jueves, 23 de julio de 2015

Caronte (Parte 1 de 2)

Caronte
Por: Sebastián Ohem


1946:
            La inestable tregua de la Junta admitía ciertos excesos a sus miembros. Las tres familias que controlaban el crimen en Malkin, los Petri, los Andolini y los Meneti, continuamente se pisaban los dedos, robándose mutuamente, extorsionando negocios en territorios de otros o incluso el ocasional homicidio de un soldado. La tregua, sin embargo era sagrada y se materializaba en los restaurantes y bares de la mafia, que admitían a cualquiera y donde los miembros de la Junta podían llevar a sus familiares sin temor a la violencia. El Francis Lounge, en una noche cualquiera, podía tener tenientes y capos de las tres familias, cenando con sus familias, unos al lado de otros. Las diferencias se dejaban en la puerta, la tregua se respetaba. Los restaurantes y bares no era lo único que se compartía, los mafiosos tenían amantes trofeo por toda la ciudad, y en más de una ocasión la misma despampanante mujer podía depender de un amante en cada familia. Cindy Jahelka era el ejemplo perfecto, la modelo ganadora de innumerables premios de belleza, entretenía toda clase de amantes y era conocida por su absoluta discreción. Es por ello que cuando Cindy entró al Francis Lounge, todas las cabezas voltearon a la entrada. Vestida en un entallado vestido plateado se paseó, de mesa en mesa, guiñando al ojo a hombres casados y soplando besos a capos que se sonrojaban en presencia de sus esposas.

- Ya me cansé de andar como Tarzan, de liana en liana.- Dijo en un hilillo de voz, aunque perfectamente claro debido a que el Lounge estaba en sepulcral silencio.- Yo no soy una tarjeta de baseball que puedan pasar de mano en mano, soy el premio mayor y sólo una persona puede quedarse conmigo.
- Ya era hora preciosa.- Dijo Sonny Andolini, también conocido como el “guapo Andolini”. Sus hijos le miraron sorprendidos, pero su esposa le miró con absoluto odio.- Tú sabes que nadie te cuida mejor que yo.
- Tonterías,- Dijo Robert Meneti, a un par de mesas de distancia. Acalló a su esposa con un gesto amenazador y se puso de pie.- soy el mejor amante que has tenido y lo sabes.

            Cindy Jahelka siguió motivando a sus amantes, hasta que hubo doce hombres de familia peleando entre ellos a gritos y amenazas. La modelo siempre había tenido esa influencia en los hombres, pero nunca antes lo había explotado de tal manera. Botines enteros fueron puestos a su disposición, con toda clase de promesas para acompañar. Luego de una media hora de abierta discusión, y de muchas esposas enojadas, Cindy llegó a una conclusión. Escogió a Robert Meneti, quien dejó atrás a su familia para besarla en el medio del local. Los Andolini y los Petri le amenazaron, incluso tirándole comida y cubiertos, pero nada de eso le importó. Los amantes salieron juntos, dejando atrás una cacofonía de discusiones, entre potenciales amantes y esposas histéricas. La noche, temían todos, había quedado decididamente arruinada. Los meseros se aliviaron cuando las discusiones fueron cesando, dejando atrás sólo las amenazas veladas, y no podían esperar para terminar con la función, echarlos a todos y respirar tranquilos tras haberse salvado de una balacera.

            Una persona entró al Lounge, con un largo abrigo viejo y un sombrero. Quienes prestaron atención apenas tuvieron tiempo para ver los dos objetos, como granadas, que lanzaba a cada lado del local. No hubo una explosión, pero sí un agudo chillido que era ensordecedor. Los cristales del Lounge se reventaron, las botellas estallaron en las mesas y todos terminaron en el suelo, apretándose los oídos. Algunos ya habían oído de ella, era Eco, una ladrona profesional que parecía indetenible, y ésta noche no era diferente. Rápidamente pasó de mesa en mesa, robando carteras, relojes y joyas. Diez minutos después Eco había desaparecido, y el Francis Lounge había tenido la peor noche de su vida.

