El monstruo de Bucarest
Por: Juan Sebastián Ohem
I.- 1941:
El
inevitable paso de los siglos y las incontables calamidades que azotaron
Bucarest, y toda Rumania, empujaron sus episodios más temibles hacia el olvido.
Aquello que los hombres y mujeres del Bucarest del siglo XVI juraban no olvidar
jamás, inmortalizándolo en forma de aterradoras leyendas y exageradas
historias, no pudo resistir el titánico pasar de los sanguinarios eventos que
llevaron a la rústica villa medieval hasta la capital de una nación. Las
conquistas, reconquistas, crímenes y colosales guerras dotaron a las
generaciones de una bendita amnesia de todo cuanto fue innombrablemente
maligno, oscuro y sobrenatural. Hay algo en la realidad de la sangre derramada
en la calle, el olor de la pólvora flotando en nubarrones sobre las destruidas
casas y en los desesperantes aullidos de dolor de los soldados caídos que no
pueden sino sentar las mentes e imaginaciones en los horrores más naturales.
Fue así como el terreno, antes habitado por una pequeña capilla destruida en
1802, fue utilizado para construir una pequeña residencia que fue destruida
durante la primera guerra. Los escombros fueron recogidos con premura, como
todos los escombros de guerra son, por razones de salud emocional del pueblo.
Las modernas máquinas continuaron el proceso de remover la tierra, dejando un
patio baldío en un sórdido distrito citadino que no pudo reparar en lo que la
tierra estaba a pocos metros de escupir. Algo largamente olvidado que la tierra
ansiaba por escupir desde el oscuro infierno que le aprisionaba para deshacerse
de él de una vez por todas. La tierra tuvo su oportunidad en enero de 1941.
Los
legionarios consumaron su rebelión, como docenas de rebeliones habían ya
sacudido Rumania, haciendo uso de la Guardia de Hierro como su brazo armado. La
turbulenta transición, tras la derrota de la primera guerra dejó amargos tragos
y sedientas ambiciones. Quienes no pensaban que tal rebelión pudiese prosperar
hicieron hasta lo imposible para detenerlos, y algunas batallas aisladas
golpearon Bucarest por semanas. La Guardia de Hierro no escatimó esfuerzos en
destruir a sus opositores y en una fatídica batalla contra el enclave comunista
localizado en el peor de los sórdidos distritos, echaron mano de anticuados
morteros para derribar los edificios en los que se atrincheraban. Las balas de
mortero bañaron el distrito y dos de ellos cayeron sobre el sombrío baldío. La
tierra, como desesperada por deshacerse del intruso que la envenenaba, empujó
fuera el metálico ataúd que veía el cielo nocturno por primera vez en 400 años.
Los soldados festejaron por las calles, la rebelión había terminado y había
sido un éxito. Nadie reparó, sin embargo, en el metálico objeto que parecía
descansar apaciblemente en la superficie. En la oscuridad de la noche el oscuro
metal era como invisible, pero su presencia parecía irradiar un aura de
malignidad que enfrío en el aire con algo más que temor.
El
ataúd permaneció inmóvil, silencioso, por más de una hora. Una marcha de
soldados, borrachos en gloria y cerveza, llevaron hasta él los ruidos
definitivos de la civilización. La tapa se movió ligeramente, como empujado por
vacilantes fuerzas. Un aire rancio y tóxico escapó de su encierro de cuatro
siglos, con un hedor que desplazó al de la pólvora, el sudor y la sangre. Los
vecinos del baldío no le notaron, ni se atrevieron a asomarse por las ventanas,
pero un soldado percibió un extraño destello metálico que le guió silencioso
hasta el lugar. Demasiado borracho para pensar con sensatez se separó de sus
amigos y corrió hasta el ataúd. La tapa se movió de nuevo, pero la fuerza era
demasiado débil para abrirla. Intrigado el soldado dejo el rifle en el suelo y
de un jalón abrió el ataúd metálico. Se cubrió la nariz por el hedor y la boca para
no gritar, pues el silencioso ocupante de la metálica prisión era un cadáver
seco y espantoso. Ningún cadáver que hubiese visto antes, sin importar su edad
o causa de muerte, poseía un cráneo tan extraño como este. La negra piel estaba
chupada por completo, revelando prominentes huesos en las mejillas y aunque
esto era normal, no podía explicarse porque la calavera tenía una forma tan
alargada, con protuberancias en la frente como dos series de huesos que se
conectaban hasta la nuca como dos sierras montañosas, ni por qué los dientes
parecían colmillos inclinados hacia adentro con una poderosa mandíbula
inferior. Encendió su linterna y se acercó para verle más de cerca, y se
sorprendió al notar que los ojos aún existían detrás de quebradizos párpados.
En
un instante, como si la criatura hubiese guardado sus fuerzas por 400 años,
levantó los brazos contra el soldado. Sonaron como si se quebraran, y lo que
quedaba de la ropa se deshizo por completo. Se aferró de la cabeza del soldado
con una fuerza sobrehumana, casi aplastándole el cráneo. Su torso se levantó y
en un abrir y cerrar de ojos abrió sus temibles fauces para morderlo en la
nariz. La mordedura le arrancó la nariz y parte de los labios, pero el monstruo
no estaba satisfecho y siguió mordiendo hasta que no queda nada de su rostro,
ni de su vida. La sangre bañó su marchito cuerpo y dejó que corriera por su
boca hasta su garganta, pues había perdido los fluidos suficientes para tragar.
Cegado de furia y extático de volver a nacer le arrancó la garganta de un tajo
y arrastró el cuerpo hasta el ataúd que hubiese sido su prisión por tanto
tiempo. Los litros de sangre rejuvenecieron poco a poco su patético estado,
pero no sería suficiente. Jamás sería suficiente para él, condenado a consumir
la vida eternamente. Mordió y roñó como una furiosa rata hasta que la sangre
rejuveneció sus ojos y pudo ver de nuevo. Estaba demasiado furioso para pensar
racionalmente, no estaba interesado en cómo se veía la Bucarest moderna pues la
insoportable hambre que le había acompañado por cuatro siglos, a lo largo de la
subida y caída de reyes, príncipes, emperadores y naciones, ocupaba toda su
conciencia. Sólo conocía el hambre y el dolor de volver a nacer. Guiado por el
instinto, y escasamente nutrido por su víctima, consiguió salir del ataúd y
arrastrarse por el suelo hasta la oscuridad, donde sorprendió a un vagabundo
para seguir alimentándose. Mordió, jaló, rasguñó y roñó bebiendo su sangre y
consumiendo gran parte de su carne. Cuando Alexandru Bogdescu conquistó su insaciable
sed y se dio cuenta que había pasado 400 años dentro de esa reducida prisión
aulló atormentado y su espectral y patético grito se escuchó por toda una
ciudad cuyo único temor conocido era el de los naturales horrores humanos.
II.- 1541:
Las
habladurías de los pobladores de la villa de Bucarest no estaban, como en el
resto del reino, monopolizadas por la conquista Otomana. Si bien los turcos
eran objeto de constante discusión, la gente no podía dejar de hablar del
pequeño castillo que se alzaba en la colina, desde la que Alexandru Bogdescu
les miraba desde la torre más alta con un desprecio tan frío como su corazón.
Todos conocían su nombre, y por mucho tiempo las discusiones se limitaban a su
exilio autoimpuesto. Había algo de comedia en el modo en que los villanos
retrataban el exilio de un hombre rico que notoriamente se creía mejor que
ellos. La comedia, sin embargo, no duró mucho pues el exilio había tenido un
único propósito muy específico, aprender. Si los otomanos conquistaban o no le
traía sin cuidado, si la plaga azotaba Bucarest o si sus habitantes encontraban
tesoros escondidos no le preocupaba. Se había encerrado con sus libros, y sus
antiguos sirvientes continuamente tiraban leña al fuego narrando los miles de
volúmenes que poseía, así como los cuartos cerrados bajo llave de los que
extraños gritos eran audibles en las noches sin luna. Se hablaba de
conocimientos que ningún cristiano, o musulmán pues ellos también le temían,
debía conocer y rituales que ninguna persona decente podía imaginar. Era
inevitable que cuando un niño se perdía en los bosques, o cuando las vacas
agriaban su leche o cuando una embarazada perdía a su hijo todos los ojos se
pusieran sobre ese castillo. Los viejos necios afirmaban que era Alexandru
probando sus satánicas teorías sobre la gente decente y los viejos sabios
consolaban a las viudas y madres diciéndoles que era parte del plan divino,
pero secretamente sabiendo que Alexandru ejercía un poder sobrenatural sobre
toda la comarca.
Nadie
quería acercarse al castillo, pero mucha gente no tenía otra opción. Alexandru
no vivía solo, sino con una esposa que no dejaba salir nunca y sus dos cuñados
que hacían negocios con el pueblo y le llevaban las finanzas. De los hermanos
Flavius e Ivan Branko nadie sabía qué pensar, dos comerciantes ávidos de dinero
que tanto podían jurar haber visto a Alexandru hablando con el demonio como
podían describirle como un huraño amante de los libros. Cierta consolación
había en ellos dos, pues si seguían vivos y saludables quería decir que
Alexandru no había perdido aún todo rastro de humanidad. Los románticos y las
comadronas eran siempre rápidas en afirmar que si Alexandru Bogdescu, otrora
riquísimo terrateniente, no había perdido toda noción de humanidad y cristiana
decencia se debía a la presencia a su esposa Andrea, quien todas las mañanas
salía a los balcones y platicaba con algunas temerarias lavanderas y manejaba
el pequeño grupo de sirvientes para mantener en orden el castillo, lamentándose
siempre que esos criados se rehusaban a subir a los niveles superiores donde su
esposo moraba y que nunca se permitían pernoctar en el lugar. Fue así como una
mezcla de temor y cotidianeidad le ganaron a Bogdescu cierta privacidad.
Incluso, con forme los otomanos atravesaban el reino sembrando terror y muerte,
la presencia del temible hechicero les dotó de cierta seguridad. Nadie podría
destruir al hechicero, al menos no vivo, se decía comúnmente y eso aplicaba
especialmente a los turcos. Sin embargo, con forme el miedo a la conquista
armada se acercaba, un grupo de valientes decidieron solicitarle ayuda al
hechicero. Para hacerlo decidieron sobornar a los hermanos Branko con sus
ahorros. Flavius, un hombre rubio corpulento y de ojos hundidos, así como Ivan,
de aspecto más primitivo con largos brazos y peludas cejas, fueron convocados a
la mejor mesada del pueblo.
- Alexandru no ve nadie.- Dijo
Flavius al ver el pequeño cofre con las piezas de oro.- A nadie que no seamos
nosotros, por supuesto.
- Y nuestro cuñado es muy
malhumorado.- Añadió Ivan, relamiéndose los labios.- No será fácil convencerle.
Sin embargo, quizás algo pueda ser arreglado para que uno de ustedes hable con
él.
- ¿Uno?- Preguntó un campesino
sosteniendo nerviosamente su sombrero.
- Sólo uno. Ah, y tenga cuidado
cómo le habla... Lo que fue de ese desgraciado peón... Una lástima.
Al
atardecer los hermanos Branko llevaron al temeroso campesino hasta el comedor
donde Alexandru leía distraídamente. Alexandru era un hombre corpulento, con
rasgos muy fuertes y semblante taciturno. Se negó a hablar con él, pero Andrea
se sentó a su lado y acarició su cabeza como solía hacer cuando quería que
fuera más humano. Alexandru le beso la mano y con un cansado ademán permitió
hablar al humilde campesino. La solicitud era simple, la gente le rogaba que
detuviera a las tropas romanas que, según se rumoreaban, se acercaban escalando
los difíciles caminos del sur y pronto descenderían sobre Bucarest.
- Esto que pides...- Su voz era
poderosa y gutural, y su poderosa mirada hacía temblar a su interlocutor.- no
será fácil. Pero Andrea me convence siempre con su belleza y nobleza, así que
haré lo posible. Ahora váyanse, quiero continuar con mis estudios.
Observó
la caída del sol desde el vitral de la torre más alta. El vitral tenía una
forma que nadie conseguía adivinar, y ya muchos artistas lo habían plasmado en
papel. Sólo Bogdescu conocía el oscuro y macabro origen de esa cacofonía de
colores y formas. Sólo él sabía que la imagen tomaba forma cuando vista desde
cierto ángulo, reflejando algo parecido a unas escaleras rodeadas de luces. La
imagen la conocía bien, pues la había visto muchas noches como estaba por verla
ahora. Abrió la pesada puerta hacia su más sacrosanto recinto, si tales
apelativos pueden aplicarse a un lugar semejante. El suelo y el techo estaban
marcados con los círculos e inscripciones que tanto había memorizado de los
oscuros libros que había coleccionado de toda Europa. Una estatuilla de un
diabólico ser se encontraba montada sobre un altar. Era la única estatua en el
recinto, por demás plagado de velas, garabatos maléficos en las paredes y
algunos libros. Parecía un hombre sentado de trasero y pies, con las rodillas
en alto, con el torso contra las piernas y los brazos agarrados a ellas.
Aquella era, sin embargo, toda semejanza con una forma humana. La cabeza tenía
cuernos, saliendo de sus costados y de la coronilla, que se remolinaban como
los de un alce. Tenía enormes labios y una lengua viperina que rozaba con sus
piernas. La espalda tenía pequeñas patas, como si pudiera desplazarse tirado al
suelo. Hincado en el suelo recitó los cantos goéticos y comandó a los demonios
para que atendieran su llamado. Balfagor fue conjurado en su triángulo de
presencia, a su derecha, y le saludó como si fuera un igual. Le había
alimentado por meses con el alma de niños sin nacer y la sangre de más de un
sacrificio humano. Le comandó que le llevara hasta el trono de los guardianes
de la noche y con una perversa sonrisa el hombrecillo, de larguísimos cuernos y
colmillos formó sus encantaciones con sus manos. Alexandru pestañeó y se
encontró en el espacio entre las estrellas. En un amplio limbo cercado por
luces de colores que parecían provenir de distantes galaxias que aparecían a su
alrededor en misteriosos ángulos. Alexandru había resuelto que la morada de los
guardianes era un lugar semejante al de un mantel cuando se toma una esquina
con fuerza y se jala, estaba rodeado de los pliegues del universo en un centro
que era más una esquina y existía en el presente, pasado y futuro.
Años
de práctica le habían permitido ver aquel lugar en el cosmos, nunca marcado en
mapa alguno, geográfico o espiritual. Los guardianes de la noche, también
llamado guardianes de la muerte en los escritos del romano Caraceus, aparecían
al neófito como una cacofonía de formas, como si a la vez pudiesen ser
homínidos, aves, reptiles, peces y sin fin de otras formas orgánicas.
Suficientes sacrificios le habían permitido mirar por encima de ese caos
reptante para ver a los guardianes de la entrada del reino de Azathoth como dos
criaturas con vagas formas de perro, con diez cabezas, muchísimos ojos
coloridos, hocicos en las largas lenguas casi como tentáculos y apostados sobre
dos columnas que se hundían eternamente hacia la oscuridad. Alexandru había
invocado dioses conocidos sólo a un puñado de hechiceros a lo largo de la
historia, y ahora podía recorrer los lugares desconocidos con destreza. Invocó
ante ellos a un ser indescriptiblemente horrible, visto por él como una neblina
con ojos y largas patas que escaló una de las ciclópeas columnas. El nombre era
impronunciable por la lengua humana, pero su mente ya había dejado de ser
humana hacía mucho tiempo. Lanzó a esa criatura por un invisible recoveco
cósmico y pudo ver lo que la monstruosidad hacía.
Simultáneamente
hincado en su pagano recinto y en los montañosos caminos de Rumania dirigió a
la criatura hacia los soldados que sin descanso avanzaban sobre Bucarest.
Repentinas y violentas enfermedades azolaron a los soldados, la criatura se
devoraba parte de sus almas y dejaba en cambio unas fiebres espantosas y
mortíferas. Los cientos de soldados infectados alzaron la alarma y la marcha se
detuvo indefinidamente. Alexandru, sin embargo, no había tenido suficiente, y
guió a la monstruosidad hacia Bucarest. Alimentó la insaciable sed de muerte de
la criatura innombrable sobre las almas de los cristianos y cuando se cansó le
desterró a la dimensión a la que había venido. Esa noche Alexandru descendió a
su dormitorio, sonriendo al escuchar los gritos de las víctimas y se acostó a un
lado de su esposa a quien besó en la frente antes de caer dormido.
