monstruos o vampiros. Yo sé que Gabriel ya me habría dicho de haber sentido alguna presencia extraña.
- Dicen que soy muy sensible,- explicó Gabriel.- sobre todo desde la muerte de mi Ionela. Debo decir que me sorprende todo lo que dice, nunca había reparado en la creencia en los vampiros. No creo que crea en ellos, y estimado señor yo deseo ardientemente creer en fantasmas, espectros o en cualquier cosa que cruce el umbral de la muerte. Aún así, todo eso del ajo y no poder ver sus reflejos en el espejo... Me parece demasiado elaborado.
- Hay menciones de vampiros en el folclore de prácticamente todas las culturas. Desde Mesopotamia hasta hoy, y sobre todo en el este de Europa. Por ejemplo, entre los eslavos, es común la creencia que los suicidas regresan de la muerte para matar a su familia y sólo pueden morir en un punto donde el camino se parte en cuatro. En Rusia creen que algunos muertos se hacen fantasmas y acechan en los sueños y que pueden materializarse en mariposas blancas. En Bulgaria creen que el alma se incuba cuarenta días, produciendo ruidos raros entre los vecinos, para regresar como un poderoso hechicero. Por toda esta zona hay folclore vampírico muy interesante, quienes creen por ejemplo que el niño que nace con el saco amniótico en la cabeza, o un pezón de más, o con cola o muy peludo está destinado a ser vampiro, como el séptimo hijo de una línea lo estaba también.
- Gracias a Dios soy primogénito.- Dijo Marcel, para aliviar el ambiente.
- Pues a mí me parece de lo más raro que un hombre de ciencia ande creyendo en esas cosas.- Dijo Aura.- Mi abuela decía que los excomulgados y los asesinos invocan por su maldad a los strigoi, los vampiros en lengua vieja. Pero son tonterías, hoy día la iglesia excomulga a todos los socialistas y siguen viviendo como si nada, ni qué decir de los asesinos. Si en Rumania los asesinos murieran en una noche por ataque de vampiros, no habría Rumia alguna.
- Aura, no hables así.- Le regañó su hermano Gabriel.- Pero tiene razón.
- Yo creo que los vampiros existen, pero son víctimas de una enfermedad que deseo conocer.- El doctor se encendió una pipa y les miró sonrientes, se resistían a creerle pero eran todos jóvenes y abiertos a la posibilidad.- Una vez tuve un paciente que pasó treinta años de su vida en un manicomio, un lugar terrible. Su única compañía eran las moscas y cuando le entrevisté creía que una mosca le había puesto huevos en la sangre. Lo que es más, creía convertirse en mosca. Se lanzó por la ventana.
- Pobre hombre...- Dijo Marcel.- Debió esperar a que le crecieran las alas.
- Sí, y con los vampiros es semejante. Imaginen el gran pánico del siglo pasado, el de hace dos siglos, donde todos ven vampiros hasta en la sopa. Ahora hay un sujeto que padece fiebres, se consume rápidamente por alguna aflicción perfectamente natural y todos le dicen que es vampiro. Queda en estado comatoso, el médico no nota presión y lo entierran. Se despierta, histérico de miedo y de fiebre, logra escapar y ¿qué más va a pensar si no un vampiro?- Esperó unos segundos, fumando su pipa, para reconocer en sus rostros cierta aceptación.- Ahora bien, yo voy un paso más adelante. Ese sujeto padeció esa aflicción porque otra víctima se la transmitió, como un virus. Eso es el vampiro, un virus. Y este castillo es el origen de la fuente de mucho del folclore de vampiros en Rumania, pues hace siglos el castillo perteneció al malvado Alexandru Bogdescu.
- ¿Y cree que aún viva?
- Eso, estimada señorita, o que algún vampiro conozca la historia y se aloje en algún sótano o ático.
- Esto es de lo más emocionante.- Dijo Marcel, poniéndose de pie.- Vamos a buscarlo.
- Tú no deberías acompañarnos hermana, puede ser peligroso.

 Trató de convencerla, pero no sirvió de mucho y los cuatro revisaron el castillo con los dos rifles que Marcel guardaba para caso de emergencia, y con el revólver del doctor. Todo cuanto antes había sido frío y oscuro en el castillo ahora tenía una cualidad de lo más civilizada y la mansión era, aunque increíblemente grande y en partes muy fría y antigua, una residencia confortable y sin señas de un visitante indeseado. Valientemente se internaron en el ático y en la bodega subterránea que Marcel usaba para sus cavas de vinos, pero no dieron con la criatura. Cierta decepción cayó sobre el grupo, pues aunque estar frente a un vampiro se les hacía una experiencia aterradora sí albergaban ciertas expectativas, muy humanas, de ser los descubridores de algo fantástico. En la cena Andrei les mostró su expediente con todas las noticias y Marcel y Andrei decidieron ayudarle. Gabriel y Marcel convencieron a Aura de no entrometerse en asunto de hombres y a la mañana siguiente se reunieron en casa del capitán Dragan Moldovan. La familia Tenter había ayudado a la Guardia de Hierro en tomar el poder, de modo que el capitán les recibió amablemente. No estaba del todo seguro de creer en el doctor, pero conocía bien a Gabriel y no le tomaba por tonto.
- Podría ser un asesino en serie.- Dragan era un hombre corpulento, de aspecto estricto por su disciplina militar, calvo por completo y con un rasguño de bala en la mejilla derecha.- Todo esto del vampirismo no me convence, pero siendo devoto como cualquier legionario tengo que admitir que hay tal cosa como el diablo y sus perversiones.
- Es más que una lucha contra el diablo.- Dijo el doctor Cristescu, con cierta condescendencia hacia el militar. Dragan no reflejó emoción alguna y siguió fumando impasible a un lado de su escritorio. Los invitados, en apretadas sillas frente al mueble de madera, estaban sorprendidos por la facilidad con que el capitán Moldovan había aceptado.- Capitán, tiene que entender, si se trata de una enfermedad entonces podemos duplicarla. No se trata de la gripe que tiene un millón de mutaciones, como la gripe española que mata miles al año o el resfrío común que se cura en tres días. Hablamos de un virus que no puede tener muchas mutaciones, que se transmite fácilmente y que, si mis corazonadas son correctas, pueden encerrar el secreto a una longevidad increíble.
- Un arma biológica...- Concluyó el capitán, su mirada perdida en la bandera de la Guardia de Hierro. Gabriel notó un brillo especial en los ojos de Cristescu, era ambición. Detestaba la idea de convertirlos en un arma por las terribles implicaciones éticas que conllevaba, pero en el fondo deseaba que sí hubiera una raíz sobrenatural al vampirismo y que el doctor obtuviera la llave para encontrar a su Ionela en el mundo de los muertos y traerla a él.

IV.- 1541:
            Los artistas de Bucarest y Rumania se vieron obligados a visitar el castillo que Andrea rara vez dejaba para crear la colección de arte más vasta de todo el reino. La poderosa presencia de Alexandru fue suficiente para asegurar que los artistas darían su mejor esfuerzo y, efectivamente, con tal de complacer al perverso hechicero y salir del castillo con vida, crearon los retratos más perfectos y las estatuas más vivaces de todo el reino. En cierto modo les era una tragedia, sus mejores obras quedarían encerradas en un castillo al que pocos se atrevían a entrar y sus críticos nunca tendrían la oportunidad de maravillarse ante su talento. Seis meses de intenso trabajo y el hechicero Bogdescu pudo vivir su sueño de estar rodeado por la bellísima presencia de Andrea en todas partes. Ivan y Flavius, sin embargo, no compartían su felicidad. Ahora que el encierro de Bogdescu era aún más radical, negándose a ver a otras personas sin importar el tema o su urgencia, no podían seguir cobrándoles a los pueblerinos enormes sumas por su audiencia. La gente ya había pagado mucho, y casi siempre con resultados decepcionantes, pero las inmensas fortunas que los hermanos habrían cosechado se dilapidaron tan pronto como estuvieron en sus manos en licores, mujeres y juegos de azar. Los pobladores les temían, pues se decía que Alexandru seguía sus consejos, pero cuando sus deudas comenzaron a crecer se encontraron con las puertas cerradas. La invasión turca les impedía seguir haciendo tratos corruptos con oficiales de gobierno, condes y otros ganaderos, pero su desesperación no duró mucho pues ellos mismos vivían sobre incontables tesoros que Bogdescu guardaba en descuidadas arcas. No repararía, pensaron los hermanos, en su ausencia estando siempre tan preocupado en sus estudios y macabros rituales.

            Ivan y Flavius encontraron costosas vajillas y platerías guardadas descuidadamente en cajas debajo de viejos adornos y apolillados libros. No tuvieron problemas para robarlo todo, poco a poco, e irlo vendiendo fuera de Bucarest por grandes cantidades de dinero. Esto, sin embargo, no era suficiente para los avaros hermanos Branko. Al darse cuenta de lo fácil que era robar los olvidados tesoros de Bogdescu continuaron vaciando las arcas del castillo. Incluso venderlo fue más difícil, pues ahora tenían que viajar varios días cruzando prácticamente toda Rumania para vender las ancestrales herencias del hechicero de modo que no llamasen la atención. La gente en Bucarest no sospechó nada al verles gastando dinero de nuevo, pensando que el hechicero se los había prestado, probablemente por medio de Andrea que era su hermana. Con una voracidad insaciable siguieron robando hasta que fueron sorprendidos por Andrea en el borde de las escaleras cargando un pesado baúl repleto de viejas monedas de oro y piedras preciosas.
- Mi marido les da un techo y ustedes le traicionan de esta forma. ¿Es qué no se dan cuenta que Alexandru difícilmente puede verbalizar lo que siente? Pero si les confió lo suficiente para vivir cerca de mí y en su castillo entonces deberían saber la confianza que tiene sobre ustedes.
- ¿Confianza? Tu marido es un monstruo y un asesino.- Dejaron el baúl en el suelo, pero no quisieron alejarse mucho de él.- ¿Cuánto tiempo esperarás antes que ésta loca obsesión suya termine matándote? Eres una de nosotros Andrea y te cuidaremos de ese monstruos si escapas ahora mismo con tus hermanos. Déjalo ya, antes que sea tarde.
- ¿Por qué dejaría a un hombre cómo él? Tendrá muchos defectos, pero es cariñoso conmigo y sé que su corazón es noble y sensible.

Andrea trató de jalar el baúl, enardeciendo a los hermanos. Flavius le dio una bofetada para que soltara su tesoro mal habido y cuando Ivan intentó empujarla ella se aferró de su brazo y, tropezándose con el baúl cayó rodando por las escaleras. Su cuerpo rebotó una y otra vez contra la fría piedra hasta que se partió el cráneo y fue dejando un hilo de sangre a lo largo de su trayecto. Los hermanos lo miraron todo en silencio, horrorizados de lo que acababan de hacer. En silencio y de mutuo acuerdo decidieron cargar con el baúl y salir del castillo lo antes posible para dejar Bucarest y escapar del temible Alexandru Bogdescu. Pasaron por encima de Andrea, sin preocuparles si aún respiraba o si tenía esperanza aún de vivir, y salieron del castillo tan rápido como pudieron. Andrea respiraba aún, pero por más que trató de gritar pidiendo auxilio no encontró las fuerzas. Con lágrimas en los ojos, y sufriendo terribles dolores en los huesos rotos y el pulmón perforado por una costilla, vio alejarse a sus hermanos quienes no le dedicaron ni una mirada más mientras subían a un carro y se alejaban a todo galope.

Alexandru supo que algo estaba mal cuando bajó al comedor y lo encontró vacío. Ni siquiera los pocos sirvientes que Andrea conseguía mantener, con enormes sueldos de por medio, hacían sus labores o se dejaban ver. Recorrió el oscuro castillo, atravesando los larguísimos corredores de góticas cúpulas, y revisó los innumerables cuartos con que contaba. Eventualmente la encontró tirada en la base de las escaleras y le pareció que era como una muñeca de trapo jaloneada y rota por todas partes. La sostuvo en sus brazos, sin saber qué hacer y a gritos llamó a la servidumbre. Todos, sin embargo, le habían abandonado al ver el estado en el que estaba Andrea pues temían de su ira. Corrió hasta la puerta, por primera vez saliendo del castillo y pidió por un médico con todas sus fuerzas, pero nadie le respondía. Ocultos en sus casas prefirieron dejar que la mujer muriese a enfrentarse al hechicero y ayudarlo. Esto es algo que Alexandru nunca les perdonó, pues aunque sabía lo mucho que le odiaban siempre quería creer que Andrea estaba por encima de sus chismes y de sus pueblerinos temores. Llevó a su esposa a su habitación y notó las monedas de oro que se habían caído del baúl que los hermanos cargaron, y de inmediato supo lo que había pasado. Quedaba aún, sin embargo, algo de humanidad en su alma pues antes de dedicarse de lleno a la venganza que su perversa naturaleza le exigía, se dedicó exclusivamente a su Andrea.

