Arrinconado
Por: Juan Sebastián Ohem
Jorge
Armiño arregló el lavabo del baño de la notaría y ayudó a las secretarias a
cargar el viejo archivero del licenciado Echeverría a la bodega. El notario
finalmente había decidido aprender computación y por ello había muchos cambios
que ejercer en la notaría número uno de Perihuete Sinaloa. Armiño se sentó en
la sala de espera para recuperar el aliento y sonrió al ver a los abogados
trajeados. Jorge era un hombre corpulento, casi como un toro, con manos gruesas
como mitones y el rostro envejecido por arrugas profundas. Disfrutó del aire
acondicionado hasta que vio salir a Leonor de la oficina del licenciado y usar
alguna de sus innumerables excusas para salir al estacionamiento trasero que
daba al jardín que Armiño cuidaba cada mañana.
- Al licenciado no le gustará.-
Dijo Leonor antes de saltar sobre él y besarlo. Leonor Artola era una mujer
delgada de tez blanca como la leche y nariz respingada. Juntos eran
completamente diferentes, pero se amaban con tanta intensidad que Leonor estaba
segura que incendiarían al pequeño pueblo.- Pero no podía aguantarme, cada que
te tengo cerca me vuelves loca.
- Ven a cenar conmigo.- Jorge la
puso en el suelo y acarició su rostro, era como una garra de puma acariciando a
una paloma.- Tú elige el lugar.
- Está bien, te veo en tu casa a
las siete. Ya pensaré dónde, le voy a preguntar a Echeverría dónde cenará él
para que no nos vea juntos.
- ¿Y a él qué le importa? Ya está
casado y tú nunca le diste motivos para creer que había algo.
- No me contrato por mi cerebro
Jorge, sino por mis piernas.
- Bueno, en eso no lo culpo, son
de una escultura.
- Ya me tengo que ir osito, te
veré en la noche.
Jorge
trató de convencerse que no caminaba sobre nubes mientras atravesaba la calle a
rayo del sol de la tarde a su camioneta, pero la verdad era que estaba
enamorado. Manejó pensando en las rosas que no terminaban de germinar, una de
las razones por las que el licenciado siempre peleaba con él. Jorge trataba de
explicarle que el clima es desértico y difícilmente podrían crecer rosas, pero
a Armando Echeverría le importaba poco el clima. Jorge apretó el volante con
fuerza, detestaba a ese engreído abogado que se había hecho notario por favores
de su padre. Ahora tenía un traje caro y creía que podía decirle a Jorge dónde
sí y dónde no crecen las rosas. Jorge no se quejaba, el trabajo era honesto y
podía ver a Leonor todos los días.
Llevado
por el instinto Jorge fue directo al clóset de su habitación y jaló las
planchas de madera que escondían un pequeño hueco donde había metido un portafolio.
Se sentó en la cama con el portafolio en las piernas y lo abrió sabiendo
perfectamente lo que encontraría ahí. La .45 seguía ahí, junto con el revólver
y las municiones. El fajo de dólares se iba haciendo progresivamente más flaco,
pero aún le quedaban unos seis o siete mil. Con sus torpes dedos tomó la
fotografía tomada en Juárez hacía dos años, él en compañía de su esposa e hijo,
de Pedro Muñoz y David Jiménez. Había sido sicario de Pedro el chino por cinco
años, cuando se llamaba Jorge Saldívar, hasta que Jiménez le ordenó torturar a
los hijos de un enemigo suyo y uno de los mocosos se le murió de espanto
mientras le arrancaba las uñas. Esa noche trató de ahorcar a su esposa por la
ansiedad, el exceso de cocaína y por los horrores que empezaban a comérselo por
dentro. Acarició el rostro de su esposa, sabía que estaba muerta, junto con su
hijo Miguel. Pedro los mató a los dos con una sierra eléctrica y alimentó a sus
perros con su carne cuando decidió huir del cártel y de la vida. David le
mostró las imágenes por su cuenta de correo electrónico. Dos años de huir, de
Juárez hasta Sinaloa donde difícilmente se toparía con alguien que le
reconocería. Temía que lo encontraran, un terror que le acompañaba cada
segundo, pero por sobre todas las cosas le aterraba la idea de que Dios le
negara la posibilidad de tener una vida pacífica. Perdió la cuenta de sus
víctimas después del 78, una anciana en Tijuana según recordaba. El pensamiento
de Leonor fue lo único que le permitió suspirar, guardar todo de regreso al
portafolio y de vuelta al escondite.
A
las siete en punto Jorge Armiño esperó a Leonor sentado en su sala con una
cerveza en la mano. La casa que rentaba venía amueblada, no se parecía en nada
a sus dos anteriores casas, la de Juárez y la de Tijuana, el cuero y la piel de
animales exóticos habían sido reemplazados por telas que conservaban más
manchas que el color original. Cuando Jorge se cansó de tratar de adivinar el
misterioso origen de la mancha verde en la alfombra decidió que ya no esperaría
más. Lanzando maldiciones fue directo a la pulquería, el único lugar divertido
de Perihuete. Sabía que era riesgoso dejarse ver entre tantos borrachos y
maleantes, pero jamás se permitía entablar amistades e intentaba mantener la
vista en la barra en todo momento. Jorge sabía que viviría el resto de su vida
con miedo, sin un solo amigo en el mundo y dispuesto a huir en cualquier
momento.
- ¿Qué le parece?- Le preguntó
Esteban, el mecánico con el taller en la carretera. Siempre se sentaba a su
lado, rara vez intercambiaban más de una palabra, pero de algún modo a Esteban
se le metió en la cabeza que era su conocido.- Carlos Castillo vino aquí. No
creo que no haya nadie en el pueblo con el que no quiera hablar. Es reportero,
¿lo sabía don Jorge?
- No, no estaba enterado. No leo
el periódico.
- Sí, nada bueno en el diario.-
Esteban estaba por decir algo más cuando alguien se paró a su lado, era
Patricio Gama. Esteban le conocía por su reputación, Jorge también. Patricio, o
el pato como gustaba que le llamaran, siempre se jactaba de las ayudas sociales
del gobierno para sus amados pescadores. Cuando no se jactaba de eso, se
jactaba de toda la droga que podía trasladar en una noche. Patricio era
exactamente la clase de gente con la que Jorge no quería mezclarse y el mero
hecho de tenerlo cerca le ponía nervioso.
- Don Humberto ha sido bueno, una
ronda para todos Tomás.- Le dijo el pato al cantinero.- Cuando el patrón ladra
todos brincamos. ¿No es cierto?
- Sí pato, claro que sí.-
Contestó el cantinero. Jorge nunca había visto a Humberto Sufami, el ganadero
más rico del pueblo y también conectado al cártel de Sinaloa.
- Oye Esteban,- Patricio se peinó
el largo cabello con un peine de marfil usando el espejo en la barra. No
necesitaba mirarlo para llamar su atención. Esteban no podía seguir fingiendo
que estaba entretenido viendo a los viejos ventiladores del techo y se volteó
sonriendo.- ¿tú sabes navegar?
- No pato, yo no. Me dedico mejor
a los coches.
- Tengo negocios que vienen de
Mazatlán, podría usar otro par de manos. ¿No tenía tu tío una lancha?