            A pocas cuadras de ahí, en una extensa callejuela, dos autos estacionan, uno de cada extremo. Del Plymouth verde bajan cuatro individuos vestidos humildemente, son un grupo de ladrones profesionales que, si bien están sancionados por los Meneti, habían robado el banco equivocado. La familia Andolini decidió perdonar la intromisión, a cambio de comprar las cajas de seguridad que se habían llevado. El Buick tenía a tres hombres bien vestidos, cada uno con una bolsa repleta de dinero, y cada uno fuertemente armado. El primer grupo cargó las maletas al centro de la callejuela, detrás de una serie de edificios de restaurantes y tiendas. El segundo grupo se dio por satisfecho, presentó el dinero y se acercó cautelosamente. Uno de los matones bien vestidos se detuvo, su quijada se abrió de sorpresa, su cigarro cayendo al suelo. Los demás le miraron extrañados, luego siguieron su mirada. No había nada. Trató de explicar, en balbuceos, que había visto a una figura en el tejado, algo completamente fuera de lo común. Señaló hacia el techo, todos voltearon, y cuando quiso explicarle a su amigo a la derecha lo encontró tirado en el suelo, desmayado de bruces.

            Los dos grupos desenfundaron, instintivamente caminando en reversa, hacia sus autos. Los ladrones recogieron las maletas apuradamente, sin darse cuenta que algo impactaba contra el único foco de la callejuela, un cuchillo que cayó al suelo haciendo ruido. Uno lo recogió, y un segundo después tenía su cara golpeando la pared a toda velocidad. Uno a uno sintió la violencia, siempre atacando por la espalda. Los últimos dos matones trajeados decidieron largarse de ahí, subieron a su auto y al encender la marcha, y las luces, pudieron ver a su enemigo. Era un hombre vestido con una cota de malla azul oscuro, con botas militares pintadas de grises, guantes del mismo color y dos fundas en los antebrazos donde guardaba bastones de policía. Su rostro estaba escondido por lo que parecía ser un espejo que hacía como casco completo.

            Caronte no pensó en las luces del auto. El casco de espejo le permite ver Undercity y Malkin, así como transitar entre el purgatorio, Undercity, y la ciudad de los vivos, Malkin. Para hacerlo, sin embargo, necesitaba de la oscuridad. Lanza sus últimos dos cuchillos, pero falla a los faros. Corriendo contra el contenedor de basura a su derecha desenfunda su revólver. Odia esa arma, pero ahora es su mejor herramienta. Dispara contra los faros, apaga el derecho pero falla los otros tiros. El auto acelera, empujando el basurero y golpeándolo contra la pared. Se arrastra nervioso, bastones de policía en cada mano. Sabe usar esa arma como si fuera una extensión de su brazo, pero sus atacantes no son los maniquíes a los que está acostumbrado. En cuanto se asoma recibe un tiro a quemarropa y justo en el pecho.
- Bueno, eso fue extraño. Recoge las maletas, nos iremos de aquí con el botín y el dinero. Si a los Meneti no les gusta, es su problema.- Mientras su compañero se encarga de las pesadas maletas viejas con cajas de seguridad, el maleante toca el traje de cota de malla y silba sorprendido.- Es de metal y parece sólido... Mejor no correr riesgos, pásame tu escopeta, con eso lo partiré en dos.