            Echó mano de sus conocimientos de medicina, pero sabía que sangraba internamente y no tenía mucho tiempo más de vida. En un castillo adornado por doquier de retratos y estatuas de su Andrea se vio forzado a la impotencia de sostenerle la mano y llorar. Al sentir como su piel se enfriaba decidió de golpe, como si un relámpago le hubiese sacudido, que la regresaría de entre los muertos. Conocía bien ese libro negro y espantoso, el Necronomicon, el libro de las leyes de los muertos, y estaba lo suficientemente familiarizado en demonología y magia negra para esconder su alma en un estado intermedio entre la muerte y la vida, en ese limbo oscuro y tenebroso de los guardianes de las estrellas. Rápidamente colocó sobre la cama extraños cristales que pendían de cadenas de plata y parecían moverse con vida propia. Con la sangre de cabra que aún tenía dibujó todos los sigiles sobre el techo y alrededor de la cama. Se desvistió rápidamente y recitando de memoria extensos párrafos del Necronomicon y otros oscuros libros transportó la estancia a un lugar más distante que la estrella más lejana del firmamento. Los cristales guiaron el alma de su Andrea hacia su nuevo destino, dejándola vagando semi-consciente en un infinito desierto de arena negra y estrellas. La adrenalina y el éxtasis que siempre acompañaba a sus ceremonias le dieron la fuerza necesaria para proteger a su esposa de las monstruosidades del abismo cósmico y dedicarse a su venganza.

            Los hermanos Branko ya estaban fuera de Bucarest, jalando las riendas de los cansados caballos para atravesar a toda prisa los pasos montañosos. Sabían muy bien que, si los rumores de los vulgares campesinos eran correctos, entonces todo el oro del mundo no alejaría a Bogdescu, pero confiaron que podían llegar al otro extremo del reino, quizás incluso cruzar la frontera más allá de la avanzada otomana y emplear el oro para hacerse de tierras y quizás su propio castillo. La estrella noche sin viento les acompañaba con un silencio mortal, ni siquiera el galopar de los dos caballos emitía el ruido que normalmente hacía. Algo increíblemente tenso había detenido el aire y los Branko gritaron de puro terror al escuchar los gritos desquiciados del hechicero. Jalaron a los caballos para pegarse contra la pared, evitando así el peligroso risco, y  al dar vuelta contemplaron a lo lejos una criatura que no podía ser de este mundo. Los caballos, naturalmente perceptivos de la maldad, se alocaron y perdieron el control. Iluminado por una enorme luna llena la bestia, más murciélago que humano, con altas y puntiagudas orejas y un cuerpo antropoide de gran tamaño y fuerza les lanzó maldiciones antes de correr hacia ellos.

            Los viajeros que encontraron el carruaje describieron la forma en que los caballos habían sido destazados como por enormes garras y la manera sobrenatural en que el carruaje había sido desecho. Flavius estaba sentado aún, con gran parte del vientre abierto por poderosas garras y con puñados de monedas de oro atoradas en su garganta. En cuanto a Ivan, todo lo que quedó fue un rastro de sangre, grande como un riachuelo, que daba contra el altísimo risco. Supieron así que Alexandru había tenido su venganza, pero desconocían entonces que su sed por venganza no estaba satisfecha en lo más mínimo y todo Bucarest tendría que sufrir su diabólica ira.

            Alexandru disfrutó su victoria por apenas unos segundos, su Andrea ya había muerto. Teniendo su alma en ese oscuro purgatorio sabía que tenía poco tiempo para hacer los experimentos necesarios para permitirle a su alma tomar otro cuerpo mortal. Necesitaba de guías, y sabía dónde encontrarlos. Frenéticamente empujó y lanzó fuera muebles del amplio comedor para hacer lugar a su ceremonial. Llevó gran parte de sus herramientas mágicas del sótano y de la alta torre y pasó horas enteras cuidadosamente dibujando con sangre los círculos con runas y las líneas que les intersectan, los 48 triángulos de invocación de demonios de acuerdo a la Goetia demonológica y bañando sus extrañas estatuas en los inciensos necesario. Colocó al sur a Cthulhu, la criatura mitad antropoide y mitad pulpo, con su enorme cabeza y tentáculos en la boca, con sus inútiles par de alas de murciélago y su pedestal con maldiciones cuneiformes. Al oeste entronó a Tstahogua, la bestia con vaga forma de tortuga, al este al terrible Yin, con su forma de gorila de la nieve, con sus cuernos y sus alas, y al norte a los guardianes del umbral de Azathoth el caos reptante. Su diseño de sus formas era casi tan espantoso como las criaturas mismas, con sus enrollados cuernos, sus lenguas anchas como tentáculos y su miríada de ojos que veían a todas partes y a todos los tiempos. Todos sus años de voracidad intelectual y perversiones espirituales parecían estar diseñadas para este momento, pues sin vacilar ni un segundo fue convocando a todos los demonios para que le permitieran paso y le acompañaran hasta el umbral de la locura, donde los dos enormes guardianes, encadenados a altísimas columnas resguardan el reino de Azathoth y vigilan a los muertos.
- Sé de la antiquísima raza de Yith que viajaban por el tiempo y el espacio habitando cuerpos e intercambiando conciencias. Anhelo esos secretos, por ella.- Dijo Alexandru, señalando a Andrea quien seguía caminando en círculos sin mucha conciencia de dónde estaba.-
- Estos conocimientos los tenemos nosotros.- Dijeron los guardianes, con órganos vocales desconocidos por completo para el hombre. Los demonios invocados danzaban en círculos alrededor de Bogdescu, sus espantosas y demenciales formas demasiado conocidas para el hechicero.- La tendremos aquí mientras tanto, segura de nuestros tormentos. Esto, sin embargo, te costará más caro que nada de lo que nos hayas pedido antes.
- Lo que sea por Andrea, ¡lo que sea!
- Alimento.- Dijo parcamente uno de los vigilantes y los demonios estallaron en júbilo.- Ansiamos la sangre y las almas en este desolado rincón del cosmos. Y tú mismo deberías alimentarte de nuestra sangre, pues ningún alma humana sobrevive la degeneración de las perversiones que deseas.
- Denme de su sangre, se los ordeno que mi obra no puede esperar mucho tiempo más. Cada segundo sin ella es insoportable y al diablo el mundo de los mortales porque si yo no puedo tenerla nadie volverá a dormir tranquilo.- Se acercó a las dos columnas sin miedo de ser aniquilado de un solo golpe por sus centelleantes colas. Los guardianes se rasgaron el pecho con una afilada uña y su sangre negra comenzó a caer por las columnas. El enloquecido hechicero recogió la sangre en una copa de oro y bebió de ella hasta que el inmundo líquido espeso sobrepasó su boca y se derramó por su rostro y su cuello. Los guardianes aullaron de placer y los demonios dejaron sus bailes y locuras, pues respetaban la oscuridad del alma del hechicero ahora más que nunca.
- Quienes firman con sangre el libro de Azathoth rara vez sobreviven, pero algo en ti nos hace creer que puedes lograrlo.
- Andrea, es lo único que importa ahora. Debí saberlo antes, cuando tuve la oportunidad pero nada de eso importa ahora que su alma ha dejado el mundo de los vivos. ¿Cómo la traigo de vuelta?
- Almas de vírgenes que hayan nacido en sábado y ya hayan menstruado, nosotros te mostraremos cómo cosecharlas. Te mostraremos los viejos caminos oníricos para hacerte de su esencia y tú mismo te alimentarás sólo de sangre. Tu voracidad nos mantendrá satisfechos y a cambio protegeremos a tu Andrea. Consigue las almas, consigue el cuerpo y tú sabrás como encarnar su alma. Lo que queda de tu alma ya no podrá morir y un oscuro renacimiento sacudirá tu cuerpo de aquello que lo hizo humano. Poblarás la oscuridad y serás como tu Andrea, en parte vivo y en parte muerto, pero a diferencia de ella corpóreo.
- Devoraré al mundo si es necesario, todo sea por ella.

V.- 1941:
            El capitán Dragan estudió los expedientes policíacos por varias semanas, tratando de encontrar una constante poniendo tachuelas en un mapa. Conocía a Bucarest de arriba para abajo y lo que el mapa no representaba adecuadamente, como los parques oscuros y sin luz o las escabrosas casas abandonadas de ciertos sectores, conocía él demasiado bien. Una tachuela tras otra fue develando un patrón estable, la vieja estación de ferrocarriles que había caído en desuso tras la Gran guerra se encontraba al centro de muchos de los ataques. Convocó a sus compañeros, aunque se sintió algo tonto al confiar en civiles en vez de sus compañeros de la Guardia de Hierro, pero sabía muy bien el nivel de ridículo al que sería sometido si sus camaradas se enteraban de su misión. Marcel Sinevici se presentó con su escopeta, como hizo el melancólico Gabriel Tenter, y el doctor Cristescu llegó con un revólver y maletín médico para guardar muestras.
- Mira eso.- Gabriel señaló por la ventana del auto del capitán Moldovan hacia el tranvía que avanzaba sobre las avenidas de enormes edificios art noveau, con sus coloridos anuncios de perfumes y los modernos automóviles que pululaban las arterias de la capital.- Si ese tal Bogdescu vive aún, ¿cómo reaccionará ante todas estas innovaciones? La última vez que vio Bucarest era una villa polvorienta y miserable. Ahora hay más de millón y medio de habitantes y los edificios medievales son muy pocos y muy separados entre sí. De alguna manera no lo imagino rentando un departamento de bohemios con viejas monedas de oro.
- Bogdescu bien podría no haber existido nunca.- Dijo Dragan, mientras manejaba por las calles paralelas evitando el tráfico.- Aunque debo admitir, ese primer cadáver que encontraron... Un soldado deshecho casi por completo tirado sobre un ataúd de acero... No sé, no estoy diciendo que lo crea, pero tampoco estoy diciendo que nos relajemos. Y por si acaso preferí hacer esta expedición de día, he leído demasiadas historias de horror para saber que la noche es el peor momento.
- Así que,- dijo Marcel sonriendo mientras se encendía un cigarro.- ¿ajo y agua bendita? Vamos, todos leímos ese libro de Bram Stoker. Y como buenos rumanos todos nos ofendemos cuando los turistas insisten en visitar el castillo en Transilvania, pero dadas las circunstancias... Me refiero a que si no se trata de bizarras coincidencias científicamente explicables, ¿usamos estacas?
- No puedo creer que esté teniendo esta conversación.- Dijo el capitán, medio en serio y medio en broma.- Ya lo decía mi abuela, la superstición trae mala suerte. Yo voy a disparar contra la cabeza, si eso no lo detiene nada lo hará.

            Fueron dejando atrás los nuevos edificios y las colinas de avenidas residenciales, acercándose a la vieja estación. Las casas eran viejas y todas mostraban los efectos de al menos una de las guerras que Rumania había padecido en su historia reciente. Gabriel trató de encontrar en toda la escena algún rasgo decididamente romántico, pero la verdad era que con el cielo azul, el día soleado, y la cotidiana calma de esos vecindarios obreros, no encontraba nada de las descripciones poéticas y góticas de Edgar Allan Poe. Además, esa vieja estación de ferrocarriles cerrada al público con cinta amarrilla y tapiada con planchas de madera difícilmente tenían el mismo efecto que un viejo castillo con extrañas luces y una neblina casi fantasmal.

            La vieja estación era un enorme edificio de ladrillos, con largos ventanales ahora rotos casi por completo. Las entradas, antes enormes puertas de bronce ya largamente derretidas, estaban cubiertas por planchas de madera que no servían para mucho. El edificio estaba cortado por la mitad por las vías y en sus mejores días contaba con un techo de vidrio. Basura y restos de la flotante civilización de vagabundos poblaban la estación. Árboles habían crecido salvajemente donde antes había simples macetas, y todas las paredes parecían infestadas de graffiti y pintadas con lemas escabrosos. Encontraron una pila de perros y gatos muertos debajo de un apestoso colchón, no lo quisieron tocar pero era obvio que no estaban completos.

            Los nervios les empujaron a caminar como una unidad y la valentía inicial fue dando espacio los nervios. A cada paso escuchaban extraños ruidos dentro de los abandonados edificios, y algo parecía moverse entre las hierbas salvajes de las vías. Entraron al edificio, donde las bancas de espera ya habían sido canibalizadas y los viejos letreros de horarios estaban cubiertos de ramas. Siguieron un fuerte rastro de sangre hasta el edificio administrativo, en el que parecían añadírsele al menos otros dos. El edificio se separaba en dos, en la sala donde se vendían los tickets  y en las oficinas que ocupaban dos pisos. Gabriel gritó de terror cuando accidentalmente pateó un periódico en el suelo que ocultaba una cabeza humana. La cabeza dio un par de vueltas y se detuvo mirándoles. Había pertenecido a un vagabundo y los cuatro se preguntaron a cuántos más habían matado los vampiros y, peor aún, cuántos más habían sido convertidos.