Invariablemente
llegaron a su castillo varios familiares de las víctimas y Alexandru les
permitió su entrada sin mediación de los codiciosos hermanos Branko. Les
insistió que ya había explicado lo peligroso que podía ser, pero a los
pueblerinos sólo les importaba una cura. Alexandru decidió hacerles un trato,
les daría los remedios necesarios esa misma noche si a cambio todos los
artistas calificados de Bucarest y sus ciudades vecinas, se comprometían a
realizar retratos y estatuas de su esposa. Quería a su castillo repleto de sus
únicos dos amores, los libros y su Andrea. Los pueblerinos aceptaron sin
chistar y Alexandru mandó los potajes curativos a los enfermos. Andrea, siempre
fascinada por su taciturna personalidad y su genio incomparable, decidió hablar
con su marido sobre lo que la mantenía sin velo. Sabía que era un hechicero,
pero ella nunca había sido una cristiana devota, además Alexandru jamás la
involucraba en nada que pudiera llegar a ser indigno de ella, y aunque conocía
los miedos de la gente común estaba segura que eran exageraciones. Le abordó en
el balcón del dormitorio mientras Alexandru miraba hacia la miserable villa de
casuchas e iglesias parcialmente devorada por la niebla.
- Amado esposo, ¿harías todo eso
por mí?
- Tu belleza conquistará siglos
de románticos espíritus.- Acarició su rostro con ternura y la besó largamente. Sus
redondos ojos azules eran como infinitos mares para él.- ¿Qué te aqueja? Pide
de mí lo que sea y moveré hasta las estrellas para dártelo.
- Yo sólo te quiero a ti. La
codicia por conocimiento abre la puerta al desastre Alexandru, ¿qué hay en este
mundo que te haga como el resto de la raza humana además de mí? A veces temo
por tu alma inmortal Alexandru y la imagino como Adán comiendo de la manzana y
llamado a sí mismo calamidades insoportables.
- Todos mis poderes tienen un
solo fin, envejecer contigo y morir a tu lado. ¿Hay algo más mundano que
quererse llenar de arrugas y vivir al lado del ser amado?- Esto tranquilizó a
Andrea, pero dejó a Alexandru pensando toda la noche, ¿quedaba algo de él que
fuera realmente humano?
III.- 1941:
Los
reportes de misteriosos ataques homicidas fueron delegados a las páginas
interiores de los diarios. Rumania comenzaba un nuevo día y la guerra de Europa
parecía crecer continuamente en tamaño. A poca gente le importó si algunos
vagabundos desaparecieron, o si más de un borracho apareció muerto en la calle.
Había, sin embargo, una línea de secuencia de eventos que, si era contemplada
desde el inicio en los desparramados reportes periodísticos, reflejaban algo
más siniestro que algún asesino en serie con un cuchillo atacando a los
desposeídos. Las primeras muertos fueron salvajes, y en su momento atribuidas a
algún animal salvaje, pero las siguientes parecieron ser más eficientes, con
sólo las muñecas cortadas o la garganta. Luego llegaron los reportes de
víctimas de ataques que cayeron muertos días después por las fiebres, para
luego redoblar el número de víctimas atacadas salvajemente. Andrei Cristescu
siguió de cerca las noticias desde el primer soldado muerto encontrado sobre un
viejo ataúd de metal y sus intuiciones se fueron corroborando con el paso del
tiempo hasta que decidió que era momento de intervenir. Solicitó permiso a las
familias de los jóvenes muertos por las fiebres para exhumar sus restos. Dos
familias lo permitieron, tras largas discusiones con sus sacerdotes, y Andrei
sobornó al cuidador del cementerio para que abriera la cripta.
- Madre de Dios.- El cuidador
sacó su licorera, se persignó con ella y bebió un fuerte trago. Los dos ataúdes
de metal estaban vacíos.- Yo los puse ahí y pesaban como costal de piedras.
Estaban muertos y ahora... No pueden estar vivos.
- Le aseguro mi amigo,- dijo
Andrei mientras se encendía su pipa.- que nunca estuvieron muertos. Son
víctimas de una extraña patología donde el pulso desciende tanto que es
imperceptible y luego despiertan con la mente hecha añicos por el shock
creyendo que están muertos y vivos a la vez.
- ¿Dice usted que son vampiros?
- Digo que son vampiros y que
creo conocer la causa, en una vieja historia que sólo existe en algunos
libros.- Andrei le ofreció la mano, que el cuidador estrechó distraídamente y
se fue.
Andrei
Cristescu sonaba más seguro de lo que realmente estaba, como siempre había sido
el caso. Cuando decidió entrar al seminario para hacerse sacerdote ortodoxo
sonaba siempre muy seguro de sus intenciones, pero con el tiempo se convenció a
sí mismo que no podía cambiar en él una característica que le era tan íntima,
su absoluta fe en la ciencia. Aunque abandonó la iglesia no se rasuró,
cambiando tan solo el hábito por la bata blanca del psiquiatra. Sus
investigaciones en la mente humano sembraron en él la fascinación por el
vampirismo, sobre todo habiendo sido su abuelo parte de la gran histeria
colectiva que llevó a Rumania al punto de la psicosis en el siglo XIX. Por azar
encontró las noticias diseminadas en el diario y ahora estaba parcialmente
seguro de conocer el origen. Sus compañeros de profesión siempre insistían en
el aspecto neurótico de la gran histeria, en el fenómeno colectivo de
convencerse que el vecino había volado por los aires o bebido sangre de alguna
copa. Andrei, sin embargo, estaba seguro que los vampiros sí existían, pero que
no había nada de sobrenatural en ello. Convencido que estas notas eran brotes
de una epidemia vampírica condujo su vieja cacharra hasta lo que quedaba del
castillo de Bogdescu cerca del centro de la ciudad, relativamente convencido
que la bacteria que seguramente había afligido al vampiro de Bucarest en el
siglo XVI se había soltado de alguna forma.
Tan
sólo una fracción del gótico castillo había sobrevivido a los siglos y ahora
estaba habitado y acondicionado con todos los lujos modernos. El doctor tocó el
timbre varias veces, pero no obtuvo respuesta. Podía ver luces encendidas desde
los vitrales que daban al pequeño jardín delantero y probó su suerte empujando
ligeramente la puerta. Escuchó voces a través del inmenso recibidor y la
gigantesca sala, y siguió los modernos tapetes y los cuadros de artistas
contemporáneos hasta un comedor. Decidió esperar unos momentos, y pensó que
quizás era mejor regresar a la puerta, o al umbral, y llamar un par de veces
más pero se quedó fascinado con el espectáculo. El espiritismo siempre había
fascinado su morboso intelecto, y pocas veces había atendido a una sesión como
esa, con todas las velas y extrañas decoraciones esotéricas. A través de un
ahumado espejo podía ver a los tres individuos. Uno, seguramente el dueño del
lugar, era un hombre de abultada y enmarañada caballera rubia, vestía un
impecable traje y su aspecto de hombre de mundo no parecía acorde a lo que
hacía. Sostenía un péndulo que hacía mover frente al otro hombre,
hipnotizándole por completo. El hipnotizado era un hombre muy esbelto, pero no
la flaquez que el doctor conocía de la guerra, sino como consumido por algo.
Tenía amplias ojeras y los ojos estaban hundidos, sus labios finos y su parcial
calvicie añadían a su aspecto de lánguido poeta romántico. A su lado se
encontraba una joven, apenas de 18 años, vestida con un florido vestido
primaveral y con un peinado a la moda que iba bien con sus aretes de diamante y
su valiosísimo collar de piedras preciosas. A través de las conversaciones pudo
deducir que el dueño del castillo ahora acondicionado como inmensa mansión, era
Marcel Sinevici. La dama era Aura Tenter, y Cristescu de inmediato reconoció el
apellido, pues pertenecía a uno de los ganaderos más importantes de Rumania. Su
hermano, Gabriel Tenter, parecía obsesionado con hablar con su fallecida esposa
Ionela, quien según pudo escuchar había muerto de tuberculosis hacía casi un
año.
- Ya hemos terminado.- Declaró
Marcel Sinevici en un tono dramático.- Ahora puede acercarse extraño. No sea
tímido.
- Disculpen, pero es que nadie
contestaba y además, el fenómeno de espiritismo me parece fascinante.- El
doctor Cristescu se acercó, colocó su maletín sobre la mesa, inadvertidamente
empujando algunas de las esculturas de santos y otras decoraciones esotéricas.-
Mi nombre es Andrei Cristescu, soy psiquiatra.
- Cuidado Gabriel, creo que viene
por ti.- Bromeó Marcel, a lo que Gabriel simplemente sonrió. Aura le tomó de la
mano para darle ánimos, pero era obvio que la mente de Gabriel estaba en un
lugar muy oscuro.- Ésta hermosa rosa de la montaña es Aura y él es mi amigo
Gabriel.
- Mucho gusto.- El doctor besó la
enguantada mano de Aura con una reverencia y tomó asiento. Se aclaró la
garganta y Marcel le sirvió una copa de vino.- Necesito pedirle un favor, pero
no es fácil de describir. No sé si ha seguido las noticias de las misteriosas
muertes nocturnas.
- Doctor, la Guardia de Hierro
está en el poder, mucha gente muere misteriosamente estos días. Además, estamos
a punto de ir a la guerra.
- Sí, pero hay algo peculiar en
todo el asunto. Sigue un patrón muy específico, y ahora que vengo del
cementerio donde dos tumbas que solían contener dos jóvenes afligidos por
fiebres misteriosas, me temo que mi corazonada es correcta.- Marcel le lanzó
una mirada juguetona a Aura y luego sonrió como tratando de contener la risa.-
Quiero su permiso para inspeccionar su castillo, me temo que un vampiro puede
vivir aquí.
- Ya veo.- Marcel no pudo más y
estalló en risas. Andrei sabía que se reirían de él, como lo haría toda la comunidad
científica al menos hasta que encontrara sus evidencias, por lo que esperó
pacientemente. Marcel se sonrojó y se disculpó con una mirada.- Usted disculpe,
es que vivo aquí por más de cinco años y hasta hoy no hay nada fantasmas,
monstruos o vampiros. Yo sé que Gabriel ya me habría dicho de haber sentido
alguna presencia extraña.
- Dicen que soy muy sensible,-
explicó Gabriel.- sobre todo desde la muerte de mi Ionela. Debo decir que me
sorprende todo lo que dice, nunca había reparado en la creencia en los
vampiros. No creo que crea en ellos, y estimado señor yo deseo ardientemente
creer en fantasmas, espectros o en cualquier cosa que cruce el umbral de la
muerte. Aún así, todo eso del ajo y no poder ver sus reflejos en el espejo...
Me parece demasiado elaborado.
- Hay menciones de vampiros en el
folclore de prácticamente todas las culturas. Desde Mesopotamia hasta hoy, y
sobre todo en el este de Europa. Por ejemplo, entre los eslavos, es común la
creencia que los suicidas regresan de la muerte para matar a su familia y sólo
pueden morir en un punto donde el camino se parte en cuatro. En Rusia creen que
algunos muertos se hacen fantasmas y acechan en los sueños y que pueden
materializarse en mariposas blancas. En Bulgaria creen que el alma se incuba cuarenta
días, produciendo ruidos raros entre los vecinos, para regresar como un
poderoso hechicero. Por toda esta zona hay folclore vampírico muy interesante,
quienes creen por ejemplo que el niño que nace con el saco amniótico en la
cabeza, o un pezón de más, o con cola o muy peludo está destinado a ser
vampiro, como el séptimo hijo de una línea lo estaba también.
- Gracias a Dios soy
primogénito.- Dijo Marcel, para aliviar el ambiente.
- Pues a mí me parece de lo más
raro que un hombre de ciencia ande creyendo en esas cosas.- Dijo Aura.- Mi
abuela decía que los excomulgados y los asesinos invocan por su maldad a los
strigoi, los vampiros en lengua vieja. Pero son tonterías, hoy día la iglesia
excomulga a todos los socialistas y siguen viviendo como si nada, ni qué decir
de los asesinos. Si en Rumania los asesinos murieran en una noche por ataque de
vampiros, no habría Rumia alguna.
- Aura, no hables así.- Le regañó
su hermano Gabriel.- Pero tiene razón.
- Yo creo que los vampiros
existen, pero son víctimas de una enfermedad que deseo conocer.- El doctor se
encendió una pipa y les miró sonrientes, se resistían a creerle pero eran todos
jóvenes y abiertos a la posibilidad.- Una vez tuve un paciente que pasó treinta
años de su vida en un manicomio, un lugar terrible. Su única compañía eran las
moscas y cuando le entrevisté creía que una mosca le había puesto huevos en la
sangre. Lo que es más, creía convertirse en mosca. Se lanzó por la ventana.
- Pobre hombre...- Dijo Marcel.-
Debió esperar a que le crecieran las alas.
- Sí, y con los vampiros es
semejante. Imaginen el gran pánico del siglo pasado, el de hace dos siglos,
donde todos ven vampiros hasta en la sopa. Ahora hay un sujeto que padece
fiebres, se consume rápidamente por alguna aflicción perfectamente natural y
todos le dicen que es vampiro. Queda en estado comatoso, el médico no nota
presión y lo entierran. Se despierta, histérico de miedo y de fiebre, logra
escapar y ¿qué más va a pensar si no un vampiro?- Esperó unos segundos, fumando
su pipa, para reconocer en sus rostros cierta aceptación.- Ahora bien, yo voy
un paso más adelante. Ese sujeto padeció esa aflicción porque otra víctima se
la transmitió, como un virus. Eso es el vampiro, un virus. Y este castillo es
el origen de la fuente de mucho del folclore de vampiros en Rumania, pues hace
siglos el castillo perteneció al malvado Alexandru Bogdescu.
- ¿Y cree que aún viva?
- Eso, estimada señorita, o que
algún vampiro conozca la historia y se aloje en algún sótano o ático.
- Esto es de lo más emocionante.-
Dijo Marcel, poniéndose de pie.- Vamos a buscarlo.
- Tú no deberías acompañarnos
hermana, puede ser peligroso.
Trató de convencerla, pero no sirvió de mucho
y los cuatro revisaron el castillo con los dos rifles que Marcel guardaba para
caso de emergencia, y con el revólver del doctor. Todo cuanto antes había sido
frío y oscuro en el castillo ahora tenía una cualidad de lo más civilizada y la
mansión era, aunque increíblemente grande y en partes muy fría y antigua, una
residencia confortable y sin señas de un visitante indeseado. Valientemente se
internaron en el ático y en la bodega subterránea que Marcel usaba para sus
cavas de vinos, pero no dieron con la criatura. Cierta decepción cayó sobre el
grupo, pues aunque estar frente a un vampiro se les hacía una experiencia
aterradora sí albergaban ciertas expectativas, muy humanas, de ser los
descubridores de algo fantástico. En la cena Andrei les mostró su expediente
con todas las noticias y Marcel y Andrei decidieron ayudarle. Gabriel y Marcel
convencieron a Aura de no entrometerse en asunto de hombres y a la mañana
siguiente se reunieron en casa del capitán Dragan Moldovan. La familia Tenter
había ayudado a la Guardia de Hierro en tomar el poder, de modo que el capitán les
recibió amablemente. No estaba del todo seguro de creer en el doctor, pero
conocía bien a Gabriel y no le tomaba por tonto.
- Podría ser un asesino en
serie.- Dragan era un hombre corpulento, de aspecto estricto por su disciplina
militar, calvo por completo y con un rasguño de bala en la mejilla derecha.-
Todo esto del vampirismo no me convence, pero siendo devoto como cualquier
legionario tengo que admitir que hay tal cosa como el diablo y sus
perversiones.
- Es más que una lucha contra el
diablo.- Dijo el doctor Cristescu, con cierta condescendencia hacia el militar.
Dragan no reflejó emoción alguna y siguió fumando impasible a un lado de su
escritorio. Los invitados, en apretadas sillas frente al mueble de madera,
estaban sorprendidos por la facilidad con que el capitán Moldovan había aceptado.-
Capitán, tiene que entender, si se trata de una enfermedad entonces podemos
duplicarla. No se trata de la gripe que tiene un millón de mutaciones, como la
gripe española que mata miles al año o el resfrío común que se cura en tres
días. Hablamos de un virus que no puede tener muchas mutaciones, que se
transmite fácilmente y que, si mis corazonadas son correctas, pueden encerrar
el secreto a una longevidad increíble.
- Un arma biológica...- Concluyó
el capitán, su mirada perdida en la bandera de la Guardia de Hierro. Gabriel
notó un brillo especial en los ojos de Cristescu, era ambición. Detestaba la
idea de convertirlos en un arma por las terribles implicaciones éticas que
conllevaba, pero en el fondo deseaba que sí hubiera una raíz sobrenatural al
vampirismo y que el doctor obtuviera la llave para encontrar a su Ionela en el
mundo de los muertos y traerla a él.