- La vendió, ¿no te acuerdas?-
Patricio gruñó decepcionado y Esteban suspiró aliviado.
- ¿Y tú Jorge?- No podía seguir
viendo a la barra, tenía que verlo a los ojos. Sabía lo que encontraría, la
misma frialdad que él tenía. El alma muerta siempre se refleja en los ojos,
Jorge lo sabía bien porque lo constataba cada mañana en el espejo de su baño.
- Yo no sé nada de botes, ni sé
nadar.- Patricio asintió la cabeza lentamente, asimilando las palabras. Jorge
se maldijo por no traer consigo una pistola en todo momento.- Además, yo tengo
que estar temprano aquí en Perihuete, me gusta perseguir a las de la prepa
estatal.
- Ah que tipazo,- se rió
Patricio.- eso es mejor que andar con puros hombres en un botecito. Bien por
ti. Pídanle otro trago a Tomás, va por mí y mi patrón.
Jorge
se tomó otra cerveza con la mirada puesta en la barra y esperó hasta que
Patricio se fuera para darse unos diez minutos antes de salir. Había sido
rápido, pero pudo ocultar a Leonor de la conversación con una mentira
plausible. El regreso a su casa fue lento y tortuoso. Dobló en cada esquina,
temeroso de estar siendo seguido, y cuando terminó el tour por todas las calles
de Perihuete estacionó a media cuadra de su casa con las luces apagadas y
esperó. Lo había hecho antes, esperar a su víctima dentro de su casa. Conocía
las señales, como autos desconocidos estacionados a una o dos cuadras de
distancia, como las patrullas que reportaban los movimientos de las víctimas
desde la calle o los halcones en la calle disfrazados de algo que no llamase la
atención. Jorge recordó las veces que usó a su hijo para pasar desapercibido,
le compraba globos o juguetes y le hacía caminar por cuadras siguiendo a su
víctima, siempre transmitiendo la información por celular a los halcones.
Habiendo sido entrenado por el ejército se sabía todos los trucos. Nada era
casual, todo estaba premeditado. El encuentro con Patricio bien podría ser
parte de la trampa, quizás alguno de sus amigos fingía ser un pescador y podía
reconocerle. No serían fáciles con él, le harían sufrir por días.
La
espera se hizo insoportable y con algo de resignación en el alma se bajó del
auto y caminó a su casa. Entró hasta la sala y concluyó que si no le atacaban
en su camino a la cocina entonces todo estaría bien. Llegó a la cocina, tomó un
cuchillo y con un brazo abrió el refrigerador para buscar dentro de la caja de
cereal su revólver pequeño. Esperó cinco minutos en cuclillas, escuchando en la
oscuridad, pero no había nadie. Cansado y asustado entró a su cuarto y se
detuvo cuando su botó tiró algo en el suelo, algo pequeño. Encendió el
solitario foco que colgaba del techo de yeso picado y pegó un brinco del susto.
Había tirado una bala de metralla de alto calibre, como de una AK-47. La bala
no estaba sola. Rodeando la cama se encontraba una larga hilera de balas
prolijamente acomodadas. No había nada más. No necesitaba algo más. Lo habían
encontrado, era hombre muerto.
Durmió
con el revólver en la mano. Soñó recordando, los peores sueños. Toalla en la
boca, cubetadas de agua, la víctima siente que se ahoga. Lo peor eran los
lamentos cuando eran encerrados, sus súplicas histéricas. Las mujeres ofrecían
sus cuerpos, y los sicarios aceptaban sin dejarlas libres. Los hombres eran más
directos, ofrecían dinero o rogaban por que les mataran sin dolor. Teobaldo
Robles, un camello de 18 años que decidió independizarse estrelló su cabeza
contra la pared hasta matarse. Jorge sabía que él haría lo mismo, pero también
sabía que no le dejarían intentarlo. El cártel tenía casas de seguridad en todos
los estados y en todas las ciudades, trató de calcular en cuál lo encerrarían a
él en compañía de una docena de chacales como él. El sol lo despertó cansado,
como si no hubiera dormido. Había ocultado todas las balas en una caja y en la
mañana revisó la caja sin saber qué encontrar. Fue al trabajo con el revólver
escondido en el interior de su bota. Sabía que si estaba aún con vida era
porque alguien dudaba, quizás de su identidad, quizás de ejecutar la orden.
También sabía que, cualquiera que fuera la causa, lo peor que podía hacer era
huir. Si no sabían si él era Jorge Saldívar, entonces ya lo sabrían; y si el
cártel de Sinaloa estaba indeciso de cumplir un trabajo de la Línea, entonces
su intento de escapatoria sólo serviría para terminar de decidirles.
- Jorge, ¿estás bien?- Leonor le
esperó a que estacionara y le saludó de beso. Jorge la miró en silencio, se
estaba deslizando a su vida anterior y lo peor era la sensación de estar entre
la espada y la pared, entre no poder huir y saber que cada día sería peor.
- Sí, no dormí bien, hacía mucho
calor.
- Te dejo plantado y mira en qué
estado te dejo. Pero ya en serio, lo siento muchísimo, estoy muy apenada Jorge
lo juro.
- ¿Estás bien?
- Sí, pero el licenciado
Echeverría quería discutir algunas cosas en su casa. Luego me sale con el
cuento de que su esposa se fue a Culiacán sin avisarme y, para terminar, me
hizo cocinarle.
- ¿Y lo hiciste?- Leonor no
conocía esa mirada, pero de inmediato supo que no le gustaba.
- Sé cómo manejarlo Jorge, no te
preocupes. Después de mi aumento supongo que cree que puede invitarme a cenar.
Hablaré con su esposa, de eso no te preocupes.
- ¿Y te tocó?- Su voz era
rasposa, gutural. No la voz de Jorge Armiño, sino la de Jorge Saldívar.
- No, claro que no.
- Ahorita va a ver.
Jorge
empujó a Leonor contra el auto y cruzó la calle sin mirar a los autos que
frenaron en seco con tal de no arrollarlo. Abrió las puertas de un golpe, el
aire frío le recibió a la antesala y todos los presentes tardaron en reconocer
al agradable jardinero. De una patada abrió la oficina del licenciado
Echeverría, pero él no estaba.
- Don Jorge, ¿qué hace?- Dos
abogados trataron de detenerlo agarrándole de los brazos para que no volteara
el pesado escritorio repleto de papeles.
- Jorge detente por favor.- Gritó
Leonor desde la entrada. Ciego de furia se sacudió a los abogados, lanzando al
más endeble de todos contra la pared y luego al suelo.
- ¿Dónde está el hijo de su perra
madre?
- El licenciado no está.- Dijo
otra secretaria. Jorge miró a los dos abogados furiosos con él, y a Leonor y
las otras secretarias mirando temerosas desde la puerta y se calmó.
- Eso es acoso sexual Leonor, no
deberías dejarte.
- Don Jorge,- bromeó uno de los
abogados tratando de aliviar la presión.-
pero ya conoce al licenciado, es un perro en celo pero es un french
poodle. No le haga caso.
- Sí, supongo que me dejé llevar.
- Mire, aquí hay cosas que tiene
que llevar a San Miguel. El secretario del alcalde está esperando.- Una de las
secretarias le mostró dos cajas de papeles y Leonor le acompañó a la antesala
tomándole del brazo.- El aire fresco le hará bien.