            Subieron las escaleras empapadas de sangre, mirando sobre su hombro. En el techo había cruces invertidas, pentagramas y otros símbolos aún más esotéricos pintados con sangre. Las ventanas habían sido tapadas con periódicos y Dragan intentó el interruptor de luz sin ningún resultado. Entraron encendiendo linternas y de inmediato se pasmaron ante los cadáveres. Tres habían sido colgados del techo, les habían cortado la garganta para alimentarse, y otros tres estaban tirados en el suelo con gran parte de la carne faltante. El capitán les retiró las carteras, a los cuerpos que tenían, para poderles identificar.

Marcel trataba de aparentar valentía, pero temblaba como una hoja. Pensó que el techo tenía goteras, por el líquido que caía sobre su cabeza y cuando se lo quitó con la mano se dio cuenta que no era agua, sino saliva. Se tiró al piso, gritando frenéticamente y apuntando su linterna. Dos vampiros, hombres muertos y a medio descomponer, con largos colmillos en toda la boca y negros ojos les miraron pegados al techo como reptiles. Sus movimientos eran increíblemente veloces y ágiles. Uno de ellos saltó encima de Marcel y el otro se lanzó contra el doctor. La fuerza de los seres era sobrehumana, de un jalón despojó a Marcel de su rifle y azotó su cabeza contra el suelo con tanta fuerza que casi le rompe el cráneo. Gabriel le disparó con su escopeta, y aunque acertó en su abdomen eso no le detuvo. Andrei mientras tanto forcejeaba inútilmente contra un vampiro que abría sus fauces para morderlo. Sentía su desagradable aliento cada vez más cerca, pero el capitán Moldovan detuvo al monstruo volándole la cabeza de un disparo. Los perdigones rompieron las ventanas tapadas con diarios y el otro vampiro emitió un desagradable chillido. Gabriel disparó de nuevo, ésta vez acertándole al cuello y casi separando su cabeza por completo. La bestia, sin embargo, no moría y retrocedió de cuatro patas, con la cabeza pendiendo de apenas unos músculos, hacia la escalera. Dragan levantó a Marcel del suelo y persiguieron a la criatura. Sus chillidos eran espantosos y parecía llamar a sus congéneres. El vampiro, sin embargo, no podía salir del edificio más que avanzando por las sombras de la estancia de espera. Podía cruzar la luz, pero cada que lo hacía emitía desagradables aullidos de dolor.

Le persiguieron a gritos hasta el extremo de la sala, cuando finalmente perdió la cabeza y murió. La mentalidad militar del capitán Moldovan se hizo cargo y dejaron un momento a los dos muertos para buscar a los demás vampiros. Habían salido de sus escondites, del otro lado de las vías, para ver a su hermano. El doctor Cristescu aprovechó que una lámpara abandonada aún tenía gasolina para facilitarle al capitán Moldovan una pequeña bomba molotov. La lanzó contra el edificio del otro lado de las vías, un depósito de dos pisos igualmente protegido contra la luz. El fuego arrasó con gran parte del primer piso hasta apagarse por falta de combustible, mientras que los expedicionarios disparaban contra las ventanas. Dos vampiros trataron de huir saltando por encima de ellos, casi llegando a la plataforma al otro lado de las vías. Era obvio que estos dos poseían cierta inteligencia, pues a diferencia de los anteriores no intentaban combatirles. Anatómicamente eran idénticos, pero éstos parecían estar mejor vestidos o al menos parecían preocupados por su vestimenta. Dragan encontró otra lámpara con gasolina y consiguió hacer arder a uno de ellos. Los aventuraros agotaron sus municiones disparando frenéticamente, acertando a prácticamente toda la estación, pero eventualmente matando a ambos vampiros.

Cristescu tomó muestras de los vampiros, mientras que Dragan les revisaba por posibles identificaciones. Nadie habló, pues la adrenalina y el miedo aún les dejaban aturdidos. Habían visto a la muerte muy de cerca, pero aún más aterradora era la verdad, que Alexandru Bogdescu el patriarca de los vampiros sería inmensamente más poderoso que sus sirvientes y aún más difícil de aniquilar. La existencia misma de Bogdescu pareció quedar confirmada por algo que los vampiros habían escrito en sangre en la bodega. Dragan se lo enseñó a los demás, era el nombre de Alexandru Bogdescu acompañado de extraños símbolos en un círculo de sangre acompañado de velas negras y un devorado cadáver. Nadie lo dijo, aunque todos ya lo pensaban, allí había convertido a esos miserables sujetos en sus sirvientes. En ese círculo había condenado sus almas por su propia perversión.

Gabriel acompañó a Cristescu al laboratorio que rentaba para realizar sus experimentos. Además del vampiro decapitado que Dragan le permitió usar, llevaba muestras de sangre, de tejido, de músculos, huesos y hasta ojos. Horas de diligente estudio no arrojaron resultados. Andrei no encontraba nada en esas muestras que no fuera perfectamente normal para un sujeto sano, o para un sujeto muerto de las circunstancias más inocentes. No había ningún germen discernible, ni rastros de alguna extraña patología cerebral en el cerebro que estudió durante la autopsia.
- No tiene sentido.- Andrei se quitó los guantes y la bata empapados de sangre y salió de la sala de operaciones para servirse algo del vodka que Gabriel ya estaba bebiendo. Se sentó a su lado, en el laboratorio de muestras biológicas, frente a los microscopios, mecheros y matraces.- ¿Dónde está ese germen?
- Ese germen es Bogdescu doctor, tan fácil como eso. Regresó de los muertos.
- Nadie regresa de los muertos.- Dijo Andrei con severidad. Gabriel hundió el rostro entre sus manos y el doctor se sonrojó.- Disculpa Gabriel, no quise decirlo así.
- ¿No cree doctor que existe la posibilidad de la vida tras la tumba, que Ionela esté en el cielo?
- No sé muchacho, simplemente no lo sé.- La puerta se abrió y Dragan entró empujando a una joven en camisón que deliberaba por la fiebre.
- Tiene que ayudarme doc, ésta chica está muy mal. La familia está en la calle, les dije que lo intentaríamos. Sólo tiene 19 años.- Cristescu la llevó empujando al pequeño quirófano y Grabriel y el capitán le siguieron.- Revisé los nombres de los vampiros, todos ellos tienen familiares o conocidos de mujeres jóvenes que o bien murieron de fiebres o bien están muy enfermas.
- Administraré antibióticos poderosos y cortisona, si eso no la deja en coma le salvará la vida.
- Está sufriendo...- Gabriel se acercó al camastro y la miró mientras susurraba incoherencias y sus ojos se movían de un lado a otro. El cuerpo estaba increíblemente frío y no tenía fuerzas.- Doctor, ¿por qué está tan fría, no debería estar caliente por la fiebre?
- Lo sé, no tengo ni idea qué pueda hacer.
- Yo sí.- Gabriel salió corriendo a su auto y regresó cargando con el péndulo que Marcel empleaba para hipnotizarle. Ante la atónita mirada de los otros dos la logró hipnotizar repitiendo lo que su amigo Sinevici hacía.- Háblame...
- Irina, se llama Irina.- Añadió Dragan.
- Háblame Irina y dime lo que  ves.- La sujetó de una mano y sintió que trataba de cerrarla sin conseguirlo. Los susurros se hicieron apenas audibles y todos se acercaron lo más posible.
- Hay muchos colores, y dos enormes columnas a lo lejos. Nos empujan a ellos, a los guardianes. Ellos tienen hambre...
- ¿Quién te hizo esto Irina?
- Alexandru Bogdescu me arrastró hasta aquí en mis sueños, no me dejará regresar. No tengo fuerzas... Ya los veo y son horribles. Encadenados a sus columnas... Todo tiene colores y estrellas. Dios mío son horribles.- Irina gritó de pánico y se dobló sobre la cintura quedando sentada, sus brazos se extendieron con una fuerza tan grande que empujó a los tres al suelo. Parecía tratar de tapar algo frente a ella, algo infinitamente espantoso y tras otro grito más cayó acostada de nuevo.
- Irina, ¿me escuchas?
- No hay pulso Gabriel, la perdimos.
- Ionela Tirza está aquí.- Gabriel se congeló a un lado de la cama por una fracción segundo. Ese nombre en esos labios no tenía sentido. Se acercó de nuevo, empujando fuera al doctor y le sostuvo la cabeza para acercarla más y poderla oír.
- Quiero hablar con ella, déjame hablar con ella.
- Está aquí, junto con todos los demás. Esto es lo que le pasa a los muertos... Ionela... ¿Gabriel, me escuchas?- Con lágrimas en los ojos afirmó y esperó pacientemente esa voz que no podía quitarse de la mente, que oía antes de dormir y recién despertado.
- Háblame, por favor háblame.
- Ya está, está muerta Gabriel.- Andrei trató de quitarlo, pero él no se dejó. La miró a los ojos y podía advertir algo en ellos, algo que estaba casi vivo. Y cuando el quirófano estuvo en silencio el cadáver de Irina lanzó una gutural risotada que les hizo saltar de miedo. La risa no podía provenir de Irina, no sólo porque fuera tan gutural, sino porque dos voces distintas eran claramente audibles.

            Un sedante para Gabriel no fue suficiente, y cuando el teléfono sonó supo que venían más malas noticias. Mientras Dragan regresaba el cuerpo sin vida a una ambulancia para ser llevado a una morgue y daba el pésame a los familiares, Marcel llamaba para comunicar malas noticias. Aura estaba enferma con extrañas fiebres y su piel se ponía cada vez más fría. Acudieron todos a la mansión Tenter y ya dentro subieron a la recámara de Aura. La joven se había asustado con la enfermedad tan repentina, fruto de unos sueños macabros que no se atrevía a repetir, y ahora se asustaba de nuevo al verles a todos tan consternados. Andrei le explicó que era parte de una peste que ya había cobrado la vida de siete vírgenes antes que ella. Durante todo el día y toda la noche Andrei trató por todos los medios de batallar contra la misteriosa fiebre que la hacía cada vez más fría. Intentó los remedios más exóticos y las curas más poderosas, incluso empleando antídotos vilipendiados por la comunidad científica por ser tan devastadoras en su ataque contra los gérmenes. La vida de Aura se deslizaba hacia la muerte y todo lo que podían hacer era mirarla conforme perdía fuerzas. Eventualmente Marcel perdió los estribos y desapareció por más de una hora. Regresó cargando con un pequeño libro de oraciones, algunas velas y gises para marcar esotéricos sellos en el suelo y las paredes.
- ¿Pero qué es lo que haces muchacho? Pierdes tu tiempo.- Andrei intentó alejarle de la cama, pero Marcel le empujó fuera del cuarto y cerró detrás de él. Dejó fuera también a Dragan, quien golpeaba estrepitosamente. Sólo Gabriel quedaba, y él no objetaba a sus medios.
- Gabriel tuvo razón desde el principio, nuestro enemigo es espiritual. Se trata de magia negra y por suerte mi tío fue sacerdote y me enseñó sobre estos exorcismos.

            La habitación de Aura, con su enorme cama de rieles dorados, con sus cómodos sillones floreados, las vasijas de antigüedad en las repisas y las circulares ventanas hacia el cielo nocturno de Bucarest se transfiguró por unos momentos en algo que Gabriel no pudo identificar. Aquellos femeninos adornos se vieron opacados por las velas, las marcas y, sobre todo, por los rezos en latín de Marcel, quien no cesaba de balancearse de un lado a otro, como si mecido por un espectral péndulo. De pronto ladró versos de la Biblia en hebreo y en arameo, agitando los brazos como si expulsando a los demonios que la poseían. Todo eso comenzó abruptamente y terminó de la misma forma. Ningún clímax coronó la ceremonia y poco a poco regresó la normalidad a la habitación. El capitán y el doctor se acercaron a Aura y Gabriel saltó de felicidad al verla despertar de su ensueño, con su pulso y su temperatura recobrados por completo.
- Dios te cuide Marcel.- Se lanzó encima de su amigo, abrazándolo con todas sus fuerzas y, tan siquiera por unos momentos, la oscura nube que pesaba sobre su alma desde la muerte de Ionela se había disipado. Las risas de Aura y las exclamaciones de sorpresas del doctor Cristescu llenaron la habitación. Fue para todos como si una crucial batalla hubiese sigo ganada y Aura premió a su salvador con un largo y dulce beso.

            Pasaron varias horas en amigable conversación, por primera vez atravesando temas más agradables y placenteros. Sin embargo, ya cercana la madrugada, se fueron yendo de uno en uno para dejar descansar a la joven. Marcel se fue al último, el aroma del beso de Aura aún flotando sobre su cabeza. Manejó distraídamente, físicamente cansado pero impelido por dentro por una fuerza sobrenatural. La vista de su mansión, el frente del castillo de Bogdescu, llevó a su mente hacia otras preocupaciones, unas más inmediatas y terribles. Corrió dentro de su casa hasta la cava de vinos en el sótano y, apretándose contra la parte trasera de los toneles vacíos encontró la palanca que abría la portezuela. El aire frío ascendió con un aroma fétido, pero le dio la bienvenida de todas formas. Llegó al segundo sótano, un amplísimo recinto iluminado por viejas antorchas y velas con apenas unos muebles para libros y extraños objetos.