IV.- 1541:
Los
artistas de Bucarest y Rumania se vieron obligados a visitar el castillo que
Andrea rara vez dejaba para crear la colección de arte más vasta de todo el
reino. La poderosa presencia de Alexandru fue suficiente para asegurar que los
artistas darían su mejor esfuerzo y, efectivamente, con tal de complacer al
perverso hechicero y salir del castillo con vida, crearon los retratos más
perfectos y las estatuas más vivaces de todo el reino. En cierto modo les era
una tragedia, sus mejores obras quedarían encerradas en un castillo al que
pocos se atrevían a entrar y sus críticos nunca tendrían la oportunidad de
maravillarse ante su talento. Seis meses de intenso trabajo y el hechicero
Bogdescu pudo vivir su sueño de estar rodeado por la bellísima presencia de Andrea
en todas partes. Ivan y Flavius, sin embargo, no compartían su felicidad. Ahora
que el encierro de Bogdescu era aún más radical, negándose a ver a otras
personas sin importar el tema o su urgencia, no podían seguir cobrándoles a los
pueblerinos enormes sumas por su audiencia. La gente ya había pagado mucho, y
casi siempre con resultados decepcionantes, pero las inmensas fortunas que los
hermanos habrían cosechado se dilapidaron tan pronto como estuvieron en sus
manos en licores, mujeres y juegos de azar. Los pobladores les temían, pues se
decía que Alexandru seguía sus consejos, pero cuando sus deudas comenzaron a
crecer se encontraron con las puertas cerradas. La invasión turca les impedía
seguir haciendo tratos corruptos con oficiales de gobierno, condes y otros
ganaderos, pero su desesperación no duró mucho pues ellos mismos vivían sobre
incontables tesoros que Bogdescu guardaba en descuidadas arcas. No repararía,
pensaron los hermanos, en su ausencia estando siempre tan preocupado en sus estudios
y macabros rituales.
Ivan
y Flavius encontraron costosas vajillas y platerías guardadas descuidadamente
en cajas debajo de viejos adornos y apolillados libros. No tuvieron problemas
para robarlo todo, poco a poco, e irlo vendiendo fuera de Bucarest por grandes
cantidades de dinero. Esto, sin embargo, no era suficiente para los avaros
hermanos Branko. Al darse cuenta de lo fácil que era robar los olvidados
tesoros de Bogdescu continuaron vaciando las arcas del castillo. Incluso
venderlo fue más difícil, pues ahora tenían que viajar varios días cruzando
prácticamente toda Rumania para vender las ancestrales herencias del hechicero
de modo que no llamasen la atención. La gente en Bucarest no sospechó nada al
verles gastando dinero de nuevo, pensando que el hechicero se los había
prestado, probablemente por medio de Andrea que era su hermana. Con una
voracidad insaciable siguieron robando hasta que fueron sorprendidos por Andrea
en el borde de las escaleras cargando un pesado baúl repleto de viejas monedas
de oro y piedras preciosas.
- Mi marido les da un techo y
ustedes le traicionan de esta forma. ¿Es qué no se dan cuenta que Alexandru
difícilmente puede verbalizar lo que siente? Pero si les confió lo suficiente
para vivir cerca de mí y en su castillo entonces deberían saber la confianza
que tiene sobre ustedes.
- ¿Confianza? Tu marido es un
monstruo y un asesino.- Dejaron el baúl en el suelo, pero no quisieron alejarse
mucho de él.- ¿Cuánto tiempo esperarás antes que ésta loca obsesión suya
termine matándote? Eres una de nosotros Andrea y te cuidaremos de ese monstruos
si escapas ahora mismo con tus hermanos. Déjalo ya, antes que sea tarde.
- ¿Por qué dejaría a un hombre
cómo él? Tendrá muchos defectos, pero es cariñoso conmigo y sé que su corazón
es noble y sensible.
Andrea trató de jalar
el baúl, enardeciendo a los hermanos. Flavius le dio una bofetada para que
soltara su tesoro mal habido y cuando Ivan intentó empujarla ella se aferró de
su brazo y, tropezándose con el baúl cayó rodando por las escaleras. Su cuerpo
rebotó una y otra vez contra la fría piedra hasta que se partió el cráneo y fue
dejando un hilo de sangre a lo largo de su trayecto. Los hermanos lo miraron
todo en silencio, horrorizados de lo que acababan de hacer. En silencio y de
mutuo acuerdo decidieron cargar con el baúl y salir del castillo lo antes
posible para dejar Bucarest y escapar del temible Alexandru Bogdescu. Pasaron
por encima de Andrea, sin preocuparles si aún respiraba o si tenía esperanza
aún de vivir, y salieron del castillo tan rápido como pudieron. Andrea
respiraba aún, pero por más que trató de gritar pidiendo auxilio no encontró
las fuerzas. Con lágrimas en los ojos, y sufriendo terribles dolores en los
huesos rotos y el pulmón perforado por una costilla, vio alejarse a sus hermanos
quienes no le dedicaron ni una mirada más mientras subían a un carro y se
alejaban a todo galope.
Alexandru supo que
algo estaba mal cuando bajó al comedor y lo encontró vacío. Ni siquiera los
pocos sirvientes que Andrea conseguía mantener, con enormes sueldos de por
medio, hacían sus labores o se dejaban ver. Recorrió el oscuro castillo,
atravesando los larguísimos corredores de góticas cúpulas, y revisó los
innumerables cuartos con que contaba. Eventualmente la encontró tirada en la
base de las escaleras y le pareció que era como una muñeca de trapo jaloneada y
rota por todas partes. La sostuvo en sus brazos, sin saber qué hacer y a gritos
llamó a la servidumbre. Todos, sin embargo, le habían abandonado al ver el
estado en el que estaba Andrea pues temían de su ira. Corrió hasta la puerta,
por primera vez saliendo del castillo y pidió por un médico con todas sus
fuerzas, pero nadie le respondía. Ocultos en sus casas prefirieron dejar que la
mujer muriese a enfrentarse al hechicero y ayudarlo. Esto es algo que Alexandru
nunca les perdonó, pues aunque sabía lo mucho que le odiaban siempre quería
creer que Andrea estaba por encima de sus chismes y de sus pueblerinos temores.
Llevó a su esposa a su habitación y notó las monedas de oro que se habían caído
del baúl que los hermanos cargaron, y de inmediato supo lo que había pasado.
Quedaba aún, sin embargo, algo de humanidad en su alma pues antes de dedicarse
de lleno a la venganza que su perversa naturaleza le exigía, se dedicó
exclusivamente a su Andrea.
Echó
mano de sus conocimientos de medicina, pero sabía que sangraba internamente y
no tenía mucho tiempo más de vida. En un castillo adornado por doquier de
retratos y estatuas de su Andrea se vio forzado a la impotencia de sostenerle
la mano y llorar. Al sentir como su piel se enfriaba decidió de golpe, como si
un relámpago le hubiese sacudido, que la regresaría de entre los muertos.
Conocía bien ese libro negro y espantoso, el Necronomicon, el libro de las
leyes de los muertos, y estaba lo suficientemente familiarizado en demonología
y magia negra para esconder su alma en un estado intermedio entre la muerte y
la vida, en ese limbo oscuro y tenebroso de los guardianes de las estrellas.
Rápidamente colocó sobre la cama extraños cristales que pendían de cadenas de
plata y parecían moverse con vida propia. Con la sangre de cabra que aún tenía
dibujó todos los sigiles sobre el techo y alrededor de la cama. Se desvistió
rápidamente y recitando de memoria extensos párrafos del Necronomicon y otros
oscuros libros transportó la estancia a un lugar más distante que la estrella
más lejana del firmamento. Los cristales guiaron el alma de su Andrea hacia su
nuevo destino, dejándola vagando semi-consciente en un infinito desierto de
arena negra y estrellas. La adrenalina y el éxtasis que siempre acompañaba a
sus ceremonias le dieron la fuerza necesaria para proteger a su esposa de las
monstruosidades del abismo cósmico y dedicarse a su venganza.
Los
hermanos Branko ya estaban fuera de Bucarest, jalando las riendas de los
cansados caballos para atravesar a toda prisa los pasos montañosos. Sabían muy
bien que, si los rumores de los vulgares campesinos eran correctos, entonces
todo el oro del mundo no alejaría a Bogdescu, pero confiaron que podían llegar
al otro extremo del reino, quizás incluso cruzar la frontera más allá de la
avanzada otomana y emplear el oro para hacerse de tierras y quizás su propio
castillo. La estrella noche sin viento les acompañaba con un silencio mortal,
ni siquiera el galopar de los dos caballos emitía el ruido que normalmente
hacía. Algo increíblemente tenso había detenido el aire y los Branko gritaron
de puro terror al escuchar los gritos desquiciados del hechicero. Jalaron a los
caballos para pegarse contra la pared, evitando así el peligroso risco, y al dar vuelta contemplaron a lo lejos una
criatura que no podía ser de este mundo. Los caballos, naturalmente perceptivos
de la maldad, se alocaron y perdieron el control. Iluminado por una enorme luna
llena la bestia, más murciélago que humano, con altas y puntiagudas orejas y un
cuerpo antropoide de gran tamaño y fuerza les lanzó maldiciones antes de correr
hacia ellos.
Los
viajeros que encontraron el carruaje describieron la forma en que los caballos
habían sido destazados como por enormes garras y la manera sobrenatural en que
el carruaje había sido desecho. Flavius estaba sentado aún, con gran parte del
vientre abierto por poderosas garras y con puñados de monedas de oro atoradas
en su garganta. En cuanto a Ivan, todo lo que quedó fue un rastro de sangre,
grande como un riachuelo, que daba contra el altísimo risco. Supieron así que
Alexandru había tenido su venganza, pero desconocían entonces que su sed por
venganza no estaba satisfecha en lo más mínimo y todo Bucarest tendría que
sufrir su diabólica ira.
Alexandru
disfrutó su victoria por apenas unos segundos, su Andrea ya había muerto.
Teniendo su alma en ese oscuro purgatorio sabía que tenía poco tiempo para
hacer los experimentos necesarios para permitirle a su alma tomar otro cuerpo
mortal. Necesitaba de guías, y sabía dónde encontrarlos. Frenéticamente empujó
y lanzó fuera muebles del amplio comedor para hacer lugar a su ceremonial.
Llevó gran parte de sus herramientas mágicas del sótano y de la alta torre y
pasó horas enteras cuidadosamente dibujando con sangre los círculos con runas y
las líneas que les intersectan, los 48 triángulos de invocación de demonios de
acuerdo a la Goetia demonológica y bañando sus extrañas estatuas en los
inciensos necesario. Colocó al sur a Cthulhu, la criatura mitad antropoide y
mitad pulpo, con su enorme cabeza y tentáculos en la boca, con sus inútiles par
de alas de murciélago y su pedestal con maldiciones cuneiformes. Al oeste
entronó a Tstahogua, la bestia con vaga forma de tortuga, al este al terrible Yin,
con su forma de gorila de la nieve, con sus cuernos y sus alas, y al norte a
los guardianes del umbral de Azathoth el caos reptante. Su diseño de sus formas
era casi tan espantoso como las criaturas mismas, con sus enrollados cuernos,
sus lenguas anchas como tentáculos y su miríada de ojos que veían a todas
partes y a todos los tiempos. Todos sus años de voracidad intelectual y
perversiones espirituales parecían estar diseñadas para este momento, pues sin
vacilar ni un segundo fue convocando a todos los demonios para que le
permitieran paso y le acompañaran hasta el umbral de la locura, donde los dos
enormes guardianes, encadenados a altísimas columnas resguardan el reino de
Azathoth y vigilan a los muertos.
- Sé de la antiquísima raza de
Yith que viajaban por el tiempo y el espacio habitando cuerpos e intercambiando
conciencias. Anhelo esos secretos, por ella.- Dijo Alexandru, señalando a
Andrea quien seguía caminando en círculos sin mucha conciencia de dónde
estaba.-
- Estos conocimientos los tenemos
nosotros.- Dijeron los guardianes, con órganos vocales desconocidos por
completo para el hombre. Los demonios invocados danzaban en círculos alrededor
de Bogdescu, sus espantosas y demenciales formas demasiado conocidas para el
hechicero.- La tendremos aquí mientras tanto, segura de nuestros tormentos.
Esto, sin embargo, te costará más caro que nada de lo que nos hayas pedido
antes.
- Lo que sea por Andrea, ¡lo que
sea!
- Alimento.- Dijo parcamente uno
de los vigilantes y los demonios estallaron en júbilo.- Ansiamos la sangre y
las almas en este desolado rincón del cosmos. Y tú mismo deberías alimentarte
de nuestra sangre, pues ningún alma humana sobrevive la degeneración de las
perversiones que deseas.
- Denme de su sangre, se los
ordeno que mi obra no puede esperar mucho tiempo más. Cada segundo sin ella es
insoportable y al diablo el mundo de los mortales porque si yo no puedo tenerla
nadie volverá a dormir tranquilo.- Se acercó a las dos columnas sin miedo de
ser aniquilado de un solo golpe por sus centelleantes colas. Los guardianes se
rasgaron el pecho con una afilada uña y su sangre negra comenzó a caer por las
columnas. El enloquecido hechicero recogió la sangre en una copa de oro y bebió
de ella hasta que el inmundo líquido espeso sobrepasó su boca y se derramó por
su rostro y su cuello. Los guardianes aullaron de placer y los demonios dejaron
sus bailes y locuras, pues respetaban la oscuridad del alma del hechicero ahora
más que nunca.
- Quienes firman con sangre el
libro de Azathoth rara vez sobreviven, pero algo en ti nos hace creer que
puedes lograrlo.
- Andrea, es lo único que importa
ahora. Debí saberlo antes, cuando tuve la oportunidad pero nada de eso importa
ahora que su alma ha dejado el mundo de los vivos. ¿Cómo la traigo de vuelta?
- Almas de vírgenes que hayan
nacido en sábado y ya hayan menstruado, nosotros te mostraremos cómo
cosecharlas. Te mostraremos los viejos caminos oníricos para hacerte de su
esencia y tú mismo te alimentarás sólo de sangre. Tu voracidad nos mantendrá
satisfechos y a cambio protegeremos a tu Andrea. Consigue las almas, consigue
el cuerpo y tú sabrás como encarnar su alma. Lo que queda de tu alma ya no
podrá morir y un oscuro renacimiento sacudirá tu cuerpo de aquello que lo hizo
humano. Poblarás la oscuridad y serás como tu Andrea, en parte vivo y en parte
muerto, pero a diferencia de ella corpóreo.
- Devoraré al mundo si es
necesario, todo sea por ella.
V.- 1941:
El
capitán Dragan estudió los expedientes policíacos por varias semanas, tratando
de encontrar una constante poniendo tachuelas en un mapa. Conocía a Bucarest de
arriba para abajo y lo que el mapa no representaba adecuadamente, como los
parques oscuros y sin luz o las escabrosas casas abandonadas de ciertos
sectores, conocía él demasiado bien. Una tachuela tras otra fue develando un
patrón estable, la vieja estación de ferrocarriles que había caído en desuso
tras la Gran guerra se encontraba al centro de muchos de los ataques. Convocó a
sus compañeros, aunque se sintió algo tonto al confiar en civiles en vez de sus
compañeros de la Guardia de Hierro, pero sabía muy bien el nivel de ridículo al
que sería sometido si sus camaradas se enteraban de su misión. Marcel Sinevici
se presentó con su escopeta, como hizo el melancólico Gabriel Tenter, y el
doctor Cristescu llegó con un revólver y maletín médico para guardar muestras.
- Mira eso.- Gabriel señaló por
la ventana del auto del capitán Moldovan hacia el tranvía que avanzaba sobre
las avenidas de enormes edificios art noveau, con sus coloridos anuncios de
perfumes y los modernos automóviles que pululaban las arterias de la capital.-
Si ese tal Bogdescu vive aún, ¿cómo reaccionará ante todas estas innovaciones?
La última vez que vio Bucarest era una villa polvorienta y miserable. Ahora hay
más de millón y medio de habitantes y los edificios medievales son muy pocos y
muy separados entre sí. De alguna manera no lo imagino rentando un departamento
de bohemios con viejas monedas de oro.
- Bogdescu bien podría no haber
existido nunca.- Dijo Dragan, mientras manejaba por las calles paralelas
evitando el tráfico.- Aunque debo admitir, ese primer cadáver que
encontraron... Un soldado deshecho casi por completo tirado sobre un ataúd de
acero... No sé, no estoy diciendo que lo crea, pero tampoco estoy diciendo que
nos relajemos. Y por si acaso preferí hacer esta expedición de día, he leído
demasiadas historias de horror para saber que la noche es el peor momento.