- Sí, perdón de nuevo.- Jorge
trató de acercarse a Mario, el abogado más flaco, pero este retrocedió
instintivamente.- ¿Te lastimé Mario?
- No, no es nada. Pero la próxima
vez don Jorge, usted carga el archivero solito. Ya vimos que tiene la fuerza
para hacerlo.
- Sale pues, es una promesa.
El
aire fresco no lo calmó, pero el miedo sí. Tenía suerte que a nadie le caía
bien el licenciado Echeverría, de otro modo ya no tendría trabajo y la policía
le tendría detenido. Con las dos cajas sobre el asiento del copiloto Jorge
manejó lento, con un ojo en el espejo retrovisor y preparado para lo que fuera.
El trayecto no fue largo y una pick-up vieja, con más óxido que pintura, le siguió
casi todo el tiempo. Al llegar a San Miguel la camioneta se siguió de la largo,
Jorge sabía que estaba paranoico pero podría jurar que vio a Patricio Gama. Estacionó
frente a la casa de gobierno y entregó las dos cajas a un secretario gordo y
chaparro. No había mucho que ver en San Migue, Jorge le conocía bien, era como
cualquier otro pueblo con sus casas de tabiques, sus calles polvorientas, sus
cantinas llenas y sus iglesias vacías. Se sentó en una banca del parque y se
compró un refresco, no tenía ganas de regresar.
- Don Jorge, qué bueno que lo veo
por aquí. Soy Carlos Castillo.- El reportero, un hombre de cara alargada, alto
y flaco como un espantapájaros se sentó a su lado. Cargaba en todo momento con
una pluma y un bloc donde garabateaba todo lo que veía. Jorge tragó saliva y se
terminó su refresco como si no le hubiese notado.- ¿Conoce usted a los
pescadores?
- No, voy a la playa una vez cada
quincena, como algo y me regreso.
- Es raro que un hombre que vive
en una comunidad playera disfrute tampoco de nuestras playas.- Carlos apuntó
algo y Jorge rápidamente pensó en algo que le hiciera menos notable.
- Es que trabajo todo el día y
los pescadores no me caen bien. Están borrachos día y noche.
- Sí, eso he notado. ¿Diría que
tienen más dinero de lo normal?
- ¿Y por qué me pregunta a mí de
los pescadores de Perihuete?
- Trato de tomar el pulso de
Perihuete preguntándole a la mayor cantidad posible de gente. Es mi trabajo,
soy reportero. Le he visto en la cantina donde Patricio Gama parrandea cada que
regresa de una noche larga de trabajo en el mar con sus compañeros, pensé que
quizás le conocía.
- Trato de no hacerlo, como dije,
los pescadores no me caen bien.
- Pues siga así, don Jorge, ese
Patricio Gama es una mala influencia.
Castillo
se despidió con un gesto y Jorge se contuvo para no salir corriendo, pistola en
mano hasta su auto. Tenía que jugarla bien, tenía que recuperar el portafolio
de su escondite, dejarle algo de dinero a Leonor y desaparecer. Lo había hecho
antes, incluso por menos. Una sola insinuación, inocente por cierto, le habían
hecho desaparecer de Nuevo León. Ahora estaba seguro que alguien sabía que él
era Jorge Saldívar y había esperado demasiado. Sospechoso o no, él tenía que
desaparecer porque conocía las dos reglas de oro de la maña, primero, que el
narco no tiene límites en lo que puede lograr, segundo que sus métodos eran tan
sofisticados que no podía confiar en nadie ni en nada. Regresó a su auto y en
cuanto vio lo que estaba acostado en su asiento se detuvo con la sangre helada.
En un segundo se agachó, recuperó su pistola del interior de su bota y se puso
de pie. Volteó hacia todas partes, había mucha gente haciendo lo que la gente
hace en el centro de San Miguel al mediodía. Abrió la puerta y al principio no
se atrevió a tocar el fólder con “Jorge Saldívar” escrito con plumón. Lo abrió
como si fuera una bomba, y en cierta medida lo era, una docena de fotografías
de algunas de sus víctimas. Algunas eran del periódico, otras de celular o
cámara. Reconoció a todos de vista, hombres, mujeres y niños, pero a casi
ninguno por nombre. Destruyó las fotografías, las guardó en el folder y corrió
al basurero más cercano para prenderle fuego oculto de las miradas sospechosas
detrás de un camión mal estacionado.
Salió
de San Miguel como un alma que escapa del infierno. Todo estaba claro en su
mente, no iba a morir, no lo iban a agarrar. Iría a su casa, recuperaría su
portafolio y desaparecería de la faz de la tierra. Se iría a Chiapas o quizás a
Oaxaca, dejaría atrás a Leonor Artola y empezaría de nuevo. Todo era mejor que
el destino que le esperaba. Tenía la mente demasiado embotada por el miedo como
para pensar con claridad, ya no le importaba si el cártel sabía dónde estaba o
si era alguien más. Alguien sabía, con eso bastaba. El acosador misterioso no
se contentó con dejarle fotografías en un fólder con su nombre, también había
destrozado una llanta trasera con un cuchillo. En una curva la goma se terminó
de deshacer y la camioneta se patinó en una desértica loma. Agarrado del
volante, con el corazón a punto de estallar, la camioneta describió una vuelta
completa y se detuvo cerca de una empinada colina que habría cobrado su vida.
El alma le regresó al cuerpo poco a poco, había estado cerca. Sabía que podía caminar una hora al rayo del sol
hasta la entrada a San Miguel y pedir ayuda, pero estaba paralizado por la
avalancha de sospechosas coincidencias que habían empezado desde ayer. La
decisión fue tomada por él cuando escuchó la sirena de policía. La patrulla de
la policía estatal se acercó a toda velocidad, con la pistola aún en la mano
supo que era una apuesta mortal. Se guardó el arma cuando vio a los policías
acercándose a pie.
- Buenas tardes don Jorge.-
Conocía al policía mayor, era Bruno Islas, oriundo de Perihuete.- Hace
demasiado calor como para tomar el aire aquí. ¿Qué le pasó a su llanta?
- Botella rota, creo que se
desgarró.- Jorge permaneció en el auto, sabía que era inútil, si tenía que
escapar no llegaría lejos. Bruno se quitó el sombrero y se ventiló con él.
- ¿Qué esperas Marcos? Cambia la
llanta.- Bruno regresó a la patrulla y le mostró a Jorge una botella fría de
cerveza. Sabía que no tenía opción. Salió de la camioneta mientras el otro
policía, Marcos, cambiaba la llanta con una destreza sobrenatural.
- ¿Día ocupado?- Preguntó Jorge
mientras abría la cerveza con su llavero de Corona.
- Dos muertos en Conalao, uno de
ellos con recompensa.- Bruno escupió su chicle y le dio un buen trago a la
cerveza con la otra mano sobre su automática.- Una maldita lástima. Me vendría
bien el dinero.
- ¿A quién no? Aunque debe ser
peligroso, esa gente está bien loca.- Bruno se rió a carcajadas y le dio una
palmada en la espalda.
- Suicida si hubieran sido del
cártel, pero esos pelados eran del Milenio. Los federales me habrían dado cien
mil por cabeza.
- Suena lucrativo.