            Al centro de la habitación se encontraba una vieja mesa de roble, empapada en sangre y restos humanos. Contra la pared sobresalían extrañas y tenebrosas figuras en frisos, unos dioses antaño olvidados. Los frisos se extendían por toda la pared, quizás lo único que quedaba del castillo original. Al fondo, las adiciones de Marcel resplandecían con una luminiscencia enfermiza, se trataba de esculturas de tubos de oro que formaban pentagramas y otras figuras del folclore mágico. Aquella era su única garantía, y la había sabido aprovechar al máximo. Alexandru Bogdescu salió de atrás de un librero pequeño, su hocico aún bañado de sangre. Tenía la forma de algo que se asemejaba a un vampiro, con sus alargadas orejas, su nariz desagradablemente alzada y con terribles colmillos que apuntaban hacia adentro.
- No puedes tenerme por siempre atado. No he dejado de comer sangre y sigo débil.- Su voz era poderosa, traicionando su forma de moverse, siempre jorobado y con mirada patética.- Esas cadenas mágicas no pueden durarte para siempre Sinevici.
- Tendrás la fuerza suficiente, y eso es todo. Sabes que puedes dejar el castillo, pero no puedes irte para siempre, no hasta que yo tenga lo que quiera.
- No hasta que tenga a Andrea. Si lograste invocarme hasta aquí para atraparme, al menos sabrás eso, que por Andrea me transformé en esto y por ella haré lo que sea.
- ¿Cuántas vírgenes más necesitas Alexandru? Se vuelve difícil esconderle todo eso a estos idiotas.
- Sería más fácil si no mataras a mis sirvientes.- Alexandru se acercó a Marcel a una velocidad indescriptible, moviéndose sobre el suelo como si no pisara la tierra. Seguía vestido en ropas ceremoniales, de rojo y bordados dorados, y Marcel pensó que quizás no pisaba el suelo.
- Fue Dragan quien siguió el patrón de los muertos, espero que ésta vez seas más inteligente. Tuve que incluirme para desviar la atención a otra parte. Mi pequeño número con Aura funcionó a la perfección, tendré mis manos en la herencia Tenter en cualquier momento. Hay algunas personas que quisiera ver muertas, puedes poner a tus sirvientes a cargo.
- Mis sirvientes están ocupados consiguiéndome las vírgenes. Andrea ya no tiene mucho tiempo más y los horrores que los guardianes le harán padecer no tienen descripción humana. Ya te enseñé muchos de los misterios de los muertos, al menos los suficientes para que enfermaras a esa niña tonta que tanto te interesa... No olvides Sinevici, que un trato es un trato.
- Sí...- Marcel sonrió maliciosamente y dejó una hoja de papel sobre el estante de un librero.- Diles que se apuren. Y mañana me dirás más sobre esos guardianes de la noche, lo que comen y cómo satisfacerlos. Hasta entonces, no trates de liberarte de tus cadenas astrales, solo te harás más daño.

            Marcel se fue del segundo sótano y Alexandru gruñó al ver la lista. Había sometido a Bucarest en un reino del terror con sus habilidades mágicas y ahora un muchacho sinvergüenza se le erigía como amo y dueño de su voluntad. Acarició el friso con sus largos y huesudos dedos, habían sobrevivido aquellas monstruosidades pero no así su Andrea. Una increíble tristeza le embargó, el salir a las calles cada noche para crear más sirvientes o para alimentarse sólo le recordaba lo lejos que estaba de su época y lo espantosa que había resultado la tortura en ese ataúd de acero. Regresó al oscuro rincón donde había trabajado la arcilla que se había traído. Carecía de un horno, pero ya había construido idolitos antes y su magia era poderosa para darle a ésta en particular, la malignidad digna del ser que representaba. Conocía bien su nombre, aunque conocía mejor lo que ocurría cuando se le mencionaba, incluso en pensamiento. Era la mayor trampa para el buscador de conocimientos arcanos, un dios poderoso y mortífero, fiel cuando se le sabe emplear, pero cuyo nombre, prácticamente impronunciable además, le invoca en su faceta más irritable. Tenía la forma de una persona, aunque su rostro estaba repleto de líneas y curvas crudamente compuestas por sus largas uñas. Miró hacia las esculturas que le drenaban de su poder por vías astrales y escupió. Había escapado de la muerte en muchas ocasiones, y sin duda podía escapar de la vigilancia psíquica del neófito que se creía su dueño.

            Se arrastró por un túnel que llevaba a uno de los pasillos subterráneos secretos y emergió de las cloacas hacia la ciudad. Bucarest había sido un pueblo pequeño, neblinoso oscuro, pero ahora estaba rodeado de luces por donde fuera que mirara. Había aprendido mucho de la época, consumiendo las almas de sus sirvientes, y sabía qué era un auto, un foco y demás artilugios modernos. Sabía gran parte de la historia de la ciudad, y de la nación, y aún así le parecía sórdido. Todos esos siglos habían pasado como habían pasado los siglos previos a su propia época, de una manera vulgar y violenta. No había ya nada en esta nueva Bucarest que le llamara la atención, todo le era tan ajeno y horrible como él era ajeno y terrible a los pocos ciudadanos que conseguían verlo de cerca en las callejuelas oscuras y entre los árboles de los abandonados parques.

            Mientras caminaba hacia las pocas cuadras cuyas construcciones aún respetaban a los antiguos edificios, llegó a la conclusión que aquello que le disgustaba más sobre la moderna Bucarest era su olvido. Sabía, pues tenía la edad suficiente para saberlo, que las generaciones nuevas olvidan los detalles, las penurias y las alegrías de sus antecesores con ejemplar velocidad, pero éste olvido era más tremendo. Se habían de olvidado de él, y quizás aquello fue lo que tocó su negro y marchito corazón, que los pobladores que antaño temblaban ante la mención de su nombre ahora se mofaban de todo cuanto era sobrenatural y, sobre todo, maligno. Decidió que les volvería a enseñar el rostro de la maldad, que sería el maestro del terror y que traería de vuelta las memorias de las oscuras y terribles noches repletas de espantosa violencia y monstruosos bramidos. La memoria de ese sobrenatural terror cruzaría océanos de tiempo de la misma forma que él arrastraría al alma de su amada Andrea al mundo de los vivos finalmente tras cuatro siglos de espantosa espera.

            Caminó en los adoquines de la oscura calle del distrito medieval en busca del origen de los sonidos y las luces que parecían cautivar a los trasnochados. Encontró que se trataba de un sórdido distrito con miserables bares, delincuentes de poca monta y mujeres fáciles. Una pareja de borrachos subió por la calle en busca de un callejón oscuro donde consumar su negocio y Alexandru se lanzó sobre ellos con la velocidad de un halcón. De una zarpada le arrancó a la mujer los ojos y la nariz mientras que su hocico desgarraba la garganta del hombre. Consumió parte de su carne y bebió su sangre, disfrutando los chillidos de dolor de la mujer hasta que un golpe le rompió el cuello. Salió del callejón con los ojos rojos y estallando de vitalidad y rápidamente corrió hacia los curiosos. Desgajó, destrozó, mordió y roñó a sus víctimas sin cuartel ni misericordia. Encontró el bar repleto de la gente que no consiguió escapar a tiempo y se hizo un festín. Mató a varios de un solo golpe, lanzándoles a través de las mesas hasta golpearse contra los muros. A la mayoría, sin embargo, les arrancó la cabeza o cortó la garganta para poderse alimentar más rápidamente. El hambre, sabía ya tras mucho tiempo, jamás se iría de él pues conforme se alimentaba él se alimentaban a la vez los temibles guardianes que estaban encadenados en algún rincón del cosmos resguardando un reino de locura que ningún cuerdo podría conocer.

            Reventó las puertas de un edificio de departamento y visitó a las familias, de hogar en hogar en un frenesí incontrolable. Saltó de un cuarto piso hasta la calle sin sentir ningún dolor y probó con otro edificio. Los habitantes de ese distrito lanzaron la alarma, pero la policía estaba acostumbrada a los problemas típicos de la zona y fueron lentos en reaccionar. Para cuando llegaron un exilio histérico empujaba al ganado humano por las calles, lo que lamentablemente sólo hizo más fácil la labor del insaciable vampiro. Un grupo de policías abrió fuego, pero no pudieron ni frenar su voracidad. Las patrullas se fueron sumando y los civiles fueron desapareciendo en la mal planeada huída que dejó en el suelo a docenas de cuerpos. Alexandru, ahora totalmente bañado en sangre, decidió alimentarse de los policías, quienes no sabían qué hacer. La mayoría trató de escapar, pero se quedaron cuando llegaron más camiones de motines cargados de agentes fuertemente armados.

El hechicero les mostró la estatua que había formado con sus manos y su rostro se deformó aún más en lo que parecía una sonrisa. Lanzó la estatua que se rompió en el suelo y la invocación de la innombrable criatura trajo a un millón de moscas carnívoras. Las calles circundantes a dos manzanas enteras se llenaron de estas moscas. Eran tantas que ennegrecían el cielo y cuando avanzaban formaban cataratas al chocar contra las salientes y detalles de los edificios. No dejaron nada a su paso más que amasijos de huesos, músculos y telas. Su zumbido era tan fuerte que enloqueció a los residentes de los edificios que habían preferido esconderse que huir. Era inescapable, imposible de ahogar con cualquier otro ruido, el zumbido se convirtió en el único ruido de la noche y esa insoportable estática llegó a todas partes de Bucarest. Todo el distrito medieval se había detenido, gravemente diezmado además, y sus alrededores se habían detenido también al oír el incesante zumbido que ahogaba los alaridos desesperados de sus víctimas. Sin embargo el resto de la ciudad, aunque capaz de escucharlo, no pensó mucho en él. Toda Bucarest, sin embargo, de una esquina a otra y dentro de cada hogar y comercio, escuchó el aullido poderoso, ancestral y malévolo de Alexandru Bogdescu y nuevamente conocieron el verdadero significado del terror.

Las moscas desaparecieron una hora después y la bestia hizo lo mismo. El sol se levantaba al este mientras que los ciudadanos miraban vacilantes por la ventana tratando de encontrar el origen de sus pesadillas. Los soldados acordonaron el área y un equipo de limpieza tuvo que entrar con ellos, pues había tejido y huesos tan afianzados al suelo que eran parte del empedrado. Era imposible pisar el suelo sin pisotear lo que quedaba de alguna víctima. Eventualmente el ejército llamó también a los sacerdotes ortodoxos más prominentes, pues los soldados rasos, que ya habían visto la guerra de cerca, se rehusaban a entrar a los departamentos para ver muertas a familias enteras. Los sacerdotes hicieron muestra de su entereza espiritual y les acompañaron, bendiciendo y exorcizando conforme avanzaban. No regañaron a los pobladores que ese día cerraron las ventanas fijando crucifijos, ajos y que lanzaron sal a todos los pisos de la casa, pues lo que antes había sido infantiles supersticiones se volvían temores muy cercanos.

VI.- 1541:
            Los guardianes de la noche le enseñaron a Alexandru Bogdescu el arte de hacer sirvientes. Rápidamente se avocó a la tarea de secuestrar primogénitos y hacerles beber de su sangre, como él había bebido de la inmunda sangre de los vigilantes. Realizó macabras ceremonias para arrancarles el alma y alimentarse de ellas y cuidó de ellos cuando regresó los cuerpos al pueblo y se aseguró que fueran enterrados apropiadamente. Esperó tres días para que sus cuerpos se vieran reanimados por la maldad que ahora le poseía, antes de sacarlos de sus tumbas y mandarlos a su misión. Hubo algunos, de los valientes que salían en la noche a cuidar los caminos, que reconocieron a los muertos y alarmaron a la comunidad, pero cuando trataban de encontrarlos no podían hacerlo. Se convencieron todos que los vampiros contaban con la protección del castillo de Bogdescu y allí no se atrevían a entrar.

Los sirvientes buscaron vírgenes, algunas para Alexandru les visitara de noche y les marcara la frente con la ceniza de su propia piel para invadir sus sueños y así alimentar a los guardianes con sus almas. Otras vírgenes eran raptadas y llevadas al castillo para los macabros experimentos del hechicero. Les ataba a una mesa donde extraños aparatos de su propia creación, siguiendo los diseños de los guardianes de los muertos, intentaban vaciar al cuerpo de su alma para materializar en ellas el alma de Andrea. Inyectaba soluciones alquímicas que producían horribles dolores a sus víctimas, como para purgar de ellas todo lo anterior y abrir paso al alma de Andrea. Las instrucciones de los vigilantes, sin embargo, no eran exactas y más vírgenes fueron necesarias. Cada noche Bucarest escuchaba las risas del hechicero, quien se acercaba cada vez más al resultado deseado. Y cada mañana escuchaban sus llantos desconsolados cuando el experimento fallaba. Si bien la risa era terrible, maligna y cruel, eran los llantos lo que verdaderamente aterrorizaba a los aldeanos pues había algo definitivamente humano y patético en ellos.