            Antes de poder apuntar, una de las puertas detrás de ellos se abrió de golpe. De una trastienda aparecieron tres maleantes con armas listas. La balacera duró poco, los hombres de Andolini regresaron al auto, mientras los de Petri aprovecharon la sorpresa para descargar contra el parabrisas hasta matarlos a los dos. Las víctimas de Caronte estaban regresando a la conciencia, pero se quedaron en el suelo para evitar una muerte segura. Casi olvidan a Caronte, hasta que uno le pateó en el costado, tratando de decidir si estaba vivo o muerto. Caronte se levantó de golpe, con todas sus fuerzas rompiendo su rodilla. Se levantó rápido, robándole el arma y disparó contra los otros dos en las piernas. La pelea había terminado, pero le disparó al faro al que había fallado, sólo por si acaso. Podía ver, gracias al espejo, que esa callejuela existía idéntica en Malkin, aunque haya tenía unas mesas de un café, con novios besándose y ancianos jugando ajedrez. Escogió a uno de los gatilleros que gritaba de dolor por el balazo en el muslo, y con la bota contra el cuello exigió respuestas. Se trataba de un triángulo perfecto, los Meneti robaron el banco de los Andolini, a quienes les vendían las cajas de seguridad, y los Petri habían llegado para robarlo todo.
- Por favor, llévame a un hospital.- Gritó el maleante, cuando le quitó la bota.
- La policía está por llegar, buena suerte con ellos.- Dijo Caronte, mientras revisaba distraídamente las cajas de seguridad. Una de ellas se destacaba de inmediato, era dorada y con relieves.
- ¿Quién eres, para quién trabajas?
- Mi nombre es Caronte, y trabajo para Malkin.- Usó un cuchillo para abrir un poco la tapa, y se sorprendió al encontrar una bomba con ácido de batería.- Díganle a sus amigos que el lanchero del río Estigio ha llegado y demanda su pago.

            Trató de sonar seguro, pero no lo estaba. Demasiado joven, demasiado nervioso e impulsivo. Había peleado por diez años en una prisión, cuando estaba vivo, y aún así ahora era como si fuera su primer pelea, torpe y decidida más por la suerte que por la habilidad. El Alquimista le había advertido, la habilidad de ver el mundo de los vivos, además del mundo de los muertos podía ser una distracción fatal. Le importaba una sola cosa en Malkin, lo único verdaderamente valioso que había dejado atrás, su novia Laura Sims. Había sido Milton Lufkin, el injustamente apresado que fue liberado diez años después, y aún así Laura no veía eso en él. No veía los interminables días de defender su dignidad a golpes de manos de las violentas pandillas. No estaba seguro de lo que ella veía en él, pues él solo veía una rabia y un enojo que el Alquimista había canalizado al crear a Caronte. Pero él sabía lo que veía en Laura, algo semejante a un ángel.

            Se guió por instinto, Undercity es muy semejante a Malkin, y pudo llegar a lo que había sido la casa de su familia. Había construido una pistola de aire comprimido que disparaba una garra metálica aferrada a un grueso hilo. El aparato se le echó a perder al borde del abismo. La vieja casa existía en Undercity, aunque habitada por un viejo matrimonio. Cuidadosamente entró por una ventana y, aprovechando la oscuridad, caminó hacia Malkin. Seguía en el mismo estado abandono. Había tenido muchos planes para ella, que nunca pudieron ser. El ladrón que lo mató, frente a los ojos de Laura, le robó todo eso. Caminó por los polvosos corredores hasta la habitación de sus padres. Encontró la caja de seguridad bajo los tablones de madera, debajo de la cama. Habían tenido un negocio rentable, hasta que un par de mafiosos los mataron e incriminaron a Milton. Sacó todo el dinero y las joyas, y en cuanto se dispuso a irse escuchó voces. Laura Sims, y su amigo Terry Winslow habían entrado a la casa. Ella no dejaba de llorar. Quería tocarla, quería besarla y decirle que estaba bien. No podía hacerlo, no podía torturarla de esa manera. Milton no podía vivir en Malkin, pertenecía al reino de los muertos por la cobardía de un ladrón. Condenado a poderla ver de cerca, pero nunca poderla tocar. Escuchó de sus labios, como dándose fuerzas, la frase que Milton usaba para reconfortarla. Ella dijo “No puede llover para siempre” y Milton lloró dentro del casco y sintió que perdía fuerzas para vivir. Al escucharlos subir la escalera supo que era hora de irse.

