miércoles, 22 de julio de 2015

Justicia, o algo semejante

Justicia, o algo semejante
Por: Juan Sebastián Ohem

                El aire acondicionado está a todo lo que puede. No es un juzgado, es una morgue. Esperamos el veredicto. Es un caso cerrado, no hay duda. Hay que estar ciego para no darse cuenta que es un simple caso de homicidio. El abogado defiende que fue imprudencial. Hay testigos que describen lo contrario. El juez regresa. Se acomoda los lentes. Los presentes guardan la respiración. El juez anuncia el veredicto. Estallan los gritos, los llantos, reproches y felicitaciones. Ram tenía razón, después de todo.

                Ana Julia fue arrollada por un camión ruta 52. Sintió el golpe, de eso no tengo dudas. Habría sobrevivido, de no ser que la llanta trasera le aplastó la cabeza. En la bolsa encontraron una identificación. Contactaron con su esposo, Jorge Ramiro y éste llegó en cinco minutos. Le explicaron lo sucedido. El patrullero, con su aliento alcohólico. Esconde sus ojos tras lentes negros reflejantes. Empuja su enorme barriga cuando habla. Ram no prestó mucha atención. Captó lo esencial. Ana Julia resbaló y el camión no frenó a  tiempo. “¿Quiere acompañar a la patrulla?” Ram no contestó. El policía repitió la pregunta un par de veces, pero Ram no se movía. La mancha de sangre en el pavimento tenía un efecto hipnótico.

                Se llevaron el cuerpo. Los policías fueron dejando la escena del accidente uno por uno. Ram estaba pálido. Sin moverse un centímetro, perdido en esa mancha de sangre que solía ser el amor de su vida, se había convertido en una estatua fría y muerta. El calor era insoportable. Los mosquitos aprovechaban el banquete. Los vecinos lo miraban con miedo.


                Cuando regresó en sí se dio cuenta que Ana Julia no regresaría. Nunca. Jamás terminarían de organizar las fotografías en el álbum. Aquel había sido su proyecto desde que se mudaron juntos. Siempre encontraban excusas para hacer otra cosa. Ram se sintió estúpido por preocuparse por cosas tan banales. Él me lo dijo como “las cosas más pequeñas, las más ridículas, se volvieron las más importantes. En momentos así te acuerdas de los mosaicos que tienen moho en el baño, te acuerdas que hay que rellenar los saleros y comprar más detergente.”

                Estando de pie en aquella cuadra escuchó las conversaciones de la gente. Mirones que fisgoneaban desde puertas entreabiertas. Señoras chismosas que sostenían su escoba como excusa para pararse en el marco de la puerta. “No sé cómo,” me dijo después “pero escuché a una anciana que le platicaba lo ocurrido a su nieto. La oí decir “la empujó” y eso me hizo perder la cabeza”. Ram corrió hacia el porche de la casa de la anciana, justo frente al lugar donde Ana Julia había sido atropellada. Histérico, la hizo confesar sobre lo que había visto. La mujer tenía una historia que contar, “el tipo ese la acosaba. Estaba ebrio, como siempre. Es uno que se pinta el pelo de güero, que tiene un lunar enorme en el pómulo. Vi que estaban forcejeando, creo que la empujó.” Ram quedó boquiabierto. Sus rodillas se doblaron. La tomó de las manos, apretó hasta que ella chilló de dolor y, fuego en los ojos, le ladró en la cara “¿por qué carajos no dijo nada?” La mujer apenas balbuceó una respuesta “no quería problemas.”

                Julián y Esteban, los hermanos de Ram, llegaron desde Campeche para ayudarle con el funeral y los papeleos. Ram apenas salía de su cama. Todo en su casa la recordaba de Ana Julia. Todo en la calle le recordaba a su asesino. No le dijo nada sobre la versión de la anciana. Sabía que la policía no movería un dedo y conocía demasiado bien a la ley como para saber que no existían suficientes evidencias para apresar al asesino.

                A la única persona a quien le dijo, fue a su suegra. Doña Roberta lloraba histéricamente mientras escuchaba acerca del asesino. Dejó de llorar abruptamente, le tomó de las manos y le preguntó “¿qué vas a hacer?” Ram la miró, sin mover un músculo, y dijo “ese hijo de puta está muerto.” Doña Roberta lo abrazó, y entre sollozos le repetía “encuéntralo hijo, encuéntralo.”

                Eso es exactamente lo que tenía planeado hacer. Renunció a su trabajo en el sitio de taxis y comenzó a merodear la zona del paradero. Buscaba a un hombre joven, pelo pintado de rubio y un lunar en el pómulo. No tardó mucho en encontrarlo. Trabajaba en la tortillería “San Juan” en la Emiliano Zapata Norte, justo en la zona donde las casas pasaban de ser mansiones a casuchas en una transición violenta. Lo vio mientras vendía y platicaba con una mujer mayor, probablemente su madre. Memorizó cada rasgo de su víctima. El tinte en el cabello era desigual, parecían líneas rubias oxigenadas contra mechones negros y cafés. Debía tener más de 28, pues sus facciones estaban bien definidas. Su tez era morena clara, sus ojos eran pequeños y con pestañas delgadas. Tenía una nariz extrañamente delgada y refinada y una boca torcida hacia la derecha. Se preguntó, mientras lo observaba por cuatro horas seguidas en su auto, qué se sentiría hundirle un cuchillo por el costado del rostro y ver brotar la sangre.

                El Ram que yo conocí había desaparecido para cuando me visitó en el primer martes de Marzo. Quería vender su casa y el terreno en Progreso que su madre le había dejado en la herencia. En mi escritorio, a un lado de mi estatuilla del Quijote, tenía una foto de nuestra clase en graduación. Ram era delgado y sonriente, su nariz afilada le hacía parecer un águila. Ahora su rostro era regordete, sus ojeras profundas y la nariz que solía darle un aspecto atrevido, le hacía parecer un buitre. Hablamos por horas acerca de lo ocurrido y de sus planes. “Ponce,” me dijo “tienes que hacer esto por mí. Eres mi único amigo. Patricio y Estela se creyeron la acusación de esa chamaca. Creen que soy alguna clase de violador. Sólo tú y Ana Julia me creyeron.”
“Ram, tienes que dejarlo ir.”
“Lo mismo dijiste con el caso de Gonzalo, ¿te acuerdas?”
“Ese chico tenía derecho a la mejor representación legal. Tu estudiaste conmigo, sabes eso.”
“También sé que lo que nos pidieron era ilegal. No podemos destruir evidencia. No es justo.”
“No es justo lo que te hicieron, mandar esas cartas a los despachos de abogados te hundió aún más. Ni qué hablar de tus clases en prepa.”
“No iba a pasar a Josefina Lara sólo porque era linda. La maldita y su maldita acusación de acoso sexual. No puedo creer que se salga con la suya.”
“Algunas personas se salen con la suya.”
“No él. Tiene que haber justicia, o algo semejante.”
“Debería… Ram, ¿sabes la diferencia entre la ficción y la realidad?”
“No, pero estoy seguro que me lo dirás.”
“La ficción tiene que tener sentido, la realidad no. Si hago esto que me pides, perderé a un amigo.”
“Si no lo haces, también.”

                Su argumento era bueno. Había sido un excelente abogado. El mundo no tiene sentido, él lo sabía, pero creía que podía darle sentido. No sé si eso lo hacía heroico o estúpido. Hasta el día de hoy no sé porqué acepté. En parte, supongo, porque Ram estaba perdido sin Ana Julia. Vendí sus propiedades tan rápido como pude. Él compró una casa cerca de la tortillería, desde donde podía vigilar a su presa hasta que terminara de trabajar. Todos los días, al medio día, iba a comprar tortillas. Semana tras semana. Aprendió su nombre, Humberto “Beto” Mex. Ahora su obsesión tenía nombre.

                La tortillería era como cualquier otra tortillería. La máquina daba hacia la parte de atrás, el frente estaba destinado a las ventas. Una galería de santos adornaba la pared de cemento pintado de blanco. Debió haber mirado a esos santos por demasiado tiempo, pues la madre de Humberto, Doña Mariana, le dijo “no son míos, son de Beto. Dejó el alcohol desde hace unos meses. Ahora es cualquier otra persona. Antes se embriagaba saliendo de aquí, ahora va a la iglesia que está cerca de la casa. Impresionante, ¿no le parece?”.

                Semana tras semana. Mes tras mes. Todos los días. Por reloj. Hablaba con él cada vez que podía, quería conocerlo. Era un cristiano ferviente. Su única adicción era el football. Ram regresaba a casa y se sentaba en su silla de plástico, al lado de una nevera con cervezas y algo de comida. El sol navegaba de este a oeste. Las sombras se hacían más largas y más oscuras. Su mirada no cambiaba. El sol le pegaba en el rostro por un par de horas. La piel le ardía. No le importaba. Humberto terminaba su turno. Ram lo seguía desde una prudente distancia. Tomaba el mismo camión lunes, miércoles y viernes para ir a misa, los martes y jueves iba a otro paradero. Los fines de semana se quedaba en casa de su madre, a un lado de la tortillería.

                En sus sueños lo veía. En sus sueños lo torturaba. Le cortaba los dedos y le gritaba obscenidades. Se imaginó a sí mismo incendiando la tortillería y quemándolo vivo. Fantaseaba todo el día acerca de las maneras como le procuraría un final doloroso. Era su imaginación, pero su constante consumo de cerveza hacía cada vez más reales sus fantasías. Se haría justicia, no había duda. Ya tenía un plan. Lo había tenido por meses enteros y lo había planeado hasta el detalle más pequeño.

                En una cálida tarde de Septiembre salió de la casa y lo esperó en la parada de camiones. Una camioneta de la policía, a media cuadra, descansaban platicando entre sí. Se aseguró que la anciana frente al paradero estuviera prestando atención. Humberto llegó justo a tiempo. Ram le hizo plática, mientras miraba su reloj y vigilaba la calle. El camión estaría por llegar en cualquier momento. Se habían congregado otras personas. Hablaron sobre football, hasta que el camión se acercó. Estaba a dos cuadras y avanzaba a toda velocidad. No se detendría. Todo salía de acuerdo con el plan.

                Ram se plantó frente a Humberto. Ram le daba la espalda a la calle y estaba centímetros de Humberto. Lo tomó del cuello y le dio una zarandeada, seguida de una bofetada. Gritó “¡Policía!” con todas sus fuerzas. Tenía su atención. Uno de los transeúntes trató de detener el altercado, sería demasiado tarde. Le tomó las manos a Humberto y, cuando el camión estaba a pocos metros, fingió que Humberto lo empujaba. El golpe contra el camión le reventó las costillas. Debió haberlo sentido. La llanta trasera le aplastó la cabeza y sus luces se apagaron.

                La policía llegó corriendo. Los testigos señalaban a Humberto. La anciana de la casa de enfrente testificó en su contra. Humberto, llorando desconsoladamente, trató de explicarse frente al juez. Era inútil. Ahora ha salido el juez. Ahora ha dado su sentencia. Humberto pasará mucho tiempo en prisión por homicidio, como debía ser. Parece que Ram, después de todo, obtuvo su justicia, o algo semejante.

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