            Los generales otomanos, que ya habían prácticamente tomado el resto del reino, enviaban órdenes a sus subalternos de tomar Bucarest, pero éstas eran rara vez tomadas en cuenta. Los militares no veían nada en la villa que valiese la pena, y mucho menos un ejército capaz de oponérseles. Además ellos también sentían el temor de los cristianos, pues no pasaba una sola noche sin que algún desgraciado chillara de miedo en su cama antes de morir, o fuera atacado por voraces vampiros, o alguna virgen no cayera enferma o simplemente desapareciera. Observaban al castillo con las mismas miradas de temor religioso que los cristianos y no se atrevían a tomarlo por la fuerza temiendo de la abominable monstruosidad que habitaba en él.
- Estos otomanos, solo son buenos para beber y regresar a sus tiendas de campaña en el camino del norte.- Se quejó la dueña de la posada mientras miraba por su ventana hacia el castillo. Una figura humana podía verse reptando hacia una ventana abierta y con un escalofrío supo que alguien más había muerto.- Espero que haya sido turco...
- Una vergüenza, eso es lo que es.- Dijo Octavio, el borracho de todas las noches. Había perdido a su hija por las fiebres y los aullidos histéricos de terror que profiriera antes de morir le perseguían en todo momento. Había sido como si pudiese ver algo, por lo que describía tenía que tratarse de algún olvidado anillo del infierno. Los gritos le perseguían, pero era el saber que ese malvado hechicero la había mandado al infierno lo que le convirtió de centinela en alcohólico.- Ya no hay gente valiente en Rumania, eso queda claro. Si lo tuviera cerca lo mataría.
- No creo que supiera como viejo, yo le he visto muy de cerca y no estoy seguro de cómo hacerlo.- El forastero se quitó la capa que le cubría y todos en la taberna le reconocieron, se trataba de Ivan Branko.- Me lanzó al vacío con una fuerza increíble, pero benditas sean esos hierbajos con sus raíces fuertes. Los turcos me impidieron seguir huyendo en esa dirección y he estado viviendo en los bosques junto con los ladrones y los leprosos. Hasta allí se estira su deforme garra, lo sé muy bien. Nos cazaron en la noche, eran tres de ellos. Leprosos o ladrones, todo les daba igual.
- Tú pasaste tiempo con él, no estoy seguro de si quiero servirte dinero.- Le espetó la dueña de la taberna.- Para mí tú estás tan infectado como sus malditos vampiros.
- Mi hermano y yo huimos de allí cuando mató a Andrea en un arranque de locura. No huimos lo suficientemente lejos. Y les diré una cosa, sentarnos aquí y quejarnos no hará nada.
- ¿Y qué propones que hagamos?
- Tenemos que matarlo, si todo Bucarest se une en un solo golpe tendremos nuestra oportunidad.
- O moriremos en masa, no gracias. Que los turcos lo hagan, ¿qué no cruzaron el desierto y el mar para invadir nuestras boscosas comarcas? Me alegra cuando los vampiros cazan soldados, bueno fuera que los mataran a todos.- Octavio parecía hablar por todos, pues nadie más opinó.
- Cobardes...- Ivan estuvo a punto de decir algo más cuando estalló una pelea en la calle.

            Tímidos al principio, se asomaron por la puerta hacia la calle iluminada por piras y antorchas. No se trataba de vampiros, sino de soldados otomanos. Una familia se armó a los golpes contra ellos cuando arrastraron de su casa a su hija menor. Los soldados les sometieron con sus espadas mientras le arrancaban la ropa a la joven muchacha. Explicaron en su tosco rumano que pretendían violarla para quitarle la virginidad, tesoro que el monstruo atesoraba más que al oro mismo. Los borrachos de la taberna se lanzaron todos juntos contra los soldados, peleando sus espadas con garrotes y trinchos. No estaban dispuestos a reducirse a ese nivel, pues si lo hacían consideraban que serían peores que el hechicero del castillo. Eventualmente los soldados desistieron antes de poderla violar, pero amenazaron que la próxima vez no serían ellos quienes vendrían por la mujer, sino el hechicero y sus diabólicos sirvientes. Los aldeanos se miraron en silencio y pudieron sentirlo en la base del estómago. Estaban listos y dispuestos a reunir a todos en Bucarest y asaltar al castillo. Incluso si eso significaba el suicidio harían finalmente lo que tanto les atemorizaba, destruirían a Alexandru Bogdescu y a toda su obra.

VII.- 1941:
            En las semanas siguientes a la matanza de Bogdescu la ciudad fue finalmente puesta en toque de queda por las autoridades fascistas. Los ciudadanos de Bucarest habían reaccionado, impulsados por el temor, y las constantes protestas ya estaban cerca de convertirse en un levantamiento armado. La Guardia de Hierro prometía resultados, pero lo único que podían hacer era rogar porque Dragan Moldovan y su equipo tuviesen éxito. Las víctimas se siguieron sumando, pero la prensa estaba tan restringida por los fascistas que nunca se publicó nada de manera oficial. Aquella medida fue detestada por los periodistas, pero habría salvado a Rumania del pánico absoluto pues no pasaba una noche sin que se sumara una víctima más. En algunas noches eran dos o tres sujetos que terminaban sin garganta y generalmente desmembrados. En otras noches se trataba de mujeres que morían por causa de las fiebres y, en las peores noches, jóvenes vírgenes que eran raptadas de sus hogares y en ocasiones dejando atrás familias enteras muertas y echas pedazos. El silencio en la radio y en los diarios plantó la creencia que la Guardia de Hierro estaba finalmente poniendo un alto a la demencia, cuando en realidad tenía suerte si podía rastrear algún vampiro a un oscuro túnel o edificio abandonado. El equipo siguió la investigación, cada quien por su propia ruta pero parecían haber llegado a un punto ciego.
- Vengo aquí cada mes.- Andrei acompañó a Gabriel al cementerio donde el enlutado viudo dejaba un ramo de flores sobre la tumba de su amada Ionela. El doctor y el romántico se habían hecho buenos amigos sobre todo a pesar de sus diferencias.- Ha cambiado el cementerio, hay más ataúdes sin enterrar. Toda una pila más allá de esa vieja cripta. Ha superado nuestra capacidad de cavar, eso no puede ser bueno doctor.
- El monstruo no puede saciarse, cualquiera que sea su enfermedad es degenerativa e impredecible.
- ¿Aún cree que es un bruto que actúa ciegamente, por impulsos?
- ¿Qué otra explicación puede haber?
- No puse a mi hermana a salvo en casa de nuestras tías, fuera de la ciudad, porque creyera que nuestro enemigo es un monstruo de caricatura que sólo conoce la cacería. No, Alexandru tiene un plan.- Añadió Gabriel mientras pulía pacientemente la lápida.- Piénselo doctor, son todas vírgenes y nacidas en sábado. A estas las consume de una forma diferente, a través de sus sueños. No es como con sus demás víctimas de las cuales toma su sangre. No, de ellas quiere su alma
- ¿Y para qué querría tantas almas?- El doctor le ayudó a levantarse y siguió meditando.- Una mejor pregunta es, ¿cuántas necesita y qué pasará cuando complete su colección?
- Poder, ¿qué más puede ser? Si algo queda en él que sea humano, lo que ansía es poder. Quizás el poder de parecer humano para caminar entre nosotros, no lo sé.- El doctor reparó en el colguijo del melancólico joven y Gabriel se lo quitó del cuello con una sonrisa triste. Le mostró la fotografía de Ionela y combatió una lágrima.- Estábamos por tener hijos cuando enfermó. Habríamos sido una familia perfecta. No habría importado quién estuviera en el poder, los tres habríamos salido adelante contra cualquier adversidad.
- Debes agradecerle a los cielos que Ionela no estuviera viva para ver todo este desastre.- Le quitó el colguije y notó que su mirada seguía cada movimiento a cada instante mientras no estuviese en su posesión.- Debo decirte Gabriel que no es sano que te obsesiones de esta forma, tu mente no puede vivir atada al recuerdo. Sería terapéutico si enterramos este tótem psíquico, ¿te parece?
- ¡Dame eso!- Gabriel le arrancó el pendiente de las manos y le empujó con tanta fuerza que le lanzó varios metros por el aire. El doctor cayó de costado contra una lápida y perdió el aire. Gabriel se disculpó una y otra vez mientras se ponía el colguije de vuelta al cuello y bajo la camisa y le ayudaba a levantarse.- Doctor perdóneme por favor, no sabía que tuviera esa fuerza.
- Descuida hijo, está todo bien. Estoy completo. Además, en esta visita al suelo pude reparar en algo interesante.- El doctor señaló a los gitanos que danzaban y recitaban sobre tumbas recién cavadas. Gabriel agradeció que cambiara de tema y corrieron hacia ellos.
- ¿Qué hacen ustedes aquí? Los romani no tienen espacio en un lugar sagrado.- Les espetó Gabriel. Los gitanos explicaron que dos de sus miembros habían muerto y les daban un funeral en forma. Estaban tan consternados como ellos del posible vampirismo y cuando el doctor les preguntó lo que sabían sobre vampiros, y en especial de Alexandru Bogdescu, sus ojos se iluminaron y les rodearon con rostros sombríos.
- Los gitanos tenemos mejor memoria que ustedes.- Comenzó una anciana de pelo blanco que apareció entre dos fortachones vestidos con telas coloridas.- Nuestra historia es mejor que la suya, porque la repetimos hasta que se graba en el alma. Por supuesto que sabemos de Alexandru Bogdescu, quien nos atormentó hace ya cuatro siglos. Sus vampiros se fueron cuando se fue él, y ahora han regresado. Los hacía con ciertos rituales, pues tiene que arrancarles el alma y alimentarse de ella. Les hace beber de su sangre y deben permanecer tres días en la tierra para que puedan nacer de nuevo. Si el proceso no se detiene el alma queda para siempre maldita en el infierno y la persona no puede sino cumplir con su voluntad. No necesitaba salir de su castillo para atormentarnos, sus esclavos lo hacían por él y le llevaban vírgenes porque eso es lo que más anhela. La bestia lo hace de nuevo y nuestro pueblo ha quedado en desgracia ahora. Quizás merecemos que nos saquen de Rumania, porque le hemos fallado a nuestros antepasados. Ustedes no se dan cuenta, pero es que olvidamos cómo lo matamos esa vez. ¿Y no hay peor crimen que ese?- No dijeron nada más, aunque Gabriel y Andrei les interrogaron apasionadamente. Se fueron sin mirar atrás entre las pilas de ataúdes y la cuadrilla de soldados que asistía a los cuidadores del cementerio cavando más tumbas y fosas.
- Esto es de lo más revelador, ¡lo tenemos!- El doctor se alegró tanto que bailó unos pasos y animó sonriente a su amigo que le miraba como si hubiese perdido un tornillo.- Sabía que el método científico nos libraría de ésta. Estos sirvientes que él genera cumplen su voluntad porque les ha vaciado de sus almas y reemplazado con algo de la suya, algo oscuro y espantoso. Mi estimado Gabriel creo que Alexandru puede ver, oír y sentir todo lo que sienten sus sirvientes. Eso explicaría cómo fue capaz de desenvolverse en nuestra era moderna sin antes tropezar contra las luces y atacar a los autos pensando que eran animales de metal. Si absorbe sus almas, es decir sus mentes, ¿no tendría sentido que así aprendiera de ellos?
- Y si pone parte de su esencia en ellos, una vez que les ha robado el alma, entonces experimenta lo mismo que ellos.- Concluyó Gabriel, lentamente comprendiendo la importancia del descubrimiento.
- Podemos ponerle una trampa aprovechando que Alexandru no sabe que nosotros estamos enterados de su maravillosa capacidad de sentir a través de cuerpos ajenos.

            Telefonearon de inmediato al capitán Dragan, arrastrándole fuera de su reunión de coordinación. Se encontraba en el proceso de seguir el rastro de los vampiros hasta su líder y para ello contaba ahora con un batallón de infantería, cortesía de un gobierno que no sabía qué hacer. Ya habían cazado a tres vampiros más, pero sabían que no sería suficiente y temían que los vampiros no se resguardaran cerca de donde lo hacía su líder. Comprendió la estrategia inmediatamente y dispuso a una docena de agentes policiales para tender la trampa. Investigaron, de entre los muertos recientes que llevaban al menos dos noches ya enterrados, quiénes habían muerto inexplicablemente y encontraron a un primogénito que había nacido en sábado. Mihail Dumitrescu había muerto sin dejar marcas de violencia y la autopsia no reveló ninguna enfermedad o daño interno. Su ataúd había sido enterrado, junto con otras tres víctimas de vampiros en una cripta. El cementerio ya tenía a más de veinte soldados apostados y añadieron a un par de policías en la entrada de la cripta. Los soldados no habían sido de mucha ayuda para evitar que Alexis Barna saliera de su tumba, y contaban con que ahora pasaría lo mismo. Teniéndolo encerrado en esa cripta tenían al menos la esperanza que el vampiro no escaparía furtivamente, sino que al menos escucharía la conversación de los policías. Los agentes policíacos debían conversar toda la noche sobre el capitán Dragan, nombre que Alexandru reconocería de inmediato al oírlo a través del vampiro recién nacido, quien había convencido a los ciudadanos más prominentes de la capital de resguardar a sus hijas vírgenes, perfectos especímenes arios nacidos en sábado, dentro del viejo molino imperial.