- Así que,- dijo Marcel sonriendo
mientras se encendía un cigarro.- ¿ajo y agua bendita? Vamos, todos leímos ese
libro de Bram Stoker. Y como buenos rumanos todos nos ofendemos cuando los
turistas insisten en visitar el castillo en Transilvania, pero dadas las
circunstancias... Me refiero a que si no se trata de bizarras coincidencias
científicamente explicables, ¿usamos estacas?
- No puedo creer que esté
teniendo esta conversación.- Dijo el capitán, medio en serio y medio en broma.-
Ya lo decía mi abuela, la superstición trae mala suerte. Yo voy a disparar
contra la cabeza, si eso no lo detiene nada lo hará.
Fueron
dejando atrás los nuevos edificios y las colinas de avenidas residenciales,
acercándose a la vieja estación. Las casas eran viejas y todas mostraban los
efectos de al menos una de las guerras que Rumania había padecido en su
historia reciente. Gabriel trató de encontrar en toda la escena algún rasgo
decididamente romántico, pero la verdad era que con el cielo azul, el día
soleado, y la cotidiana calma de esos vecindarios obreros, no encontraba nada
de las descripciones poéticas y góticas de Edgar Allan Poe. Además, esa vieja
estación de ferrocarriles cerrada al público con cinta amarrilla y tapiada con
planchas de madera difícilmente tenían el mismo efecto que un viejo castillo
con extrañas luces y una neblina casi fantasmal.
La
vieja estación era un enorme edificio de ladrillos, con largos ventanales ahora
rotos casi por completo. Las entradas, antes enormes puertas de bronce ya
largamente derretidas, estaban cubiertas por planchas de madera que no servían
para mucho. El edificio estaba cortado por la mitad por las vías y en sus
mejores días contaba con un techo de vidrio. Basura y restos de la flotante
civilización de vagabundos poblaban la estación. Árboles habían crecido
salvajemente donde antes había simples macetas, y todas las paredes parecían
infestadas de graffiti y pintadas con lemas escabrosos. Encontraron una pila de
perros y gatos muertos debajo de un apestoso colchón, no lo quisieron tocar
pero era obvio que no estaban completos.
Los
nervios les empujaron a caminar como una unidad y la valentía inicial fue dando
espacio los nervios. A cada paso escuchaban extraños ruidos dentro de los
abandonados edificios, y algo parecía moverse entre las hierbas salvajes de las
vías. Entraron al edificio, donde las bancas de espera ya habían sido
canibalizadas y los viejos letreros de horarios estaban cubiertos de ramas.
Siguieron un fuerte rastro de sangre hasta el edificio administrativo, en el
que parecían añadírsele al menos otros dos. El edificio se separaba en dos, en
la sala donde se vendían los tickets y
en las oficinas que ocupaban dos pisos. Gabriel gritó de terror cuando
accidentalmente pateó un periódico en el suelo que ocultaba una cabeza humana.
La cabeza dio un par de vueltas y se detuvo mirándoles. Había pertenecido a un
vagabundo y los cuatro se preguntaron a cuántos más habían matado los vampiros
y, peor aún, cuántos más habían sido convertidos.
Subieron
las escaleras empapadas de sangre, mirando sobre su hombro. En el techo había
cruces invertidas, pentagramas y otros símbolos aún más esotéricos pintados con
sangre. Las ventanas habían sido tapadas con periódicos y Dragan intentó el
interruptor de luz sin ningún resultado. Entraron encendiendo linternas y de
inmediato se pasmaron ante los cadáveres. Tres habían sido colgados del techo,
les habían cortado la garganta para alimentarse, y otros tres estaban tirados
en el suelo con gran parte de la carne faltante. El capitán les retiró las
carteras, a los cuerpos que tenían, para poderles identificar.
Marcel trataba de
aparentar valentía, pero temblaba como una hoja. Pensó que el techo tenía
goteras, por el líquido que caía sobre su cabeza y cuando se lo quitó con la
mano se dio cuenta que no era agua, sino saliva. Se tiró al piso, gritando
frenéticamente y apuntando su linterna. Dos vampiros, hombres muertos y a medio
descomponer, con largos colmillos en toda la boca y negros ojos les miraron
pegados al techo como reptiles. Sus movimientos eran increíblemente veloces y
ágiles. Uno de ellos saltó encima de Marcel y el otro se lanzó contra el
doctor. La fuerza de los seres era sobrehumana, de un jalón despojó a Marcel de
su rifle y azotó su cabeza contra el suelo con tanta fuerza que casi le rompe
el cráneo. Gabriel le disparó con su escopeta, y aunque acertó en su abdomen
eso no le detuvo. Andrei mientras tanto forcejeaba inútilmente contra un
vampiro que abría sus fauces para morderlo. Sentía su desagradable aliento cada
vez más cerca, pero el capitán Moldovan detuvo al monstruo volándole la cabeza
de un disparo. Los perdigones rompieron las ventanas tapadas con diarios y el
otro vampiro emitió un desagradable chillido. Gabriel disparó de nuevo, ésta
vez acertándole al cuello y casi separando su cabeza por completo. La bestia,
sin embargo, no moría y retrocedió de cuatro patas, con la cabeza pendiendo de
apenas unos músculos, hacia la escalera. Dragan levantó a Marcel del suelo y
persiguieron a la criatura. Sus chillidos eran espantosos y parecía llamar a
sus congéneres. El vampiro, sin embargo, no podía salir del edificio más que
avanzando por las sombras de la estancia de espera. Podía cruzar la luz, pero
cada que lo hacía emitía desagradables aullidos de dolor.
Le persiguieron a
gritos hasta el extremo de la sala, cuando finalmente perdió la cabeza y murió.
La mentalidad militar del capitán Moldovan se hizo cargo y dejaron un momento a
los dos muertos para buscar a los demás vampiros. Habían salido de sus
escondites, del otro lado de las vías, para ver a su hermano. El doctor
Cristescu aprovechó que una lámpara abandonada aún tenía gasolina para
facilitarle al capitán Moldovan una pequeña bomba molotov. La lanzó contra el
edificio del otro lado de las vías, un depósito de dos pisos igualmente
protegido contra la luz. El fuego arrasó con gran parte del primer piso hasta
apagarse por falta de combustible, mientras que los expedicionarios disparaban
contra las ventanas. Dos vampiros trataron de huir saltando por encima de
ellos, casi llegando a la plataforma al otro lado de las vías. Era obvio que
estos dos poseían cierta inteligencia, pues a diferencia de los anteriores no
intentaban combatirles. Anatómicamente eran idénticos, pero éstos parecían
estar mejor vestidos o al menos parecían preocupados por su vestimenta. Dragan
encontró otra lámpara con gasolina y consiguió hacer arder a uno de ellos. Los
aventuraros agotaron sus municiones disparando frenéticamente, acertando a
prácticamente toda la estación, pero eventualmente matando a ambos vampiros.
Cristescu tomó
muestras de los vampiros, mientras que Dragan les revisaba por posibles
identificaciones. Nadie habló, pues la adrenalina y el miedo aún les dejaban
aturdidos. Habían visto a la muerte muy de cerca, pero aún más aterradora era
la verdad, que Alexandru Bogdescu el patriarca de los vampiros sería
inmensamente más poderoso que sus sirvientes y aún más difícil de aniquilar. La
existencia misma de Bogdescu pareció quedar confirmada por algo que los
vampiros habían escrito en sangre en la bodega. Dragan se lo enseñó a los
demás, era el nombre de Alexandru Bogdescu acompañado de extraños símbolos en
un círculo de sangre acompañado de velas negras y un devorado cadáver. Nadie lo
dijo, aunque todos ya lo pensaban, allí había convertido a esos miserables
sujetos en sus sirvientes. En ese círculo había condenado sus almas por su propia
perversión.
Gabriel acompañó a
Cristescu al laboratorio que rentaba para realizar sus experimentos. Además del
vampiro decapitado que Dragan le permitió usar, llevaba muestras de sangre, de
tejido, de músculos, huesos y hasta ojos. Horas de diligente estudio no
arrojaron resultados. Andrei no encontraba nada en esas muestras que no fuera
perfectamente normal para un sujeto sano, o para un sujeto muerto de las
circunstancias más inocentes. No había ningún germen discernible, ni rastros de
alguna extraña patología cerebral en el cerebro que estudió durante la
autopsia.
- No tiene sentido.- Andrei se
quitó los guantes y la bata empapados de sangre y salió de la sala de
operaciones para servirse algo del vodka que Gabriel ya estaba bebiendo. Se
sentó a su lado, en el laboratorio de muestras biológicas, frente a los
microscopios, mecheros y matraces.- ¿Dónde está ese germen?
- Ese germen es Bogdescu doctor,
tan fácil como eso. Regresó de los muertos.
- Nadie regresa de los muertos.-
Dijo Andrei con severidad. Gabriel hundió el rostro entre sus manos y el doctor
se sonrojó.- Disculpa Gabriel, no quise decirlo así.
- ¿No cree doctor que existe la
posibilidad de la vida tras la tumba, que Ionela esté en el cielo?
- No sé muchacho, simplemente no
lo sé.- La puerta se abrió y Dragan entró empujando a una joven en camisón que
deliberaba por la fiebre.
- Tiene que ayudarme doc, ésta
chica está muy mal. La familia está en la calle, les dije que lo intentaríamos.
Sólo tiene 19 años.- Cristescu la llevó empujando al pequeño quirófano y
Grabriel y el capitán le siguieron.- Revisé los nombres de los vampiros, todos
ellos tienen familiares o conocidos de mujeres jóvenes que o bien murieron de
fiebres o bien están muy enfermas.
- Administraré antibióticos
poderosos y cortisona, si eso no la deja en coma le salvará la vida.
- Está sufriendo...- Gabriel se
acercó al camastro y la miró mientras susurraba incoherencias y sus ojos se
movían de un lado a otro. El cuerpo estaba increíblemente frío y no tenía
fuerzas.- Doctor, ¿por qué está tan fría, no debería estar caliente por la
fiebre?
- Lo sé, no tengo ni idea qué
pueda hacer.
- Yo sí.- Gabriel salió corriendo
a su auto y regresó cargando con el péndulo que Marcel empleaba para
hipnotizarle. Ante la atónita mirada de los otros dos la logró hipnotizar
repitiendo lo que su amigo Sinevici hacía.- Háblame...
- Irina, se llama Irina.- Añadió
Dragan.
- Háblame Irina y dime lo
que ves.- La sujetó de una mano y sintió
que trataba de cerrarla sin conseguirlo. Los susurros se hicieron apenas
audibles y todos se acercaron lo más posible.
- Hay muchos colores, y dos
enormes columnas a lo lejos. Nos empujan a ellos, a los guardianes. Ellos
tienen hambre...
- ¿Quién te hizo esto Irina?
- Alexandru Bogdescu me arrastró
hasta aquí en mis sueños, no me dejará regresar. No tengo fuerzas... Ya los veo
y son horribles. Encadenados a sus columnas... Todo tiene colores y estrellas.
Dios mío son horribles.- Irina gritó de pánico y se dobló sobre la cintura
quedando sentada, sus brazos se extendieron con una fuerza tan grande que
empujó a los tres al suelo. Parecía tratar de tapar algo frente a ella, algo
infinitamente espantoso y tras otro grito más cayó acostada de nuevo.
- Irina, ¿me escuchas?
- No hay pulso Gabriel, la
perdimos.
- Ionela Tirza está aquí.-
Gabriel se congeló a un lado de la cama por una fracción segundo. Ese nombre en
esos labios no tenía sentido. Se acercó de nuevo, empujando fuera al doctor y
le sostuvo la cabeza para acercarla más y poderla oír.
- Quiero hablar con ella, déjame
hablar con ella.
- Está aquí, junto con todos los
demás. Esto es lo que le pasa a los muertos... Ionela... ¿Gabriel, me
escuchas?- Con lágrimas en los ojos afirmó y esperó pacientemente esa voz que
no podía quitarse de la mente, que oía antes de dormir y recién despertado.
- Háblame, por favor háblame.
- Ya está, está muerta Gabriel.-
Andrei trató de quitarlo, pero él no se dejó. La miró a los ojos y podía
advertir algo en ellos, algo que estaba casi vivo. Y cuando el quirófano estuvo
en silencio el cadáver de Irina lanzó una gutural risotada que les hizo saltar
de miedo. La risa no podía provenir de Irina, no sólo porque fuera tan gutural,
sino porque dos voces distintas eran claramente audibles.
Un
sedante para Gabriel no fue suficiente, y cuando el teléfono sonó supo que
venían más malas noticias. Mientras Dragan regresaba el cuerpo sin vida a una
ambulancia para ser llevado a una morgue y daba el pésame a los familiares,
Marcel llamaba para comunicar malas noticias. Aura estaba enferma con extrañas
fiebres y su piel se ponía cada vez más fría. Acudieron todos a la mansión
Tenter y ya dentro subieron a la recámara de Aura. La joven se había asustado
con la enfermedad tan repentina, fruto de unos sueños macabros que no se
atrevía a repetir, y ahora se asustaba de nuevo al verles a todos tan
consternados. Andrei le explicó que era parte de una peste que ya había cobrado
la vida de siete vírgenes antes que ella. Durante todo el día y toda la noche
Andrei trató por todos los medios de batallar contra la misteriosa fiebre que
la hacía cada vez más fría. Intentó los remedios más exóticos y las curas más
poderosas, incluso empleando antídotos vilipendiados por la comunidad
científica por ser tan devastadoras en su ataque contra los gérmenes. La vida
de Aura se deslizaba hacia la muerte y todo lo que podían hacer era mirarla
conforme perdía fuerzas. Eventualmente Marcel perdió los estribos y desapareció
por más de una hora. Regresó cargando con un pequeño libro de oraciones,
algunas velas y gises para marcar esotéricos sellos en el suelo y las paredes.
- ¿Pero qué es lo que haces
muchacho? Pierdes tu tiempo.- Andrei intentó alejarle de la cama, pero Marcel
le empujó fuera del cuarto y cerró detrás de él. Dejó fuera también a Dragan,
quien golpeaba estrepitosamente. Sólo Gabriel quedaba, y él no objetaba a sus
medios.
- Gabriel tuvo razón desde el
principio, nuestro enemigo es espiritual. Se trata de magia negra y por suerte
mi tío fue sacerdote y me enseñó sobre estos exorcismos.
La
habitación de Aura, con su enorme cama de rieles dorados, con sus cómodos
sillones floreados, las vasijas de antigüedad en las repisas y las circulares
ventanas hacia el cielo nocturno de Bucarest se transfiguró por unos momentos
en algo que Gabriel no pudo identificar. Aquellos femeninos adornos se vieron
opacados por las velas, las marcas y, sobre todo, por los rezos en latín de Marcel,
quien no cesaba de balancearse de un lado a otro, como si mecido por un
espectral péndulo. De pronto ladró versos de la Biblia en hebreo y en arameo,
agitando los brazos como si expulsando a los demonios que la poseían. Todo eso
comenzó abruptamente y terminó de la misma forma. Ningún clímax coronó la
ceremonia y poco a poco regresó la normalidad a la habitación. El capitán y el
doctor se acercaron a Aura y Gabriel saltó de felicidad al verla despertar de
su ensueño, con su pulso y su temperatura recobrados por completo.
- Dios te cuide Marcel.- Se lanzó
encima de su amigo, abrazándolo con todas sus fuerzas y, tan siquiera por unos
momentos, la oscura nube que pesaba sobre su alma desde la muerte de Ionela se
había disipado. Las risas de Aura y las exclamaciones de sorpresas del doctor
Cristescu llenaron la habitación. Fue para todos como si una crucial batalla
hubiese sigo ganada y Aura premió a su salvador con un largo y dulce beso.
Pasaron
varias horas en amigable conversación, por primera vez atravesando temas más
agradables y placenteros. Sin embargo, ya cercana la madrugada, se fueron yendo
de uno en uno para dejar descansar a la joven. Marcel se fue al último, el
aroma del beso de Aura aún flotando sobre su cabeza. Manejó distraídamente,
físicamente cansado pero impelido por dentro por una fuerza sobrenatural. La
vista de su mansión, el frente del castillo de Bogdescu, llevó a su mente hacia
otras preocupaciones, unas más inmediatas y terribles. Corrió dentro de su casa
hasta la cava de vinos en el sótano y, apretándose contra la parte trasera de
los toneles vacíos encontró la palanca que abría la portezuela. El aire frío
ascendió con un aroma fétido, pero le dio la bienvenida de todas formas. Llegó
al segundo sótano, un amplísimo recinto iluminado por viejas antorchas y velas
con apenas unos muebles para libros y extraños objetos.