- Si tienes los pantalones.- Dijo
Bruno acariciándose el bigote.- Los federales pagan y el cártel también. Mi
cuñado se compró una casa en Mazatlán con una noche de trabajo. Le volaron un
dedo, lo cual es una tragedia para él, siempre quiso ser músico.
- Al menos está vivo.
- Eso digo yo, pero así es mi
cuñado, no agradece las cosas pequeñas de la vida.- Jorge se apoyó en la
patrulla y en silencio miró a Marcos cambiar la llanta usando una refacción que
guardaban en la cajuela. Trató de imaginar cuánto valdría su cabeza, él sabía
cuánto valía para él, todo el dinero del mundo.
- ¿Conoce usted a un reportero
llamado Carlos Castillo, oficial?
- ¿Conocerlo? El hijo de perra es
un tábano. Está haciendo un libro, ya sabe como son ellos. Creen que si hacen
un libro que nadie leerá entonces todo estará mejor.
- Me preguntó sobre los
pescadores, parece que le ha preguntado a todos.
- Sí, hasta a la mamá de Marcos y
eso que es ciega y sorda de un oído. Se me plantó un día, hace como dos
semanas, quería saber de los diversos cárteles que han peleado la plaza de
Mazatlán con Sinaloa, incluyendo a Perihuete por supuesto. Es como una
enciclopedia de mañosos, los conoce a todos por nombre y fotografía. No me
preguntes de dónde las saca.
- Ya está, la llanta debe durarle
unos días pero será mejor que la cambie.
- Gracias, ¿cuánto les debo?
- No ofenda don Jorge, ¿qué pasó?
Mejor cambie la llanta y nos devuelve la de refacción.
- Gracias don Bruno, me salvó la
vida.
Dos
zopilotes le siguieron hasta Perihuete, ya podían olerlo muerto. Jorge se
imaginó comprando el libro de Carlos Castillo en alguna librería en otro pueblo
perdido, quizás Chiapas y viendo su cara con su nombre verdadero y su historia.
No habría lugar donde esconderse entonces. Al llegar a Perihuete fue directo a
su casa y entró con pistola en mano. No se encontró con sicario alguno, ni
había más sorpresas alrededor de su cama. No era necesario, ya estaba bien asustado.
Recuperó su portafolio de su escondite y en una maleta vieja metió la poca ropa
que tenía. El teléfono a un lado de la cama sonó y sus nervios estallaron. No
era Leonor, no podía serlo porque le habría hablado al celular. Se sentó en la
cama, a un lado de su maleta y miró al teléfono. Al cuarto repiqueteo decidió
que tenía levantar el auricular, no tenía opción.
- ¿Bueno?
- Jorge Alejandor Saldívar
Pérez.- La voz estaba escondida con un modulador de voz. Jorge los conocía
bien, los usaba para los secuestros. Siempre le pareció que la voz electrónica,
sin emoción alguna, sonaba aún más amenazadora.
- ¿Te crees muy macho porque
llamas por teléfono? Sigo con vida, ¿por qué no le has dicho al cártel?- La voz
electrónica rió como cuervos al atardecer.
- No les he dicho aún, ¿para qué
pasar una buena oportunidad de negocios?
- Te voy a negociar la vida.
Cuelga y déjame en paz y te dejo vivir.
- No, no harás eso. Pleno siglo
XXI puedo mandar una docena de correos en dos patadas. ¿A la PFP, Interpol, DEA
o quizás a tus amigos de Juárez o tus enemigos de Sinaloa? A don Humberto
Sufami le gustaría saber a quién tiene en Perihuete. Le pagarían bien por tu
cabeza.
- ¿Qué quieres?
- ¿Qué más voy a querer? Dinero.
Le robarás a don Sufami y me darás el dinero. Estoy pensando en un millón, eso
compraría mi silencio.
- ¿Y dónde te encuentro para
darte el dinero?
- ¿Crees que soy idiota? Yo te
aviso, te estaré observando Jorge Alejandro Saldívar Pérez.
- Está bien, tú ganas.
Su
amigo secreto colgó el teléfono y Jorge guardó sus cosas de regreso al clóset.
No podía irse aún, pero tampoco le iba a robar a Humberto Sufami. No
sobreviviría ni un día si lo hiciera. Sólo quedaba una opción, tenía que matar
al cobarde que lo chantajeaba y tenía una buena idea de quién podía ser. Ignoró
las llamadas de Leonor y de la notaría y manejó por las calles de Perihuete
buscando a Carlos Castillo. Preguntó en los dos hoteles, pero no lo tenían
alojado. Se le ocurrió que quizás, si planeaba quedarse por más de un mes,
habría rentado una casa. La búsqueda fue sencilla, no había muchas casas a la
renta y la gente era chismosa. El reportero se había hecho famoso en Perihuete
y las ancianas que toman la siesta en el porche de sus casas le indicaron dónde
vivía.
La casa en cuestión
era una madriguera de gobierno situada en una esquina con un pequeño parque de
árboles muertos. Entró por una ventana con la pistola en la mano y en un par de
zancadas recorrió la cocina, el baño y el dormitorio. Castillo guardaba su
trabajo debajo del colchón y no fue difícil descubrirlo siguiendo el cable de
la laptop. Con cuidado de memorizar el lugar de cada cosa para regresarlo
idéntico, curioseó entre las fotografías que tenía guardadas en un sobre.
Reconoció al cantinero, a varios pescadores, a varios policías y se reconoció a
sí mismo. Encendió la computadora pero fue inútil, estaba protegida por
contraseña. Regresó todo como estaba, no podía matarlo de día, y salió por la
misma ventana.
Durante
las siguientes horas en lo único en que podía pensar era en cómo matar a Carlos
Castillo. El reportero se había cansado de ganar salario mínimo por poner su
vida en peligro y decidió hacer millonario poniendo la vida de alguien más en
peligro, pero se equivoco de víctima. Jorge distraídamente hizo la jardinería
de la notaría y ayudó a cambiar muebles de lugar. Obraba como sordo, en otro
planeta, y Leonor se preocupó. El licenciado Echeverría la quería en una
reunión urgente en su casa, la clase de reuniones donde misteriosamente se le
olvidó avisar a los demás. Leonor se excusó como pudo y aprovechó la
oportunidad para pasar la noche con Jorge. Trató de hablarle en el trayecto,
pero por más que Jorge asentía e intentaba contribuir a la conversación era
imposible. No había escapado de su anterior vida, sólo se había arrinconado.
- Hay algo importante que tienes
que saber,- dijo Leonor mientras rechazaba la cerveza que Jorge le ofrecía.-
estoy embarazada. Por eso necesito el trabajo, cada centavo que pueda porque en
cuanto el licenciado se entere que estoy embarazada me va a correr.
- ¿Estás embarazada?- Jorge se
desplomó en su sillón, la cerveza se resbaló de sus dedos e intentó con todas
sus fuerzas detener sus lágrimas. Los recuerdos de su esposa embarazada le
inundaron, de su hijo jugando football con sus amigos, de la emoción de comprar
cunas y todas esas cosas. Su familia había muerto por su culpa, ahora ponía en
peligro mortal a Leonor y a su hijo.
- Yo también lloré cuando me lo
dijeron, ¿te vas a casar conmigo?
- Por supuesto Leonor, tendremos
a nuestro hijo aquí mismo en Perihuete.
