jueves, 23 de julio de 2015

El aquelarre del minotauro

El aquelarre del minotauro
Por: Juan Sebastián Ohem

            Patrick Medwin cruzó las sucias calles de la villa hasta su casa, en las colinas. Podía tener una casa mejor, una más cercana al casa del lord Franning, pero él lo prefería hacía. Le gustaba el aire fresco, casi tanto como la cerveza y el dinero. El prestamista del feudo golpeó la puerta de su casa de piedras y techo de paja, esperando a que su mujer le abriera y le ofreciese la cena. No obtuvo respuestas. Se asomó por las ventanas redondas, pero todas parecían tapiadas. Patrick Medwin miró a su alrededor, detrás de él las fogatas de la villa y sus pequeñas casuchas y huertos, a lo lejos los campos del señor y su elegante castillo, pero a su alrededor todo lo que podía verse eran bosques y una densa niebla que descendía de entre los árboles espectralmente iluminados por la luz de la luna. Forcejeó contra la puerta hasta que consiguió abrirla y escuchó los gemidos de su mujer. Estaba amordazada, podía verla del otro lado de la casa, apenas apoyada sobre una silla y con una soga al cuello. Tenía una mordaza en la boca y lágrimas en la boca. Los muebles hacían ahora de barreras, su mesa, hecha pedazos, le impedía atravesar la sala, los alambres con cuchillas protegían el corredor de las habitaciones. Buscando frenéticamente un reducido espacio entre las maderas, afiladas y puntiagudas que hacían de corredor, trató de salvar a su mujer. Luego de pasar por un pequeño laberinto, cortándose los brazos y rasgándose las ropas se topó con que su mujer estaba del otro lado de pesados maderos con picos, largos clavos que le impedían empujarlos. Existía, sin embargo, un reducido túnel de metal que llevaba hasta la débil silla de la que la vida de su esposa dependía. Se tiró al suelo y comenzó frenéticamente a moverse a rastras. El suelo tenía lijas y cuchillos que traspasaban sus ropas, pero ya casi podía tocar la silla, salvar a su esposa. Una reja se cerró frente a él, empujada por un invisible mecanismo, y la placa de metal detrás de él hizo lo mismo. Medwin se encontraba en una caja de metal que fue jalada, desde afuera de la casa, por una poderosa polea. La caja salió a la colina y, de un empujón, se fue rodando violentamente, las cuchillas desangrándole y torturándole hasta que finalmente se estrelló contra un pino, la caja se deshizo y el prestamista estaba muerto. Una hora después, cuando un vecino alertó a las autoridades, la esposa no pudo describir al asesino, a excepción de un detalle, el hombre tenía la cabeza de un toro.


            La noticia aterrorizó a la villa y su funeral se vio repleto de gente. Los cuchicheos no cesaron durante la solemne ceremonia. Al frente, a un lado de la viuda, se encontraba lord Drarius Franning, la duquesa Charlene y sus hijas, Esther y Gwen. La conmoción había sacudido de tal forma al ducado que el duque Michael de Moorshire en persona asistió al evento, con sus ropas negras, pero finas, para el funeral. El obispo y el padre Britemore se vieron con el lord y el duque en la rectoría, luego del masivo entierro. El obispo Robert Osmer, un hombre delgado y de aspecto severo, culpaba de todo a un misterioso aquelarre que se había formado, según los rumores. El conde Franning estaba preocupada por las almas de sus sirvientes, pero más preocupado por el duque, quien en última instancia tenía la última palabra en el asunto.
- Quisiera que mi sirviente, Thomas Kenway se encargase de la situación.- Dijo finalmente el duque, ofendiendo al cura Roger Britemore, un hombrecillo gordo y lastimero.- No es que dude de sus capacidades, es que confío en las de Kenway. Fue hombre de hábito, hace muchos años y conoce las obras del Señor. Ha descubierto aquelarres antes y es un hombre que merece las atenciones que merece mi título.
- Por supuesto.- Dijo el obispo, sin estar muy convencido.
- ¿No se trata acaso del mismo Kenway que abandonó los hábitos por la herejía bogomil?- Preguntó el gordo Britemore, quien comúnmente estaba acostumbrado a la cacería de brujas.
- No importa quién sea.- Cortó lord Franning.- Siempre que encuentre a nuestra bestia.

            Thomas Kenway no había perdido tiempo asistiendo al entierro, detestaba tener que tocar una iglesia y detestaba aún más los cementerios. Era un hombre maduro, de mirada penetrante y poca paciencia para la ceremonia. Vestía como cualquier campesino, de botas largas, de doble camisa para el frío y cargaba con un cuchillo por única arma. Revisó la casa de Patrick Medwig durante la misa y en la ausencia de la misa. Le parecía obvio que el asesino conocía bien el lugar, que lo había pensado por mucho tiempo. Había conseguido montar barras de maderas con clavos y alambres con púas, forjado una trampa mortal y un mecanismo, en la parte exterior de la casa, con la suficiente fuerza como para sacar al prestamista rodando. Caminó entre las pocas casas de las colinas, en su mayoría de madera y paja, esperando pacientemente a la viuda, quien vestía toda de negro. Le reconoció de lejos, era obvio que el duque, o el obispo Osmer ya habían hablado con ella. Un grupo de soldados deshicieron la casa, lord Franning se comprometió a mandarle construir muebles nuevos. Al caer la tarde consiguió tranquilizarla con té de valeriana y pudieron sentarse para hablar.
- Un toro era lo que era.
- Minotauro, nuestro monstruo tiene una cierta cultura. Construyó este laberinto, ¿pero para qué? Hábleme de las cuentas de su esposo, ¿estoy en lo correcto que fueron robadas?- La esposa buscó entre lo que quedaba de una cómoda y extrajo un pequeño legajo de cuero. Kenway estaba genuinamente sorprendido de ver que el asesino no se llevara consigo tan preciada información.
- Estábamos muy bien… Estábamos, pues temo que no me paguen lo que es debido. Lord Franning pagaba sus deudas a tiempo.- Adivinó la sorpresa en su rostro y explicó.- Lord Franning fue llamado a las Cruzadas, se vio obligado a pedir prestado para asegurarse que todo marchase bien. No llegó a tierra Santa, casi muere por culpa de vándalos en la tierra de Iberia.
- Así que, ¿a quién corresponden estos números rojos?
- Ese sería Edward Balston, el maestro de la guilda de artesanos. Tiene su taller al centro de la villa, a un lado del pozo. Es un flojo cuando de pagar se trata.

            Kenway trató de imaginar la última caminata de Patrick Medway aunque en reversa, sus botas en el lodo hasta los talones y la compactada tierra de la populosa villa. Las huertas ocupaban casi todo el espacio, los siervos hacían lo posible por mantenerlas en sus tiempos libres y parecían estar perdiendo, el otoño se acercaba y con ella la niebla, el hambre y las alacenas vaciadas. No tuvo problema en encontrar el enorme pozo al centro de la villa, lo que parecía ser el centro nervioso del lugar, pues los chismes que allí se decían parecían venir de bocas de ángeles, pues aparentemente ya sabían de él. En el taller los obreros dijeron no saber dónde estaba su patrón, de modo que tuvo que desembolsar unas cuantos ducados Le enviaron a la posada del venado, a unas cuadras, donde normalmente comía su cena horas antes de la caída del sol y el fin de la jornada. Uno de los obreros, el que se llevó las doradas monedas, le puso sobre aviso, el cura Britemore ya había hablado con él y sin ningún éxito. El cura incluso había amenazado con torturarle, después de todo, aquellas torturas podían ser fabricadas por un artesano. Kenway lo había pensado, por supuesto, pero no dejó de reír en las burdas tácticas del gordo sacerdote.
- ¿Edward Balston?- Se sentó en la larga mesa a su lado y le ofreció una sonrisa. Barston tenía cara de pocos amigos. Era un hombre corpulento, con las manos repletas de heridas por el trabajo, pero con fríos ojos azules que le hacían un extraño contraste. Se limpió las manos en su delantal, dejando parte del pollo, bebió de su vino en una copa de madera y eructó. Kenway se figuró que aquello era un afirmativo.- No soy amigo de curas, si eso te preocupa.
- ¿Quién se cree el padre Britemore lanzando amenazas como esas? Me avergonzó frente a mis clientes, eso no puede hacerse, sotana o sin sotana. A mí no me asusta.
- ¿Y las deudas le asustan?
- Veo que habló con la viuda, le pagaré. Dígale eso, que si tiene dinero para mandar a un matón, entonces tiene dinero para tenerme paciencia.
- No soy matón alguno y no tengo mucha paciencia cuando se trata de homicidas.- El artesano se echó a reír. Todos en la posada podían darle una sólida coartada, a Edward y a su esposa Romina Balston.- Buscas en el lugar equivocado, cura.
- Lo fui, hace tiempo.
- ¿Y qué pasó?
- Abrí los ojos.- Balston lo pensó un segundo y sonrió.
- Buena respuesta.- Estaba por continuar con su comida cuando Kenway le detuvo del brazo y lanzó la copa de vino del otro lado de la mesa.
- Alguien planificó y construyó una verdadera artesanía de la muerte, ¿y se supone que debo hacerme al ciego? Si descubro que alguien en tu guilda está metido en esto…
- ¡Basta ya!- Gritó otro cliente, un rubicundo hombre de pesado abrigo que caminaba a grandes zancadas para separarles. Kenway, con sus mejillas pronunciadas y flacos cachetes parecía un perro callejero a su lado.
- Soy el enviado del duque de Mooreshire, y ya saben para qué he sido enviado.
- Quemar mujeres.- Le espetó Balston.
- No, para evitar que empiecen a quemar y ahogar mujeres, a volverse locos solamente porque las vacas dieron malas leches o porque el vecino tiene mejores huertos como pasa con cada invierno. El asesino no ha terminado, de eso estoy seguro, y si no le detenemos pronto ese gordinflón Britemore, el obispo Osmer y todos ellos harán la vida muy difícil a la gente decente.
- Me gusta tu discurso.- Dijo Balston, finalmente. Kenway le sirvió otra copa de vino y el gordo personaje vestido en pieles de animales se sentó a su lado, al parecer estaba satisfecho también. Se secó el sudor de la frente y le ofreció la mano.
- Ernest Blatt, comerciante de esta localidad.
- Y muy bueno.- Comentó Balston, en broma, tocándole le barriga.
- Comida y ropa desde el norte, Berkshire es una mina de oro, si te mueves rápido. Es la vida de los negocios. Llegué en la mañana, me acabo de enterar los detalles. ¿Un laberinto?
- El rey Minos construyó uno, hace siglos, colocando al tauro, un hombre toro, de ahí el término minotauro.- Explicó Kenway, aunque era obvio que caía en oídos sordos.- ¿Quiénes tenían problemas con el prestamista?, ¿era devotamente religioso?
- ¿Quién no tiene problemas con los prestamistas? En cuanto a lo segundo…- Dijo Blatt, el comerciante.- tan religioso como cualquiera.

            La puerta de la posada se abrió de golpe y dos adolescentes, mendicantes por su aspecto, entraron corriendo. Escuchó sus nombres por los gritos de la clientela, se trataban de Julius y Martina. Estaban siendo perseguidos por un pequeño grupo de campesinos. El enorme Ernest Blatt detuvo a uno de ellos con su brazo como tronco y de un golpe le sacó volando hasta la barra. Los muchachos estaban siendo apedreados y era el padre Britemore quien lanzaba las piedras más grandes. Thomas corrió tras los muchachos y recibió una fuerte pedrada en la cabeza. Con el mundo girando cada vez más rápido siguió sus ágiles pasos por un par de calles hasta las colinas, donde cayó desmayado entre los pastizales.