Al
centro de la habitación se encontraba una vieja mesa de roble, empapada en
sangre y restos humanos. Contra la pared sobresalían extrañas y tenebrosas
figuras en frisos, unos dioses antaño olvidados. Los frisos se extendían por
toda la pared, quizás lo único que quedaba del castillo original. Al fondo, las
adiciones de Marcel resplandecían con una luminiscencia enfermiza, se trataba
de esculturas de tubos de oro que formaban pentagramas y otras figuras del
folclore mágico. Aquella era su única garantía, y la había sabido aprovechar al
máximo. Alexandru Bogdescu salió de atrás de un librero pequeño, su hocico aún
bañado de sangre. Tenía la forma de algo que se asemejaba a un vampiro, con sus
alargadas orejas, su nariz desagradablemente alzada y con terribles colmillos
que apuntaban hacia adentro.
- No puedes tenerme por siempre
atado. No he dejado de comer sangre y sigo débil.- Su voz era poderosa,
traicionando su forma de moverse, siempre jorobado y con mirada patética.- Esas
cadenas mágicas no pueden durarte para siempre Sinevici.
- Tendrás la fuerza suficiente, y
eso es todo. Sabes que puedes dejar el castillo, pero no puedes irte para
siempre, no hasta que yo tenga lo que quiera.
- No hasta que tenga a Andrea. Si
lograste invocarme hasta aquí para atraparme, al menos sabrás eso, que por
Andrea me transformé en esto y por ella haré lo que sea.
- ¿Cuántas vírgenes más necesitas
Alexandru? Se vuelve difícil esconderle todo eso a estos idiotas.
- Sería más fácil si no mataras a
mis sirvientes.- Alexandru se acercó a Marcel a una velocidad indescriptible,
moviéndose sobre el suelo como si no pisara la tierra. Seguía vestido en ropas
ceremoniales, de rojo y bordados dorados, y Marcel pensó que quizás no pisaba
el suelo.
- Fue Dragan quien siguió el
patrón de los muertos, espero que ésta vez seas más inteligente. Tuve que
incluirme para desviar la atención a otra parte. Mi pequeño número con Aura
funcionó a la perfección, tendré mis manos en la herencia Tenter en cualquier
momento. Hay algunas personas que quisiera ver muertas, puedes poner a tus
sirvientes a cargo.
- Mis sirvientes están ocupados
consiguiéndome las vírgenes. Andrea ya no tiene mucho tiempo más y los horrores
que los guardianes le harán padecer no tienen descripción humana. Ya te enseñé
muchos de los misterios de los muertos, al menos los suficientes para que
enfermaras a esa niña tonta que tanto te interesa... No olvides Sinevici, que
un trato es un trato.
- Sí...- Marcel sonrió
maliciosamente y dejó una hoja de papel sobre el estante de un librero.- Diles
que se apuren. Y mañana me dirás más sobre esos guardianes de la noche, lo que
comen y cómo satisfacerlos. Hasta entonces, no trates de liberarte de tus
cadenas astrales, solo te harás más daño.
Marcel
se fue del segundo sótano y Alexandru gruñó al ver la lista. Había sometido a
Bucarest en un reino del terror con sus habilidades mágicas y ahora un muchacho
sinvergüenza se le erigía como amo y dueño de su voluntad. Acarició el friso
con sus largos y huesudos dedos, habían sobrevivido aquellas monstruosidades
pero no así su Andrea. Una increíble tristeza le embargó, el salir a las calles
cada noche para crear más sirvientes o para alimentarse sólo le recordaba lo
lejos que estaba de su época y lo espantosa que había resultado la tortura en
ese ataúd de acero. Regresó al oscuro rincón donde había trabajado la arcilla
que se había traído. Carecía de un horno, pero ya había construido idolitos
antes y su magia era poderosa para darle a ésta en particular, la malignidad
digna del ser que representaba. Conocía bien su nombre, aunque conocía mejor lo
que ocurría cuando se le mencionaba, incluso en pensamiento. Era la mayor
trampa para el buscador de conocimientos arcanos, un dios poderoso y mortífero,
fiel cuando se le sabe emplear, pero cuyo nombre, prácticamente impronunciable
además, le invoca en su faceta más irritable. Tenía la forma de una persona,
aunque su rostro estaba repleto de líneas y curvas crudamente compuestas por
sus largas uñas. Miró hacia las esculturas que le drenaban de su poder por vías
astrales y escupió. Había escapado de la muerte en muchas ocasiones, y sin duda
podía escapar de la vigilancia psíquica del neófito que se creía su dueño.
Se
arrastró por un túnel que llevaba a uno de los pasillos subterráneos secretos y
emergió de las cloacas hacia la ciudad. Bucarest había sido un pueblo pequeño,
neblinoso oscuro, pero ahora estaba rodeado de luces por donde fuera que
mirara. Había aprendido mucho de la época, consumiendo las almas de sus
sirvientes, y sabía qué era un auto, un foco y demás artilugios modernos. Sabía
gran parte de la historia de la ciudad, y de la nación, y aún así le parecía
sórdido. Todos esos siglos habían pasado como habían pasado los siglos previos
a su propia época, de una manera vulgar y violenta. No había ya nada en esta
nueva Bucarest que le llamara la atención, todo le era tan ajeno y horrible
como él era ajeno y terrible a los pocos ciudadanos que conseguían verlo de
cerca en las callejuelas oscuras y entre los árboles de los abandonados
parques.
Mientras
caminaba hacia las pocas cuadras cuyas construcciones aún respetaban a los
antiguos edificios, llegó a la conclusión que aquello que le disgustaba más
sobre la moderna Bucarest era su olvido. Sabía, pues tenía la edad suficiente
para saberlo, que las generaciones nuevas olvidan los detalles, las penurias y
las alegrías de sus antecesores con ejemplar velocidad, pero éste olvido era
más tremendo. Se habían de olvidado de él, y quizás aquello fue lo que tocó su
negro y marchito corazón, que los pobladores que antaño temblaban ante la
mención de su nombre ahora se mofaban de todo cuanto era sobrenatural y, sobre
todo, maligno. Decidió que les volvería a enseñar el rostro de la maldad, que
sería el maestro del terror y que traería de vuelta las memorias de las oscuras
y terribles noches repletas de espantosa violencia y monstruosos bramidos. La
memoria de ese sobrenatural terror cruzaría océanos de tiempo de la misma forma
que él arrastraría al alma de su amada Andrea al mundo de los vivos finalmente
tras cuatro siglos de espantosa espera.
Caminó
en los adoquines de la oscura calle del distrito medieval en busca del origen
de los sonidos y las luces que parecían cautivar a los trasnochados. Encontró
que se trataba de un sórdido distrito con miserables bares, delincuentes de
poca monta y mujeres fáciles. Una pareja de borrachos subió por la calle en
busca de un callejón oscuro donde consumar su negocio y Alexandru se lanzó
sobre ellos con la velocidad de un halcón. De una zarpada le arrancó a la mujer
los ojos y la nariz mientras que su hocico desgarraba la garganta del hombre.
Consumió parte de su carne y bebió su sangre, disfrutando los chillidos de
dolor de la mujer hasta que un golpe le rompió el cuello. Salió del callejón
con los ojos rojos y estallando de vitalidad y rápidamente corrió hacia los
curiosos. Desgajó, destrozó, mordió y roñó a sus víctimas sin cuartel ni misericordia.
Encontró el bar repleto de la gente que no consiguió escapar a tiempo y se hizo
un festín. Mató a varios de un solo golpe, lanzándoles a través de las mesas
hasta golpearse contra los muros. A la mayoría, sin embargo, les arrancó la
cabeza o cortó la garganta para poderse alimentar más rápidamente. El hambre,
sabía ya tras mucho tiempo, jamás se iría de él pues conforme se alimentaba él
se alimentaban a la vez los temibles guardianes que estaban encadenados en
algún rincón del cosmos resguardando un reino de locura que ningún cuerdo
podría conocer.
Reventó
las puertas de un edificio de departamento y visitó a las familias, de hogar en
hogar en un frenesí incontrolable. Saltó de un cuarto piso hasta la calle sin
sentir ningún dolor y probó con otro edificio. Los habitantes de ese distrito
lanzaron la alarma, pero la policía estaba acostumbrada a los problemas típicos
de la zona y fueron lentos en reaccionar. Para cuando llegaron un exilio
histérico empujaba al ganado humano por las calles, lo que lamentablemente sólo
hizo más fácil la labor del insaciable vampiro. Un grupo de policías abrió
fuego, pero no pudieron ni frenar su voracidad. Las patrullas se fueron sumando
y los civiles fueron desapareciendo en la mal planeada huída que dejó en el
suelo a docenas de cuerpos. Alexandru, ahora totalmente bañado en sangre,
decidió alimentarse de los policías, quienes no sabían qué hacer. La mayoría
trató de escapar, pero se quedaron cuando llegaron más camiones de motines
cargados de agentes fuertemente armados.
El hechicero les
mostró la estatua que había formado con sus manos y su rostro se deformó aún
más en lo que parecía una sonrisa. Lanzó la estatua que se rompió en el suelo y
la invocación de la innombrable criatura trajo a un millón de moscas carnívoras.
Las calles circundantes a dos manzanas enteras se llenaron de estas moscas.
Eran tantas que ennegrecían el cielo y cuando avanzaban formaban cataratas al
chocar contra las salientes y detalles de los edificios. No dejaron nada a su
paso más que amasijos de huesos, músculos y telas. Su zumbido era tan fuerte
que enloqueció a los residentes de los edificios que habían preferido
esconderse que huir. Era inescapable, imposible de ahogar con cualquier otro
ruido, el zumbido se convirtió en el único ruido de la noche y esa insoportable
estática llegó a todas partes de Bucarest. Todo el distrito medieval se había
detenido, gravemente diezmado además, y sus alrededores se habían detenido
también al oír el incesante zumbido que ahogaba los alaridos desesperados de
sus víctimas. Sin embargo el resto de la ciudad, aunque capaz de escucharlo, no
pensó mucho en él. Toda Bucarest, sin embargo, de una esquina a otra y dentro
de cada hogar y comercio, escuchó el aullido poderoso, ancestral y malévolo de
Alexandru Bogdescu y nuevamente conocieron el verdadero significado del terror.
Las moscas
desaparecieron una hora después y la bestia hizo lo mismo. El sol se levantaba
al este mientras que los ciudadanos miraban vacilantes por la ventana tratando
de encontrar el origen de sus pesadillas. Los soldados acordonaron el área y un
equipo de limpieza tuvo que entrar con ellos, pues había tejido y huesos tan
afianzados al suelo que eran parte del empedrado. Era imposible pisar el suelo
sin pisotear lo que quedaba de alguna víctima. Eventualmente el ejército llamó
también a los sacerdotes ortodoxos más prominentes, pues los soldados rasos,
que ya habían visto la guerra de cerca, se rehusaban a entrar a los
departamentos para ver muertas a familias enteras. Los sacerdotes hicieron
muestra de su entereza espiritual y les acompañaron, bendiciendo y exorcizando
conforme avanzaban. No regañaron a los pobladores que ese día cerraron las
ventanas fijando crucifijos, ajos y que lanzaron sal a todos los pisos de la
casa, pues lo que antes había sido infantiles supersticiones se volvían temores
muy cercanos.
VI.- 1541:
Los
guardianes de la noche le enseñaron a Alexandru Bogdescu el arte de hacer
sirvientes. Rápidamente se avocó a la tarea de secuestrar primogénitos y
hacerles beber de su sangre, como él había bebido de la inmunda sangre de los
vigilantes. Realizó macabras ceremonias para arrancarles el alma y alimentarse
de ellas y cuidó de ellos cuando regresó los cuerpos al pueblo y se aseguró que
fueran enterrados apropiadamente. Esperó tres días para que sus cuerpos se
vieran reanimados por la maldad que ahora le poseía, antes de sacarlos de sus
tumbas y mandarlos a su misión. Hubo algunos, de los valientes que salían en la
noche a cuidar los caminos, que reconocieron a los muertos y alarmaron a la
comunidad, pero cuando trataban de encontrarlos no podían hacerlo. Se
convencieron todos que los vampiros contaban con la protección del castillo de
Bogdescu y allí no se atrevían a entrar.
Los sirvientes
buscaron vírgenes, algunas para Alexandru les visitara de noche y les marcara
la frente con la ceniza de su propia piel para invadir sus sueños y así
alimentar a los guardianes con sus almas. Otras vírgenes eran raptadas y
llevadas al castillo para los macabros experimentos del hechicero. Les ataba a
una mesa donde extraños aparatos de su propia creación, siguiendo los diseños
de los guardianes de los muertos, intentaban vaciar al cuerpo de su alma para
materializar en ellas el alma de Andrea. Inyectaba soluciones alquímicas que
producían horribles dolores a sus víctimas, como para purgar de ellas todo lo anterior
y abrir paso al alma de Andrea. Las instrucciones de los vigilantes, sin
embargo, no eran exactas y más vírgenes fueron necesarias. Cada noche Bucarest
escuchaba las risas del hechicero, quien se acercaba cada vez más al resultado
deseado. Y cada mañana escuchaban sus llantos desconsolados cuando el
experimento fallaba. Si bien la risa era terrible, maligna y cruel, eran los
llantos lo que verdaderamente aterrorizaba a los aldeanos pues había algo
definitivamente humano y patético en ellos.
Los
generales otomanos, que ya habían prácticamente tomado el resto del reino,
enviaban órdenes a sus subalternos de tomar Bucarest, pero éstas eran rara vez
tomadas en cuenta. Los militares no veían nada en la villa que valiese la pena,
y mucho menos un ejército capaz de oponérseles. Además ellos también sentían el
temor de los cristianos, pues no pasaba una sola noche sin que algún
desgraciado chillara de miedo en su cama antes de morir, o fuera atacado por
voraces vampiros, o alguna virgen no cayera enferma o simplemente
desapareciera. Observaban al castillo con las mismas miradas de temor religioso
que los cristianos y no se atrevían a tomarlo por la fuerza temiendo de la abominable
monstruosidad que habitaba en él.
- Estos otomanos, solo son buenos
para beber y regresar a sus tiendas de campaña en el camino del norte.- Se
quejó la dueña de la posada mientras miraba por su ventana hacia el castillo.
Una figura humana podía verse reptando hacia una ventana abierta y con un
escalofrío supo que alguien más había muerto.- Espero que haya sido turco...
- Una vergüenza, eso es lo que
es.- Dijo Octavio, el borracho de todas las noches. Había perdido a su hija por
las fiebres y los aullidos histéricos de terror que profiriera antes de morir
le perseguían en todo momento. Había sido como si pudiese ver algo, por lo que
describía tenía que tratarse de algún olvidado anillo del infierno. Los gritos
le perseguían, pero era el saber que ese malvado hechicero la había mandado al
infierno lo que le convirtió de centinela en alcohólico.- Ya no hay gente
valiente en Rumania, eso queda claro. Si lo tuviera cerca lo mataría.
- No creo que supiera como viejo,
yo le he visto muy de cerca y no estoy seguro de cómo hacerlo.- El forastero se
quitó la capa que le cubría y todos en la taberna le reconocieron, se trataba
de Ivan Branko.- Me lanzó al vacío con una fuerza increíble, pero benditas sean
esos hierbajos con sus raíces fuertes. Los turcos me impidieron seguir huyendo
en esa dirección y he estado viviendo en los bosques junto con los ladrones y
los leprosos. Hasta allí se estira su deforme garra, lo sé muy bien. Nos
cazaron en la noche, eran tres de ellos. Leprosos o ladrones, todo les daba
igual.
- Tú pasaste tiempo con él, no
estoy seguro de si quiero servirte dinero.- Le espetó la dueña de la taberna.-
Para mí tú estás tan infectado como sus malditos vampiros.
- Mi hermano y yo huimos de allí
cuando mató a Andrea en un arranque de locura. No huimos lo suficientemente
lejos. Y les diré una cosa, sentarnos aquí y quejarnos no hará nada.
- ¿Y qué propones que hagamos?
- Tenemos que matarlo, si todo
Bucarest se une en un solo golpe tendremos nuestra oportunidad.
- O moriremos en masa, no
gracias. Que los turcos lo hagan, ¿qué no cruzaron el desierto y el mar para
invadir nuestras boscosas comarcas? Me alegra cuando los vampiros cazan
soldados, bueno fuera que los mataran a todos.- Octavio parecía hablar por
todos, pues nadie más opinó.
- Cobardes...- Ivan estuvo a
punto de decir algo más cuando estalló una pelea en la calle.