            Los soldados cumplieron con su misión, temblando de miedo por cada minuto de la interminable hora. La conversación había sido natural, pues también conversaron de otros temas aunque siempre regresando al viejo molino. Llegada la mañana pensaron que el plan había fracasado, hasta que revisaron la cripta. El vampiro había escapado, o había sido ayudado a escapar, de su ataúd y se había deslizado fuera por una pequeña ventana en la pared del fondo cuyos revestimientos de aceros habían sido removidos como si hubieran sido de papel. Esto llevó al capitán Dragan a movilizarse lo más clandestinamente posible, haciendo del viejo edificio de gobierno que siglos atrás se había nombrado así por el molino que ocupaba su lugar, en una disimulada fortaleza. El inmueble tenía tres pisos vacíos donde colocó trampas de explosivos, apostó casi cien soldados en las escaleras y corredores, y preparó a doce francotiradores en los edificios cercanos. Mandó estacionar más de veinte de los mejores modelos de autos, para dar la apariencia que adentro habitaban familias importantes. Igualmente se aseguró que las calles estuvieran patrulladas por la cantidad plausible de soldados que protegerían al edificio y las prominentes familias que allí habitarían.
- Es toda una obra de teatro, esos policías son en realidad soldados con otro uniforme. Y los más duros que los fascistas pudieron conseguir, y si hay algo de lo que la Guardia de Hierro se enorgullece en sus soldados.- Andrei y Gabriel se acomodaron en un viejo café a una cuadra del edificio. Había pocos clientes y todas las conversaciones giraban en torno a la masacre del distrito medieval. El gobierno podía censurar los diarios y pero no podía controlar las conversaciones, y ésta realidad era la que añadía de una presión adicional al capitán Dragan.- ¿Hablaste con Marcel?
- No contesta el teléfono, ni el timbre. No sé qué estará haciendo, pero se perderá de toda la emoción.- Gabriel se terminó el café y se encendió un cigarro. Podían estar esperando toda la noche en ese punto y estaban dispuestos a hacerlo. Andrei pareció leerle el pensamiento porque sonrió y señaló su reloj de bolsillo.
- Estaremos aquí hasta a fin de mes si es necesario.- El doctor miró por la ventana hacia la noche iluminada por las farolas, los letreros luminiscentes y los focos de las lámparas de los automóviles, departamentos y frentes de las casas. Desde que comenzó la crisis vampírica en las consciencias de Bucarest todos habían decidido dejar sus luces encendidas, pues según un persistente rumor los vampiros detestaban la luz.- ¿Puedo hacerte una pregunta Gabriel?
- Adelante.
- Yo entiendo por qué yo quiero al monstruo, para cultivar el germen que sea que tenga en su sangre y le haga diferente a nosotros. Entiendo por qué el capitán Moldovan lo quiere, para hacerse de un par de estrellas más en su uniforme y detener la avalancha de muertes que azotan a nuestra capital. Incluso entiendo el interés que un riquillo como Marcel Sinevici puede tener en todo el asunto, se trata de la aventura de su vida y esos dandis viven de estas historias. ¿Pero por qué están tú tan interesado?- Gabriel sonrió con tristeza y agachó la cabeza.- Y no me digas que es alguna venganza contra el monstruo que casi mata a tu hermana. No, tú te uniste a nuestra expedición desde el primer día y antes de saber lo que estaba en juego.
- ¿La verdad? Quiero a ese monstruo para que traiga a Iolde de vuelta.- El doctor Cristescu levantó las cejas y su mandíbula cayó. No estaba preparado para semejante confesión.- Es una locura, lo sé pero si Bogdescu existe, si realmente atravesó la barrera que separa a los vivos de los muertos, entonces existe una manera, la que sea, para traer a Iolde de nuevo. No sé, creo que con saber que el hechicero realmente es un ser sobrenatural, por más malvado que sea, entonces existe tal cosa como el reino de los muertos y si no puede comunicarme con ella al menos podré descansar sabiendo que está en el cielo y me está esperando.

            Esperaron varias horas más hasta después de la media noche. Los policías se estaban cansando, pero los soldados seguían tan erguidos como siempre. Un extraño ruido tronó como un petardo y su eco rebotó por las calles. Dragan escuchó intensamente, tratando de reconocerlo. No sonaba como una explosión, ni nada que hubiese escuchado en la guerra. Sonó otra vez, y una vez más y el vago recuerdo auditivo se fue haciendo más claro con forme estos estallidos huecos se acercaban. Únicamente el francotirador apostado sobre una enorme escultura art-noveau de un Atlas sosteniendo al mundo en la esquina de un alto edificio de departamentos de lujo pudo ver con claridad lo que estaba ocurriendo. Sostuvo su radio, pero nada salió de su garganta pues el miedo le impedía a hablar. A lo lejos la oscuridad se iba acercando, los vampiros destruían los generadores de luz y cercaban la zona del edificio con lagos de oscuridad. Cuando finalmente pudo hablar por la radio fue demasiado tarde, la zona entera estaba en tinieblas. Los ciudadanos gritaron desde sus casas, temiendo lo peor, y las calles no contaban con las luces de los autos por el toque de queda. Únicamente los vehículos militares y policiales alumbraban parcamente las calles, y todo eso fue inútil pues los atacantes no usaban las calles.

            Se detonaron dos trampas de explosivos, señal que los vampiros habían llegado por las vírgenes. Los soldados abrieron fuego contra todo lo que creyeran que se movía. Los vidrios se reventaron y ninguna orden de cese al fuego fue suficiente. El cadáver incinerado de un vampiro salió volando de una ventana cuando estalló contra trampa, pero no fue motivo de celebración. Las radios, animadas por el frenesí del miedo y la violencia, daban reportes confusos y contradictorios. Los soldados estaban enteramente solos, pues incluso sus herramientas se habían volteado en su contra. Varios soldados alertaron de los vampiros que atacaban a los soldados en el sector sur, pero no obtuvieron ayuda y rápidamente sus radios quedaron en silencio. Dragan avanzó al edificio en la oscuridad iluminada por los disparos, estaba seguro que podía ver algo reptando en la pared al norte. A gritos ordenó que los soldados dispararan sus bengalas, quienes las tenían, pero nadie le prestó atención hasta que disparó él mismo y los otros le siguieron. El edificio, antaño lujoso palacio de gobierno, estaba hecho prácticamente una ruina y todo el distrito se bañó en una luz roja que disparaba las sombras hacia todas direcciones. Dragan vio la misma sombra que Andrei y Gabriel y los tres supieron lo mismo. Era Alexandru Bogdescu que se lanzaba del edificio al centro de la avenida hasta los edificios departamentales para hacer su huida.

            Sin pensarlo dos veces Gabriel se subió a una motocicleta policial y arrancó despedido a toda velocidad siguiendo la sombra que velozmente se movía de edificio en edificio. No podía seguirle el paso y justo cuando pensaba que le había perdido la criatura saltó del edificio hacia la calle estrellándose contra un enorme camión y doblándolo a la mitad. El vampiro siguió huyendo, cruzando la avenida a grandes saltos y Gabriel aceleró al máximo. La avenida estaba adornada por espesos árboles y no reparó en su movimiento inusual. Un vampiro se asomó del árbol, su boca abierta por completa y a punto de saltar sobre él cuando el disparo de un rifle estalló sobre su cabeza. El susto casi le hace perder el control y estrellarse, pero consiguió aferrarse a la moto y cuando volteó hacia atrás pudo ver al capitán Dragan a bordo de una patrulla siguiéndole a toda velocidad, y a Andrei asomado por la ventana con el rifle preparado.

            Aquella no era, sin embargo, la única trampa. Mientras Gabriel, y detrás de él Dragan y Andrei, seguía a la huidiza sombra que nuevamente reptaba por los edificios, tres vampiros más les seguían muy de cerca con extraordinaria flexibilidad. Ninguno se dio cuenta que las vueltas que el Bogdescu describía les llevaban a una trampa. En la cacería frenética los aventureros se internaron en el distrito que meses atrás la Guardia de Hierro había bombardeado. Los edificios aún yacían en ruinas y Alexandru no tuvo problemas para entrar a los edificios, algunos caídos de lado y en urgente necesidad de demolición. Los instintos de Dragan surgieron de pronto y frenó en seco sonando la bocina. Frente a ellos se encontraba un callejón formado por dos montañas de escombros, el lugar idóneo para ser atacados por todos los flancos. Los vampiros emergieron de los desechos y los recovecos y atacaron a la patrulla. Dos de ellos cayeron sobre el techo y un tercero se aferró con sus garras de la portezuela del copiloto, arañando la llanta delantera hasta hacerla añicos. El vehículo describió una vuelta violenta y se dio vuelta arrastrándose varios metros echando chispas. Dragan se empujó fuera de la ventanilla disparando su rifle hacia el monstruo que avanzaba frente a él. Andrei, demasiado adolorido para responder a tiempo, fue apresado por dos de los vampiros y perdió el arma antes de ser mordido de los brazos y piernas.

            Gabriel no había podido frenar a tiempo y se deslizó por la calle con las piernas aún aferradas a la motocicleta hasta chocar contra la montaña de ruinas. Empujó cascote y ladrillo en su avanzada y quedó parcialmente ocultó en una especie de cueva bajo toneladas de edificios derrumbados. Escuchó sobre él a un vampiro, jadeando y vacilante en su andar. Descendió de la montaña emitiendo aullidos de hambre y apoyándose como un simio en el suelo, a centímetros de la cabeza de Andrei. La criatura corrió hacia el capitán y el doctor, ahora muerto y devorado por varios vampiros. Dragan consiguió empujar a uno de una patada y dispararle en la cabeza. El disparo no fue suficiente, pero le hizo retroceder lo suficiente para esquivar a otro que saltaba sobre él de la volcada patrulla. En un movimiento veloz, medido y entrenado sacó su enorme cuchillo de cacería de su tobillo y alzándose repentinamente le cortó la garganta al que le había disparado en la cabeza. Se lanzó sobre él, cortando y cortando con todas sus fuerzas hasta separar la cabeza. Detrás de él, dos vampiros hambrientos se acercaban con los brazos y las fauces abiertas.

            Gabriel se liberó de su encierro, levantó la motocicleta que aún funcionaba y aceleró conteniendo el pánico. Disparó su revólver contra los vampiros, sin hacer mucho daño, pero consiguió darle algo de espacio al capitán, quien sin vacilar ni un segundo se subió a la motocicleta detrás de él y se alejaron a toda prisa. Instintivamente miró hacia atrás, donde el médico Cristescu, su nuevo amigo, yacía en pedazos. Lo único que animaba a Gabriel era el miedo y la adrenalina, de las cuales nunca había conocido tanta hasta ese momento.

Las sirenas de policías y bomberos resonaban por toda la ciudad, mientras que el ejército colocaba poderosos reflectores anti-aéreos en los techos para iluminar las calles. Dragan, sobreponiéndose al estado frenético de su mente, pensó que quizás Alexandru habría querido ver la trampa en persona o que quizás habría permanecido cerca por si acaso, de modo que era posible que aún estuviera allí. Gabriel pensó lo mismo y al salir de la trampa describió varias vueltas por las calles, mirando hacia todas partes sumidas en la oscuridad nocturna y ocasionalmente iluminadas por las sirenas y los potentes reflectores. Sabían que, siendo capaz de saber lo que sus sirvientes sabían, sin duda ya estaba enterado que habían escapado de la trampa mortal, de modo que o bien serían inmediatamente atacados por el vampiro, en cuyo caso seguramente no podrían ofrecer mucha resistencia, o bien estaba huyendo de nuevo.

Estaban por rendirse cuando a varias cuadras más adelante pudieron ver la sombra del vampiro reptando por una pared. A toda velocidad rebasaron a los camiones militares y le vieron de nuevo corriendo por los tejados, dejando tras de sí una lluvia de baldosas que era fácil de seguir. Eventualmente le perdieron el rastro de nuevo, y Dragan casi saca a Gabriel de la moto del jalón que le dio del hombro. Le había visto, ésta vez corriendo entre los autos estacionados y en la desierta avenida. Lo pudieron ver, tan solo una fracción de segundo, mientras escalaba la mansión de Marcel Sinevici y entraba a su viejo castillo. Supieron así que Marcel les había traicionado desde el principio, pero en vez de desanimarlos el shock les permitió absorber la terrible pérdida de Adrei Cristescu y alimentar su decisión definitiva. El monstruo debía morir esa misma noche, y si Marcel trataba de detenerles entonces él también debía morir. En el fondo, sin embargo, se dieron cuenta que no sabían cómo matar a Bogdescu, ni a Marcel Sinevici.