Celebraron
por un par de horas, Jorge tratando de no parecer ausente. Su alma estaba
estirada al borde de romperse. Quería quedarse con Leonor, pero sabía que eran
sueños imposibles. Había matado, torturado, secuestrado y desmembrado. No podía
huir de eso y su chantajista lo sabía. La matarían a ella también, no tenía
duda porque él habría hecho lo mismo. Leonor se quedó dormida en el sofá,
soñando con bodas y bautizos, pero Jorge no durmió. Cerca de la medianoche
escuchó que algo se deslizaba bajo la puerta. Sin hacer ruido se acercó y tomó
el sobre con su nombre. La nota era breve y estaba escrita detrás de una
fotografía de periódico de Humberto Sufami abrazado del gobernador, “un millón
por tu vida y la de Leonor”. Quemó el sobre y su contenido en el baño y esperó
una hora en la oscuridad, acariciando el rostro de Leonor. Sin despertarla
salió de la casa por una ventana y caminó en la oscuridad evitando las calles
populosas.
Una
luz estaba encendida en la casa rentada de Carlos Castillo. Avanzó entre los
árboles muertos del pequeño parque, siempre mirando sobre su hombro. El
trayecto había sido largo y estaba casi seguro que nadie le había visto. Se
metió por la misma ventana y caminó de puntitas hasta la habitación donde el
escuchó roncar. La computadora y las fotografías descansaban a su lado. Con las
dos manos tomó la computadora portátil y se paró a un lado de Carlos. Con todas
sus fuerzas lo golpeó en la cabeza, pedazos de plástico salieron volando y el
reportero murió de inmediato. Rojo de furia, respirando pesado y con la
adrenalina haciendo temblar su pulso lo golpeó una docena de veces más hasta
que su cara quedó irreconocible. Rápidamente reunió las fotografías, su celular
y su computadora ensangrentada en una bolsa de plástico y revisó la casa sin
encontrar nada más que fuera sospechoso. Salió de la casa del mismo modo que
había entrado. En el camino fue destruyendo el celular, pedazo a pedazo y quemó
el chip con toda su información. Destruyó las fotografías, las quemó y las dejó
caer al desagüe. En un oscuro callejón rompió la computadora en dos e
histéricamente intentó desarmarla con sus gruesas y torpes manos. Frustrado, se
contentó con tirar la computadora por un pozo y regresar a su casa para
sentarse a un lado de Leonor y dormitar un par de horas.
La
policía no tardó en encontrar el cuerpo. La casera fue a demandar su pago a
primera hora y usó su llave para curiosear. Jorge sabía que no podría huir el
mismo día, la policía de inmediato se preguntaría quién ya no está en
Perihuete. Sorprendió a Leonor con el desayuno, y aunque no había podido dormir
bien se sentía más relajado. Manejó al trabajo evitando las manzanas cercanas a
la casa rentada donde había matado a Castillo, pero de todas maneras le tocó
retén. Policías con armas largas le ordenador detenerse. Bruno Islas se ventiló
con su sombrero y se apoyó en la puerta de la camioneta de Jorge mirándolo
detrás de sus lentes oscuros.
- ¿Qué pasó?
- ¿El retén? Alguien mató al periodista
anoche. Estamos revisando gente de fuera, el asunto es de lo más sospechoso. Le
robaron todo su trabajo, ¿se acuerda del libro que le dije? Pues ya no lo
hará.- Bruno escupió al suelo y se aclaró la garganta.- Los federales se toman
en serio la muerte de periodistas, saldrá en televisión estatal y en el diario
mañana en la mañana. No lo tome personal don Jorge, a todos les pregunto, ¿qué
hacía usted anoche?
- En mi casa, durmiendo.
- Conmigo.- Agregó Leonor.- ¿Ya
podemos seguir?
- Sí, claro.
- Vaya gente.- Se quejó Leonor.
- Sólo hace su trabajo.
- No me refiero a Bruno, me
refiero a los que mataron al periodista. Escribe un libro sobre narcos y
después es asesinado, ¿quién más puede ser? Bestias todos ellos.
- Te lo tomas muy en serio.
- Es que me preocupa mi bebé, ¿en
dónde va crecer?
Dejó
a Leonor a una esquina, para que el licenciado no les viera juntos, y esperó
diez minutos antes de estacionarse frente a la notaría número 1. El licenciando
Echeverría le sorprendió mientras sacaba sus herramientas del clóset de
jardinería. El retén no le había puesto nervioso, a menos que hubiese un
testigo ocular Bruno Islas no le conectaría con el crimen. Había hablado con él
sobre Castillo, eso era cierto, pero lo mismo podía decirse de todos en
Perihuete. Habían sido los comentarios de Leonor y, sobre todo, su embarazo.
Echeverría usó cualquier excusa, en esta ocasión sus dichosas rosas, para
insinuar que lo despediría en cualquier momento. Jorge no reaccionó, lo primero
en lo que pensó fue que eso haría más fácil su huída, después de todo mucha
gente dejaba el pueblo en busca de trabajo. Se limitó a asentir con la cabeza,
su mirada puesta en la palanca de metal que descansaba a un lado de su pala. De
inmediato pensó en los pescadores, ellos serían el principal sospechoso y
mientras más rápido terminara la investigación más rápido podría irse. No
necesitaba meditarlo, abandonar a Leonor y a su futuro hijo era, en el fondo,
por su propio bien.
Trabajó
con la mente en otras cosas y aprovechó la primera oportunidad para
desaparecer. Con la excusa de ir a comprar abono para las rosas se robó la
palanca de metal y manejó hasta la carretera. Sabía que la policía estaría
vigilando a los coches que se acercaban a los muelles de pescadores, por lo que
no manejó hasta allá. Estacionó en la tienda de abarrotes y tomó un camión
hasta los muelles. Disimuladamente acompañó a los pescadores con la palanca
oculta en su abrigo y se escondió en una marisquería hasta asegurarse que no
había policías. No había un pescador, ni siquiera los que servían los mariscos
en el pequeño restaurante de tablas de madera, que no llevara celulares de
lujo, adornos de oro o tennis de marca. Patricio Gama debía pagar muy bien, tan
bien que la policía se mantenía a prudente distancia. Pagó la cuenta y salió
por la puerta lateral a las lanchas acababan de llegar. Había un muelle hasta
al final rodeado de paredes de tablones y una mesa con básculas para pesar la
obra del día, normalmente paquetes de marihuana. Aprovechando que los cercanos
del pato Gama estacionaban cerca sacó la palanca de su escondite y la tiró
debajo de una lancha volteada y en mal estado.
- Oye tú, ¿qué estás haciendo?
Jorge no entró en
pánico, caminó dos pasos en reversa y subió al muelle ocultándose con los
tablones de madera. Lo escuchó acercarse y en cuanto vio su mano le jaló cerca
y le rompió el cuello tomándole de la mandíbula y forzando hacia atrás. Cargó
al muerto como si fuera su amigo y lo tiró sobre una lancha de motor que
encendió y dejó que se alejara. Miró a todas partes, pero no veía a nadie más.