            Thomas despertó en un suelo de tierra y aflojadas planchas de madera. Se revisó el bolso en su cinto, el cuchillo y el dinero seguían en su lugar. Los dos muchachos le sugirieron que se mantuviera en el suelo y le convidaron de un extraño brebaje que le devolvió las fuerzas. La cabaña se venía abajo, y no era únicamente el suelo, había partes del techo de ramas y paja que habían dejado de existir tras la caída de una de las vigas. Las paredes habían sido rellenadas de piedrecillas donde las maderas se habían podrido y apenas  había lugar para tres. Los  chicos explicaron que eran huérfanos, mendicantes que sobrevivían de moras silvestres y las ocasionales carnes que Hans Brunker les proveía, el cazador experto en los bosques, y maestro de Julius. El muchacho, pecoso como su hermano, se agachó de cuclillas sobre una silla de madera y fingió que disparaba una flecha.
- ¿Y eres buen tirador?
- Si los árboles fueran juego, estaríamos gordos, pero estoy mejorando.
- ¿Qué fue de sus padres?- Preguntó Kenway, sentándose contra una vieja salamandra que ardía los pocos carbones que podían conseguirse. Les tiró unas monedas por caridad cristiana y ellos las aceptaron, aunque no sonrieron. La pregunta, era obvio en sus gestos, helaba sus corazones.
- Padre murió hace mucho tiempo. Mamá fue bruja y por eso no podemos mantenernos en la villa por mucho tiempo.
- ¿Y les enseñó mucho?- Preguntó Kenway, recordando los rumores de un aquelarre local.
- Pociones y hierbas, más que nada. Cómo cazar un conejo el día de San Juan y los signos de protección contra los malos espíritus.- Martina hizo algunos pases con las manos y sonrió.
- No se adentren mucho en el mundo de Satanail,- Les amenazó Kenway.- por sus almas se los digo. Sigan la ruta de Jesús, nuestro ángel salvador. No me miren así, no soy cura alguno. Soy bogomil.
- ¿Y eso qué es?
- Uno que cree en la fe verdadera, en las enseñanzas del profeta Jesús. Satanail creó al mundo material para poder gobernar un mundo, como Dios gobierna el mundo espiritual. Jesús, en su noble sacrificio, se convirtió en Dios para que el mundo material tuviera esperanza. No quería iglesias, ni obispos ni grandes rituales. Ascendió como un ángel por los siete cielos y, se supone, así Satanail dejó de ser Satanail. Il quiere decir Dios, dios de lo material, para ser Satán. Pero he visto suficiente maldad para saber que su sacrificio, Dios me perdone, no fue suficiente. Y hasta que Dios no termine con su reinado de maldad y los profetas regresen, está en nuestras manos lidiar con sus artimañas. Su madre no parecía como parte de aquelarre alguno.
- No lo era, por Dios que no.- La defendió Martina.- Una mujer espiritual que se ahorcó justo ahí donde la viga crujió. Envenenó a una mujer con su hechicería.
- ¿Por qué habría de hacer algo así?- Dijo Kenway, levantándose del suelo y limpiándose el lodo. Julius sacó una vieja nota de un mueble de tres patas que yacía en el suelo y se la pasó. Era obvio que no sabían leer, pero habían memorizado la nota, pues él la dictó mientras Kenway la leía.
- Elvira Hawk, la viuda que necesitaba de mi ayuda recibió de mí la muerte. Ruego a Dios porque mi pecado no sea pagado a través de mis hijos.
- ¿Quién es esta Elvira Hawk?
- No sabemos, pero puede preguntarle a la chismosa del pueblo. Helena Eastman, ella siempre está por el pozo y siempre está hablando.

            Kenway hizo precisamente eso. La vieja Helena cosía abrigos para sus nietos, sentada en una caja de madera a un lado del pozo, escuchando y repitiendo los chismes. Ella sabía todo, o al menos eso decía saber, acerca del asunto de la bruja Francine que había dejado huérfanos a sus hijos a causa de su hechicería. Le preguntó por el homicidio, para cubrir todas su bases, pero fue inútil, la casa quedaba lejos desde el pozo y además ya había niebla y estaba oscuro. Explicó que Elvira Hawk había sido una mujer muy querida, la esposa del administrador de las tierras del lord. Su marido, Richard, había acompañado a Lord Franning y a su familia para despedirse de ellos, pero murió en el viaje, ahogado a muchas millas de la isla británica. La viuda, poco después, murió por los venenos de la bruja.
- Pero no quiere saber de la extinta familia Hawk, no señor, yo sé lo que quiere, lo que el obispo quiere. El aquelarre. Es real, sí señor. No lo he visto, nadie lo ha hecho.
- Si nadie lo ha visto, ¿cómo saben que existen?- La mujer quedó muda, quizás por primera vez en muchísimos meses.- Los aquelarres se ocultan en los bosques de las montañas, lejos de las miradas y rara vez establecen contacto entre ellos en el curso de sus vidas normales.
- Pues lo sé, y con eso me basta. A mí y a Hans Brunker.
- ¿El cazador?
- El mejor que hay, sí señor. Conoce estos bosques como la palma de su mano. No piense mal de él, después de todo, si cuida de huérfanos, ¿qué tan malo puede ser?

            A  toda prisa corrió hasta el establo más cercano, a un lado de la iglesia de la villa. Kenway sabía que era pecado guardar rencores, una de las trampas de Satanail, pero no era el golpe lo que verdaderamente le enfurecía, sino los métodos de Britemore, y por encima de él, del obispo Osmer. El cura salió a recibirlo en la lluvia, le había visto desde uno de los ventanales de la iglesia romanizada y Kenway esperó a un lado de los caballos.
- Mis más sinceras disculpas, señor Kenway…
- ¿Se disculpa por atacar a un servidor del duque o por atacar a dos pobres huérfanos que cargan con el pecado de su madre?- Britemore le miró con odio, pero tapó su cara con su hábito para que no pudiera verle.- Me gustaría hablar con el obispo, tenemos que hablar de sus ineficientes métodos de obtener información.
- Nuestros métodos, señor Kenway, dan resultados.- En la tormenta, iluminada entre los relámpagos, una figura tapada por completo en un pesado abrigo entró a la iglesia.- El obispo estará más dispuesto en la mañana, si usted gusta. Y el haré saber, bogomil, que hemos descubierto muchas brujas y brujos por estas partes.
- ¿Y a cuántos líderes, cura Britemore? Los aquelarres son grupos cerrados, el líder es el único que les conoce a todos, sin él, no tienen nada más que tortura y confesiones forzadas. Tomaré un caballo, iré a ver a Hans Brunker, el tan famoso cazador. Si son ciertas sus palabras, si hay un aquelarre en esta villa, yo encontraré al hombre responsable, al minotauro. A menos, claro está, que pretenda torturar a todo el que tenga una cabeza de toro por rostro.

            Kenway le dejó con la palabra en la boca y se enfiló a toda prisa. La bruma, repelida por la tormenta, se arremolinaba por el tupido bosque rocoso y montañoso. Se dejó guiar por las lámparas, en su mayoría apagadas, hasta encontrar un claro con una cabaña de buen tamaño y una gran chimenea. Deseoso de calor y, esperanzadamente, de una charla que no incluyera sacerdotes, se dispuso a entrar, pero fue interrumpido. Un hombre entre los arbustos, a unos cien metros, lanzó una lanza que se clavó en su puerta, pasándole por menos de un metro a toda velocidad. Hans Brunker corrió hacia él, cuchillo en mano. Kenway se identificó y el cazador se disculpó de inmediato, pues le tenía por ladrón, después de todo vestía de sirviente con uno de los caballos adornados del obispo. Hans Brunker era un sajón de más de dos metros, era un hombre fornido, pero no demasiado musculoso, era obvia su agilidad y con su mentón cuadrado y ojos pequeños le recordó a las leyendas de los vikingos y las batallas contra los paganos. Lo podía imaginar en ese bosque, con una barba más tupida y con un hacha de doble filo.
- Se dice que usted conoce bien estos bosques, y no me confío de los sacerdotes, pues ellos ven aquelarres en todas partes.
- Existe el aquelarre.- Dijo Brunker, con un semblante sombrío que de pronto aparecía y desaparecía en la penumbra de la tormenta, iluminada por los truenos.- Los hombres de fe tienen razón, aunque sea en esta única cosa. Se mueven por las viejas ruinas romanas, yo encontré pistas ésta mañana de la celebración en la luna llena de… bueno, de cuando mataron a ese prestamista Medwin.
- ¿Puede indicar el camino?- Hans chifló y un pesado percherón negro apareció de la nada. Conversaron en el camino, atravesando por senderos conocidos para pocos.- Tengo entendido que usted entena a Julius sin apellido.
- Terrible cosa la de Francine, pero no era como estos brujos y que no se le ocurra compararla. Pésimo arquero, ese Julius.
- Aquel viaje, en el que murió el administrador de las tierras del señor, ese tal Richard Hawk, debió dejar al feudo en una locura.
- Por un tiempo, él debía volver, la familia se despediría al sur de Iberia. Richard Hawk no llegó a cruzar el canal. Mala muerte ahogarse, yo preferiría una flecha al cuello, es doloroso pero no estás rodeado de negrura. Es cosa buena que no hayan ido hasta allá, a pelear en un desierto quién sabe dónde para quién sabe quién. El ducado entero ya estaba endeudado de por sí. Lord Franning fue convocado, no tenía opción. Perdió a su administrador y a un hijo bastardo, además de casi perder la vida. Le dejaron regresar, les dábamos por idos cuando regresaron tres años después. Es un buen lugar para vivir, sobre todo ahora que Hawk no está aquí para exprimirnos cada centavo y usar el látigo contra los sirvientes.
- Osmer y Britemore querrán hablar con usted, estoy seguro, espero sean amables.
- Nunca había oído a hombre alguno mencionarles por sus nombres de ese modo. ¿Qué es usted, alguna clase de mahometano?- Preguntó, entre fascinado e irritado.
- Bogomil. A mí todos esos eunucos en vestidos lindos… Obra del diablo, si me lo pregunta.
- No lo hice, pero estamos de acuerdo en eso.- Detuvo al percherón sobre pesados dólmenes que habían terminado en el suelo. Podía adivinarse, aunque levemente, la forma de un muralla o entrada romana de hacía siglos.

Kenway bajó del caballo y bajo la lluvia inspeccionó el lugar. Trató de medir el lugar, de imaginar a los celebrantes de las misas negras reunidas alrededor de las marcas del carbón y las rocas ahumadas por la pira. Revisó entre las piedras, romanas o naturales, con Hans mirándole extrañado desde su percherón. Kenway no había perdido la razón, sabía que había embriaguez, orgías incluso, y los celebrantes podían perder objetos personales como anillos o, en este caso, un talismán debajo de unas piedras que habían sido, en su momento, poderosas columnas romanas. Se guardó el talismán y siguió el rastro por entre los árboles, con Hans guiándole cuidadosamente y llevando a su caballo. Kenway explicó a gritos que las brujas suelen hacer sus pociones en cuevas o grutas, rara vez a la luz de la luna, pues los rayos lunares podían afectar sus cálculos astrológicos. Hans jaló de las cuerdas de su percherón y las del corcel del obispo, y Kenway le persiguió entre los troncos caídos, el lodo y la lluvia. Le mostró la entrada de una gruta, un espacio de unos cuantos metros sin ninguna otra salida.
- Por la virgen…- Dejó salir Hans. Kenway removió lo que estaba en el suelo y encendió una antorcha dispuesta en el lugar. Aquellos misteriosos brillos eran los de botellas rotas y alambres con púas. La trampa, era obvio, había sido armada allí.- Justo bajo mis narices… Y las de los soldados de sir Millborrow, cabe aclarar, pues no me tome por dueño de todos los bosques. La región es grande, únicamente soy un cazador.
- Descuide, el lugar es difícil de llegar de todas formas y el brillo de sus fogatas se perdería entre los árboles y la niebla. Ha pasado antes, pero esto no, esto es diferente de alguna forma.

            Regresaron a la cabaña del cazador, donde un caballero, vestido con cota de malla y yelmo bajo el brazo se presentó como sir Edwin Millborrow, caballero de lord Drarius Franning. Le había estado buscando, pues ya había avanzado la noche y le esperaban en el castillo con comida caliente, una chimenea en su dormitorio y una cómoda cama.

            El caballero, sir Edwin Millborrow, no exageraba. Los lores, sus hijas y el duque le esperaban para la cena. Un honor que recibió con gran sorpresa, enrojeciéndose avergonzado de sus ropas enlodadas. Un sirviente le prestó ropas más adecuadas y se sentaron a comer un cerdo recién cazado en los bosques del lord. Sentado a la izquierda del duque Michael de Mooreshire devoró la comida sin decir una palabra. Estudió a los presentes con rápidas miradas, pues no quería parecer atrevido. Lord Drarius era un hombre alto, esbelto y que dificultosamente movía la parte derecha de su brazo. Su esposa Charlene era una hermosa mujer de regordetes cachetes y un rubor natural que enmascaraban las arrugas alrededor de sus ojos. Esther, la hija mayor, menor de los treinta años, era una mujer desarrollada y hermosa, de larga caballera rubia trenzada complicadamente. Gwen, de 28, tenía más aspecto de muchacha joven con rasgos aún no definidos por completo.
- El conde Archer de Morrrington vendrá a saludarle.- Le anunció el duque al lord.
- Mi viejo amigo de la infancia, me alegra saber que se encuentra bien. ¿Está mejor que yo?- Preguntó, torpemente limpiándose la boca con un brazo izquierdo que le era prácticamente inútil.- ¿Ha tenido fuertes peleas contra esos mahometanos?
- Tengo entendido que sí, pero tendrá que contármelo después, yo debo regresar a Berkshire pronto.- El duque bebió de su copa de oro y quedó meditabundo por unos segundos.- Cruel es el destino, lord Drarius, que usted a penas y pudiera sobrevivir el viaje hasta allá, mientras que el viejo Archer batalló a camello contra los pérfidos árabes y sobrevivió intacto.
- Nuestro invitado no debe conocer la historia.- Dijo lady Charlene, en voz baja, para alertar a su marido y animarle a conversar.- Triste como es no puede ser cambiada.
- La tormenta se llevó al buen Richard.- Dijo, con tono sombrío, mientras los relámpagos iluminaban el comedor a través de los altos ventanales de vitrales.- Luego Martin, después hubiéramos seguido nosotros a manos de esos rufianes moros de no haber sido por el valiente sir Millborrow. La santísima Iglesia esperó a que mis heridas sanaran para regresarme a casa. Me gustaría decir sano y en una sola pieza, pero como puede ver no se trata de ninguna de las dos. Todo iba bien… Hasta el terrible asunto con el prestamista. Ya he mandado gente a recolectar lo que le es debido a la viuda. Espero que el conde no me tome por cobarde por haber abortado el larguísimo viaje.
- No lo hará padre.- Respondió Gwen, con simpleza.- Menos sabiendo que madre espera a un hermanito para nosotras.
- Felicidades.- Celebró Thomas y todos brindaron por un Franning más para el árbol genealógico.

            Thomas Kenway estaba exhausto, pero antes de quedarse en su ropa interior escuchó los golpes en la puerta. La tormenta había cesado y no parecía escucharse nada más. El duque de Mooreshire se hizo pasar sin ceremonia alguna, pues compartían una gran respeto mutuo y cierta simpatía. El duque debía irse, y le rogaba porque dejara de insultar a la sagrada Iglesia y a los representantes de Cristo, o que al menos lo hiciera a solas.
- Carne y cuerpo de Cristo.- Se mofó Thomas y el duque sonrió.- Leyendo el libro que ellos redactaron para su propio beneficio, ¿y dónde está la misa en los evangelios?, ¿dónde está “la ascensión de Isaías”, el apocalipsis de Beliar y la corrupta Iglesia en Ezequiel y todo el diálogo entre Jesús y el discípulo amado en la última cena?
- ¿Honestamente crees que Jesús, nuestro Señor y Salvador, Dios desde su concepción aunque no lo creas, le diría a su discípulo amado que la materia es nacida de Satán y que el mal existe por sí mismo?
- ¿Honestamente crees que este asunto con el minotauro tenía por objetivo real al prestamista?
- Hice bien en hacerte traer, pero ándate con cuidado. Nada de que Jesús se convirtió en un ángel y ascendió por los siete cielos… Búlgaros, ¿qué saben ellos estando tan lejos de Roma?
- Más que nuestro corrupto Papa y sus guerras crueles. Y hablando de crueles, me parece que lord Franning mencionó a un Martin. Además de su administrador de sus tierras.
- Sí, su primo Richard. Un mal hombre que tuvo un pésimo final. Vaya primo, todos los Franning vienen en paquetes de dos, uno sale bueno y el otro malo.
- Pero era su primo.
- Sí, no conociste a su hermano George, aún peor que Richard Hawk, un tirano temible. Lástima de su accidente, nadie le lloró realmente.
- ¿Y el tal Martin?
- Sí, su hijo bastardo, Martin York. Tema espinoso con lady Charlene, por supuesto, pero cuando el muchacho murió en ese barranco durante el ataque de los bandidos ella le perdonó todo… Supongo que es más fácil perdonar así. Le mandaría lejos, pero tenía planes para él, el lord Franning, Martin sería escribano o algo parecido. Y sus hijas… Sufrieron mucho, dejémoslo en eso. Y ese sir Millborrow, todo un Lancelot. Drarius no la iba a dejar a solas con él ni una noche, no, ella debía regresar antes de lo planeado pero insistieron en quedarse. Descubre qué es lo que quiere el minotauro y los planes de su aquelarre, y date prisa, la luna llena llegará de nuevo muy pronto.

            En las primeras horas de la mañana Thomas Kenway estaba en el centro de la villa. El obispo Osmer hacía exactamente lo que esperaba que hiciera. Seguido de su perro guardián, el gordo padre Britemore, interrogaban a los artesanos con ayuda de brutales soldados.
- Su santidad,- Dijo Thomas, sintiéndose sucio al usar esas palabras.- de sus métodos quería hablar con usted.
- Vayamos afuera.- Salieron del taller y dejaron que los artesanos siguieran con sus labores.
- Tengo mis propios métodos y los más adecuados. Pasé gran parte de la noche con Hans Brunker, el cazador y he encontrado algunas pistas.
- Pues muchacho, me habrías visitado anoche que te estuve esperando. ¿Qué es lo que tienes?
- Sé dónde se fabricó la trampa. Inútil regresar ahora, se estarán moviendo por los bosques y tengo una idea para descubrir hacia dónde. Necesitaré de su ayuda… su santidad.
- Lo que sea.
- Déjeles ser. Que se crean más listos que yo. No serán más listos que yo, se lo aseguro.
- Los huérfanos ocultan algo, el padre Britemore trató de hablar con ellos ayer.
- Sí, vi parte de la conversación. Déjeles ser, de hecho necesitaré de su ayuda.

            Thomas se colgó el talismán que había encontrado la noche anterior. Estaba hecho de madera, con extraños y diabólicos símbolos a los costados y una extraña piedra verde en su centro. Se aseguró que la chismosa de Helena Eastman hiciera pasar la voz sobre aquel pendiente tan exótico. Le pagó a Julius unas monedas, pero no explicó su plan a detalle. Estaba cazando a una persona. Paseándose por la villa, desde las tierras del señor hasta los lejanos molinos, se hizo ver y entabló varias conversaciones. Eventualmente sintió la mirada de un extraño que le seguía de cerca. Le notó reflejado en un espejo y al darse vuelta el extraño corrió entre los huertos hasta un caballo. Julius estaba preparado, cortó las patas de los caballos para que dejaran un rastro de sangre y Kenway robó el otro caballo para perseguirle.

            La sangre dejaba un rastro entre las hojas y los matorrales que era fácil de seguir. El satanista, nervioso por escapar, seguramente no lo habría notado. Le llevó por páramos inmensos y desiertos hasta una gruta escondida por la maleza. Cuchillo en mano entró silenciosamente, el lugar estaba iluminado por una pira, en la que el extraño tiraba pergaminos al fuego. Tomándole por sorpresa logró cortarle en una pierna y patearle lejos del fuego.
- ¿Quién es el líder y cómo te llamas?
- Mi nombre te lo daré, si tienes mi talismán no será difícil que te enteres después.- Dijo, sentándose sobre una piedra, sosteniendo sus pesadas ropas ceremoniales para limpiarse la sangre.- Soy Robert Gates, cuido de los caballos del molino, pero de nuestro líder no diré nada pues no lo conozco. El conoce a todos y tiene grandes promesas.
- Matar a un prestamista no es promesa alguna.
- No, liberación de Dios, abrazar al príncipe de la oscuridad. El toro nos protegerá.- Comenzó a reír histéricamente y se puso de pie.- Será capricornio muy pronto, bogomil, y no sacarás nada más de mí.
- Eso lo veremos.- Pensó que lo atacaría, pero en vez de eso se lanzó a la pira y ardió chillando de dolor hasta quedar en los huesos. Kenway tosió por el inmundo olor, se hizo de su ropa ceremonial y salió de ahí tan rápido como pudo.

            Cabalgó despacio, meditando aquella extraña confrontación. Todo era extraño en ese caso. Sabía, de la ascensión de Isaías, que el demonio, bajo el disfraz del ídolo Beliar se había hecho de un falso profeta, Belkira. Isaías sufrió de sus injustas acusaciones y aunque se escondió en el árbol en el que más tarde clavarían al profeta Jesús, le encontraron y ejecutaron. Sabía, cuando menos, que el líder del aquelarre tenía por protector a su propio Belkira, pero no sabía quién era Isaías en esa historia de terror. La referencia astrológica también le mantenía intrigado, y por eso cabalgó hasta la cabaña de Hans Brunker, confiado en que el demente hechicero no estaba pensando en la posición de las estrellas.
- Buena suposición.- Explicó el cazador, sin prestarle mucha atención, afilando su hacha en la piedra de filo en su porche.- Los antiguos paganos dividieron estos bosques por signos astrológicos.
- ¿Y dónde quedaría capricornio?
- Es prácticamente una montaña entera.- Dijo Hans, señalando al mapa hecho de piel de cordero y pegado contra la pared a un lado de su puerta.- ¿Ahí les tendremos?
- Con suerte.
- ¿Y no hablará su sospechoso?
- No, a menos que los fantasmas hablen.- Se disponía a irse cuando la curiosidad le picó. Aquel era uno de los pocos vicios que Kenway se permitía, y fue la curiosidad que le acercó a los bogomiles y el sendero correcto de la salvación.- Hablando de fantasmas, toda familia tiene uno o dos, cuánto menos.
- No me mire a mí, dejé a mi familia en la Sajonia… Ah, se refiere a lord Franning. Sí, curiosa historia la de su hermano y primer lord de estas tierras. Accidente de cacería.
- ¿Qué tiene de curioso? Muchos confunden a una persona por un cervatillo a cierta distancia.
- Sí, pero ese déspota de George Franning, pues es lo que era, detestaba la caza. Un día su hermano le invita a cazar, primera vez en más una década. Accidente… Nadie lloró su muerte.
- Pensé que los Franning venían por paquetes, uno bueno y otro malo.
- Sí, pero ese accidente no tuvo nada de malo si me lo pregunta.

            Kenway había pensado comer en la posada del venado, escuchar las conversaciones sobre la desaparición del hechicero que cuidaba de caballos, pero sus planes cambiaron rápidamente. La mirada en los ojos del obispo Osmer no le gustó para nada. Le siguió al castillo, con la excusa de ir a comer, como había sido ya previamente invitado. El obispo no tenía la intención de comer, quería la ayuda de sir Edwin Millborrow para reunir algunos soldados y cuestionar a las lavanderas que, río arriba, solían  pasarse chismes y recetas bajo el velo de los chismes de la localidad. Sir Edwin estuvo de acuerdo y lord Franning dio su aprobación. Viéndole de día, en la amplia corte externa, pudo apreciar los estragos del largo y violento viaje. Parecía maltrecho, irreconocible de los grabados que colgaban en su árbol genealógico en el comedor, con la parte derecha de su rostro aún con las marcas de la batalla, como si hubiese recibido una temible paliza. La mera idea lanzó un escalofrío a Kenway, después de todo, lady Charlene y sus hijas estaban con ellos al momento de ser atacados.
- Suficiente habladuría Kenway, es momento de ponerse manos a la obra.- Sir Edward mandó a su escudero por su armadura. Esther, la hija mayor, estaba de acuerdo con Kenway, la incursión serviría para poco y nada, pero su opinión valía poco.
- El poder de la santa Iglesia está entredicho por estos diabólicos conspiradores y no podemos permitirlo.- Dijo el obispo en un tono de sabiduría e infinita paciencia, como si tuviese que explicárselo a una niña.
- No podemos dejar que lord Franning y lady Charlene,- dijo el caballero, mientras se colocaba la cota de malla y las pesadas piezas de reluciente metal.- parezcan débiles ante la mirada de la plebe.

            Sir Edwin Millborrow, con ayuda de su escudero, se amarró el peto, se puso los pesados guantes y el yelmo. Comenzó a gritar poco después, corría en círculos, desesperadamente gritando que estaba envuelto en llamas. Al principio nadie sabía qué hacer, era obvio para Kenway que algún ácido había sido dispuesto por dentro del yelmo, o quizás en toda la armadura. Su escudero, tratando de aliviar su dolor, le lanzó una cubetada de agua, pero eso tan solo empeoró la situación. Edwin cayó por las escaleras de la corte exterior, histéricamente tratando de quitarse los guantes. Una de sus manos se había consumido hasta su carne. El yelmo no podía zafarse y todos fueron testigos de los horribles dolores antes que finalmente terminara muerto en el pasto. El obispo se persignó, pues lo tenía por señal de Dios que estaban bajo algún terrible embrujo.
- Ningún embrujo.- Dijo Kenway.- Lo he visto antes, es lejía, el agua empeora el efecto del ácido. Rápido escudero, muéstranos donde se guardaba la armadura.

            El obispo, Esther y Kenway siguieron al aterrorizado escudero. Aquella había sido una terrible y agonizante muerte, y si cualquier sospecha caía sobre él encontraría una muerte igualmente dolorosa. La armería, con sus espadas, picas y hachas parecía en orden. Un maniquí de madera había sostenido la armadura. El escudero, un tímido muchacho, juró una y cien veces que no sabía nada del asunto. Kenway siguió el rastro de las moscas a través de un estrecho corredor, con picas en las paredes de los costados, hasta la cercenada cabeza de un toro. El minotauro había atacado de nuevo. Esther lanzó un chillido al verlo y echó a correr. Thomas le persiguió para calmarla, pero ella no regresaba a los brazos de sus padres. La siguió por oscuros y húmedos escalones hasta las catacumbas del castillo. Esther se plantó frente a la cripta de su tío George Franning, quien fuese lord por poco tiempo antes de su accidente de cacería. La mujer  estaba pálida, y Kenway pensó que se desmayaría. Pasó sus dedos por el metálico ataúd, sintiendo el polvo y la carencia de polvo en los costados. Thomas lo abrió de golpe y tras una nube de polvo, se encontraron con que el cuerpo ya no estaba.
- Es él, por la virgen María, es mi tío George.
- Los muertos no tienen el hábito de torturar a los vivos.
- No.- Dijo Esther, con completa seguridad.- Mi tío conocía bien este castillo, sus túneles secretos y pasadizos. A la armería, a la sala, a este lugar incluso. Venga, le mostraré.
- ¿A dónde me lleva?- Recorrieron la catacumba por unos metros y Esther empujó lo que parecía una losa para entrar por un corredor y unas estrechas escaleras que les llevaron hasta la cocina.
- George Franning traerá la peste como los muertos suelen hacer. Ella ya llegó a Berkshire, la peste me refiero. Primero el prestamista, viejo amigo de mi padre, ahora su fiel caballero.- Kenway le tomó del brazo antes que salieran de la amplia y apestosa cocina.
- Los métodos del obispo, usted sabe mi lady que no funcionarán. Ayúdeme a convencerlo, las lavanderas conocen de la lejía, pero no de su castillo, y no habrían podido hacerlo solas.

            Esther y Thomas lograron convencer al obispo de desistir en sus vanos intentos por aterrorizar a las lavanderas y el obispo, visiblemente afectado por la muerte del caballero, aceptó sin problemas. Aquello, le parecía a Thomas, era demasiado sencillo. Temía que planeara algo, o peor aún, que sus planes ya hubiesen sido puestos en marcha por su leal padre Britemore. En ese caso, pensó, sólo había un lugar donde podría encontrarle. Terminando su conversación con los huérfanos de la bruja Francine, Julius y Martina. Cabalgó en el corcel del caballero, aún muerto en el pasto y rápidamente cruzó las colinas hasta la casucha que los huérfanos llamaban hogar. Julius y Martina habían sido amarrados de sus muñecas contra una viga en el techo y el padre Britemore les pegaba de golpes con su pequeño látigo para caballo. Kenway sintió ganas de ahorcarlo ahí mismo, pero se  contentó con arrancarle el arma y soltarle una bofetada que lo tiró al suelo.
- ¿Ha perdido la cabeza padre Britemore? Son apenas unos niños.
- Adoradores del diablo.
- No, adoradores de Dios, pero si sigue con sus golpes los empujará a los brazos infernales del engañador.- Les liberó a ambos, parecían más asustados que adoloridos.- ¿Cómo supone que construyeron el complejo laberinto para Patrick Medwin, el prestamista, e incluso si supiesen algo de las artes ocultas, cómo podrían embarrar de ácidos y lejía a la armadura de sir Edwin Millborrow?
- ¿El caballero ha muerto?
- Sí, y no fue agradable. El minotauro dejó su marca en el castillo, no hay duda que fue él. Usted estaba con estos pobres huérfanos, así que sabe que no fueron ellos.
- No tienen nada de pobres. Materialmente quizás, pero en espíritu son arrogantes como su madre, la bruja Francine. La asesina que prefirió el suicidio y las puertas del infierno que el castigo del señor.
- ¿Por qué mataría a la esposa del administrador de tierras?
- No necesito saber todos los detalles.- Le ladró el gordo sacerdote.- Pero me basta con saber que hay un aquelarre y estos dos saben más de lo que dicen.

            Las ordinarias pesquisas frustraron a Thomas Kenway por unos días. Todo aquel que pudiese tener acceso a la armadura de sir Millborrow había sido entrevistado y descartado como sospechoso, mientras tanto la luna se llenaba noche con noche y en Capricornio el aquelarre se uniría de nuevo. Esther, la hija mayor de lord Franning, estaba segura que era su tío George desde la tumba, y no había modo de convencerla de lo contrario. La menor, Gwen, seguía a Thomas a todas partes por curiosidad y por miedo al temible asesino con cabeza de toro. Thomas, sin embargo, no tenía la cabeza puesta en fantasmas o en la joven Gwen. Era suficiente, para gente como el obispo, el saber el cómodo del crimen contra el caballero, pero Kenway estaba más interesado en la causa final. El embarazado de lady Charlene, las crípticas palabras del duque en referencia al caballero, como una especie de sir Lancelot enamorado de la esposa del lord le parecía como una pieza que no terminaba de cargar. ¿Era la simiente de lord Drarius Franning con la que cargaba en su vientre o la del valiente caballero?, ¿había un solo minotauro o habrían varios con diferentes intenciones?
- ¿Señor Kenway?- Gwen le sacó de sus ensoñaciones y se dejó pasar hasta el umbral de su habitación, donde él se preparaba para la noche.
- Entre, mi lady, dejémonos del pudor cortesanos por unos momentos, de todas formas debo irme caído el sol. Otro aquelarre se dará en esta luna y debo estar ahí.
- ¿Y no le identificarán?- Le mostró las ropas ceremoniales y sonrió pícaramente. Gwen no se atrevía ni a tocar aquellas pesadas telas negras y rojas. Prefirió sentarse lejos de su cama, a un lado de la mochila de cuero que tenía por maleta y ociosamente revisó entre sus cosas. Kenway se puso nervioso y se aclaró la garganta, la precoz chiquilla dejó de curiosear.
- Anotaciones, son sólo eso, de lo que Jesús le dijo al discípulo amado en la última cena.
- Yo también sé de la Biblia, señor Kenway.
- De la Biblia de los… Déjalo, es mejor no hablar de eso.
- Sé que es un búlgaro, por eso el obispo no le confía.
- Bogomil, que no es lo mismo. Y es el obispo quien debería desconfiar de sí mismo, su fe en la salvación le ciega de los males del mundo creado por Satanail. Fruto prohibido es la hechicería de los aquelarres. No lo vemos de la misma forma, eso es todo.
- ¿Y cuánto tiempo cree que pase antes que dejen de cazar brujas y cacen a otros cristianos?- La pregunta le sorprendió y le hizo estremecerse, pues aquella ingenua jovencita tenía toda la razón.- Espero que encuentre la raíz de nuestros males, pero lo dudo, pues la magia es difícil de encontrar y la que se pacta con el diablo es más difícil aún.
- Una mujer de su edad y posición no debería preocuparse por tales cosas. ¿Acaso no le entusiasma la llegada del conde de Morrington?
- Tío Archer, no es nuestro tío de verdad, no como George a quien mi hermana Esther tanto teme, incluso en su muerte. Un verdadero cruzado, que llega a una isla con peste y hambre. ¿Habría estado mejor quedándose en el campo de batalla? Pero no, debe estar deseoso de llegar a casa, y nosotros de verlo.
- Cruzadas, otro engaño más del gran ilusionista.- Gwen aceptó con la cabeza. No había visto la guerra, pero había visto la violencia y le había marcado profundamente.- Hay mucha maldad en el mundo, joven Gwen y la peor es la que disfraza de virtud. Debo irme, ya está cayendo el sol.
- Buena suerte.- Le deseó Gwen, siguiéndole hasta las puertas del castillo.

            Recogió arena blanca del río y algo de gis antes de cabalgar hasta la parte del bosque que los paganos llamaban de Capricornio. La luna formaba espectrales figuras con la sombra del otoñal follaje y una neblina, densa como la leche, se arremolinaba entre las patas del caballo. El lugar era inmenso y difícil de atravesar, pero Kenway contaba con eso. Había algo de lo que ningún aquelarre podía carecer, una buena fogata. Se dejó seguir por el olor de la madera y los carbones. Se disfrazó estando cerca, viendo entre las colinas el brillo del fuego sobre viejas ruinas romanas, ya tan gastadas por los siglos que era imposible de reconocerlas. Otros cuatro individuos ya estaban ahí, y otros dos llegaban por otros senderos. Rápidamente cubrió su rostro con sus ropajes ceremoniales y aceptó una máscara de madera de uno de los hechiceros. Tenía la forma de un rostro diabólico y sintió un escalofrío al acomodársela con la cinta de cuero. Esperaron en silencio por el líder, quien apareció del norte cargando con una antorcha. La pira se hizo más grande y, con el uso de extraños y prohibidos polvos su fuego se hizo aún más intenso y más azul conforme caía una leve llovizna.
- El Dios que mató al Creador ha preparado la purga para nosotros.- Dijo el líder, rugiendo de emoción y oculto por su máscara. Kenway no podía acercarse más, estaba del otro lado de la pira de fuego azul, pero consiguió acercarse a otro de los brujos para soltar el gis y la arena contra sus botas.- El ángel caído, nuestra estrella de luz, demanda nuestra obediencia a cambio de nuestra supervivencia. La purga vendrá pronto, los verdaderos santos nos habremos salvado y los demás arderán en el infierno. Pues ya no hay más cielo, todo ha quedado reducido a los fuegos infernales. Que comience el juramente.

            Uno de los hechiceros acercó a una cabra, jalándola con un mecate y la amarró de un poste cercano a la pira. Uno por uno los adoradores se hincaron ante la cabra y besaron su cola. Kenway fingió que lo hacía y sentía que estaba por desmayarse, se encontraba cara a cara con Satanail. Al caer un trueno pudo ver a su falso profeta, a su Belkira cuya mera presencia anunciaba muerte. Colgado entre las ramas con una cabeza de toro por rostro estaba el minotauro, observándolo todo en silencio. Kenway trató de acercarse al líder, quizás tirarle gis o quizás matarlo con su cuchillo, pero sabía que no podía hacerlo. Después de todo, Belkira se encontraría a otro grupo y todo volvería a ocurrir. Consiguió embarrarse las manos de fango rojo y manchó con ella las patas de uno de los caballos. Mataron gallinas en honor a Lucifer y en un frenesí de locura bailaron dando de vueltas a la pira y gritando las herejías más temibles que Kenway hubiese escuchado.

            Al momento de dispersarse, Thomas se escondió en unos arbustos y fue siguiendo el fango rojo, con cuidado de no ser muy evidente. Las ramas y hojas le dirigieron hasta una caverna, donde había una peligrosa rampa rocosa al frente y un pasadizo muy estrecho y filoso desde el que podía espiar, y, en caso de emergencia, escapar por una saliente entre las piedras. Necesitaba verles sin sus máscaras, pero solamente había dos brujos y hablaron en cuchicheos. Escuchó que mencionaban al minotauro y acercaron, por curiosidad, uno de sus nuevos juguetes. Desde la lejanía podía ver una plancha con largos picos de acero conectado a una base con un extraño mecanismo. No quería ni adivinar lo que haría con él. Los brujos dejaron todo en su lugar y se alejaron corriendo, pero el minotauro les sorprendió curioseando y su mera presencia les postró en el suelo como frente a un profeta.
- Encontré los huesos de uno de nuestros brujos, pero he contado todas las ropas esta noche, podría haber un espía entre nosotros.- Su voz era potente y comandaba obediencia inmediata.- Dejen mis cosas y busquen por los bosques, éste no es momento para los errores.

            Thomas escapó entre las piedras que tenía detrás y corrió tan rápido como pudo al escuchar los galopes de los caballos que le buscaban. Recorrió un riachuelo y ascendió por colinas, perdiéndose rápidamente. La tormenta arreció, pero consiguió perder a sus seguidores y así mismo. Escaló por un alto pino, en busca de señales o de las luces del feudo para darse una idea, pero debía estar en la montaña equivocada. Eventualmente, agotado por el viaje, durmió en el pasto y despertó a primera luz con los empujones de Hans Brunker, el cazador. Revisó sus botas, casi por instinto, no tenían gis pero aquello no lo eliminaba como sospechoso.
- Les busqué anoche, pero no los encontré, parece que tú sí Kenway.
- Lo que perdí fue el camino de regreso.
- Ven conmigo, te llevaré lejos de esta tierra de osos.

            Desayunó en la posada del venado, donde la chismosa Helena no dejaba de hacerle conversación. Parecía que todos esperaban al conde Archer de Morrington, posible matrimonio arreglado para Gwen, la hija menor de lord Franning. El conde, según insistió en repetidas ocasiones, tenía la costumbre de impresionar a la plebe lanzando monedas desde su carruaje y presentando regalos para sus amigos. A través de las ventanas de fondos de botella distinguió un par de botas que estaban marcadas por gis y salió corriendo, apenas tirando unos ducados para pagar por su comida. La lluvia se había llevado casi todo, pero la arena blanca se pegaba fácilmente y era difícil de limpiar. Las botas correspondían a Edward Balston, el maestro de la guilda de artesanos.
- ¡Señor Kenway!- Le saludó amablemente, era obvio que no le sospechaba del aquelarre la noche anterior.- ¿Cómo sigue la búsqueda?
- Sé que están en el bosque, pero no sé dónde puedan estar. Es un bosque muy grande.
- Y usted tiene competencia.- El artesano entró a su taller, ladrando órdenes y trabajando sobre una silla con una fuerte lija para terminar la base.- El padre Britemore es un diablillo lujurioso, ahora mismo ha ido a ver a las lavanderas. Yo creo que lo hace para verlas en el río, ya sabe, todas mojadas y muy… Alegres.

            Kenway se maldijo durante todo el trayecto, no lidiaba únicamente con un peligroso aquelarre y un temible asesino, sino contra la crueldad vestida de piedad. Una maldad más difícil de extinguir. El obispo Osmer tenía la misma mentalidad cruelmente mecánica que el demonio que buscaba atrapar. Se había hecho de una silla donde amarraba a una histérica lavandera y, mediante un complicado mecanismo, la hacía descender al agua helada por varios segundos antes de sacarla para tomar aire y seguir la operación. Kenway usó su cuchillo para liberar a las mujeres y en cuanto Britemore abrió la boca para protestar le soltó un golpe a su rechoncha cabeza que le dejó en el pasto. Empujó al obispo, rescató a la mujer y la dejó ir.
- ¿Es que están ciegos? El minotauro puede desaparecer si esto continúa así, proseguir con su diabólico plan dentro de seis meses y nunca darían con él. Yo estoy progresando en mi investigación, les he visto con mis propios ojos, pero no les diré dónde. No quiero que torturen a los leñadores por información de la cual carecen.
- Estas mujeres son conocidas por coleccionar extrañas flores y conjurar extrañas pociones que incitan a la lujuria de los pobladores.
- Lo que incita su lujuria son frescos vestidos mojados y transparentes.- Osmer cerró los ojos como si acabase de insultarle.- Si quieren que la obra de Dios prospere no actúen como el demonio que estamos persiguiendo.
- ¿Y qué dios sería ese, bogomil?, ¿uno y trino?- Le desafió Britemore, claramente enojado por el golpe.
- Sólo hay un Dios, el verdadero.
- He tenido suficiente de usted, amigo o no del duque, queda bajo arresto en mi iglesia hasta que pueda convencer al duque de Mooreshire de llevárselo de regreso a Berkshire o de la pocilga de donde le haya encontrado.
- Usted no puede…- Los guardias aparecieron de la nada y fueron rápidos para encadenarlo de los brazos y atarlo a un caballo.

            Le encerraron en una celda a un lado de las catacumbas de la antigua iglesia romana. Los huérfanos eran los únicos que le llevaban comida y agua. Le pasaron papel, pluma y tinta durante la tarde a través de la reducida rendija que daba a la calle. Escribió una carta al duque de Mooreshire y les imploró que se aseguraran que llegase a su destino. Julius dio su palabra de honor y, agarrando a su hermana Martina de la mano, se alejaron corriendo. Kenway maldijo y golpeó la pesada puerta de acero, los días pasarían, estaba seguro, antes de recibir respuesta. El obispo simplemente le quería fuera de su feudo y entonces llegaría otra luna llena, otro aquelarre y más muertos.

            Despreocupado por el prisionero Kenway, el padre Britemore terminó la misa y, como de costumbre, fue directo al confesionario. Besando su hábito y persignándose se hincó se sentó calmadamente exhalando un suspiro de cansancio. No lo escuchó, aunque de nada le habría servido escucharlo. En el confesional se activó la trampa al momento de sentarse, y empujado por dos pesados resortes una plancha de madera con picos de metal atravesaron el confesionario de madera, penetrando su rostro y dejando parte de su cráneo contra la pared. La fila en el confesonario se hizo larga y el obispo se preocupó. Se acercó para ver si había algún problema y sintió la sangre en el suelo, bajo sus botas. Al abrir la puerta se encontró con lo que quedaba de Britemore y la visión le arrancó un chillido de espanto que fue escuchado hasta en la celda donde Kenway pasaba las horas apretado entre los muros. El obispo dejó a los soldados a cargo y corrió para liberar a su prisionero. Kenway miró la escena, ya había visto la trampa pero no podía imaginar para qué habría servido. Los soldados reportaron que, según testigos, un hombre de abrigo grueso y siempre de espaldas se aseguró que nadie más entrara al confesionario una vez terminada la misa. El minotauro se había quitado su pesado yelmo satánico.
- He enviado palabra al duque, no me pregunte cómo. Estará interesado en los tratos que he recibido y las piedras en el camino.
- Estará más interesado en la peste que ha comenzado en berkshire.- El obispo seguía pálido y tuvo que sentarse un momento.- No tengo mayor opción que confiar en sus métodos, espero no sean tan heterodoxos como su fe.

            Thomas Kenway recuperó sus cosas y comió algo en la posada del venado, para mantener el ojo sobre los Barston, el maestro de artesanos y su mujer. No podía saber si harían contacto entre otros miembros del aquelarre, era dudoso que corriesen semejante riesgo, sobre todo cuando era claro que el minotauro tenía un plan muy definido y sádicamente llevado a cabo con precisión escalofriante. Soldados entraron por él a la caída del sol, había algo que debía ver. Otro muerto más que se agregaba a la lista. El conde Archer de Morrington había muerto de camino al feudo. El obispo y lord Franning ya estaban allí.
- Los caminos están vulnerables tras la muerte de sir Millborrow, probablemente parte del plan del aquelarre.- Dijo Thomas, al bajar de un salto de la carreta que le llevaba hasta el bosque. Dos pesados troncos espinosos habían aplastado al coche del conde, lo poco que quedaba de él estaba repartido entre la madera y los pedazos de caballos.
- Usted y sus teorías, es todo lo que tiene, ¿no es así?- Le espetó lord Franning.- Archer, mi amigo de la infancia, prácticamente un hermano y usted está tan… tan tranquilo.
- He visto el mal en otras encarnaciones y veremos más de este. Tengo adelantos, se los haré saber cuándo me parezca prudente y creo que el obispo me apoyará en esto. La secrecía debe sernos un aliado, no podemos fiarnos ni de sus propios soldados.
- Es él, sin duda.- Lord Franning se agachó con problemas, su brazo derecho le colgaba, como muerto, y la parte derecha de su rostro, reventada anteriormente en una pelea, estaba hinchada por las lágrimas y la pena. Sostenía con su izquierda el anillo que el conde siempre portaba consigo. Era, quizás, lo único que quedaba en una sola pieza.
- Entre sus sospechosos.- Le susurró el obispo.- ¿Se encuentra Hans Brunker?
- Por supuesto, nadie conoce estos bosques mejor que él. Aún así, no lo detengan. No, para desbaratar la red tengo que adentrarme en los dos sospechosos de los cuales estoy absolutamente seguro. Algo de suerte y encontraré el hilo que une toda esta conspiración.
- ¿Conspiración?
- ¿Tiene otro nombre para esto? La causa final, obispo Osmer, ¿cuál es la causa final? Conocemos la causa material, el metal, la madera y el sadismo, conocemos la causa eficiente, la maldad pura de Satanalis y su falso profeta, su anticristo en la forma de minotauro, pero estas muertes no son azarosas. Algo están buscando.- Kenway se acercó al carruaje y se tapó la nariz con un pañuelo, la escena apestaba insoportablemente. Los cuerpos de los caballos ya estaban hinchados y la piel del cadáver desmembrado del conde y su prole estaban verdosos y con la sangre negra.- Debió ocurrir anoche, tomados enteramente por sorpresa.
- Yo sé la causa final.- Se defendió Osmer, con cierto orgullo.- Destruir nuestro feudo.
- Sí, me temo que sí, en parte. En parte.

            Thomas Kenway se convirtió en la sombra de Edward y Romina Balston. En la primera oportunidad que tuvo cruzó por su huerto particular hasta su casa, una humilde morada espaciosa y cómoda. Revisó debajo de las gruesas colchas, en la paja que hacía de cama y encontró una tableta de arcilla. Tenía el signo del río, la sección de acuario del bosque. Tenía algunos días aún, los cuales no pensaba desperdiciar. Edward no era difícil de ubicar, solía trabajar casi todo el día, pero su esposa recorría la villa de un lugar a otro vendiendo su propia cosecha y comprando víveres. En el mercado la siguió de cerca, esperando ver el pase de manos, algún mensaje en un pedazo de papel o cualquier cosa que delatase a más miembros del aquelarre. La mujer recibió un codazo de un mercader y Ernest Blatt la recogió del suelo, el mercader se había metido en una pelea.
- ¿Se encuentra bien?- Kenway la sacó del peligro y sin dudarlo detuvo a un borracho que atacaba al mercader con una botella rota por la espalda. Le rompió la muñeca y la nariz. El comerciante pudo contra los otros dos y después lanzó una risotada de victoria, mostrando su carruaje repleto de bienes y dispuestos al consumidor.
- Un ángel de la guardia es usted, señor Kenway. Estos competidores se ponen agresivos con cada día que pasa. Todo el pueblo está nervioso.
- Por el aquelarre.
- Sí, por Britemore, Dios lo tenga en su santísima gloria y por aquel conde. Cosa terrible.- Dijo, masticando una manzana.- Matar a un sacerdote, ¿hay peor sacrilegio que ese?
- Sí, ser un sacerdote.- Blatt se lo tomó a broma y le dio una palmada en la espalda que casi le dobla. Le regaló un par de manzanas que no dudó en guardarse y una hogaza de pan.- Además de la brujería.
- El aquelarre, me da escalofríos ese asunto. Esa Francine, su suicidio, su brujería… Cosa del diablo.
- Francine no era bruja alguna, era hierbatera Blatt, hay una enorme diferencia entre aquellos que conocen el poder espiritual, y dado por Dios, a las plantas, y aquellos que ofenden al Señor con pactos satánicos.- Ernest Blatt le miró como si fuese un ingenuo.
- Seré torpe en muchas cosas Kenway, pero tengo olfato, me muevo mucho y soy bueno haciendo sumas y restas.- Haciéndose al misterioso le tomó del hombro y le susurró.- Ese Julius, el huérfano, es pésimo cazador sin importar cuántas clases le dé Hans. ¿Quién se ocupa de ellos realmente? Mendicantes, sí, pero no están malnutridos si lo piensa.
- Los aquelarres rara vez emplean a chicos de su edad,- les defendió Kenway, aunque ciertas sospechas nublaron su semblante frío.- son muy chismosos. Aún así…

            Cabalgó con uno de los caballos del sacerdote Britemore, se figuró que ya no le necesitarían. Era un funeral al que no estaba interesado en atender. Fue directamente a la cabaña en la colina, donde los dos huérfanos cocinaban un estofado con una papa y un puñado de lentejas. Les regaló las manzanas y se comió la hogaza de pan, apoyado contra la pared de madera podrida y piedras. Julius le juró que había enviado la carta, ahora él esperaba de ellos dos otro favor. La verdad. Los huérfanos se miraron nerviosos y entre murmullos decidieron decir la verdad. No eran parte del aquelarre, aunque sabían muy bien que existía, y de su existencia antes que las autoridades. Habían visto al minotauro en los árboles que rodeaban la colina.
- ¿Cuándo fue esto?
- Un mes, y no ha vuelto, no que yo sepa. Nos trajo carne de res y de cerdo. No dijo nada, la dejó sobre un tronco caído y se alejó. Tampoco hicimos muchas preguntas.- Kenway absorbió la información con calma, era un detalle nebuloso que comenzaba a darse forma.- No podíamos decir nada, nos torturarían.
- No confiaban en mí lo suficiente, lo entiendo.
- No se ofenda señor Kenway.- Le pidió Martina, limpiándose las lágrimas con su harapiento vestido.- Somos ladrones, pero no somos malas personas. Jesús perdona a los ladrones que tiene necesidades, como nosotros.
- Ustedes… ¿Han robado del castillo?
- Una vez señor, y nada más. Muy difícil vender las armas de los soldados. Muy peligroso.- Kenway terminó el pan y arqueó una ceja.- La armería señor, ¿quiere que le mostremos el camino?

            Los tres anduvieron por el bosque, rodeando al enorme castillo. Julius abrió la tapa del desagüe y le llevó por los laberínticos túneles hasta una puerta secreta que daba a unas escaleras. Dejó atrás a los huérfanos y subió hasta una enmohecida y fría bodega donde un soldado dormía la borrachera, supuestamente protegiendo las flechas y arcos. En la mesa, a un lado de su vacía botella de vino, se encontraba un paquete envuelto en papel. Le abrió silenciosamente, aunque dudaba que una explosión despertase al guardia. Tenía el nombre y sello de sir Millborrow, así como una nota que exigía que fuese quemada en el momento de su muerte. El guardia, por supuesto, era demasiado holgazán como para tirar el paquete de cartas a una hoguera.

            Aprovechó la holgazanería y leyó las cartas. Fechadas desde hacía dos años era la correspondencia amorosa entre lady Charlene, esposa de lord Franning y sir Millborrow. En dulces palabras le juraba lealtad y amor eterno. Confesaba la muerte del lord original, George Franning en el supuesto accidente de cacería, ilusamente creyendo que la tendría más cerca de sus brazos, pero en cambio se topó con que estaba cada vez más lejos. Lady Charlene compartía sus más candentes sueños y fantasías, pero insistía en la imposibilidad de su amor carnal. Kenway recordó el embarazo de lady Charlene, la súbita muerte del caballero poco después y no estaba seguro de si las piezas encajaban o si lo estaba viendo todo al revés. Regresó todo a su lugar y salió por donde había entrado, los huérfanos ya no estaban.

            Corrió hasta los árboles y escondido entre los arbustos distinguió la figura de Romina Balston que llamaba la atención de un guardia que cargaba una pica. No podía verles, pero no era necesario. Les escuchaba besuqueándose y recitar en un latín vulgar las prohibidas oraciones a Lucifer. Romina le hizo saber que el siguiente aquelarre sería en las ruinas en el sector de acuario, pasando el río de piedras verdes. El soldado quería saber más, pero Romina confesó que no sabía quién era el líder, y mucho menos el minotauro. Kenway le creyó, no le parecía una mentira típica entre ilícitos amantes. Se mantuvo oculto en su lugar por un largo rato, incluso cuando Romina se alejó a trote para regresar a los brazos de su esposo. Siguió al soldado en su rutinaria patrulla por los bosques del señor feudal. Le siguió de lejos, acercándose únicamente cuando el soldado estaba ocupado bebiendo de su botella de vino.

            Tomándole por la espalda le soltó un golpe en la cabeza con una piedra y después le clavó su cuchillo por sus telas de cuero hasta enterrarlo en un costado. Desarmado y con su mano en la boca le arrastró varios metros hasta los altos matorrales.
- No sé quién es el minotauro, nadie lo sabe, incluso no creo que nuestro patriarca satánico lo sepa, lo juro por Lucifer y su corte.- Kenway empujó lejos la pica y desenvainó la espada del soldado para tirarla lejos.
- Los aquelarres no deberían congregarse durante el día, pero ustedes lo hacen.
- Romina es diferente, amigos de la infancia.
- Háblame de estos amigos. Háblame del aquelarre.
- Conocimiento de generaciones, mantenido oculto.
- No, el verdadero conocimiento oculto es el del ángel Jesús, lo que ustedes tienen son engaños y embrujos.- Retorció el cuchillo y le tapó la boca de nuevo, pues chillaba escandalosamente.- Quiero nombres. Todos.
- Kevin Finn, David Trevis y Wanda Muldoon, son los únicos que conozco de la infancia.
- Prepárate para el juicio.- Terminó de hundir el cuchillo y lo mató.

            Pasó la tarde cavando con primitivas herramientas. Ésta vez no habría un hechicero de sobra. Le había confesado su dirección y confiaba encontrar en ella sus ropas ceremoniales. Terminó al anochecer e irrumpió en su casa, era soltero y parecía un desvergonzado. Tenía sus ropas en un cajón, así como un libro de hechizos de magia negra y su diabólica máscara de madera crudamente pintada de rojo. Se asomó por la pequeña y circular ventana de la casa de piedra, la luna ascendía. El aquelarre empezaría pronto.

            Cabalgó hasta el río de piedras verdes y anduvo el resto del camino. Se colocó la máscara y se aferró a su grimorio para darle mayor veracidad a su actuación. Confiaba que no encontrarían su cuerpo, al menos hasta el día siguiente, de modo que tenía una buena oportunidad de detenerlo todo en un solo golpe. Los nombres que había confesado serían fáciles de ubicar, pero la identidad del líder, quien ahora les miraba en ceremonioso silencio en el umbral de una vieja puerta romana de piedra, seguía siendo un misterio. El fuego se prendió de verde y azul con extrañas pociones y hechizos que fingió repetir en voz baja. Sacrificaron gallinas, atando sus alas y tirándolas al fuego. Pasaron, de uno a uno, para besarle las patas a una cabra y jurar eterna lealtad al príncipe de las tinieblas y rey del mundo. El líder, sin embargo, permanecía inmóvil y en silencio. Pensó, estando cerca de él, que podía atacarle con su cuchillo, cortarle el cuello y huir en la conmoción, pero la voz de Romina Balston le detuvo.
- ¿Dónde está el minotauro, oh sabio hechicero?, ¿dónde está nuestro maestro?
- Ocupado, como pronto estaremos todos. Como pronto estará Satanás, salvándonos del final traído por el fuego de las llamas del infierno.
- Queremos verlo.- Insistió otro.
- Nadie ve a nuestro profeta que él no desee ver primero.- El líder hablaba apenas en susurros, pero nadie se oponía a sus designios.- Las viejas tradiciones sobrevivirán a través de nosotros, a través de la purga y en la obra de nuestro profeta, pero él está ocupado ahora y no puede ser molestado. Uno de ustedes ya ha cumplido su parte, según entiendo, y nuestro profeta le espera. No hables con él, ni te dirijas a él de ninguna forma. No diré tu nombre, de modo que nuestros secretos sean más fuertes. La presencia de Thomas Kenway es un verdadero problema, pero hasta ahora sabe poco y nada de la verdad. No la sabrá nunca, no llegará a saber la oscura verdad de nuestro macabro Señor.
- Kenway es muy listo.- Dijo uno, apenas y podía, debido a los fuertes vientos que silbaban entre las ruinas, reconocer la voz de Edward Balston.- No es sacerdote alguno. No sabe de mí, ni de  mi mujer, pero es de lo más sospechoso.
- Lucifago rofacale, quien conozca los doce nombres oscuros que se aproxime y me los susurre, aquel que no los conozca, ese entonces es nuestro invitado sin invitación.

            Thomas se unió a la fila india y rápidamente miró a su alrededor, no era el único que estaba armado. Ya no contaba con el factor sorpresa, ni contaba con el disimulo de sus ropas. No podía atravesarle el cuello al gran maestre, pues el de atrás le clavaría su cuchillo. La fila se fue moviendo lentamente, cada uno de ellos pasando la prueba. Thomas dejó caer el grimorio y lentamente extrajo su cuchillo. Apuñaló la pierna del cultista detrás de él y corrió tan rápido como pudo por entre las ruinas. Los viejos templos y murallas, ahora bloques indiscernibles comidos por la vegetación, formaban un laberinto difícil de transitar. Sabía que los brujos lo conocían a la perfección, o al menos mejor que él. Escaló un muro con ayuda de un tronco tirado y saltó hacia la copa de un alto pino. Se resbaló entre sus ramas y cayó a un desfiladero del que pudo aferrarse por las hierbas. Cuidadosamente fue apoyando los pies y las manos, colocándose debajo de una saliente. El eco, llevado por los fuertes vientos, le traían buenas noticias, le habían perdido. Trató, como pudo y siempre a un pie de una caída de cientos de metros, de rodear las ruinas para seguir al carruaje. Cuando salió al bosque la pira se había apagado y los brujos se habían dispersado. Corrió a toda velocidad, escuchando el galopar de una mula y en la penumbra del tupido bosque se fue dando de bruces contra los árboles y rasgando sus pesadas ropas ceremoniales con las afiladas ramas. El viento llevaba el ruido, pero estaba cerca, podía sentirlo. Encontró a la mula por accidente y silenciosamente caminó detrás de la carreta. Las ramas habían prensado la lona que cubría las cajas y jaulas repletas de ratas. Pensó en seguirle hasta la cueva que podía adivinarse a lo lejos, pero estaba protegida por dos brujos con los arcos listos y la atención fijada en cualquier movimiento sospechoso.

            Regresó al castillo casi al amanecer, muerto de hambre, de frío y de rabia. Había sido descubierto, pero tenía la esperanza que aquel oscuro profeta mantendría el aquelarre, pues le daba la impresión que aquel era tan sólo un conveniente frente para algo aún más oscuro, sus propios planes, sus propios laberintos. Los sirvientes del castillo apenas le prestaron atención como para ofrecerle algo de pan y leche, pues Gwen, la hija menor de lord Franning, estaba gravemente enferma. Les siguió por los pasadizos retocados de tapices y por los fríos pisos de piedra calentados por la paja y las alfombras. Logró asomarse un instante, Gwen estaba pálida y parecía al borde de la muerte. Una sirvienta lavaba sábanas que estaban teñidas de sangre. No se atrevía a entrar y al darse vuelta se topó con el obispo Osmer, quien le miraba sombríamente.
- Estamos hartos de la espera.
- Sé la identidad de gran parte de la red, pero nadie conoce al líder, ni a su líder, el minotauro. Estuve muy cerca ayer.
- ¿Quiere decir que ha estado frecuentando aquelarres? No me sorprendería de un bogomil.- Thomas tenía ganas de golpearlo, de decirle que su misa y su Iglesia eran un aquelarre aún más grande y peligroso, pero se contuvo.- Lady Gwen ha caído enferma, envenenada con algún embrujo del aquelarre.
- Desconfíe del castillo, señor obispo, y desconfíe de todos. Yo lo hago. Uno de ellos era soldado, ahora está muerto y enterrado. Es perfectamente posible que alguno de los sirvientes de lady Gwen le pusiera algo en la bebida. ¿Puedo interrogar a sus sirvientas? Sin la necesidad de ahogarlas, me refiero.
- Las mujeres no son las únicas conocedoras de los venenos de las plantas de los bosques. La bruja Francine, la asesina de la viuda de Hawk, tenía un discípulo. Alguien que usted conoce bien y que aparentemente no quiere ni tocar, ¿me pregunto por qué?
- ¿Hans Brunker?- El obispo asintió con la cabeza.
- A veces las confesiones funcionan. Repudie mis métodos todo lo que quiera, pero obtienen más resultados que los suyos.

            Thomas dormitó unas horas en la cocina, entrevistando sirvientas asustadas del fantasma de George Franning. Comió hasta saciarse y cabalgó en la tarde hasta la cabaña del cazador. Ciertas piezas no le terminaban de encajar, mientras que otras lo hacían a la perfección. Hans, era una de esas piezas que le hacían dudar. Discípulo de una bruja asesina, detalle que prefirió omitir en sus entrevistas, aunque parcialmente explicaba por qué se tomaba el tiempo de entrenar a Julius y Martina en el arte de la cacería. Contempló la posibilidad que Hans fuera el padre de los huérfanos, ciertamente tenía la edad para serlo. También consideraba la paternidad de la criatura que lady Charlene cargaba en su vientre, pero aquello era asunto aparte. Una sospecha ligera y nada más.

            Siguiendo el rastro de su percherón y de un par de huellas más que, a juzgar por el tamaño y profundidad, debían corresponder a las de Julius, le siguió hasta las colinas que rodeaban su cabaña. A lo lejos le pudo ver, agazapado contra un tronco, el huérfano a su lado. Habían dispuesto de flores y ramas atractivas para los venados. En menos de un instante el animal cayó muerto de un flechazo en el cuello. El invierno se acercaba y cada piel y carne que pudiera juntar le serían de vital importancia. Esperó hasta que volvieran, bromeando y sonriendo. Julius arrastraba el pesado cuerpo hasta la cabaña, donde Kenway les miró de arriba para abajo. El parecido estaba ahí, no había duda.
- Curioso que no quisieras darle un nombre a tus propios hijos, a Julius y Martina Brunker.
- Cuida de esa lengua, chismoso.- Kenway sacó su cuchillo, aunque sabía que estaba en plena desventaja contra el fornido cazador. Hans tensó los músculos, su mano lentamente tomando el mango de su hacha.
- Pobres de tus hijos, azotados por ese lamebotas en vestido. Curioso que muriera poco después, ¿no es cierto? Un trabajo magnífico. Lo de los dos leños… Bueno, supongo que hasta los grandes sádicos pierden la inspiración de vez en cuando.
- No me gusta lo que insinúas.- Sacó el hacha pese a las protestas de Julius, quien trataba de aferrarse a su enorme pierna izquierda para inmovilizarlo.- Yo no soy el minotauro.
- Dime para qué son las ratas, dime qué es la purga, dímelo maldita sea antes que sea tarde.- Hans le soltó un fuerte golpe con la base del hacha que no alcanzó ni a ver. Terminó sentado en el lodo, rápidamente levantándose.- Por los siete cielos, ¿es qué no ves la maldad que ocasionarás? Háblame más de los túneles que tus hijos conocen del castillo, dime más del prestamista, dime más sobre el caballero, ¿acaso sir Edwin te estorbaba? Háblame maldito seas.
- Valiente, para un hombre que va a morir.

            Hans lanzó su ataque y Thomas logró esquivarlo. Trató de atacar, pero recibió un fuerte codazo y una patada que le lanzaron contra un árbol caído. El cazador estrelló con todas sus fuerzas el hacha a pocos centímetros de su cabeza y lo arrancó el cuchillo de la mano. Le levantó del suelo, mientras Julius trataba de hacerle detener. El cazador, rojo de furia, lo azotó contra el suelo y después lo pateó hasta los matorrales. Kenway le lanzó una piedra y se aventó contra su pierna derecha para tirar al gigante, desesperadamente buscando su cuchillo entre los pastos. El cazador le golpeó en la espalda y antes que Kenway pudiera tomar su arma una flecha silbó por los aires y se enterró entre los dos combatientes. Tres soldados cabalgaron a toda prisa hasta ellos, el obispo Osmer cabalgaba de lejos y sonriendo como una víbora.
- Felicidades, has capturado al minotauro.- Aplaudió lenta y sardónicamente.
- No, pero valía la pena corroborar mis sospechas. Hans no es el minotauro. Ya estaría muerto si lo fuera, lo ha dejado muy en claro.- Recuperó su arma, Hans protegió a su hijo Julius colocándole detrás de él y se sorprendió al ver que Kenway se interponía entre ellos y los dos arqueros.- Él no envenenó a Gwen, ni mató al caballero. No, es un hombre violento, pero demasiado vulgar para conocer de Minos y tramar el laberinto que nuestro enemigo, el anticristo, está construyendo a nuestro alrededor.
- Tendré los nombres de los conspiradores ahora.- Las flechas le apuntaban a él y Hans evitó que Julius hiciese algo torpe como tratar de atacar a los soldados.
- El duque dejó en claro que yo me encargaría de la investigación y eso hago.- Dijo Kenway, tratando de mantener su dignidad con el costado adolorido. El obispo se bajó de su caballo y le extendió una misiva.
- Nuestro querido duque ha respondido a su llamado. Plaga en Berkshire, tiene mejores cosas de qué ocuparse. Ésta investigación es el menor de sus problemas.
- Pero…
- ¡Yo ordené a Roger Britemore desde antes que tuviera pelo en pecho!- Ladró Osmer.- Era como un hijo para mí. Habla o calla, que no confío en lo que tenga que decir un bogomil. Quédate con el caballo que has robado al difunto sacerdote y vete de aquí. Es una orden. Lo que haya dejado de equipaje en sus habitaciones le será enviado al duque de Mooreshire.
- ¿Así como así?- Preguntó Hans.- Pero el aquelarre…
- Si yo hubiera tenido la cooperación que este hereje ha tenido de despreciables sirvientes como ustedes entonces ya tendría a todos los responsables, y al minotauro, en las celdas del castillo. Adiós, Thomas Kenway y no vuelvas más. No hay lugar para herejes como tú.
- Curioso, el minotauro parece tener mucho espacio en su preciado pueblo y en sus montañas. Atacará de nuevo Osmer, y ni tu falsa trinidad podrá protegerles de la purga que viene, la amenaza es real y el mal que caerá sobre el feudo de lord Franning será bíblico… Y estará  en sus manos.


            Lejos de los bosques y en la compañía de los más atractivos invitados Esther Manning decidió complacerles, como era su costumbre, seleccionando de entre los vinos de su padre. Era su costumbre, prácticamente cada noche, en el ala inutilizada del castillo. Nadie en el pueblo parecía saberlo, y si su madre estaba enterada entonces no decía nada. Encendió la lámpara de aceite de la cava y bajó, ya un poco embriagada, por las viejas escaleras de madera. Escuchó el cerrojo cuando tres escalones se zafaron de la escalera y su cuerpo cayó al oscuro vacío. Se azotó contra el metal de un ataúd que se cerró de golpe con un pesado cerrojo. Sintió, en la más absoluta penumbra, las mordeduras de las hambrientas ratas. Gritó y chilló, pero el metal era grueso y lejos quedaba de la puerta. Las ratas, hambrientas y agresivas atacaron sin cuartel, la joven no podía defenderse, pues apenas había suficiente espacio para mover los brazos o rodar por dentro de ataúd.

            Thomas Kenway había abordado una carroza rumbo al norte, rojo de furia y con un pesado sentimiento de culpa. No había actuado lo suficientemente rápido, no había unido los cabos que ya estaban ahí, lo podía sentir aunque no pudiese manifestarlos en palabras. Las piezas estaban allí, pero no podía unir el rompecabezas. La carroza se detuvo y dejó escapar una lágrima, sabía lo que los soldados dirían incluso antes de abrir la boca. Una víctima más. Ahora mucho más cerca de los Franning. Esther había sido encontrada en un ataúd de fierro, comida por las ratas. Se olvidó de las órdenes del obispo y dejó que los soldados le condujeran hasta el castillo. La gente en el pueblo ya sabía de la tragedia. En la brumosa noche los chismes y los alaridos de terror se esparcían por doquier. Minos seguía construyendo su laberinto.
- Madre de Dios.- Gwen, visiblemente más recuperada, se lanzó a sus brazos al verle entrar al castillo.- ¿Por qué nos castiga el Señor de esta manera? Mi pobre Esther… Ratas además, su peor terror desde la infancia. ¿Es que acaso no redimió Nuestro Señor a esta Tierra?
- Pero no lo suficiente.- Dijo Kenway, dejándole a los cuidados de su madre. Un soldado le mostró el ataúd, las ratas ya se habían ido, en su mayoría habían sido matadas y cazadas por los mismos soldados. Poco quedaba de la hermosa Esther, y poco quedaba de esperanza en el corazón de Charlene Franning.
- Esther será su nombre, si es niña.- Dijo, con solemnidad, sin atreverse a mirar al cuerpo de su hija.- Sus amigos se preocuparon por ella, un poco demasiado tarde diría yo.
- El obispo me ha ordenado que me vaya. Pueden decirle que atenderé el funeral de su hija, y que no me iré a ninguna parte.
- ¿Y de qué sirve que esté aquí?- Le espetó lord Franning.
- Si tengo razón, entonces… Lo veremos mañana.

            Kenway odiaba las iglesias, pero se obligó a atender el funeral. No podía dejar de pensar que había estado persiguiendo fantasmas y que la muerte de Esther estaba en sus manos. Realmente había creído que el cazador era el minotauro, pero tampoco estaba seguro de haber uno solo. El poder, sabía muy bien, no se comparte con facilidad. El aquelarre, por más rituales diabólicos que tuvieran, eran meros peones para una mente maestra que tenía en mente un macabro plan surgido del más insondable abismo. Escuchó el cuchicheo entre quienes atendían, que conformaban prácticamente todos los villanos. La plaga había llegado, ya tenían a dos enfermos. Oscuras y desagradables pústulas crecían como verrugas en enfermos atestados de fiebres. Era la purga, estaba seguro, pero el minotauro aún no terminaba y de eso estaba aún más seguro. Se aproximó al lord en cuanto el servicio terminó y el ataúd de madera era trasladado a la catacumba del castillo. Prácticamente entró al carruaje con él, lady Charlene y la pequeña Gwen. Lord Franning confirmó sus sospechas, una extraña plaga había llegado al feudo.
- Nos mudaremos cuánto antes. No podemos quedarnos aquí, si llegó hasta mi preciada Esther en mi castillo, llegará hasta nuestro lecho y si no es él será la plaga también. El obispo nos acompañará, probablemente al sur.
- ¿Y su gente?
- Mis sirvientes del castillo ya se han ido, quién sabe adónde. En cuanto a los demás… Dios tenga misericordia de sus almas. Hemos visto estas plagas antes.- Kenway no pudo reprimir una mirada de desaprobación. El acaudalado lord podía escapar de la peste, del minotauro y del endemoniado aquelarre, pero sus villanos no podían darse el lujo.- ¿Y qué ofrece entonces?
- Necesito el mensajero más veloz que tenga, he despachar una carta sellada hasta el duque en persona, necesito la evidencia.
- ¿Evidencia de qué?- Preguntó Gwen.
- Del líder del aquelarre y la identidad del minotauro. Una vez tenga respuesta todos serán arrestados y con algo de suerte la plaga podrá controlarse.
- Se hará como ha dicho, y estoy seguro que el duque no tardará en responder. Tiene dos días, luego de eso nosotros nos iremos de estas tierras que han caído bajo el poder del aquelarre del minotauro.
           
            La misiva fue enviada y Thomas no pudo dormir a causa de los nervios. A través de sus ventanas los villanos lamentaban a sus muertos y el miedo podía respirarse en el aire. Tenían poco tiempo antes de la siguiente luna llena, el duque, el obispo y todos quienes cosechaban los frutos de la tierra creada por Satanail se irían huyendo del lugar, como las ratas que huyen cuando el barco se hunde. A la mañana siguiente lord Drarius irrumpió en su habitación, pálido como un fantasma. Su hija Gwen había desaparecido. Los soldados buscaron por todas partes y Kenway les acompañó en su búsqueda. Los villanos que la reconocían les dieron las pistas para ubicarla en el cementerio de la iglesia. Allí estaba ella, aún en sus ropas de dormir, vagando más pálida que la nieve. Era obvio, había visto un fantasma.
- ¿Cómo llegaste hasta aquí, hija mía?- Le preguntó el obispo.- ¿Por qué no te quedaste en el castillo como tu padre te dijo, lejos de la plaga?
- No puede ser…- Se dejó caer al suelo y Kenway evitó que se golpeara contra una tumba. Gwen le tomó de los brazos, su rostro en una expresión del más puro terror.- No puede ser. George… No puede ser.
- Habla niña, ¿qué es lo que has visto?
- La muerte.- Dijo, en un hilillo de voz  y luego de eso sus brazos se relajaron y sus manos cayeron al suelo. El obispo lanzó una plegaria y lord Drarius y su esposa Charlene arribaron segundos después. Charlene se lanzó a los brazos de su marido.
- No, no, por Dios, no… ¡Llévame lejos Drarius!, ¡Llévame lejos de este maldito lugar! La hemos buscado por horas para encontrarla de este modo. ¿Por qué nos castiga el Señor?
- Será lo mejor.- Convino el obispo.- Yo me iré mañana. Vayan, tomen sólo lo más necesario que yo me haré cargo de transportar todo lo demás. Viajen de día, lleven soldados y váyanse de esta tierra maldita. Y usted, Kenway…- Osmer se quedó mudo. Thomas abrazaba el cuerpo sin vida y lloraba desconsoladamente. La maldad había estado frente a él y no había actuado con la premura que era necesaria. Osmer le dejó ser, bendiciendo a la difunta. Eventualmente le separaron cuando llegó el mensajero tan rápido como pudo, un par de horas después.
- ¿Señor Kenway? Su correspondencia.- Thomas rompió el sello de cera y leyó la breve misiva del duque de Mooreshire.
- ¿Y bien?
- La evidencia.- Le dijo los nombres de todos los brujos, y más importante, el del líder del aquelarre.- En cuanto al minotauro, lo mataré yo mismo.
- ¿Cómo sabrás dónde encontrarle?
- Por qué sé quién es.

            Lord Drarius y su esposa Charlene llegaron cabalgando a su castillo. Ahora, sin sirvientes, parecía abandonado y lo estaría por un largo tiempo hasta que la plaga diera sus peores estragos. Las puertas se cerraron tras ellos y lanzaron alaridos de terror al ver el laberinto. Afanosa y velozmente construido, el minotauro había tirado estatuas, usado alambre con púas y pedazos de madera para obligarles a subir las escaleras y perderse entre los laberintos repletos de peligros. Lord Franning consiguió tirarse al piso al pasar por un umbral, al descubrir que había pisado una trampa mecánica que azotaba un hacha a la altura de su pecho y que le habría matado al instante. Charlene usó una silla para atravesar el alambrado, pero esto también era una trampa y dardos estallaron de una esquina, lastimando severamente su pierna derecha con clavos de acero que la tiraron al suelo, chillando de dolor. A lo lejos, pasando algunos laberínticos túneles, lord Franning podía adivinar el resplandor de una vela y una ventana abierta, sería su única escapatoria, si cabía esperanza alguna.

            Thomas Kenway consiguió patear la puerta hasta romper las trabas de madera y recorrió el laberinto guiándose por los gritos de espanto y dolor. El minotauro había confeccionado su último laberinto en las tres o cuatro horas en que el castillo había estado abandonado, pero no le sorprendía, pues ya había demostrado antes que conocía bien el lugar y era bueno con las manualidades. Subió las escaleras, agachándose por debajo del hacha que podría haber matado a lord Franning. Siguió el rastro de sangre de la pierna de Charlene hasta una sala. Trató de advertirles, pues podía ver los hilos en el suelo y las paredes, pero era tarde, en la desesperación de lady Charlene la trampa se accionó y un pesado mueble con cuchillas afiladas clavadas contra su madera cayó y prensó su brazo al suelo. El minotauro, a lo lejos, visible entre los maderos del laberinto y de pie en las escaleras que llevaban al ala sur lanzó una carcajada diabólica. Lord Franning corrió tras él, pero no pudo evitar las armaduras que cayeron sobre él, una tras otra, cuando el minotauro jaló de un mecate. Una de las picas cayó sobre su pie izquierda y otra rebanó parte de su brazo. Aún así, arrastrándose a pesar de las advertencias de Kenway, intentó llegar hasta las escaleras, tan sólo para encontrarse con que habían escalones hechos de cajas de madera y cubiertos de brea. Kenway le empujó de una pierna antes que pudiera arder.
- Maldito monstruo.- Escupió lord Franning, mientras el minotauro se acercaba, hacha en mano.- Mataste a mi amigo de mi infancia, pero debo saber, ¿eres tú George?
- No, no es George.- Contestó Kenway.- Y no mató al conde, él murió la noche que yo vi al minotauro en el aquelarre.
- Hermano en armas, lo sabía.- Dijo el minotauro, sin quitarse la pesada cabeza de toro.
- Jamás, falso profeta, pero lo entiendo ahora. Entiendo por qué no me mataste aunque podías haberlo hecho. Querías que yo atravesara el laberinto de tu locura. Dudo que te interese, pero tu aquelarre ha dejado de existir.
- Meras herramientas, no valen naa.
- La ropa de Berkshire que el mercader Ernest Blatt, me ha confirmado el duque que provenían del cementerio, de víctimas de la plaga. Les hiciste creer que les salvarías de una plaga que los habría consumido a ellos también.
- Habría valido la pena. Todo por este momento, todo.
- Anda.- Dijo Charlene, prensada al suelo y sangrando incontrolablemente.- Termina el trabajo, dos veces trataste de matar a mi Gwen.
- Eso fue fácil, la atraje al cementerio y murió de miedo. Sabía que lo haría.
- No sabes…- Dijo Kenway, con cierta sorpresa.- No sabes del primer supuesto ataque, Gwen tenía un amorío con el obispo Osmer. Aquella era al figura que vi entrar a su iglesia, pese a la mentira que trató de venderme el obispo al día siguiente de haber estado dispuesto. Usó una hierbatera para un aborto y me mandó a cazar fantasmas para confundirme. Me mandó al cazador. No me habría dicho de la separación pagana de los bosques en signos zodiacales, además, todo esto es una venganza. Debí haberlo deducido por los huérfanos, por la carne que les regalabas y por la muerte del cura Britemore tras la golpiza que les dio. A mí no me hiciste nada, incluso ahora no lo harás.
- No, no lo haría.- Dijo él, mientras la brea seguía quemando y las paredes de piedra se ahumaban.- Te necesitaba con vida.
- Francine, la amante del cazador y madre de sus hijos, ella era la clave. ¿Por qué mataría a la viuda de Richard Hawk, administrador de las tierras del lord? Aquella era la pieza fundamental, fue contratada para la parte más importante. Después de todo ese Richard Hawk, ese tirano de poca monta era primo de lord Franning. La viuda le reconocería cuando regresara de su fallido viaje a las cruzadas.
- No.- Se defendió Drarius.- Mi nombre es Drarius Franning.
- Le pagaste a alguien para que te dejara así, el aire de familia ya estaba y tras unos años, ¿quiénes podían reconocerte realmente?
- El prestamista.- Dijo el minotauro.- Hawk no tiene la misma firma y se conocían de muchos años. Por eso lo maté primero, porque Patrick Medwin sabía la verdad y prefirió callarla.
- Mentiras, son todas mentiras.- Se defendió Charlene.- Yo jamás…
- Leí su correspondencia con sir Millborrow.- Cortó Kenway. Era más una corazonada que otra cosa, pero había estado en lo correcto, había llegado a ser un amor más que platónico.
- Fue hace muchos años y prometió quemar esas cartas.
- Usted prometió amar a su marido, pero amaba a Richard Hawk, ¿no es cierto? Por eso mató al verdadero lord Drarius. Las hijas, Esther y Gwen, ellas tenían que saber.
- Les encantó el plan.- Gritó de pronto Charlene, sabiéndose derrotada.- Drarius era un hombre horrible, peor que George.
- Era un buen padre.- Se defendió el minotauro, quitándose la cabeza.
- ¡No!- Charlene y el falso lord gritaron aterrados.
- Sí, yo, el bastardo Martin York. Él era el único en el mundo que me trataba bien. Ustedes querían sus arcas repletas de dinero y mis hermanastras, víboras en piel de ovejas.
- Ella le temía a las ratas desde la infancia.- Dijo Kenway.- Me intuía que podía ser desde que supe que el minotauro conocía muy bien el castillo y a la familia, pero te daba por muerto. Entiendo ahora, matar a todos los que sabían del secreto y lo habían guardado.
- Gwen me miró a los ojos y colapsó frente a mí. Me siguió al cementerio con una simple orden, ella merecía morir de miedo. Sir Edwin, él merecía algo peor que eso, fue él quien me lanzó al barranco aquella noche. Fue él quien se aseguró que Richard Hawk tuviese una buena balsa para su supuesto ahogamiento.- A través de las llamas pudo ver su rostro, trabado por la ira, curtida por el trabajo, el sol y las penurias.
- ¿Los escuchas, Martin?- Kenway señaló hacia atrás, podían escucharse las voces del obispo y de los soldados.- Todos sabrán la verdad, y podré demostrarla.
- Confesaré.- Lloró Richard Hawk.- Confesaré a todo, a amar a la mujer de mi primo, a conspirar en su muerte, a arreglar la muerte de mi esposa alterando las hierbas de aquella bruja simplona. Confesaré a todo, por Dios que lo juro.
- No es suficiente.- Ladró Martin York, blandiendo su hacha alocadamente.- Recorrí Iberia como un mendicante, crucé el canal prácticamente como un esclavo, viviendo entre la mugre. Años de espera para ejecutar mi venganza.
- Merece la hoguera, no un hacha.
- En eso tienes razón.

            Martin York saltó por encima de las cajas y de las flamas. Chilló de dolor y se aferró de un tapiz que pronto cayó al suelo y comenzó a incendiar la sala. El obispo y sus guardias estaban en completo desorden. Charlene ya había muerto por las heridas. Martin blandió su hacha contra el asesino de su padre y lo empujó a las llamas. Le escucharon arder y confesar, desesperadamente tratando de ganarse favores en el cielo a través de la constricción. Thomas recogió una pica de una de las armaduras y consiguió agacharse antes que el bastardo le cortara la cabeza. Sabía que lo haría, pues su venganza había terminado y el obispo y sus guardias alertarían al mundo del temible pecado que se había cometido en ultramar. Le atravesó con la pica por la boca del estómago y gritando le empujó contra las cajas de madera embadurnadas de ardiente brea mientras que a su alrededor toda la sala ardía en llamas, las ventanas estallaban y las maderas se prendían lumbre.
- Muere Belkira, falso profeta de plagas y pecado.- York se aferró a la pica y con su inconmensurable fuerza le atrajo hacia las llamas hasta que Kenway pudo sentir su insoportable ardor.- Muere York, porque ya no queda nada más en ti, pasaste años planeando tu venganza y la purga que pudo haber matado a cientos de personas, ¿qué lugar hay para ti?
- El infierno.- Le respondió, tratando de jalarle, hasta que le abandonaron sus fuerzas y Kenway pudo liberarse, para seguir al obispo fuera del castillo y fuera del incendio que lo consumiría todo. Tosiendo por el humo se dejó caer de rodillas en el pasto de la corte exterior y el obispo Osmer le ofreció agua de una cubeta. Le miraba distinto ahora, con cierto orgullo.
- Nunca pensé que un hereje pudiera hacerlo.
- Lo mismo digo.- Bromeó Kenway, guiñándole el ojo.- ¿Qué hay de Ernest Blatt y toda su mercancía?
- Todos han sido puestos sobre aviso, todo se ha quemado. Tendremos especial cuidado con los enfermos, creo que hemos agarrado a la peste a tiempo.- Osmer se sentó a su lado en el césped. Los dos hacían una extraña pareja.- Ahora que todo ha terminado…
- No,- Le interrumpió Kenway.- no, apenas comienza. El mundo debe saber que la lujuria de Charlene de Franning, la maldad de Esther y Gwen y la codicia de Richard Hawk trajeron al mundo a este anticristo. Forjado en un barranco, consumido por completo por la rabia y la sed de venganza… Más descarriado que los propios satanistas, a su manera. Lo que está oculto debe salir a la luz.
- Convenido. Y ya que hablamos de lo que debe salir a la luz, ¿cuándo lo supo señor Kenway? Porque usted y yo… Bueno, nunca nos llevamos bien y dudo que algún día seamos amigos, pero creo que merezco una respuesta, por el alma del pobre Roger Britemore, leal sirviente de la Santísima Iglesia católica apostólica y romana.
- Su afinidad con los huérfanos era un indicador. Era lo único que no encajaba. No imaginé lo obvio, que el prestamista, Patrick Medwin, amigo de años por boca del mismísimo estafador sabría reconocer su puño y letra. Claro, fingía sus heridas o quizás sí fue atacado por salvajes en Iberia, no lo sé. Aún así, era una venganza demasiado personal, primero sobre sir Edwin, luego muere el conde Archer de Morrington… Yo sabía que no había sido el minotauro, le vi esa noche, además que una trampa tan burda no era su estilo. Su amada Gwen bien pudo haber ayudado.
- No quiero ni pensar en eso.
- Pues debería, ¿o realmente cree que no reconocería a su propio padre de un impostor? Lo hizo bien, el nuevo lord Franning, se ganó algo de respeto de su gente y fue un buen lord, quizás mejor que Drarius, más aún que George. Aún así, Archer de Morrington sabría la verdad, o al menos la sospecharía y tenía que irse. En cuanto a su sacerdote… Lo lamento mucho, pero esa era la pieza que no me terminaba de ajustar. Todo giraba sobre la familia Franning, a excepción de aquellos dos huérfanos con quienes sentía tanta afinidad. Cuando murió Esther ya tuve mis sospechas más fuertes. Pensé que si alguien podía hacerse pasar por un lord, alguien podía hacerse pasar por un muerto, el bastardo Martin York. Necesitaba la evidencia para el aquelarre, pero ya tenía una buena idea de la naturaleza de la Bestia. ¿Qué podía hacer? Vivía en el bosque, protegido por su aquelarre, no le habríamos encontrado por ninguna parte. Lord Franning me habría mandado matar, el falso me refiero, o su esposa la lujuriosa o sus perversas hijas. Habían viajado por años, suficientes para que usted no le reconociera, que dejara pasar los detalles incidentales, pero otros no lo harían. Si les hacía sospechar, sería el final de la investigación y el minotauro habría ganado.
- Pero lo hizo.
- No, Osmer, no lo hizo. Se desvió del camino más allá de toda redención. En sus últimos momentos prefirió la violencia que el duelo por su padre muerto y vengado. No, el Minos construyó un laberinto para que yo expusiera todo, pero matar ya estaba en su naturaleza.
- De un modo u otro…- Dijo Osmer, como dudando de sus palabras.- Me alegra que haya terminado, bien o mal.
- Una cosa más, antes que regrese a mi duque.- Dijo Kenway, terminando su agua y poniéndose de pie.- Esos huérfanos, déjelos ser. Por favor.
- Vaya, la primera vez que escuchó esas palabras sinceras de sus labios.
- Han sufrido suficiente.

            Thomas Kenway se alejó del castillo y de la villa que bullía de actividad. Las flamas eran visibles desde lo lejos mientras su caballo galopaba hacia el norte. Los pecados de la casa de Franning se consumían esa noche. Satanail había fracasado, pero lo encontraría de nuevo, estaba seguro. Vería a la maldad encarnada en otra forma. Pero ese sería otro día, y todo lo que Thomas quería hacer ahora era volver a casa, dormir por una semana y rezar por la condenada alma de Martin York, quien en cierto modo sí había muerto en aquel barranco en aquella fatídica noche. Muerto, pero animado por maldad y venganza.


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