VIII.- 1541:
            Con cada fracaso el hechicero afinaba su técnica y se preparaba para el siguiente experimento. En el sótano más profundo y oscuro del castillo las vírgenes eran atadas a una mesa. Sobre ellas danzaban extrañas luces de colores mientras Alexandru inyectaba sus soluciones alquímicas y se aseguraba que todos los sellos goéticos estuvieran en su lugar. Las líneas trazadas en el piso con la sangre de la virgen resplandecían como si fueran de oro, y los círculos concéntricos, las líneas en ángulo y los triángulos con extraños dibujos rúnicos se movían como si se tratara de un mecanismo silencioso. La puerta se abría hacia aquel rincón del cosmos donde los guardianes del reino de Azathoth aguardan eternamente su momento para ser liberados. Cada fracaso era una enseñanza y Andrea estaba cada vez más próxima a materializarse. La virgen gritó de miedo al ver sobre ella otra dimensión, totalmente ajena a su mundo y cuando su alma fue absorbida por los voraces guardianes el alma de Andrea fue canalizada. Alexandru aguardaba con extrema anticipación, ahora la virgen movía una mano y sus ojos se movían detrás de sus párpados. La vida regresaba a su cuerpo, la vida de su amada Andrea. Las graduaciones de los líquidos, sin embargo, estaban errados por apenas un mililitro y aquellos tímidos movimientos se detuvieron. El alma de Andrea regresó al limbo donde Alexandru la había puesto y el vampiro aulló de dolor por su fracaso.

            Los fracasos dolían cada vez menos, pues podía sentir y podía ver que Andrea cruzaba cada vez más esa puerta entre los vivos y los muertos. No tenía duda, pronto pasaría por completo y su esposa volvería a vivir. Se dispuso a deshacerse del cadáver cuando escuchó los gritos rabiosos de los aldeanos. Su sirvientes le avisaron del levantamiento generalizado. Todo el pueblo de Bucarest se alzaba en armas e incluso contaban con soldados turcos. Un sentimiento de premura le estrujó lo que le quedaba de corazón, se encontraba tan cerca del éxito que ya podía saborearlo. No podía dejar que le detuvieran, no cuando ya estaba tan cerca.

            Subió por las escaleras secretas hasta el castillo, donde sus sirvientes atacaban con furia a los enardecidos aldeanos. Los otomanos lanzaron piedras desde sus catapultas, destrozando los vitrales y algunos de los muros. Echaron abajo la torre más alta momentos antes que pudiera subir hasta ella para recoger los idolitos de los malignos dioses para echar sobre ellos sus maldiciones. Sus sirvientes eran fuertes y ágiles, pero no pudieron impedir el incendio y aunque los aldeanos tenían pocas oportunidades contra ellos venían armados de sales y agua bendita. Alexandru echó mano de sus poderes mágicos para enceguecer a los aldeanos en el hall principal lo suficiente como para que sus sirvientes les despacharan con increíble velocidad. Los soldados entraron al castillo por cada puerta y ventana, disparando flechas a todo lo que se moviera. Alexandru apagó casi todos los fuegos y confió que los hechizos puestos en su castillo le protegieran de los atacantes hasta que lograra regresar al subsuelo. El castillo cobró vida, animado por el ataque, y las perversas sombras que se proyectaban por todas partes, incluso cuando no había nada que las proyectase, asaltaron a los soldados con una violencia contra la que no tenían protección alguna.

            Alexandru dejó atrás la pelea y, acompañado por uno de sus sirvientes, regresó a su oscuro sótano. La estructura entera se tambaleaba con cada ataque de catapulta, pero confiaba en que las trampas del castillo repelerían al ataque y avanzarían hasta los soldados que atacaban desde afuera. Alexandru, sin embargo, no contaba con que Ivan Branko aún vivía. Creyó que se había deshecho de su persona lanzándole al vacío, pero el fratricida había conseguido sobrevivir y había informado a los aldeanos de todos los caminos ocultos y pasajes secretos. Los aldeanos ya habían llegado a su subsuelo y estaban destruyéndolo todo. Entraron por el túnel subterráneo y por el pasadizo que conectaba de la cocina a la bodega sobre su recinto más secreto. Venían acompañados de soldados y todos sabían que se trataba de una pelea hasta la muerte, pues o bien moría la abominación o moría todo Bucarest.

            Armados con picas y lanzas atravesaron a su sirviente y con un hacha le cortaron la cabeza. Alexandru era más rápido que cualquiera de ellos, y más poderoso que veinte de sus hombres más fuertes. Lanzó a muchos soldados de un solo empujón, dobló en dos a muchos aldeanos de una patada y desmembró a muchos con sus garras. El ataque, sin embargo, había estado bien planeado y los invasores convirtieron a su bodega subterránea, su mejor fortaleza, en la mejor de las trampas cuando los soldados que sobrevivían a la masacre en los pisos superiores abarrotaron todas las entradas. Alexandru se pegó al techo como si la gravedad cambiara para él, y sufrió los embates de las flechas encendidas y las lanzas. Le atravesaron por todas partes, pero aquello no era suficiente para detenerle. Ciego de ira buscó a Ivan Branko entre los enardecidos atacantes hasta que reconoció su figura no muy lejos de la salida. Saltó sobre él, arrancándole la cabeza como si rompiera en dos una zanahoria y disfrutó brevemente de su sangre. Esto también había sido parte del plan.

            Destrozó los escudos que le rodeaban y no se percató que los invasores contaban con su desprecio a Ivan Branko. Los soldados y aldeanos que le rodeaban se tiraron al suelo y detrás de ellos le atacaron con gruesas lanzas. Atravesaron su cuerpo al unísono, dejándole inmóvil casi por completo. Una gruesa lanza atravesó su estómago, otras más delgadas sus piernas, una dio con su hombro derecho y otra más con su omóplato izquierdo. Las lanzas habían sido bendecidas con toda clase de superstición y los aldeanos no vacilaron ni un segundo en encerrarle en una jaula. Habían confeccionado dos paredes repletas de picos en tiras de acero que se amoldaban relativamente a las lanzas, de modo que pudieran encerrarlo en ellas, conservando casi todas las lanzas, y cerrando los pesados seguros de estas paredes para que fueran una sola jaula.

            Los gritos de júbilo dieron paso a las pasiones más bajas y pronto no se contentaron simplemente con atravesarle con sus cuchillos y espadas. Mientras Alexandru Bogdescu aullaba de dolor ellos cargaron con su jaula por todo el castillo para que los combatientes pudieran ver a la bestia apresada finalmente. Haciéndole sangrar, y así debilitándole para que no pudiera escapar, lo sometieron a lo que para él fue la peor de las torturas. Soldados y aldeanos quemaron todos los retratos de Andrea y usaron pesados mazos para destruir las esculturas que llevaban su imagen. Era como si la borraran de la historia humana, olvidando su imagen y haciéndole recordar lo increíblemente cerca que había estado del éxito, lo poco que le faltaba para perfeccionar el experimento y hacerla vivir de nuevo.

            Llegado el amanecer, cuando ya no quedaba imagen alguna de su esposa le arrastraron a la calle soleada, junto con los pocos sirvientes que le quedaban. Atravesaron a los sirvientes contra el suelo, viéndoles retorcerse en la luz tratando de escalar de la pesada lanza, destrozando sus órganos internos en el proceso y cuando se cansaron de verles sufrir les cortaron la cabeza. Alguien trajo, ayudado de un caballo, un pesado ataúd de acero y los jubilosos aldeanos lo cargaron entre todos para pasearlo como trofeo de victoria. Ya habían tratado de hacerle desangrar, como también habían atravesado su corazón con estacas y cuchillos de plata, y su cuello era demasiado fuerte para ser cortado por completo de modo que pudieran retirarle la cabeza. El ataúd era pues perfecto.

            Cuidadosamente abrieron las dos paredes de picos, ahora bañada en la sangre negra del monstruo. Le atravesaron con espadas y flechas por si acaso, pero Alexandru no hacía más que removerse patéticamente y llorar desconsoladamente rogando por el alma de su adorada Andrea. Le cargaron dentro del ataúd y lo cerraron con seis pestillos por si acaso trataba de empujar su tapa. Cargaron la pesada estructura hasta un parche baldío donde se planeaba construir una capilla y cavaron durante casi todo el día hasta que el agujero fuera lo suficientemente profundo para tirar dentro el ataúd y cubrirlo con una tonelada de tierra, sobre la cual después se construyó la capilla con pesadísimas tabiques y piedras. Celebraron hasta llegado el día siguiente, pues juzgaron que el hechicero vampiro había muerto y nunca más pisaría Bucarest.

IX.- 1941:
            Bogdescu regresó a su castillo sabiendo que el tiempo se agotaba. Sus perseguidores le habían puesto una trampa y él había sido demasiado vanidoso para creerse más inteligente que todos ellos. La noche, sin embargo, no fue un completo desastre. Uno de sus sirvientes le llevó a la mansión de Marcel una virgen, quien había sido su prima mientras vivía, y la dejó en la mesa del sótano para su amo. Alexandru rápidamente preparó el experimento que tanto tiempo le había costado perfeccionar. Hacía cuatro siglos había conseguido que Andrea se deslizara, aunque fuera un poco, y con cada nueva virgen desde entonces la posesión estaba cada vez más completa. Ésta vez no cometería errores, ésta vez tendría toda la paciencia necesaria porque podía sentir, en lo más íntimo de su maligna esencia, que tendría éxito finalmente.

            Dibujó en el suelo los círculos y los ángulos, algo que parecía como un reloj en virtud de los triángulos para invocar demonios, y que brillaba con una luminiscencia dorada. Repitió el proceso en el techo, pero ésta vez en forma de una línea que daba vueltas hasta cubrir toda la mesa con los impronunciables nombres de los guardianes de la noche. Utilizando los instrumentos médicos modernos inyectó al cuerpo inconsciente las soluciones alquímicas necesarias para limpiar del organismo la esencia que lo había estado ocupando hasta entonces. Ya había incluso dispuesto de las esferas de colores que pendían del aire e irradiaban extraños colores. En cuanto el aparato médico, como dos pulmones artificiales conectados a bolsas intravenosas empezaron su marcha supo que el ritual había comenzado e incluso podía sentir cómo el vortex en el techo pulsaba de energía y abría el camino hasta el oscuro rincón del cosmos donde Andrea había estado esperando por 400 años en su estado semi-consciente.
- Tú y tu frenesí.- Marcel apareció en el sótano bufando de ira y caminando en círculos.- ¿Tenías que ir a esa trampa?, ¿qué tal si te siguieron hasta aquí?
- Tus amigos lo echaron todo a perder Sinevici, ¿qué no te hacías cargo que nunca me encontrarían? Una mejor pregunta es, ¿dónde estabas tú mientras ellos planeaban una trampa para mí?
- Estudiando, ¿dónde más? Esos libros que mostraste son fascinantes, pero dudo que pueda seguir practicando mi hechicería si me envían a prisión por ayudarte.- Marcel se acercó a la virgen inconsciente y Alexandru lo empujó varios metros por los aires para alejarle.
- Andrea no tiene mucho tiempo Sinevici, antes que los guardianes devoren su alma. Se ha estado resbalando hacia ellos poco a poco y ahora finalmente la tienen casi en sus garras. Tus ridículas amarras astrales no te salvarán si ellos consumen su alma... Si eso pasa nadie podrá salvar a Bucarest de mi ira.
- Monstruo estúpido,- dijo Marcel mientras se ponía de pie.- tú y tu tonta obsesión. ¿Para qué la quieres a ella si has encontrado el secreto de la inmortalidad? Podrás tener a cien como ellas. Yo sé que eso tendré, cuando desistas de tus infantiles tácticas y me reveles el secreto de los muertos.

            Antes que la discusión prosiguiera sonó una alarma y Marcel supo entonces que sí habían seguido a Alexandru y que el final estaba próximo. Corrió hacia una esquina del recinto subterráneo donde tenía un panel de interruptores y esperó a que la segunda chicharra se accionara. Había dispuesto de sensores de movimiento en la entrada subterránea al castillo y cuando la segunda alarma sonó alertó que ya estaban muy cerca de la entrada. Las alarmas no eran lo único que Marcel había preparado, y al encender todos los interruptores accionó los explosivos que había instalado en los túneles subterráneos y en su mansión para cerrarles el paso. Sabía que la policía le perseguiría hasta el fin del mundo, de modo que ya no tenía más tiempo para los juegos de Alexandru.