            Freddie Miller aceptó el trabajo de vendedor de alfombras por pura necesidad, tenía esposa y un hijo que se sumían cada vez más profundo en la pobreza. Cada puerta cerrada era como una condena para él. La gente no quería comprarle, ni siquiera escucharle, sin importar cuántas variaciones del discurso oficial pudiese dar. Llegó al curioso edificio en la calle Adams, unos tres pisos que parecían construidos como hongos sobre un viejo gimnasio abandonado. Asistió al anciano para abrir la puerta principal y le siguió hasta el único departamento habitado, el del tercer piso. El anciano agradeció sus atenciones, pero no sabía cómo hacer para sacárselo de encima. El lugar ya tenía tapetes, pero eso no era lo que Freddie veía con asombro. El anciano era un alquimista, con alambiques, frascos de todos los colores, aparatos metálicos de apariencia antiquísima y quemadores sublimando toda clase de extraña sustancia. Cuando llegó Milton Lufkin, el vendedor se convenció de irse. No tenía idea, y no podía saber, que aquel anciano carecía de otro nombre además de Alquimista, y que aquel joven Milton Lufkin era en realidad su protegido, el enigmático Caronte. El viejo dejó las compras y no dejó que Milton dijera una sola palabra hasta que estuvieran en el gimnasio.
- Fue vergonzoso, me puse nervioso.- Dijo Milton, mientras ágilmente brincaba de una cuerda a otra, tensadas a diez metros de altura.- Hice todo mal.
-¿Aprendiste?- Preguntó el anciano, mientras le lanzaba pelotas para que esquivara.
- Sí.
- Entonces no hiciste todo mal.
- Aún así, tengo mucho que mejorar. Esa pistola de aire comprimido es un arma mortal.- Milton fue pasando de cuerda en cuerda, luego a los aros colgantes y finalmente a un burro donde realizó algunas figuras acrobáticas antes de caer de pie sobre el poste de un rincón del cuadrilátero.
- ¿Y el metal, y el espejo?
- Excelente. Puedo ver en la oscuridad mejor que en el día. Y la cota de malla resiste un disparo.
- Resiste mucho más que eso. Algún día te enterarás de dónde provino ese metal, y ese espejo.
- ¿No me lo dirá?- El alquimista se acercó a Milton, quien hacía lagartijas con una sola mano y comenzó a golpearle con un palo de escoba.
- ¡Concéntrate! El cuerpo es nada, la voluntad lo es todo. Ponte de pie y golpéame.
- Si usted lo dice.- Milton había estado en cientos de peleas. Sabía cómo moverse, cómo lanzar su cuerpo, cómo lanzar un golpe. El viejo se movió aún más rápido y le golpeó en la cara con una pesa. Milton retrocedió, dando un traspiés y cayó sentado.
- ¿Por qué tienes misericordia, Milton? Tu enemigo no lo tendrá. No lo tuvieron los mafiosos que mataron a tus padres, ni los chacales que enfrentaste en prisión, ni el ladrón que te disparó, ni el criminal que te baleó aquí en Undercity cuando aún eras un policía uniformado. No lo tuvieron los mafiosos esta noche, ni la tendrán mañana. No olvides por qué haces esto. No para apantallar, no para ser el hombre más macho del lugar. No, tu misión es superior a ti mismo. No es Milton Lufkin quien tiene una cruzada contra el crimen, es Caronte. Nunca lo olvides.
- Si no debo tener piedad, ¿por qué respetar sus vidas?- El Al          quimista le ayudó a levantarse y le mostró el casco de espejo. Milton lo miró con reverencia, el anciano era un sabio y un hechicero poderoso. No tenía duda alguna en que él había creado ese casco con sus propias manos de una sola pieza de vidrio de espejo.
- Finalmente, la pregunta correcta. El espejo es inmisericorde, muestra lo que es y no lo que nos gustaría que fuera. El espejo es, ante todo, incorruptible y así debes ser tú. Jamás te conviertas en uno de ellos, o estarás perdido. Milton podrá ser como ellos, pero no el espejo, no, el espejo siempre es el mismo y tal es la fuente de su poder.
- Cuando me recogiste de la calle, a pocas cuadras de aquí, con tres balas en el estómago... ¿Por qué me salvaste?- El anciano le pasó un estuche con veinte pequeños y afilados cuchillos y le señaló a los carteles en la pared para que empezara a lanzar. Mientras lo hacía, el anciano se puso frente a él con los brazos abiertos, obligándolo a ser más cuidadoso.
- Cuando moriste apareciste en Undercity como Milton Lufkin, oficial de policía. Eso no es coincidencia, hay pocas coincidencias en el reino de los muertos. Yo te encontré sentado en el suelo, espalda contra la basura, con sangre manando de tu abdomen. El criminal se dio a la fuga, tú apuntaste tu revólver pero no disparaste. Temías darles a las niñas que jugaban cerca. Y cuando me acerqué, tú no pediste por una ambulancia. Tú querías un poco más de tiempo, para apresar al criminal. Estabas lleno de ira, ni siquiera sabías por qué. Por eso dejé que recordaras tu vida en Malkin, para que supieras quién eres, pero tú querías ser algo más y yo me convertí en la herramienta para tu transformación. Lo difícil no es ser la conciencia de Undercity, es poder vivir con ello.