Tímidos
al principio, se asomaron por la puerta hacia la calle iluminada por piras y
antorchas. No se trataba de vampiros, sino de soldados otomanos. Una familia se
armó a los golpes contra ellos cuando arrastraron de su casa a su hija menor.
Los soldados les sometieron con sus espadas mientras le arrancaban la ropa a la
joven muchacha. Explicaron en su tosco rumano que pretendían violarla para
quitarle la virginidad, tesoro que el monstruo atesoraba más que al oro mismo.
Los borrachos de la taberna se lanzaron todos juntos contra los soldados,
peleando sus espadas con garrotes y trinchos. No estaban dispuestos a reducirse
a ese nivel, pues si lo hacían consideraban que serían peores que el hechicero
del castillo. Eventualmente los soldados desistieron antes de poderla violar,
pero amenazaron que la próxima vez no serían ellos quienes vendrían por la
mujer, sino el hechicero y sus diabólicos sirvientes. Los aldeanos se miraron
en silencio y pudieron sentirlo en la base del estómago. Estaban listos y
dispuestos a reunir a todos en Bucarest y asaltar al castillo. Incluso si eso
significaba el suicidio harían finalmente lo que tanto les atemorizaba,
destruirían a Alexandru Bogdescu y a toda su obra.
VII.- 1941:
En
las semanas siguientes a la matanza de Bogdescu la ciudad fue finalmente puesta
en toque de queda por las autoridades fascistas. Los ciudadanos de Bucarest
habían reaccionado, impulsados por el temor, y las constantes protestas ya
estaban cerca de convertirse en un levantamiento armado. La Guardia de Hierro prometía
resultados, pero lo único que podían hacer era rogar porque Dragan Moldovan y
su equipo tuviesen éxito. Las víctimas se siguieron sumando, pero la prensa
estaba tan restringida por los fascistas que nunca se publicó nada de manera
oficial. Aquella medida fue detestada por los periodistas, pero habría salvado
a Rumania del pánico absoluto pues no pasaba una noche sin que se sumara una
víctima más. En algunas noches eran dos o tres sujetos que terminaban sin
garganta y generalmente desmembrados. En otras noches se trataba de mujeres que
morían por causa de las fiebres y, en las peores noches, jóvenes vírgenes que
eran raptadas de sus hogares y en ocasiones dejando atrás familias enteras
muertas y echas pedazos. El silencio en la radio y en los diarios plantó la
creencia que la Guardia de Hierro estaba finalmente poniendo un alto a la
demencia, cuando en realidad tenía suerte si podía rastrear algún vampiro a un
oscuro túnel o edificio abandonado. El equipo siguió la investigación, cada
quien por su propia ruta pero parecían haber llegado a un punto ciego.
- Vengo aquí cada mes.- Andrei
acompañó a Gabriel al cementerio donde el enlutado viudo dejaba un ramo de
flores sobre la tumba de su amada Ionela. El doctor y el romántico se habían
hecho buenos amigos sobre todo a pesar de sus diferencias.- Ha cambiado el
cementerio, hay más ataúdes sin enterrar. Toda una pila más allá de esa vieja
cripta. Ha superado nuestra capacidad de cavar, eso no puede ser bueno doctor.
- El monstruo no puede saciarse,
cualquiera que sea su enfermedad es degenerativa e impredecible.
- ¿Aún cree que es un bruto que
actúa ciegamente, por impulsos?
- ¿Qué otra explicación puede
haber?
- No puse a mi hermana a salvo en
casa de nuestras tías, fuera de la ciudad, porque creyera que nuestro enemigo
es un monstruo de caricatura que sólo conoce la cacería. No, Alexandru tiene un
plan.- Añadió Gabriel mientras pulía pacientemente la lápida.- Piénselo doctor,
son todas vírgenes y nacidas en sábado. A estas las consume de una forma
diferente, a través de sus sueños. No es como con sus demás víctimas de las
cuales toma su sangre. No, de ellas quiere su alma
- ¿Y para qué querría tantas
almas?- El doctor le ayudó a levantarse y siguió meditando.- Una mejor pregunta
es, ¿cuántas necesita y qué pasará cuando complete su colección?
- Poder, ¿qué más puede ser? Si
algo queda en él que sea humano, lo que ansía es poder. Quizás el poder de
parecer humano para caminar entre nosotros, no lo sé.- El doctor reparó en el
colguijo del melancólico joven y Gabriel se lo quitó del cuello con una sonrisa
triste. Le mostró la fotografía de Ionela y combatió una lágrima.- Estábamos
por tener hijos cuando enfermó. Habríamos sido una familia perfecta. No habría
importado quién estuviera en el poder, los tres habríamos salido adelante
contra cualquier adversidad.
- Debes agradecerle a los cielos
que Ionela no estuviera viva para ver todo este desastre.- Le quitó el colguije
y notó que su mirada seguía cada movimiento a cada instante mientras no
estuviese en su posesión.- Debo decirte Gabriel que no es sano que te
obsesiones de esta forma, tu mente no puede vivir atada al recuerdo. Sería
terapéutico si enterramos este tótem psíquico, ¿te parece?
- ¡Dame eso!- Gabriel le arrancó
el pendiente de las manos y le empujó con tanta fuerza que le lanzó varios
metros por el aire. El doctor cayó de costado contra una lápida y perdió el
aire. Gabriel se disculpó una y otra vez mientras se ponía el colguije de
vuelta al cuello y bajo la camisa y le ayudaba a levantarse.- Doctor perdóneme
por favor, no sabía que tuviera esa fuerza.
- Descuida hijo, está todo bien.
Estoy completo. Además, en esta visita al suelo pude reparar en algo interesante.-
El doctor señaló a los gitanos que danzaban y recitaban sobre tumbas recién
cavadas. Gabriel agradeció que cambiara de tema y corrieron hacia ellos.
- ¿Qué hacen ustedes aquí? Los
romani no tienen espacio en un lugar sagrado.- Les espetó Gabriel. Los gitanos
explicaron que dos de sus miembros habían muerto y les daban un funeral en
forma. Estaban tan consternados como ellos del posible vampirismo y cuando el
doctor les preguntó lo que sabían sobre vampiros, y en especial de Alexandru
Bogdescu, sus ojos se iluminaron y les rodearon con rostros sombríos.
- Los gitanos tenemos mejor
memoria que ustedes.- Comenzó una anciana de pelo blanco que apareció entre dos
fortachones vestidos con telas coloridas.- Nuestra historia es mejor que la
suya, porque la repetimos hasta que se graba en el alma. Por supuesto que
sabemos de Alexandru Bogdescu, quien nos atormentó hace ya cuatro siglos. Sus
vampiros se fueron cuando se fue él, y ahora han regresado. Los hacía con
ciertos rituales, pues tiene que arrancarles el alma y alimentarse de ella. Les
hace beber de su sangre y deben permanecer tres días en la tierra para que
puedan nacer de nuevo. Si el proceso no se detiene el alma queda para siempre
maldita en el infierno y la persona no puede sino cumplir con su voluntad. No
necesitaba salir de su castillo para atormentarnos, sus esclavos lo hacían por
él y le llevaban vírgenes porque eso es lo que más anhela. La bestia lo hace de
nuevo y nuestro pueblo ha quedado en desgracia ahora. Quizás merecemos que nos
saquen de Rumania, porque le hemos fallado a nuestros antepasados. Ustedes no
se dan cuenta, pero es que olvidamos cómo lo matamos esa vez. ¿Y no hay peor
crimen que ese?- No dijeron nada más, aunque Gabriel y Andrei les interrogaron
apasionadamente. Se fueron sin mirar atrás entre las pilas de ataúdes y la
cuadrilla de soldados que asistía a los cuidadores del cementerio cavando más
tumbas y fosas.
- Esto es de lo más revelador,
¡lo tenemos!- El doctor se alegró tanto que bailó unos pasos y animó sonriente
a su amigo que le miraba como si hubiese perdido un tornillo.- Sabía que el
método científico nos libraría de ésta. Estos sirvientes que él genera cumplen
su voluntad porque les ha vaciado de sus almas y reemplazado con algo de la
suya, algo oscuro y espantoso. Mi estimado Gabriel creo que Alexandru puede
ver, oír y sentir todo lo que sienten sus sirvientes. Eso explicaría cómo fue
capaz de desenvolverse en nuestra era moderna sin antes tropezar contra las
luces y atacar a los autos pensando que eran animales de metal. Si absorbe sus
almas, es decir sus mentes, ¿no tendría sentido que así aprendiera de ellos?
- Y si pone parte de su esencia
en ellos, una vez que les ha robado el alma, entonces experimenta lo mismo que
ellos.- Concluyó Gabriel, lentamente comprendiendo la importancia del
descubrimiento.
- Podemos ponerle una trampa
aprovechando que Alexandru no sabe que nosotros estamos enterados de su
maravillosa capacidad de sentir a través de cuerpos ajenos.
Telefonearon
de inmediato al capitán Dragan, arrastrándole fuera de su reunión de
coordinación. Se encontraba en el proceso de seguir el rastro de los vampiros
hasta su líder y para ello contaba ahora con un batallón de infantería,
cortesía de un gobierno que no sabía qué hacer. Ya habían cazado a tres
vampiros más, pero sabían que no sería suficiente y temían que los vampiros no
se resguardaran cerca de donde lo hacía su líder. Comprendió la estrategia
inmediatamente y dispuso a una docena de agentes policiales para tender la
trampa. Investigaron, de entre los muertos recientes que llevaban al menos dos
noches ya enterrados, quiénes habían muerto inexplicablemente y encontraron a
un primogénito que había nacido en sábado. Mihail Dumitrescu había muerto sin
dejar marcas de violencia y la autopsia no reveló ninguna enfermedad o daño
interno. Su ataúd había sido enterrado, junto con otras tres víctimas de
vampiros en una cripta. El cementerio ya tenía a más de veinte soldados
apostados y añadieron a un par de policías en la entrada de la cripta. Los
soldados no habían sido de mucha ayuda para evitar que Alexis Barna saliera de
su tumba, y contaban con que ahora pasaría lo mismo. Teniéndolo encerrado en
esa cripta tenían al menos la esperanza que el vampiro no escaparía
furtivamente, sino que al menos escucharía la conversación de los policías. Los
agentes policíacos debían conversar toda la noche sobre el capitán Dragan,
nombre que Alexandru reconocería de inmediato al oírlo a través del vampiro
recién nacido, quien había convencido a los ciudadanos más prominentes de la
capital de resguardar a sus hijas vírgenes, perfectos especímenes arios nacidos
en sábado, dentro del viejo molino imperial.
Los
soldados cumplieron con su misión, temblando de miedo por cada minuto de la
interminable hora. La conversación había sido natural, pues también conversaron
de otros temas aunque siempre regresando al viejo molino. Llegada la mañana
pensaron que el plan había fracasado, hasta que revisaron la cripta. El vampiro
había escapado, o había sido ayudado a escapar, de su ataúd y se había
deslizado fuera por una pequeña ventana en la pared del fondo cuyos
revestimientos de aceros habían sido removidos como si hubieran sido de papel.
Esto llevó al capitán Dragan a movilizarse lo más clandestinamente posible,
haciendo del viejo edificio de gobierno que siglos atrás se había nombrado así
por el molino que ocupaba su lugar, en una disimulada fortaleza. El inmueble
tenía tres pisos vacíos donde colocó trampas de explosivos, apostó casi cien
soldados en las escaleras y corredores, y preparó a doce francotiradores en los
edificios cercanos. Mandó estacionar más de veinte de los mejores modelos de
autos, para dar la apariencia que adentro habitaban familias importantes.
Igualmente se aseguró que las calles estuvieran patrulladas por la cantidad
plausible de soldados que protegerían al edificio y las prominentes familias
que allí habitarían.
- Es toda una obra de teatro,
esos policías son en realidad soldados con otro uniforme. Y los más duros que
los fascistas pudieron conseguir, y si hay algo de lo que la Guardia de Hierro
se enorgullece en sus soldados.- Andrei y Gabriel se acomodaron en un viejo
café a una cuadra del edificio. Había pocos clientes y todas las conversaciones
giraban en torno a la masacre del distrito medieval. El gobierno podía censurar
los diarios y pero no podía controlar las conversaciones, y ésta realidad era
la que añadía de una presión adicional al capitán Dragan.- ¿Hablaste con
Marcel?
- No contesta el teléfono, ni el
timbre. No sé qué estará haciendo, pero se perderá de toda la emoción.- Gabriel
se terminó el café y se encendió un cigarro. Podían estar esperando toda la
noche en ese punto y estaban dispuestos a hacerlo. Andrei pareció leerle el
pensamiento porque sonrió y señaló su reloj de bolsillo.
- Estaremos aquí hasta a fin de
mes si es necesario.- El doctor miró por la ventana hacia la noche iluminada
por las farolas, los letreros luminiscentes y los focos de las lámparas de los
automóviles, departamentos y frentes de las casas. Desde que comenzó la crisis
vampírica en las consciencias de Bucarest todos habían decidido dejar sus luces
encendidas, pues según un persistente rumor los vampiros detestaban la luz.-
¿Puedo hacerte una pregunta Gabriel?
- Adelante.
- Yo entiendo por qué yo quiero
al monstruo, para cultivar el germen que sea que tenga en su sangre y le haga
diferente a nosotros. Entiendo por qué el capitán Moldovan lo quiere, para
hacerse de un par de estrellas más en su uniforme y detener la avalancha de
muertes que azotan a nuestra capital. Incluso entiendo el interés que un
riquillo como Marcel Sinevici puede tener en todo el asunto, se trata de la
aventura de su vida y esos dandis viven de estas historias. ¿Pero por qué están
tú tan interesado?- Gabriel sonrió con tristeza y agachó la cabeza.- Y no me
digas que es alguna venganza contra el monstruo que casi mata a tu hermana. No,
tú te uniste a nuestra expedición desde el primer día y antes de saber lo que
estaba en juego.
- ¿La verdad? Quiero a ese
monstruo para que traiga a Iolde de vuelta.- El doctor Cristescu levantó las
cejas y su mandíbula cayó. No estaba preparado para semejante confesión.- Es
una locura, lo sé pero si Bogdescu existe, si realmente atravesó la barrera que
separa a los vivos de los muertos, entonces existe una manera, la que sea, para
traer a Iolde de nuevo. No sé, creo que con saber que el hechicero realmente es
un ser sobrenatural, por más malvado que sea, entonces existe tal cosa como el
reino de los muertos y si no puede comunicarme con ella al menos podré
descansar sabiendo que está en el cielo y me está esperando.
Esperaron
varias horas más hasta después de la media noche. Los policías se estaban
cansando, pero los soldados seguían tan erguidos como siempre. Un extraño ruido
tronó como un petardo y su eco rebotó por las calles. Dragan escuchó
intensamente, tratando de reconocerlo. No sonaba como una explosión, ni nada
que hubiese escuchado en la guerra. Sonó otra vez, y una vez más y el vago
recuerdo auditivo se fue haciendo más claro con forme estos estallidos huecos
se acercaban. Únicamente el francotirador apostado sobre una enorme escultura
art-noveau de un Atlas sosteniendo al mundo en la esquina de un alto edificio
de departamentos de lujo pudo ver con claridad lo que estaba ocurriendo.
Sostuvo su radio, pero nada salió de su garganta pues el miedo le impedía a
hablar. A lo lejos la oscuridad se iba acercando, los vampiros destruían los
generadores de luz y cercaban la zona del edificio con lagos de oscuridad.
Cuando finalmente pudo hablar por la radio fue demasiado tarde, la zona entera
estaba en tinieblas. Los ciudadanos gritaron desde sus casas, temiendo lo peor,
y las calles no contaban con las luces de los autos por el toque de queda.
Únicamente los vehículos militares y policiales alumbraban parcamente las
calles, y todo eso fue inútil pues los atacantes no usaban las calles.
Se
detonaron dos trampas de explosivos, señal que los vampiros habían llegado por
las vírgenes. Los soldados abrieron fuego contra todo lo que creyeran que se
movía. Los vidrios se reventaron y ninguna orden de cese al fuego fue suficiente.
El cadáver incinerado de un vampiro salió volando de una ventana cuando estalló
contra trampa, pero no fue motivo de celebración. Las radios, animadas por el
frenesí del miedo y la violencia, daban reportes confusos y contradictorios.