            Haciendo uso de los hechizos con que le drenaba de su energía para alimentarse de ella ordenó a Alexandru que le defendiera de los soldados que trataban de entrar a su mansión. El vampiro podía sentirse impelido, como arrastrado por una sutil fuerza, pero tenía que observar el experimento a cada segundo. Marcel insistió y Alexandru sintió las amarras en sus piernas y brazos, casi como si látigos invisibles le arrastraran a cumplir la voluntad del soberbio mago. Cansado de su arrogancia el vampiro luchó contra las amarras y su bestial forma se mostró aún más terrible, como si hubiera perdido todo rastro de humanidad y fuese un murciélago homínido. Atacó a Marcel con la velocidad de una bala, arrastrándole por el suelo, sus garras tomándole de las solapas de su saco y sus afiladas patas clavándosele en sus muslos.
- ¿Quieres un vistazo de la oscuridad?- Preguntó con una voz gutural y ronca mientras ponía sus manos sobre su cara y le soplaba de su aliento como si compartiendo así de su esencia.

            Alexandru regresó a su forma anterior y regresó a vigilar su experimento, el líquido ya casi limpiaba todas las venas de su víctima y el momento estaba cada vez más cerca. Marcel gritó como un loco, su mente disparada a millones de años luz a través de galaxias y estrellas hasta aquel rincón cósmico donde Azathoth, el dios loco e idiota, hace su reino. Se vio en la ciclópea entrada con las dos criaturas abominables conocidas como los guardianes de la noche y a su alrededor podía sentir la influencia de lejanísimas estrellas y las presencia semi-etéreas de seres imposibles de describir pero repletos de conocimientos místicos que le emborracharon de inmediato. Los guardianes esas criaturas abominables que le parecieron que cambiaban de forma, se cortaron su putrefacta carne no dudó en beber de su sangre y sentir un incontrolable frenesí que agitó a su alma con tanta fuerza que fue como si vibrara más rápido que la luz y por instantes pudiera estar en todas partes a la vez. Cuando su mente regresó a su cuerpo se sentía de una manera totalmente nueva. Nuevos sonidos, antes tan sutiles que sólo ciertos animales podían oírlos, le rodeaban susurrando extraños mensajes. El reino mismo de lo mundano era como totalmente ajeno, como si hubiera llegado a un planeta diferente donde todo lo conocido se rodeaba de un aura de extrañeza. Incluso sus fuerzas se sentían insólitamente alimentadas por algo infinitamente más grande, terrible y oscuro. Su reflejo en el viejo espejo de plata también había cambiado, pues ahora su rostro parecía mucho más ovalado, con extrañas salientes en la frente que casi desgarraban la piel y una serie de colmillos nacían por encima de sus dientes normales. Sonrió y rió al ver su reflejo, era todo cuanto había soñado y más.

            Cuando las bombas estallaron las escaleras al sótano se pulverizaron y la onda expansiva empujó a los pocos que habían conseguido cruzarlas a tiempo. El capitán Dragan, Gabriel Tenter y un puñado de soldados se levantaron del polvoriento suelo y esperaron unos momentos a que regresara su sentido del oído. Justo antes de la explosión habían escuchado voces, pero ahora no encontraban a nadie. Gabriel recordó el sótano de cuando bajaron en compañía del doctor Cristescu en busca del vampiro, cuando todo sonaba tan romántico y poético. No habían encontrado nada, pero si no habían alucinado las voces entonces era obvio que debían encontrar un pasadizo secreto. Sin hacer ruido examinaron el sótano, con interminables filas de anaqueles que hacían de cava de vinos. Contra una pared se encontraban viejos barriles que siglos pasados habrían contenido cerveza o licores y uno de los soldados descubrió que se podía caminar detrás de ellos. Sin hacer ruido les hizo señas a sus camaradas y todos le siguieron hasta dar con una palanca. Escucharon aún las voces, ahora más silenciosas y tragando saliva accionaron la palanca y descubrieron la entrada.
- Marcel Sinevici, estás bajo arresto.- Los soldados entraron primero y de inmediato le apuntaron. Más de uno emitió un grito ahogado al ver al vampiro Bogdescu, era un monstruo como el que nunca habían visto antes. Más vampiro que persona protegía a una mujer acostada en una mesa, mientras que sobre su cuerpo danzaban extrañas luces y poderosas luminiscencias doradas emitían su fulgor sobre ella y por debajo.
- Es demasiado tarde.- Dijo Marcel, lanzándose contra los soldados. Con extraordinaria fuerza rasgó sus uniformes y les hizo sangrar. Probó de su sangre y con colosal fuerza los lanzó contra la pared o los azotó contra el suelo. Los disparos no consiguieron frenarlo, pues su transformación ya había sido completada. Dragan empujó a otro soldado que ya había perdido un brazo, le apuntó con su escopeta recortada y le disparó justo al pecho. Marcel salió volando, pero de alguna manera se apoyó contra un librero y saltó sobre el capitán azotándolo al suelo.
- No, ésta vez no.- Gabriel disparó un tiro tras otro mientras que el capitán forcejeaba con su vida. Finalmente le tiró el rifle encima, sacó su cuchillo y lo atravesó por la espalda atacando su corazón. El instante de dolor fue suficiente para que el capitán se escabullera, pero Marcel consiguió agarrarles a ambos de sus rostros y lanzarlos por encima de los libreros bajos, azotándolos contra el suelo. Marcel se echó a reír al ver a los soldados muertos, a sus enemigos derrotados y a Alexandru a los pies de la virgen rezándole a los guardianes.
- Ahora sí harás lo que te ordene.

            Lo atacó por la espalda, pero Alexandru había sido un vampiro por más tiempo que él y era aún más rápido. Marcel trató de destruir las esferas de luminiscentes colores, y Alexandru rugió como un león. El experimento estaba cerca de completarse, podía ver sobre el cuerpo la estancia de los guardianes y al alma de Andrea acercándose cada vez más y no iba a dejar que un ignorante como Marcel echara todo a perder. Le sostuvo de los brazos y lo azotó contra una pared, rasguñó su rostro casi arrancándole la nariz y de una patada lo alejó de la mujer.
- 400 años de estar encerrado, incapaz de dormir e incapaz de moverme. Nunca antes había sido la mera consciencia una tortura tan espantosa y enloquecedora. Traté de mantenerme racional por varios años, luego intenté desmayarme de algún modo o quedarme en trance, pero fue inútil. Lo único que tenía era el recuerdo de Andrea, pero con el paso del tiempo su imagen se fue borrando poco a poco. Como una estatua que se erosiona de partícula en partícula su recuerdo se fue yendo para siempre hasta que no pude recordar quién era a quien amaba tanto.- No había rabia en su voz, si no la tristeza más genuina e incluso su voz fue la misma que cuando había estado vivo, como si la insoportable carga de su larguísima tortura le suplementara algo de su olvidada naturaleza humana.- Nuestro trato ha terminado, tienes lo que querías y puedes irte, pero déjame a Andrea.
- No.- Le retó Marcel, mientras que con su mano se mojaba de la sangre de los soldados y la probaba.- Quiero el secreto de los muertos y tú no tendrás nada hasta que yo esté satisfecho.

            Alexandru le dio la espalda apenas un instante y Marcel se hizo de una pesada silla que lanzó con un solo brazo. Pasó por encima del vampiro y de la virgen, pero destruyó las esferas lumínicas. Alexandru rugió de nuevo, ésta vez con una voz tan potente que parecía emerger de alguna caverna profunda más que de su garganta. Aún sin las esferas el cuerpo irradiaba el aura que anunciaba la posesión y Alexandru se convenció que el proceso estaba funcionando. Se lanzó contra Marcel antes que lo echara todo a perder y forcejearon por el sótano. Dragan arrastró a Gabriel lejos, detrás de unos muebles, para no interferir en la titánica batalla. Marcel lanzó a Alexandru contra los fierros de oro que formaban su amarra astral y Alexandru, sintiendo en su interior toda la fuerza que había gozado hacía tantos siglos saltó encima de Marcel y azotó su cabeza contra el altar donde adoraba a los oscuros dioses desconocidos.
- ¿Quieres el secreto de los muertos?- Le preguntó antes de reventarle un idolito en la cabeza.

Se trataba de Cthulhu, la criatura homínida con la cabeza con forma de pulpo y tentáculos donde la boca debería estar. Marcel ardió en llamas, que apagó corriendo en círculos y luego comenzó a reír. Su expresión era como si viera algo más allá de él, algo cósmico e insólito y todos los misterios de los muertos quedaron al alcance de su mano. Ebrio de conocimiento no reparó en el inmediato peligro y comenzó a gritar desesperadamente. Se arrancó los ojos con las garras, pero eso no fue suficiente. Algo, más allá de nuestras tres dimensiones y totalmente ajeno a nuestra mundana existencia, lo reclamó como suyo. Su cuerpo se contorsionó, como si un invisible y minúsculo punto en el espacio sobre él, donde una criatura transdimensional, enteramente invisible a ojos humanos, le devoró el alma destrozando su cuerpo como si le absorbiera, rompiendo huesos y aplastando su cráneo hasta que todo lo que quedó fue una confusa masa de piel y sangre.
- Disfruta del secreto de los muertos Marcel Sinevici...- Rugió Alexandru.- Que sin nada que te ate a este mundo te haces presa de esas abominaciones. ¿Y en verdad, qué sabías tú del secreto de los vivos? Nunca conociste el amor.

            Regresó a los pies de la mesa y emitió un gorjeo de felicidad al ver que las manos de la mujer se movían y sus ojos mostraban vida. Tan obsesionado estaba en el proceso que no escuchó cuando el capitán Dragan se levantó del suelo, pese a los intentos de Gabriel de mantenerlo abajo y en silencio. El capitán sacó una granada de su mochila militar y avanzó de puntas sin hacer ruido. Gabriel se levantó detrás de él y corrió para detenerle pues conocía sus intenciones demasiado bien. Dragan lanzó la granada, pero Gabriel consiguió aferrarse a ella y frenéticamente regresó el clip al seguro. Dragan le gritó algo que no pudo escuchar, había arruinado su única oportunidad de matar a la criatura. Gabriel no le prestó atención, pues su mirada estaba fija en el vampiro quien escogió ignorarles al ver que la virgen abría los ojos y trataba débilmente de levantarse.
- Aquí estoy mi Andrea.- Acarició su rostro con sus manos salvajes y su piel rasposa.
- Alexandru...- Reconoció la voz de Andrea y en su mente pudo verla una vez más, en toda el esplendor que por tantos años había atemperado su espíritu. Había navegado océanos de tiempo para estar con ella una vez más y había funcionada. Andrea acarició su deforme rostro, sin sentir temor alguno pues ella siempre había amado lo que estaba dentro de él y Alexandru sintió un escalofrío al saber que aún quedaba algo de su persona humana.

            La besó con suavidad y después se despidió de ella. Atravesó su pecho con su garra, reventando sus costillas y destruyendo su corazón. Gabriel y Dragan lo vieron todo sin saber qué pensar, pero para Alexandru todo estaba de lo más claro. La había regresado a la vida de modo que pudiera mandarla al cielo, y había funcionado. Se despidió de ella con una lágrima, pues sabía que en el infierno que le esperaba no la encontraría nunca más. Se dio vuelta, viendo a sus dos enemigos y no pudo reprimir una lágrima, al matarla había defendido esa humanidad que por tanto tiempo había despreciado, siempre buscando conocimiento y poder. Levantó del suelo la escopeta del capitán y otra escopeta larga y se las entregó sin mediar palabras. Les señaló a los flamables líquidos en su mesa de cirujano y todo quedó claro. Gabriel y Dragan le dispararon desde la base de la nuca y prácticamente reventaron el cráneo en pedazos, para después rociar todo el lugar con esos líquidos y prenderle fuego.

            No se volvió a hablar más de vampiros cuando todos desaparecieron y el toque de queda fue levantado. La Guardia de Hierro tapó el asunto lo mejor que pudo y deshizo la mansión de Marcel Sinevici piedra por piedra hasta que no quedó absolutamente nada en aquel lugar donde antaño se erigiese el castillo Bogdescu. E incluso la guerra, continuamente escalando en intensidad, ayudó a llevar la mente de los habitantes de Bucarest a otras cosas. Gabriel acudió al sitio de demolición todos los días y también durante las noches pues quería experimentar por si mismo lo que los vecinos empezaban a convertir en leyenda urbana. En algunas noches, cuando la luna está alta se escuchan los gritos de un pobre desgraciado. Gabriel los escuchó, era Marcel Sinevici aullando de dolor y desesperación, atrapado en una red de su propia creación. Aquel era en verdad el monstruo de Bucarest, pues Gabriel entendió que Alexandru había abierto las puertas del infierno por su esposa Andrea y al liberarla a ella de su purgatorio se había liberado a sí mismo. Marcel había tenido la oportunidad de conservar su humanidad, y en su premura por deshacerse de ella a cambio de terribles conocimientos y oscuros poderes lo había perdido todo. No había conseguido de Alexandru la receta para traer a su Ionela de vuelta al mundo de los vivos, pero había conseguido algo mejor, el poder de dejarla descansar en el cielo. Enterró su colguije, como Andrei le había ofrecido, sintiendo que así Ionela no tenía más nada que le atara al mundo de los vivos ni que le atara a él al mundo de los muertos.




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