Los pescadores se habían ido y esa parte de la playa estaba demasiado sucia
para los curiosos. Tomó el camión de regreso a la tienda de abarrotes y regresó
a la notaría con dos sacos de abono. El asesinar no le dejaba nervioso, había
perdido eso hacía años, pero ese pescador no era parte del plan. Quería
incriminar a los pescadores, pero tarde o temprano encontrarían a uno muerto en
una lancha. Al menos una parte de su plan funcionó, pues según una de las
secretarias la policía había revisado a los lancheros y encontrado una pala con
la que habrían forzado la entrada.
- Todo el asunto es espantoso,
todos aquí en Perihuete conocemos a ese Patricio Gama. Está más que metido en
el narco.- Se quejaba un abogado.- Ni qué decir de Humberto Sufami, hasta
mencionar su nombre es peligroso hoy en día.
- Pues sí, ni qué hacerle.- Dijo
una secretaria mientras contaba los billetes y se los daba a Jorge.- Su quincena.
¿Ya habló el licenciado con usted don Jorge?
- Sí, ya me lo dejó en claro.
- Una lástima que se vaya.
- Pues sí, pero ya encontraré
trabajo. Hay que vivir de algo.
Leonor
tenía que quedarse hasta tarde otra vez, debía ahorrar cada centavo antes que
el notario la despidiera. Jorge fue directo por una cerveza a su refrigerador y
sacó el revólver de su bota en cuanto vio las gotas de sangre en el pasillo.
Alguien había entrado a su refrigerador y pintado su nombre verdadero con
sangre en las paredes. Jorge bebió de su cerveza, eructó y se tranquilizó
pensando que no era sangre humana, por el olor y el color debía ser sangre de
res. Por más que apretaba su revólver las respuestas no llegaban a su mente.
Castillo estaba muerto, pero el acoso continuaba. El teléfono sonó y la cerveza
se le deslizó de los dedos.
- ¿Qué quieres?
- ¿Te gusta el decorado? Tú se lo
hiciste a un carnicero hace cuatro años en Juárez, ¿te acuerdas? Usaste la
sangre de su esposa y dejaste su cabeza sobre la cama. Rogelio Martínez era el
nombre del carnicero, se pegó un tiro esa misma noche. Tanto miedo te tenía.
¿Se siente bonito el miedo?
- Déjate de juegos. Ya no pusiste
el modulador, ahora dime tu nombre.
- Ernesto Torres. Mira por la
ventana Jorge, para que veas que no me oculto como tú.- Jorge se aceró a la
ventana y estudió a la gente que paseaba por la calle hasta reparar a un hombre
hablando por celular y moviendo la mano. Torres era un hombre delgado, con
profundas marcas de acné, ojos pequeños y una cicatriz que partía sus labios
del lado derecho.- ¿Te acuerdas de mí?
- He visto muchos maricones
antes.
- No te hagas al macho que te
mueres de miedo, mataste a la persona equivocada. La gente como tú siempre saca
el cobre. Mira mi mano, ¿ves esa mancha?- Ernesto levantó el dorso de la mano
derecha y Jorge distinguió las cicatrices negras típicas del ácido de batería.-
Me echaste ácido en los genitales y me cubrí con la mano. ¿Te acuerdas de mí
ahora? Me orinaste cuando me retorcía en el suelo. ¿Te acuerdas de mí o es una
descripción demasiado general?
- ¿Juárez?
- Tijuana.
- Tijuana... No sé, han sido
muchos.
- Mataste a mi hijo enfrente de
mí. Dijiste que le debía dinero a un capo, pero no era cierto. Te equivocaste y
tu patrón te regañó enfrente de mí.
- Ya me acuerdo, 2007. Quédate
ahí, ahorita te mato.
- ¿Y el robo?
- No te hagas al listo, no
quieres que robe. Quieres que sufra.
- Y sufrirás Jorge Alejandro
Saldívar. ¿Ese pescador al que incriminaste? Patricio Gama no pudo haber matado
a Castillo porque anoche estuvo en el mar. Incluso si lo hubiera hecho, no irá
a prisión. Él es como tú eras antes. Quizás le diga quién eres realmente.
- Ahora me llamo Jorge Armiño,
hago arreglos en la notaría. No soy la misma persona, pero mataré si es
necesario. Ya me salí de la maña Ernesto, mataron a mi familia por eso. ¿Qué
más quieres?
- No es suficiente.
- ¡Ya no soy Saldívar!
- ¡Tú serás Saldívar hasta que yo
lo diga!
- Matarme no te servirá de nada.
- Dijiste que mataría si era
necesario, te propongo un trato. Mata a Leonor Artola y te dejo en paz.
- ¿Estás loco? Ella es inocente.
- La matarías si ella se enterara
de quién eres y qué hiciste.
- No hagas eso, por favor. Ella
no lo merece. Me iré de aquí, la dejaré porque es demasiado buena para mí.
- La dejarás porque podría
descubrirte y tú lo sabes.
- Hijo de perra te voy a arrancar
el corazón.
- Oye imbécil, ¿qué no escuchas
la puerta? Es Leonor, invítala a tu cuarto.
Histérico
corrió al baño y mojó toallas para lavar la sangre que llevaba a su habitación
y la cerró con llave. Para cuando finalmente abrió la puerta estaba sudando y
temblando de nervios. Leonor no se dio cuenta, ella estaba igual de nerviosa,
llorando histéricamente. La llevó a la sala y se bebió una cerveza tratando de
calmarse mientras Leonor hablaba por fragmentos ahogados por el llanto. Entre
sus espasmos pudo hacerse entender, temía que el notario Echeverría la quería
despedir y tenía miedo por su bebé, por lo que le pasó a Castillo y por la
policía.
- ¿Por qué por la policía amor?
Eres demasiado linda como para lastimar a alguien.
- No sé, quizás sean las hormonas
pero esta mañana en el retén se me pegó un miedo terrible. Me quedé pensando,
tratando de recordar si tú habías salido de la casa. Recuerdo, o creo que
recuerdo, que me desperté y fui al baño. ¿Me acuerdo o lo soñé?
- Lo soñaste amor, yo estuve en
casa toda la noche. Creo que fui a mi cuarto a buscar cigarros, capaz que en
ese momento fuiste al baño.
Jorge
logró evitar que Leonor fuera a la habitación y esperó a que se quedara dormida
para limpiar la sangre. Ahora su acosador tenía nombre y apellido, no sería tan
difícil de encontrar. No le había dicho al cártel dónde estaba, ni informado a
los de Sinaloa sobre su verdadera identidad, de eso estaba seguro. Ernesto
Torres lo quería torturar, pero no era un sicario profesional como él y
seguramente habría cometido errores de novato. Abrazado a Leonor en el sofá
pensó en las posibilidades. Torres le había encontrado, seguramente por
accidente, y debía haber estado en Perihuete por un buen tiempo. Jorge no lo
habría reconocido, pero Torres sí. Si eso era cierto entonces Torres habría
visitado los mismos lugares que Jorge. En la mañana se excusó de ir a trabajar
y puso su plan en acción.
Manejó
en dirección a la notaría y prestó atención a los coches. Había sido un experto
siguiendo autos, Jorge había sido garrapata por varios meses cuando empezó en
Tijuana, siguiendo a policías y empresarios importantes en taxis sin llamar la
atención. Manejó en círculos por más de una hora, pero ni señas de Torres. La
idea que Torres tuviese un cómplice era aterradora, pero se figuró que no sería
el caso. Ernesto Torres era un hombre común al que había arrastrado al
infierno, sometido, torturado y robado de su dignidad al punto que casi le
orillaba al suicidio. Seguramente habría pasado años después planeando su
venganza y por alguna razón se le hacía demasiado personal como para incluir a
otras víctimas.
Visitó
su supermercado y preguntó a todos los empleados si habían visto a Ernesto
Torres y les dio una descripción fotográfica. Nadie le había visto. Las
chismosas de la cuadra no estaban seguras, quizás le habían visto y quizás no.
Cuando sonó su celular se imaginó que sería Torres, hasta que el llanto de
Leonor le dejó frío.
- Dios mío, ¿estás bien Leonor?,
¿te han hecho algo?
- No, yo estoy bien amor, pero es
el licenciado Echeverría. Está muerto.- Jorge se sentó sobre un tabique, se
limpió el sudor y empezó a tartamudear. Sabía quién había sido. Todos pensarían
que fue él. Si huía sin matar a Torres él soltaría la sopa. Estaba acorralado.-
Amor, ¿sigues ahí?
- ¿Qué? Sí, sí aquí estoy. ¿Qué
pasó?
- Pues no llegaba y no llegaba.
Le llamamos mil veces y no contestaba. Todos pensamos en Castillo, no sé por
qué. Ese policía, Bruno Islas, fue el que revisó su casa y vino a avisarnos. Lo
apuñalaron mientras dormía. Es horrible Jorge.
- Sí, es horrible.- Repitió sin
emoción en la voz.
- Tú... tú querías golpearlo, ¿te
acuerdas?
- Sí, es cierto, pero estaba
contigo. Toda la noche. ¿Te acuerdas? Estaba pegado a ti.
- Tengo que regresar, la oficina
es un desastre.- Jorge trató de detectar desconfianza, pero sabía que estaba
demasiado asustado como para ser objetivo.
- Te veo después.- La búsqueda
tenía que acelerarse. Probó suerte en la cantina y preguntó a todos los
habituales con los mismos resultados.
- Todo el asunto apesta.-
Patricio Gama entró a mitad de conversación y le hizo señas para que el
cantinero le sirviera a todos. Se relamió el cabello con vaselina que guardaba
en su pantalón y se apoyó en la barra.- ¿De dónde salió esa condenada barra de
metal? No me lo explico. Don Humberto está histérico. Tengo a un muchacho
muerto además, lo están trayendo ahorita.
- ¿Y qué hará la policía?-
Preguntó Jorge.
- ¿Qué me puede hacer? Lo que el
viento a Juárez. No es tanto por el pescador, eso ni les importa. Es ese
reportero muerto. Ya encontraron su computadora, estaba en un pozo o algo así.
La mandaron a Culiacán para sacarle los datos. ¿Qué estaba escribiendo? Eso le
preocupa a mi patrón. Pero usted no se preocupa, Sinaloa siempre se recupera.
Usted disfrute del trago, a mi cuenta.
- Gracias don Patricio.
- Y ya sabes, siempre hay trabajo
para quien quiera trabajar.
- Lo tendré en cuenta.- Se bebió
el whiskey bajado con agua y salió de la cantina, pero no llegó lejos. Bruno
Islas estaba rascándose el bigote y fumando apoyado contra su camioneta.
- ¿Tenía perro?
- ¿Qué? No.
- ¿Entonces de dónde salió este?-
Torres había dejado un perro muerto en la cabina trasera.
- Lo atropellé y no quise dejarlo
ahí. No sé qué hacer con él.
- Es muy amable de su parte.
¿Pues qué le puedo decir, don Jorge?
- ¿De qué?
- De qué, dice este.- Los otros
policías rieron con sonrisas maliciosas y Jorge trató de calcular cuánto
tardaría en sacar su revólver y matar a los tres. Estaría en Culiacán para la
media noche.- Pues le diré de qué, al licenciado Echeverría le gustaba su
chava, esa Leonor Artola.
- Era un don Juan. Leonor y yo
esperábamos que regresara su esposa de viaje para decirle.
- ¿Le ibas a decir? Porque según
algunos ya te había despedido. Supongo que no te quería cerca de su amante. ¿No
te habías peleado con él?
- No oficial, le dijeron mal.
- ¿No me digas?- Jorge le aguantó
la mirada, sabía que todo dependía de eso.
- Trató de ponerse gracioso con
mi novia, hice un berrinche y tiré cosas pero el licenciado no estaba. Y anoche
estaba con mi novia en casa, dormimos juntos.
- Es la segunda vez que me lo
dice don Jorge, lo de estar toda la noche con esa muchacha.
- Y es cierto.
- ¿Toda la noche las dos noches?
- Las dos, oficial.
- No me vayas a sorprender Jorge,
no me gustan las sorpresas.
- ¿Nadie le dijo del que estaba
hurgando por el jardín?
- No, ¿quién era?
- Dijo que se llamaba Ernesto
Torres. Un sujeto muy extraño, tenía una cicatriz en la mano bastante
desagradable. Dos veces me lo pesqué ahí, antier y ayer. Dijo que le gustaban
las orquídeas.
- ¿Y no le gustaban?
- No hay orquídeas.
- Voy a revisarlo, pero por si
acaso, ésta noche duerma con más gente.
En
su mente podía ver a Ernesto Torres riéndose de su desgracia. Bruno Islas se
fue con una sonrisa que Jorge conocía muy bien, la de un depredador que tenía
arrinconada a su presa. Incluso con su coartada si el asunto llegaba a la corte
él no podría probar que su nombre era Jorge Armiño y una investigación breve
daría con su identidad. Manejó por horas sin un rumbo fijo. No le quedaba duda
que ésta sería su última noche en Perihuete y tenía que encontrar a Torres a
como diera lugar. Una llamada de teléfono era la diferencia entre la vida y la
muerte. Jorge había recibido muchas llamadas, en ocasiones eran tantas que
tenía que armar dos o tres operativos al mismo tiempo. La mano de obra era
barata y más barata aún la conciencia. Frenó en seco cuando vio a Leonor en los
columpios del parque a dos esquinas de su casa, donde habían platicado por
primera vez.
- ¿Estás bien?
- Oye Jorge, ¿quién es Jorge
Saldívar?- El miedo lo paralizó. Se había vuelto transparente y sentía su
mirada como un reflector de mil watts.- Repites ese nombre en tus sueños.
- ¿Eso hago?
- Tengo algo que confesar, sé que
saliste de la casa esa noche cuando murió el reportero. ¿Tiene algo que ver con
ese nombre?, ¿no estaba investigando al narco?
- Leonor, no quería decirte,-
Jorge se sentó en el columpio a su lado y suspiró cansado. Estaba exhausto de
correr, de tener miedo, de mirar sobre su hombro.- pero yo estuve en la maña
por algo de tiempo. Nada grave, pero vendí mucha mota en Juárez y Tijuana. Mi
nombre era Jorge Alejandro Saldívar, pero ya no soy esa persona.
- ¿Y el reportero te iba a
descubrir?
- Un hombre me ha estado
acosando, su nombre es Ernesto Torres y me odia. Me hizo matar al reportero y
él mató al notario para que la policía sospechara de mí. Tengo que huir de
Perihuete, pero tú puedes venir conmigo. Tengo dinero ahorrado y podemos huir.
No puedo quedarme aquí Leonor, y el cártel ya mató a mi esposa e hijo, no
dejaré que te lastimen.
- ¿Quieres que huya contigo? Pero
Jorge... No sé qué hacer.- Leonor meditó la cuestión mordiéndose el labio y
acariciando su vientre. Jorge tragó saliva y la miró suplicante. En su mente
existía la posibilidad, aunque remota, de poder escapar al sur y empezar una
nueva vida. Sin el cártel, sin la policía y sin Ernesto Torres.- Está bien,
vámonos ya.
Jorge
abrazó a Leonor y le agradeció con lágrimas en los ojos. En el trayecto Jorge
le dijo del dinero que guardaba para esta clase de emergencias, de la casa que
comprarían en algún pueblo en Chiapas, del bebé que tendrían juntos y de los
horrores que dejarían detrás. Leonor ya estaba convencida, era Jorge quien se
convencía a sí mismo. Llegaron a la casa de Jorge decididos a ejecutar su plan,
pero Ernesto Torres tenía otros planes. Leonor gritó del susto y Jorge la tomó
de la cabeza y la hundió en su pecho para que no mirara al cadáver de Patricio
Gama que pendía del techo. El cuerpo no se oscilaba, lo que quería decir que
mientras Jorge lo andaba buscando Torres había matado a Patricio y colgado de
la viga del techo de su sala. El cuerpo tenía una nota clavada con uno de los
cuchillos de cocina de Jorge y decía simplemente “Ahora te toca a ti” y un
revólver estaba metido en el bolsillo de su pantalón.
- No lo veas, no tardo.- Jorge
recorrió la casa a grandes zancadas y desesperadamente sacó su portafolio y se
aseguró que el dinero siguiera en su lugar.- Es hora de irnos.
El
final se acercaba para Ernesto Torres. Jorge sabía que no se contentaría con
dejar que otro lo matara, él lo tenía que hacer por sí mismo. Evitó el retén a
pocas cuadras de su casa y acarició el revólver que Torres había dejado en el
muerto. Ernesto Torres había planeado bien su venganza y Jorge tenía que
admitirlo, incluso si lo mataba la policía y Humberto Sufami encontrarían
muerto a Patricio Gama y entonces sería hombre muerto en todo la cosa del
Pacífico. Leonor no hablaba, sus ojos estaban llorosos y pensaba en su futuro.
Jorge pensó en eso también, sabía que no podía huir con una mujer embarazada y
que, incluso si lo lograba, jamás le daría la vida que Leonor merecía. En el
fondo, Jorge sabía que se estaba engañando. Torres tenía razón, y el cártel
también, nadie sale con vida. A la salida del pueblo pudo ver una lámpara de
petróleo a la mitad de la nada y de inmediato supo que era Torres.
Frenó
la camioneta en seco y abrió la puerta de Leonor. Ella no quería bajarse, pese
a la desesperante situación a la que se enfrentaban ella se negaba a
abandonarle. Leonor le conocía como un hombre bueno, rudo y tosco pero que en
el fondo era gentil. Jorge se quebró en llanto, como no había llorado desde que
vio las fotos de su esposa e hijo muertos y le confesó sus más oscuros
secretos. Le habló de las mujeres que había violado, de las torturas que podían
durar días siempre en presencia de buenos doctores para que la víctima no se
muriera, de los secuestrados que mataba asfixiándoles para luego cobrar
rescate. Recordaba perfectamente a Ernesto Torres y le detalló cada momento de
la tortura. Leonor le miró con terror y cuando Jorge confesó que había escapado
del cártel a sabiendas que matarían a su familia entendió que debía bajarse del
auto.
- Si había algo humano en mí, tú
lo sacaste. No creas que te enamoraste de un monstruo, me salvaste por un
tiempo.- Y con esa despedida manejó por las colinas hasta la lámpara de
petróleo.
- Ya era hora.- Dijo Ernesto
Torres con el revólver en la mano. Jorge se bajó de la camioneta y caminó unos
pasos hacia Torres. Se miraron a los ojos en silencio, sintiendo el peso del
revólver en sus manos.- Estaba por llamarte a tu casa. ¿Qué hiciste con Leonor?
Apuesto que la mataste.
- Ella está bien, y esto no le
incumbe.
- No la voy a matar, si eso te
preocupa.
- A mí no me preocupa nada, te
voy a reventar la cabeza y voy a orinar en tu cadáver.
- ¿Eso es antes o después que la
policía encuentra a Gama en tu casa?
- Si voy a prisión al menos
estaré sonriendo, porque recordaré cómo te maté esta noche.
- Ese eres tú Saldívar, una
bestia asesina. Qué bueno que ya no finges.
- ¿Vas a hablar o vas a
disparar?- Iluminados por la luz de la lámpara de petróleo las dos figuras
permanecieron sólidas como estatuas escuchando el viento hasta que la voz de Leonor
tronó con eco mientras bajaba la colina.
- Reza el rosario Saldívar porque
te mataré frente a tu novia.
- Vuelve a la carretera Leonor,
esto no te incumbe.- Leonor se quedó a unos pasos de distancia con la garganta
embotada por el llanto. Jorge y Ernesto se miraron a los ojos y después a las
pistolas.
- No tienes que hacerlo Jorge.
- Tengo que matarlo, me
perseguirá hasta el fin del mundo.- Ernesto metió el índice al gatillo y
lentamente fue subiendo el arma.
- Pero Jorge,- dijo Leonor.- aquí
no hay nadie más que tú.
Jorge
levantó el brazo al mismo tiempo que Ernesto y sonaron dos disparos. Jorge cayó
de espaldas, la bala había dado al pecho y sabía que sus pulmones se estaban
llenando de sangre. Intentó escuchar lo que Leonor repetía, pero el dolor ahogaba
los sonidos. Leonor miró hacia la lámpara de petróleo sin encontrar a nadie
más. Jorge había estado solo y ella pensó que quería suicidarse. Volteó a todas
partes mientras sostenía su cuerpo, pero no encontraba a nadie más. Jorge la
tomó de la mano con fuerza mientras las patrullas se acercaban y con una
lágrima exhaló su último aliento de vida y murió. Bruno Islas tuvo que
separarla del cuerpo. Habían encontrado el cuerpo de Patricio Gama cuando
fueron a visitarle. Leonor, en estado de shock, dejó que la llevaran al
ministerio público. Escuchó a Bruno, quien le ofreció café amablemente, quien
le dijo que Jorge había hablado de un tal Ernesto Torres, pero que no le
encontraban por todas partes. Leonor no fue acusada de nada más grave que de
haberse enamorado de la persona equivocada y la dejaron ir. Se rehúso a hablar
con los periodistas que cubrían el asesinato de Carlos Castillo y dedicó su
tiempo libre a buscar a Ernesto Torres. En Culiacán contrató a un detective
privado que en una semana se reunió en su casa en Perihuete. Ernesto Torres
había muerto a manos del cártel de Juárez, su cuerpo había sido encontrado en
una fosa común hacía unos años. Leonor jamás habló de lo que vio en ese páramo,
todos asumieron que fue un suicidio desesperado, después de todo, Jorge
Alejandro Saldívar había sido un hombre acorralado.
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