Los soldados estaban enteramente solos, pues incluso sus herramientas se habían
volteado en su contra. Varios soldados alertaron de los vampiros que atacaban a
los soldados en el sector sur, pero no obtuvieron ayuda y rápidamente sus
radios quedaron en silencio. Dragan avanzó al edificio en la oscuridad
iluminada por los disparos, estaba seguro que podía ver algo reptando en la
pared al norte. A gritos ordenó que los soldados dispararan sus bengalas,
quienes las tenían, pero nadie le prestó atención hasta que disparó él mismo y
los otros le siguieron. El edificio, antaño lujoso palacio de gobierno, estaba
hecho prácticamente una ruina y todo el distrito se bañó en una luz roja que
disparaba las sombras hacia todas direcciones. Dragan vio la misma sombra que
Andrei y Gabriel y los tres supieron lo mismo. Era Alexandru Bogdescu que se
lanzaba del edificio al centro de la avenida hasta los edificios
departamentales para hacer su huida.
Sin
pensarlo dos veces Gabriel se subió a una motocicleta policial y arrancó
despedido a toda velocidad siguiendo la sombra que velozmente se movía de
edificio en edificio. No podía seguirle el paso y justo cuando pensaba que le
había perdido la criatura saltó del edificio hacia la calle estrellándose
contra un enorme camión y doblándolo a la mitad. El vampiro siguió huyendo,
cruzando la avenida a grandes saltos y Gabriel aceleró al máximo. La avenida
estaba adornada por espesos árboles y no reparó en su movimiento inusual. Un
vampiro se asomó del árbol, su boca abierta por completa y a punto de saltar
sobre él cuando el disparo de un rifle estalló sobre su cabeza. El susto casi
le hace perder el control y estrellarse, pero consiguió aferrarse a la moto y
cuando volteó hacia atrás pudo ver al capitán Dragan a bordo de una patrulla
siguiéndole a toda velocidad, y a Andrei asomado por la ventana con el rifle
preparado.
Aquella
no era, sin embargo, la única trampa. Mientras Gabriel, y detrás de él Dragan y
Andrei, seguía a la huidiza sombra que nuevamente reptaba por los edificios,
tres vampiros más les seguían muy de cerca con extraordinaria flexibilidad.
Ninguno se dio cuenta que las vueltas que el Bogdescu describía les llevaban a
una trampa. En la cacería frenética los aventureros se internaron en el
distrito que meses atrás la Guardia de Hierro había bombardeado. Los edificios
aún yacían en ruinas y Alexandru no tuvo problemas para entrar a los edificios,
algunos caídos de lado y en urgente necesidad de demolición. Los instintos de
Dragan surgieron de pronto y frenó en seco sonando la bocina. Frente a ellos se
encontraba un callejón formado por dos montañas de escombros, el lugar idóneo
para ser atacados por todos los flancos. Los vampiros emergieron de los desechos
y los recovecos y atacaron a la patrulla. Dos de ellos cayeron sobre el techo y
un tercero se aferró con sus garras de la portezuela del copiloto, arañando la
llanta delantera hasta hacerla añicos. El vehículo describió una vuelta
violenta y se dio vuelta arrastrándose varios metros echando chispas. Dragan se
empujó fuera de la ventanilla disparando su rifle hacia el monstruo que
avanzaba frente a él. Andrei, demasiado adolorido para responder a tiempo, fue
apresado por dos de los vampiros y perdió el arma antes de ser mordido de los
brazos y piernas.
Gabriel
no había podido frenar a tiempo y se deslizó por la calle con las piernas aún
aferradas a la motocicleta hasta chocar contra la montaña de ruinas. Empujó
cascote y ladrillo en su avanzada y quedó parcialmente ocultó en una especie de
cueva bajo toneladas de edificios derrumbados. Escuchó sobre él a un vampiro,
jadeando y vacilante en su andar. Descendió de la montaña emitiendo aullidos de
hambre y apoyándose como un simio en el suelo, a centímetros de la cabeza de
Andrei. La criatura corrió hacia el capitán y el doctor, ahora muerto y
devorado por varios vampiros. Dragan consiguió empujar a uno de una patada y
dispararle en la cabeza. El disparo no fue suficiente, pero le hizo retroceder
lo suficiente para esquivar a otro que saltaba sobre él de la volcada patrulla.
En un movimiento veloz, medido y entrenado sacó su enorme cuchillo de cacería
de su tobillo y alzándose repentinamente le cortó la garganta al que le había
disparado en la cabeza. Se lanzó sobre él, cortando y cortando con todas sus
fuerzas hasta separar la cabeza. Detrás de él, dos vampiros hambrientos se
acercaban con los brazos y las fauces abiertas.
Gabriel
se liberó de su encierro, levantó la motocicleta que aún funcionaba y aceleró
conteniendo el pánico. Disparó su revólver contra los vampiros, sin hacer mucho
daño, pero consiguió darle algo de espacio al capitán, quien sin vacilar ni un
segundo se subió a la motocicleta detrás de él y se alejaron a toda prisa.
Instintivamente miró hacia atrás, donde el médico Cristescu, su nuevo amigo,
yacía en pedazos. Lo único que animaba a Gabriel era el miedo y la adrenalina,
de las cuales nunca había conocido tanta hasta ese momento.
Las sirenas de
policías y bomberos resonaban por toda la ciudad, mientras que el ejército
colocaba poderosos reflectores anti-aéreos en los techos para iluminar las
calles. Dragan, sobreponiéndose al estado frenético de su mente, pensó que
quizás Alexandru habría querido ver la trampa en persona o que quizás habría
permanecido cerca por si acaso, de modo que era posible que aún estuviera allí.
Gabriel pensó lo mismo y al salir de la trampa describió varias vueltas por las
calles, mirando hacia todas partes sumidas en la oscuridad nocturna y
ocasionalmente iluminadas por las sirenas y los potentes reflectores. Sabían
que, siendo capaz de saber lo que sus sirvientes sabían, sin duda ya estaba
enterado que habían escapado de la trampa mortal, de modo que o bien serían
inmediatamente atacados por el vampiro, en cuyo caso seguramente no podrían
ofrecer mucha resistencia, o bien estaba huyendo de nuevo.
Estaban por rendirse
cuando a varias cuadras más adelante pudieron ver la sombra del vampiro
reptando por una pared. A toda velocidad rebasaron a los camiones militares y
le vieron de nuevo corriendo por los tejados, dejando tras de sí una lluvia de
baldosas que era fácil de seguir. Eventualmente le perdieron el rastro de
nuevo, y Dragan casi saca a Gabriel de la moto del jalón que le dio del hombro.
Le había visto, ésta vez corriendo entre los autos estacionados y en la
desierta avenida. Lo pudieron ver, tan solo una fracción de segundo, mientras
escalaba la mansión de Marcel Sinevici y entraba a su viejo castillo. Supieron
así que Marcel les había traicionado desde el principio, pero en vez de
desanimarlos el shock les permitió absorber la terrible pérdida de Adrei
Cristescu y alimentar su decisión definitiva. El monstruo debía morir esa misma
noche, y si Marcel trataba de detenerles entonces él también debía morir. En el
fondo, sin embargo, se dieron cuenta que no sabían cómo matar a Bogdescu, ni a
Marcel Sinevici.
VIII.- 1541:
Con
cada fracaso el hechicero afinaba su técnica y se preparaba para el siguiente
experimento. En el sótano más profundo y oscuro del castillo las vírgenes eran
atadas a una mesa. Sobre ellas danzaban extrañas luces de colores mientras
Alexandru inyectaba sus soluciones alquímicas y se aseguraba que todos los
sellos goéticos estuvieran en su lugar. Las líneas trazadas en el piso con la
sangre de la virgen resplandecían como si fueran de oro, y los círculos
concéntricos, las líneas en ángulo y los triángulos con extraños dibujos
rúnicos se movían como si se tratara de un mecanismo silencioso. La puerta se
abría hacia aquel rincón del cosmos donde los guardianes del reino de Azathoth
aguardan eternamente su momento para ser liberados. Cada fracaso era una
enseñanza y Andrea estaba cada vez más próxima a materializarse. La virgen
gritó de miedo al ver sobre ella otra dimensión, totalmente ajena a su mundo y
cuando su alma fue absorbida por los voraces guardianes el alma de Andrea fue
canalizada. Alexandru aguardaba con extrema anticipación, ahora la virgen movía
una mano y sus ojos se movían detrás de sus párpados. La vida regresaba a su
cuerpo, la vida de su amada Andrea. Las graduaciones de los líquidos, sin
embargo, estaban errados por apenas un mililitro y aquellos tímidos movimientos
se detuvieron. El alma de Andrea regresó al limbo donde Alexandru la había
puesto y el vampiro aulló de dolor por su fracaso.
Los
fracasos dolían cada vez menos, pues podía sentir y podía ver que Andrea
cruzaba cada vez más esa puerta entre los vivos y los muertos. No tenía duda,
pronto pasaría por completo y su esposa volvería a vivir. Se dispuso a
deshacerse del cadáver cuando escuchó los gritos rabiosos de los aldeanos. Su
sirvientes le avisaron del levantamiento generalizado. Todo el pueblo de
Bucarest se alzaba en armas e incluso contaban con soldados turcos. Un
sentimiento de premura le estrujó lo que le quedaba de corazón, se encontraba
tan cerca del éxito que ya podía saborearlo. No podía dejar que le detuvieran,
no cuando ya estaba tan cerca.
Subió
por las escaleras secretas hasta el castillo, donde sus sirvientes atacaban con
furia a los enardecidos aldeanos. Los otomanos lanzaron piedras desde sus
catapultas, destrozando los vitrales y algunos de los muros. Echaron abajo la
torre más alta momentos antes que pudiera subir hasta ella para recoger los
idolitos de los malignos dioses para echar sobre ellos sus maldiciones. Sus
sirvientes eran fuertes y ágiles, pero no pudieron impedir el incendio y aunque
los aldeanos tenían pocas oportunidades contra ellos venían armados de sales y
agua bendita. Alexandru echó mano de sus poderes mágicos para enceguecer a los
aldeanos en el hall principal lo suficiente como para que sus sirvientes les
despacharan con increíble velocidad. Los soldados entraron al castillo por cada
puerta y ventana, disparando flechas a todo lo que se moviera. Alexandru apagó
casi todos los fuegos y confió que los hechizos puestos en su castillo le
protegieran de los atacantes hasta que lograra regresar al subsuelo. El
castillo cobró vida, animado por el ataque, y las perversas sombras que se
proyectaban por todas partes, incluso cuando no había nada que las proyectase,
asaltaron a los soldados con una violencia contra la que no tenían protección
alguna.
Alexandru
dejó atrás la pelea y, acompañado por uno de sus sirvientes, regresó a su
oscuro sótano. La estructura entera se tambaleaba con cada ataque de catapulta,
pero confiaba en que las trampas del castillo repelerían al ataque y avanzarían
hasta los soldados que atacaban desde afuera. Alexandru, sin embargo, no
contaba con que Ivan Branko aún vivía. Creyó que se había deshecho de su
persona lanzándole al vacío, pero el fratricida había conseguido sobrevivir y
había informado a los aldeanos de todos los caminos ocultos y pasajes secretos.
Los aldeanos ya habían llegado a su subsuelo y estaban destruyéndolo todo.
Entraron por el túnel subterráneo y por el pasadizo que conectaba de la cocina
a la bodega sobre su recinto más secreto. Venían acompañados de soldados y
todos sabían que se trataba de una pelea hasta la muerte, pues o bien moría la
abominación o moría todo Bucarest.
Armados
con picas y lanzas atravesaron a su sirviente y con un hacha le cortaron la
cabeza. Alexandru era más rápido que cualquiera de ellos, y más poderoso que
veinte de sus hombres más fuertes. Lanzó a muchos soldados de un solo empujón,
dobló en dos a muchos aldeanos de una patada y desmembró a muchos con sus
garras. El ataque, sin embargo, había estado bien planeado y los invasores
convirtieron a su bodega subterránea, su mejor fortaleza, en la mejor de las
trampas cuando los soldados que sobrevivían a la masacre en los pisos
superiores abarrotaron todas las entradas. Alexandru se pegó al techo como si
la gravedad cambiara para él, y sufrió los embates de las flechas encendidas y
las lanzas. Le atravesaron por todas partes, pero aquello no era suficiente
para detenerle. Ciego de ira buscó a Ivan Branko entre los enardecidos
atacantes hasta que reconoció su figura no muy lejos de la salida. Saltó sobre
él, arrancándole la cabeza como si rompiera en dos una zanahoria y disfrutó
brevemente de su sangre. Esto también había sido parte del plan.
Destrozó
los escudos que le rodeaban y no se percató que los invasores contaban con su
desprecio a Ivan Branko. Los soldados y aldeanos que le rodeaban se tiraron al
suelo y detrás de ellos le atacaron con gruesas lanzas. Atravesaron su cuerpo
al unísono, dejándole inmóvil casi por completo. Una gruesa lanza atravesó su
estómago, otras más delgadas sus piernas, una dio con su hombro derecho y otra
más con su omóplato izquierdo. Las lanzas habían sido bendecidas con toda clase
de superstición y los aldeanos no vacilaron ni un segundo en encerrarle en una
jaula. Habían confeccionado dos paredes repletas de picos en tiras de acero que
se amoldaban relativamente a las lanzas, de modo que pudieran encerrarlo en
ellas, conservando casi todas las lanzas, y cerrando los pesados seguros de
estas paredes para que fueran una sola jaula.
Los
gritos de júbilo dieron paso a las pasiones más bajas y pronto no se
contentaron simplemente con atravesarle con sus cuchillos y espadas. Mientras
Alexandru Bogdescu aullaba de dolor ellos cargaron con su jaula por todo el
castillo para que los combatientes pudieran ver a la bestia apresada
finalmente. Haciéndole sangrar, y así debilitándole para que no pudiera
escapar, lo sometieron a lo que para él fue la peor de las torturas. Soldados y
aldeanos quemaron todos los retratos de Andrea y usaron pesados mazos para
destruir las esculturas que llevaban su imagen. Era como si la borraran de la
historia humana, olvidando su imagen y haciéndole recordar lo increíblemente
cerca que había estado del éxito, lo poco que le faltaba para perfeccionar el
experimento y hacerla vivir de nuevo.
Llegado
el amanecer, cuando ya no quedaba imagen alguna de su esposa le arrastraron a
la calle soleada, junto con los pocos sirvientes que le quedaban. Atravesaron a
los sirvientes contra el suelo, viéndoles retorcerse en la luz tratando de
escalar de la pesada lanza, destrozando sus órganos internos en el proceso y
cuando se cansaron de verles sufrir les cortaron la cabeza. Alguien trajo,
ayudado de un caballo, un pesado ataúd de acero y los jubilosos aldeanos lo
cargaron entre todos para pasearlo como trofeo de victoria. Ya habían tratado
de hacerle desangrar, como también habían atravesado su corazón con estacas y
cuchillos de plata, y su cuello era demasiado fuerte para ser cortado por
completo de modo que pudieran retirarle la cabeza. El ataúd era pues perfecto.
Cuidadosamente
abrieron las dos paredes de picos, ahora bañada en la sangre negra del
monstruo. Le atravesaron con espadas y flechas por si acaso, pero Alexandru no
hacía más que removerse patéticamente y llorar desconsoladamente rogando por el
alma de su adorada Andrea. Le cargaron dentro del ataúd y lo cerraron con seis
pestillos por si acaso trataba de empujar su tapa. Cargaron la pesada
estructura hasta un parche baldío donde se planeaba construir una capilla y
cavaron durante casi todo el día hasta que el agujero fuera lo suficientemente
profundo para tirar dentro el ataúd y cubrirlo con una tonelada de tierra,
sobre la cual después se construyó la capilla con pesadísimas tabiques y
piedras. Celebraron hasta llegado el día siguiente, pues juzgaron que el
hechicero vampiro había muerto y nunca más pisaría Bucarest.
IX.- 1941:
Bogdescu
regresó a su castillo sabiendo que el tiempo se agotaba. Sus perseguidores le
habían puesto una trampa y él había sido demasiado vanidoso para creerse más
inteligente que todos ellos. La noche, sin embargo, no fue un completo
desastre. Uno de sus sirvientes le llevó a la mansión de Marcel una virgen,
quien había sido su prima mientras vivía, y la dejó en la mesa del sótano para
su amo. Alexandru rápidamente preparó el experimento que tanto tiempo le había
costado perfeccionar. Hacía cuatro siglos había conseguido que Andrea se
deslizara, aunque fuera un poco, y con cada nueva virgen desde entonces la
posesión estaba cada vez más completa. Ésta vez no cometería errores, ésta vez
tendría toda la paciencia necesaria porque podía sentir, en lo más íntimo de su
maligna esencia, que tendría éxito finalmente.