1966:
            Luciano Petri es un hombre de gustos exquisitos, hijo de uno de los grandes dones de la mafia, se permite muchas excentricidades, su gusto por causar revuelo es la mayor de ellas. Ninguno de sus amigos italianos podía creer los rumores, el gran Luciano enamorado de una negra. No era, sin embargo, cualquier negra y en cuanto la presentó en sociedad todos le aplaudieron. Cleopatra Upshaw es activista y psicóloga, conocedora de todo lo que es bueno en la vida, y también de lo que es malo. Su carácter fuerte, pero a la vez coqueto causó los celos de las mujeres italianas. Los más sabios veían en ella una activista que buscaba la integración de las razas mediante el sexo, Luciano solo veía el sexo. Cleopatra era buena escuchando, y sabía que los hombres poderosos, como el alcalde, el fiscal de distrito, los jueces, el jefe de la policía y los mafiosos tenían todos una misma característica en común, les gustaba hablar en la cama. Ella era buena escuchando, pero era mejor grabando cada palabra, con una discreta grabadora debajo de la cama. Los hombres que la veían no podían imaginar un intelecto, y una voluntad, mucho más poderoso que la de cualquier hombre, pero lo harían pronto.

            Mientras Luciano y Cleopatra pasaban la noche en el lujoso departamento en Baltic, a pocas cuadras de allí se reunía un extraño grupo. Los sangre negra y las víboras, dos violentas pandillas que se habían disputado el control de las calles de Morton por años, eran ahora unificadas por una figura misteriosa, conocido únicamente como Vudú se trataba de un líder carismático y, por encima de ello, de grandes y lucrativos planes. El inmenso haitiano tenía el rostro pintado de blanco como si fuera una calavera, con pantalones y botas militares, una automática y un largo machete. Los pandilleros olvidaron sus diferencias cuando Vudú les convenció que pelear por esquinas era cosa del pasado, que los tiempos de los mafiosos estaba pasando y que ellos merecían los lujos de los ricos. Su violencia, después de todo, era fruto de la opresión de los ricos, y había llegado el momento de actuar. La turba de veinte pandilleros cruzó la calle hasta la pequeña mansión de William Hutton, dueño del Heraldo de Malkin. Derribaron la puerta y entraron como una turba revolucionaria, tras cortar los cables del teléfono y la luz.

            No debían tardar mucho, sólo era cuestión de meter la plata, el oro y el efectivo en grandes sacos y salir corriendo, pues las patrullas pasaban por ahí a todas horas. Hutton recibió una golpiza, así como su esposa y sirvientes. Satisfechos en la violencia y en el robo salieron en grupo, pero no llegaron lejos. Una densa nube de humo se formó en la entrada con gran estallido y quienes quedaron adentro escucharon los gritos de dolor. Caronte había llegado, y con su par de bastones de policía desarmó a los pandilleros y les dejó inutilizados. Los otros ocho corrieron por la casa hasta llegar al matrimonio Hutton, les amarraron con cable de teléfono y vigilaron la escalera con metrallas automáticas. Caronte corrió a la parte trasera de la casa y usó su pistola de aire para subir un par de pisos hasta una ventana abierta. Silenciosamente se acercó al grupo, desmayando a quienes se alejaban demasiado hasta reducir sus números a un nivel semejante.
- ¿Dónde está Charlie?- Preguntó el que tenía a la señora Hutton agarrada del cabello.- Maldita sea, mejor matarlos y largarnos de aquí.
- Yo no me voy sin dinero.- La ventana detrás de ellos se reventó y una granada cayó entre ellos. Antes que pudieran hacerse a un lado el aparato emitió un ruido agudo e insoportable. El resto de la ventana se rompió cuando apareció Eco, vestida de rojo oscuro, con una máscara de tela. Antes que los pandilleros pudieran matar a sus rehenes ella les quitó las armas y con un par de golpes de judo los lanzó por las escaleras.
- Podía hacerlo solo.- Dijo Caronte en lenguaje de señas, saliendo de uno de los cuartos. Su casco hacía mucho que estaba mejorado para protegerle de sus bombas de sonido.
- Puedes noquear a un pandillero, pero siempre habrán más. Salvaste a estos dos, pero no solucionarás el problema a golpes.- Dijo ella, con lenguaje de señas.
- Este grupo pasará una temporada en prisión, eso servirá de algo.
- ¿Te refieres a que se unirán a la pandilla en prisión?
- ¿Sugieres que les deje matar y robar?
- Cuidado, suenas mucho como a tus nuevos mejores amigos, la policía.
- Esto es algo que podemos hacer juntos, con la policía. Sé que no te caen bien, pero sería más desesperante hacerlo sin ellos.
- No, desesperante es que siempre nos veamos así y nunca te vea sin ese casco.- No le dejó responder y ágilmente saltó a la ventana y con su pistola de aire comprimido lanzó un gancho a un techo lejano y se fue, dejándole con la policía que llegaba al lugar.

            La policía celebró su intervención y le llevaron en patrulla hasta el precinto más cercano. Ellos pidieron autógrafos e historias de guerra, pero Milton tenía la mente en otras cosas. Le preocupaban los tatuajes en los pandilleros, alguien los estaba unificando y necesitaba saber quién. En la primer oportunidad que tuvo fue directo al escuadrón de pandillas, donde le advirtieron de Vudú, Simon Otongo y su carrera criminal.
- Tiene una cruzada revolucionara.- Dijo uno de los detectives.- Quiere unir a todos los jóvenes fastidiados por el sistema, pero sobre todo a los negros, y derrocar lo que él llama el estatus quo blanco. Un verdadero animal.
- No es la primera vez que enfrentamos a un revolucionario de su tipo, ni será el último.
- ¡Ahí está!- El alcalde, Norman Troy, apareció detrás de una puerta y corrió hasta Caronte para jalarlo del brazo.-  No puedo creer que lo hayas olvidado, ésta noche das un discurso para la reunión de jueces. La prensa ya está ahí, querrán saber más sobre la “brigada de la justicia”.
- No se ofenda alcalde, pero usted sabe que no me gusta ese proyecto. Jóvenes para una policía ciudadana es algo peligroso, y hay varios revoltosos. Usted sabe lo que Henry Cabot y sus amigos hicieron en la tienda de ese pobre hindú, le dieron una golpiza.
- Los jóvenes siempre serán jóvenes, ¿qué se le hará? Vamos, el héroe número uno tiene que aparecer ante sus seguidores.

            Caronte había cambiado su uniforme. La cota de malla ahora era de azul claro, con franjas azul oscuras que salen de los guantes y botas del mismo color, hasta el cuello. