Justicia, o algo semejante
Por: Juan Sebastián Ohem
El aire acondicionado está a todo lo que puede. No es
un juzgado, es una morgue. Esperamos el veredicto. Es un caso cerrado, no hay
duda. Hay que estar ciego para no darse cuenta que es un simple caso de
homicidio. El abogado defiende que fue imprudencial. Hay testigos que describen
lo contrario. El juez regresa. Se acomoda los lentes. Los presentes guardan la
respiración. El juez anuncia el veredicto. Estallan los gritos, los llantos,
reproches y felicitaciones. Ram tenía razón, después de todo.
Ana Julia fue arrollada por un camión ruta 52. Sintió
el golpe, de eso no tengo dudas. Habría sobrevivido, de no ser que la llanta
trasera le aplastó la cabeza. En la bolsa encontraron una identificación. Contactaron
con su esposo, Jorge Ramiro y éste llegó en cinco minutos. Le explicaron lo
sucedido. El patrullero, con su aliento alcohólico. Esconde sus ojos tras
lentes negros reflejantes. Empuja su enorme barriga cuando habla. Ram no prestó
mucha atención. Captó lo esencial. Ana Julia resbaló y el camión no frenó
a tiempo. “¿Quiere acompañar a la
patrulla?” Ram no contestó. El policía repitió la pregunta un par de veces,
pero Ram no se movía. La mancha de sangre en el pavimento tenía un efecto
hipnótico.
Se llevaron el cuerpo. Los policías fueron dejando la
escena del accidente uno por uno. Ram estaba pálido. Sin moverse un centímetro,
perdido en esa mancha de sangre que solía ser el amor de su vida, se había
convertido en una estatua fría y muerta. El calor era insoportable. Los
mosquitos aprovechaban el banquete. Los vecinos lo miraban con miedo.
Cuando regresó en sí se dio cuenta que Ana Julia no
regresaría. Nunca. Jamás terminarían de organizar las fotografías en el álbum.
Aquel había sido su proyecto desde que se mudaron juntos. Siempre encontraban
excusas para hacer otra cosa. Ram se sintió estúpido por preocuparse por cosas
tan banales. Él me lo dijo como “las cosas más pequeñas, las más ridículas, se
volvieron las más importantes. En momentos así te acuerdas de los mosaicos que
tienen moho en el baño, te acuerdas que hay que rellenar los saleros y comprar
más detergente.”
Estando de pie en aquella cuadra escuchó las
conversaciones de la gente. Mirones que fisgoneaban desde puertas
entreabiertas. Señoras chismosas que sostenían su escoba como excusa para
pararse en el marco de la puerta. “No sé cómo,” me dijo después “pero escuché a
una anciana que le platicaba lo ocurrido a su nieto. La oí decir “la empujó” y
eso me hizo perder la cabeza”. Ram corrió hacia el porche de la casa de la
anciana, justo frente al lugar donde Ana Julia había sido atropellada.
Histérico, la hizo confesar sobre lo que había visto. La mujer tenía una
historia que contar, “el tipo ese la acosaba. Estaba ebrio, como siempre. Es uno
que se pinta el pelo de güero, que tiene un lunar enorme en el pómulo. Vi que
estaban forcejeando, creo que la empujó.” Ram quedó boquiabierto. Sus rodillas
se doblaron. La tomó de las manos, apretó hasta que ella chilló de dolor y,
fuego en los ojos, le ladró en la cara “¿por qué carajos no dijo nada?” La
mujer apenas balbuceó una respuesta “no quería problemas.”
Julián y Esteban, los hermanos de Ram, llegaron desde
Campeche para ayudarle con el funeral y los papeleos. Ram apenas salía de su
cama. Todo en su casa la recordaba de Ana Julia. Todo en la calle le recordaba
a su asesino. No le dijo nada sobre la versión de la anciana. Sabía que la
policía no movería un dedo y conocía demasiado bien a la ley como para saber
que no existían suficientes evidencias para apresar al asesino.
A la única persona a quien le dijo, fue a su suegra.
Doña Roberta lloraba histéricamente mientras escuchaba acerca del asesino. Dejó
de llorar abruptamente, le tomó de las manos y le preguntó “¿qué vas a hacer?”
Ram la miró, sin mover un músculo, y dijo “ese hijo de puta está muerto.” Doña
Roberta lo abrazó, y entre sollozos le repetía “encuéntralo hijo, encuéntralo.”
Eso es exactamente lo que tenía planeado hacer.
Renunció a su trabajo en el sitio de taxis y comenzó a merodear la zona del
paradero. Buscaba a un hombre joven, pelo pintado de rubio y un lunar en el
pómulo. No tardó mucho en encontrarlo. Trabajaba en la tortillería “San Juan”
en la Emiliano Zapata Norte, justo en la zona donde las casas pasaban de ser
mansiones a casuchas en una transición violenta. Lo vio mientras vendía y
platicaba con una mujer mayor, probablemente su madre. Memorizó cada rasgo de
su víctima. El tinte en el cabello era desigual, parecían líneas rubias
oxigenadas contra mechones negros y cafés. Debía tener más de 28, pues sus
facciones estaban bien definidas. Su tez era morena clara, sus ojos eran
pequeños y con pestañas delgadas. Tenía una nariz extrañamente delgada y
refinada y una boca torcida hacia la derecha. Se preguntó, mientras lo observaba
por cuatro horas seguidas en su auto, qué se sentiría hundirle un cuchillo por
el costado del rostro y ver brotar la sangre.
El Ram que yo conocí había desaparecido para cuando
me visitó en el primer martes de Marzo. Quería vender su casa y el terreno en
Progreso que su madre le había dejado en la herencia. En mi escritorio, a un
lado de mi estatuilla del Quijote, tenía una foto de nuestra clase en
graduación. Ram era delgado y sonriente, su nariz afilada le hacía parecer un
águila. Ahora su rostro era regordete, sus ojeras profundas y la nariz que
solía darle un aspecto atrevido, le hacía parecer un buitre. Hablamos por horas
acerca de lo ocurrido y de sus planes. “Ponce,” me dijo “tienes que hacer esto
por mí. Eres mi único amigo. Patricio y Estela se creyeron la acusación de esa
chamaca. Creen que soy alguna clase de violador. Sólo tú y Ana Julia me
creyeron.”
“Ram, tienes que dejarlo ir.”
“Lo mismo dijiste con el caso
de Gonzalo, ¿te acuerdas?”
“Ese chico tenía derecho a la
mejor representación legal. Tu estudiaste conmigo, sabes eso.”
“También sé que lo que nos
pidieron era ilegal. No podemos destruir evidencia. No es justo.”
“No es justo lo que te
hicieron, mandar esas cartas a los despachos de abogados te hundió aún más. Ni
qué hablar de tus clases en prepa.”
“No iba a pasar a Josefina
Lara sólo porque era linda. La maldita y su maldita acusación de acoso sexual.
No puedo creer que se salga con la suya.”
“Algunas personas se salen con
la suya.”
“No él. Tiene que haber
justicia, o algo semejante.”
“Debería… Ram, ¿sabes la
diferencia entre la ficción y la realidad?”
“No, pero estoy seguro que me
lo dirás.”
“La ficción tiene que tener
sentido, la realidad no. Si hago esto que me pides, perderé a un amigo.”
“Si no lo haces, también.”
Su argumento era bueno. Había sido un excelente
abogado. El mundo no tiene sentido, él lo sabía, pero creía que podía darle
sentido. No sé si eso lo hacía heroico o estúpido. Hasta el día de hoy no sé
porqué acepté. En parte, supongo, porque Ram estaba perdido sin Ana Julia.
Vendí sus propiedades tan rápido como pude. Él compró una casa cerca de la
tortillería, desde donde podía vigilar a su presa hasta que terminara de
trabajar. Todos los días, al medio día, iba a comprar tortillas. Semana tras
semana. Aprendió su nombre, Humberto “Beto” Mex. Ahora su obsesión tenía
nombre.
La tortillería era como cualquier otra tortillería.
La máquina daba hacia la parte de atrás, el frente estaba destinado a las
ventas. Una galería de santos adornaba la pared de cemento pintado de blanco.
Debió haber mirado a esos santos por demasiado tiempo, pues la madre de
Humberto, Doña Mariana, le dijo “no son míos, son de Beto. Dejó el alcohol
desde hace unos meses. Ahora es cualquier otra persona. Antes se embriagaba
saliendo de aquí, ahora va a la iglesia que está cerca de la casa.
Impresionante, ¿no le parece?”.
Semana tras semana. Mes tras mes. Todos los días. Por
reloj. Hablaba con él cada vez que podía, quería conocerlo. Era un cristiano
ferviente. Su única adicción era el football. Ram regresaba a casa y se sentaba
en su silla de plástico, al lado de una nevera con cervezas y algo de comida.
El sol navegaba de este a oeste. Las sombras se hacían más largas y más
oscuras. Su mirada no cambiaba. El sol le pegaba en el rostro por un par de horas.
La piel le ardía. No le importaba. Humberto terminaba su turno. Ram lo seguía
desde una prudente distancia. Tomaba el mismo camión lunes, miércoles y viernes
para ir a misa, los martes y jueves iba a otro paradero. Los fines de semana se
quedaba en casa de su madre, a un lado de la tortillería.
En sus sueños lo veía. En sus sueños lo torturaba. Le
cortaba los dedos y le gritaba obscenidades. Se imaginó a sí mismo incendiando
la tortillería y quemándolo vivo. Fantaseaba todo el día acerca de las maneras
como le procuraría un final doloroso. Era su imaginación, pero su constante
consumo de cerveza hacía cada vez más reales sus fantasías. Se haría justicia,
no había duda. Ya tenía un plan. Lo había tenido por meses enteros y lo había
planeado hasta el detalle más pequeño.
En una cálida tarde de Septiembre salió de la casa y
lo esperó en la parada de camiones. Una camioneta de la policía, a media
cuadra, descansaban platicando entre sí. Se aseguró que la anciana frente al
paradero estuviera prestando atención. Humberto llegó justo a tiempo. Ram le
hizo plática, mientras miraba su reloj y vigilaba la calle. El camión estaría
por llegar en cualquier momento. Se habían congregado otras personas. Hablaron
sobre football, hasta que el camión se acercó. Estaba a dos cuadras y avanzaba
a toda velocidad. No se detendría. Todo salía de acuerdo con el plan.
Ram se plantó frente a Humberto. Ram le daba la
espalda a la calle y estaba centímetros de Humberto. Lo tomó del cuello y le
dio una zarandeada, seguida de una bofetada. Gritó “¡Policía!” con todas sus
fuerzas. Tenía su atención. Uno de los transeúntes trató de detener el
altercado, sería demasiado tarde. Le tomó las manos a Humberto y, cuando el
camión estaba a pocos metros, fingió que Humberto lo empujaba. El golpe contra
el camión le reventó las costillas. Debió haberlo sentido. La llanta trasera le
aplastó la cabeza y sus luces se apagaron.
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