Dibujó
en el suelo los círculos y los ángulos, algo que parecía como un reloj en
virtud de los triángulos para invocar demonios, y que brillaba con una
luminiscencia dorada. Repitió el proceso en el techo, pero ésta vez en forma de
una línea que daba vueltas hasta cubrir toda la mesa con los impronunciables
nombres de los guardianes de la noche. Utilizando los instrumentos médicos
modernos inyectó al cuerpo inconsciente las soluciones alquímicas necesarias
para limpiar del organismo la esencia que lo había estado ocupando hasta
entonces. Ya había incluso dispuesto de las esferas de colores que pendían del
aire e irradiaban extraños colores. En cuanto el aparato médico, como dos
pulmones artificiales conectados a bolsas intravenosas empezaron su marcha supo
que el ritual había comenzado e incluso podía sentir cómo el vortex en el techo
pulsaba de energía y abría el camino hasta el oscuro rincón del cosmos donde
Andrea había estado esperando por 400 años en su estado semi-consciente.
- Tú y tu frenesí.- Marcel
apareció en el sótano bufando de ira y caminando en círculos.- ¿Tenías que ir a
esa trampa?, ¿qué tal si te siguieron hasta aquí?
- Tus amigos lo echaron todo a
perder Sinevici, ¿qué no te hacías cargo que nunca me encontrarían? Una mejor
pregunta es, ¿dónde estabas tú mientras ellos planeaban una trampa para mí?
- Estudiando, ¿dónde más? Esos
libros que mostraste son fascinantes, pero dudo que pueda seguir practicando mi
hechicería si me envían a prisión por ayudarte.- Marcel se acercó a la virgen
inconsciente y Alexandru lo empujó varios metros por los aires para alejarle.
- Andrea no tiene mucho tiempo
Sinevici, antes que los guardianes devoren su alma. Se ha estado resbalando
hacia ellos poco a poco y ahora finalmente la tienen casi en sus garras. Tus
ridículas amarras astrales no te salvarán si ellos consumen su alma... Si eso
pasa nadie podrá salvar a Bucarest de mi ira.
- Monstruo estúpido,- dijo Marcel
mientras se ponía de pie.- tú y tu tonta obsesión. ¿Para qué la quieres a ella
si has encontrado el secreto de la inmortalidad? Podrás tener a cien como
ellas. Yo sé que eso tendré, cuando desistas de tus infantiles tácticas y me
reveles el secreto de los muertos.
Antes
que la discusión prosiguiera sonó una alarma y Marcel supo entonces que sí
habían seguido a Alexandru y que el final estaba próximo. Corrió hacia una
esquina del recinto subterráneo donde tenía un panel de interruptores y esperó
a que la segunda chicharra se accionara. Había dispuesto de sensores de
movimiento en la entrada subterránea al castillo y cuando la segunda alarma
sonó alertó que ya estaban muy cerca de la entrada. Las alarmas no eran lo único
que Marcel había preparado, y al encender todos los interruptores accionó los
explosivos que había instalado en los túneles subterráneos y en su mansión para
cerrarles el paso. Sabía que la policía le perseguiría hasta el fin del mundo,
de modo que ya no tenía más tiempo para los juegos de Alexandru.
Haciendo
uso de los hechizos con que le drenaba de su energía para alimentarse de ella
ordenó a Alexandru que le defendiera de los soldados que trataban de entrar a
su mansión. El vampiro podía sentirse impelido, como arrastrado por una sutil
fuerza, pero tenía que observar el experimento a cada segundo. Marcel insistió
y Alexandru sintió las amarras en sus piernas y brazos, casi como si látigos
invisibles le arrastraran a cumplir la voluntad del soberbio mago. Cansado de
su arrogancia el vampiro luchó contra las amarras y su bestial forma se mostró
aún más terrible, como si hubiera perdido todo rastro de humanidad y fuese un
murciélago homínido. Atacó a Marcel con la velocidad de una bala, arrastrándole
por el suelo, sus garras tomándole de las solapas de su saco y sus afiladas
patas clavándosele en sus muslos.
- ¿Quieres un vistazo de la
oscuridad?- Preguntó con una voz gutural y ronca mientras ponía sus manos sobre
su cara y le soplaba de su aliento como si compartiendo así de su esencia.
Alexandru
regresó a su forma anterior y regresó a vigilar su experimento, el líquido ya
casi limpiaba todas las venas de su víctima y el momento estaba cada vez más
cerca. Marcel gritó como un loco, su mente disparada a millones de años luz a
través de galaxias y estrellas hasta aquel rincón cósmico donde Azathoth, el
dios loco e idiota, hace su reino. Se vio en la ciclópea entrada con las dos
criaturas abominables conocidas como los guardianes de la noche y a su alrededor
podía sentir la influencia de lejanísimas estrellas y las presencia
semi-etéreas de seres imposibles de describir pero repletos de conocimientos
místicos que le emborracharon de inmediato. Los guardianes esas criaturas
abominables que le parecieron que cambiaban de forma, se cortaron su putrefacta
carne no dudó en beber de su sangre y sentir un incontrolable frenesí que agitó
a su alma con tanta fuerza que fue como si vibrara más rápido que la luz y por
instantes pudiera estar en todas partes a la vez. Cuando su mente regresó a su
cuerpo se sentía de una manera totalmente nueva. Nuevos sonidos, antes tan
sutiles que sólo ciertos animales podían oírlos, le rodeaban susurrando
extraños mensajes. El reino mismo de lo mundano era como totalmente ajeno, como
si hubiera llegado a un planeta diferente donde todo lo conocido se rodeaba de
un aura de extrañeza. Incluso sus fuerzas se sentían insólitamente alimentadas
por algo infinitamente más grande, terrible y oscuro. Su reflejo en el viejo
espejo de plata también había cambiado, pues ahora su rostro parecía mucho más
ovalado, con extrañas salientes en la frente que casi desgarraban la piel y una
serie de colmillos nacían por encima de sus dientes normales. Sonrió y rió al
ver su reflejo, era todo cuanto había soñado y más.
Cuando
las bombas estallaron las escaleras al sótano se pulverizaron y la onda
expansiva empujó a los pocos que habían conseguido cruzarlas a tiempo. El
capitán Dragan, Gabriel Tenter y un puñado de soldados se levantaron del
polvoriento suelo y esperaron unos momentos a que regresara su sentido del
oído. Justo antes de la explosión habían escuchado voces, pero ahora no
encontraban a nadie. Gabriel recordó el sótano de cuando bajaron en compañía
del doctor Cristescu en busca del vampiro, cuando todo sonaba tan romántico y
poético. No habían encontrado nada, pero si no habían alucinado las voces
entonces era obvio que debían encontrar un pasadizo secreto. Sin hacer ruido
examinaron el sótano, con interminables filas de anaqueles que hacían de cava de
vinos. Contra una pared se encontraban viejos barriles que siglos pasados
habrían contenido cerveza o licores y uno de los soldados descubrió que se
podía caminar detrás de ellos. Sin hacer ruido les hizo señas a sus camaradas y
todos le siguieron hasta dar con una palanca. Escucharon aún las voces, ahora
más silenciosas y tragando saliva accionaron la palanca y descubrieron la
entrada.
- Marcel Sinevici, estás bajo
arresto.- Los soldados entraron primero y de inmediato le apuntaron. Más de uno
emitió un grito ahogado al ver al vampiro Bogdescu, era un monstruo como el que
nunca habían visto antes. Más vampiro que persona protegía a una mujer acostada
en una mesa, mientras que sobre su cuerpo danzaban extrañas luces y poderosas
luminiscencias doradas emitían su fulgor sobre ella y por debajo.
- Es demasiado tarde.- Dijo
Marcel, lanzándose contra los soldados. Con extraordinaria fuerza rasgó sus
uniformes y les hizo sangrar. Probó de su sangre y con colosal fuerza los lanzó
contra la pared o los azotó contra el suelo. Los disparos no consiguieron
frenarlo, pues su transformación ya había sido completada. Dragan empujó a otro
soldado que ya había perdido un brazo, le apuntó con su escopeta recortada y le
disparó justo al pecho. Marcel salió volando, pero de alguna manera se apoyó
contra un librero y saltó sobre el capitán azotándolo al suelo.
- No, ésta vez no.- Gabriel
disparó un tiro tras otro mientras que el capitán forcejeaba con su vida.
Finalmente le tiró el rifle encima, sacó su cuchillo y lo atravesó por la
espalda atacando su corazón. El instante de dolor fue suficiente para que el
capitán se escabullera, pero Marcel consiguió agarrarles a ambos de sus rostros
y lanzarlos por encima de los libreros bajos, azotándolos contra el suelo.
Marcel se echó a reír al ver a los soldados muertos, a sus enemigos derrotados
y a Alexandru a los pies de la virgen rezándole a los guardianes.
- Ahora sí harás lo que te
ordene.
Lo
atacó por la espalda, pero Alexandru había sido un vampiro por más tiempo que
él y era aún más rápido. Marcel trató de destruir las esferas de luminiscentes
colores, y Alexandru rugió como un león. El experimento estaba cerca de
completarse, podía ver sobre el cuerpo la estancia de los guardianes y al alma
de Andrea acercándose cada vez más y no iba a dejar que un ignorante como
Marcel echara todo a perder. Le sostuvo de los brazos y lo azotó contra una
pared, rasguñó su rostro casi arrancándole la nariz y de una patada lo alejó de
la mujer.
- 400 años de estar encerrado,
incapaz de dormir e incapaz de moverme. Nunca antes había sido la mera
consciencia una tortura tan espantosa y enloquecedora. Traté de mantenerme
racional por varios años, luego intenté desmayarme de algún modo o quedarme en
trance, pero fue inútil. Lo único que tenía era el recuerdo de Andrea, pero con
el paso del tiempo su imagen se fue borrando poco a poco. Como una estatua que
se erosiona de partícula en partícula su recuerdo se fue yendo para siempre
hasta que no pude recordar quién era a quien amaba tanto.- No había rabia en su
voz, si no la tristeza más genuina e incluso su voz fue la misma que cuando
había estado vivo, como si la insoportable carga de su larguísima tortura le
suplementara algo de su olvidada naturaleza humana.- Nuestro trato ha
terminado, tienes lo que querías y puedes irte, pero déjame a Andrea.
- No.- Le retó Marcel, mientras
que con su mano se mojaba de la sangre de los soldados y la probaba.- Quiero el
secreto de los muertos y tú no tendrás nada hasta que yo esté satisfecho.
Alexandru
le dio la espalda apenas un instante y Marcel se hizo de una pesada silla que
lanzó con un solo brazo. Pasó por encima del vampiro y de la virgen, pero
destruyó las esferas lumínicas. Alexandru rugió de nuevo, ésta vez con una voz
tan potente que parecía emerger de alguna caverna profunda más que de su
garganta. Aún sin las esferas el cuerpo irradiaba el aura que anunciaba la
posesión y Alexandru se convenció que el proceso estaba funcionando. Se lanzó
contra Marcel antes que lo echara todo a perder y forcejearon por el sótano.
Dragan arrastró a Gabriel lejos, detrás de unos muebles, para no interferir en
la titánica batalla. Marcel lanzó a Alexandru contra los fierros de oro que
formaban su amarra astral y Alexandru, sintiendo en su interior toda la fuerza
que había gozado hacía tantos siglos saltó encima de Marcel y azotó su cabeza
contra el altar donde adoraba a los oscuros dioses desconocidos.
- ¿Quieres el secreto de los
muertos?- Le preguntó antes de reventarle un idolito en la cabeza.
Se trataba de Cthulhu,
la criatura homínida con la cabeza con forma de pulpo y tentáculos donde la
boca debería estar. Marcel ardió en llamas, que apagó corriendo en círculos y
luego comenzó a reír. Su expresión era como si viera algo más allá de él, algo
cósmico e insólito y todos los misterios de los muertos quedaron al alcance de
su mano. Ebrio de conocimiento no reparó en el inmediato peligro y comenzó a
gritar desesperadamente. Se arrancó los ojos con las garras, pero eso no fue
suficiente. Algo, más allá de nuestras tres dimensiones y totalmente ajeno a
nuestra mundana existencia, lo reclamó como suyo. Su cuerpo se contorsionó,
como si un invisible y minúsculo punto en el espacio sobre él, donde una
criatura transdimensional, enteramente invisible a ojos humanos, le devoró el
alma destrozando su cuerpo como si le absorbiera, rompiendo huesos y aplastando
su cráneo hasta que todo lo que quedó fue una confusa masa de piel y sangre.
- Disfruta del secreto de los
muertos Marcel Sinevici...- Rugió Alexandru.- Que sin nada que te ate a este
mundo te haces presa de esas abominaciones. ¿Y en verdad, qué sabías tú del
secreto de los vivos? Nunca conociste el amor.
Regresó
a los pies de la mesa y emitió un gorjeo de felicidad al ver que las manos de
la mujer se movían y sus ojos mostraban vida. Tan obsesionado estaba en el
proceso que no escuchó cuando el capitán Dragan se levantó del suelo, pese a
los intentos de Gabriel de mantenerlo abajo y en silencio. El capitán sacó una
granada de su mochila militar y avanzó de puntas sin hacer ruido. Gabriel se
levantó detrás de él y corrió para detenerle pues conocía sus intenciones
demasiado bien. Dragan lanzó la granada, pero Gabriel consiguió aferrarse a
ella y frenéticamente regresó el clip al seguro. Dragan le gritó algo que no pudo
escuchar, había arruinado su única oportunidad de matar a la criatura. Gabriel
no le prestó atención, pues su mirada estaba fija en el vampiro quien escogió
ignorarles al ver que la virgen abría los ojos y trataba débilmente de
levantarse.
- Aquí estoy mi Andrea.- Acarició
su rostro con sus manos salvajes y su piel rasposa.
- Alexandru...- Reconoció la voz
de Andrea y en su mente pudo verla una vez más, en toda el esplendor que por
tantos años había atemperado su espíritu. Había navegado océanos de tiempo para
estar con ella una vez más y había funcionada. Andrea acarició su deforme
rostro, sin sentir temor alguno pues ella siempre había amado lo que estaba
dentro de él y Alexandru sintió un escalofrío al saber que aún quedaba algo de
su persona humana.
La
besó con suavidad y después se despidió de ella. Atravesó su pecho con su
garra, reventando sus costillas y destruyendo su corazón. Gabriel y Dragan lo
vieron todo sin saber qué pensar, pero para Alexandru todo estaba de lo más
claro. La había regresado a la vida de modo que pudiera mandarla al cielo, y
había funcionado. Se despidió de ella con una lágrima, pues sabía que en el
infierno que le esperaba no la encontraría nunca más. Se dio vuelta, viendo a
sus dos enemigos y no pudo reprimir una lágrima, al matarla había defendido esa
humanidad que por tanto tiempo había despreciado, siempre buscando conocimiento
y poder. Levantó del suelo la escopeta del capitán y otra escopeta larga y se
las entregó sin mediar palabras. Les señaló a los flamables líquidos en su mesa
de cirujano y todo quedó claro. Gabriel y Dragan le dispararon desde la base de
la nuca y prácticamente reventaron el cráneo en pedazos, para después rociar
todo el lugar con esos líquidos y prenderle fuego.
No
se volvió a hablar más de vampiros cuando todos desaparecieron y el toque de
queda fue levantado. La Guardia de Hierro tapó el asunto lo mejor que pudo y
deshizo la mansión de Marcel Sinevici piedra por piedra hasta que no quedó
absolutamente nada en aquel lugar donde antaño se erigiese el castillo
Bogdescu. E incluso la guerra, continuamente escalando en intensidad, ayudó a
llevar la mente de los habitantes de Bucarest a otras cosas. Gabriel acudió al
sitio de demolición todos los días y también durante las noches pues quería experimentar
por si mismo lo que los vecinos empezaban a convertir en leyenda urbana. En
algunas noches, cuando la luna está alta se escuchan los gritos de un pobre
desgraciado. Gabriel los escuchó, era Marcel Sinevici aullando de dolor y
desesperación, atrapado en una red de su propia creación. Aquel era en verdad
el monstruo de Bucarest, pues Gabriel entendió que Alexandru había abierto las
puertas del infierno por su esposa Andrea y al liberarla a ella de su
purgatorio se había liberado a sí mismo. Marcel había tenido la oportunidad de
conservar su humanidad, y en su premura por deshacerse de ella a cambio de
terribles conocimientos y oscuros poderes lo había perdido todo. No había
conseguido de Alexandru la receta para traer a su Ionela de vuelta al mundo de
los vivos, pero había conseguido algo mejor, el poder de dejarla descansar en
el cielo. Enterró su colguije, como Andrei le había ofrecido, sintiendo que así
Ionela no tenía más nada que le atara al mundo de los vivos ni que le atara a
él al mundo de los muertos.
No hay comentarios :
Publicar un comentario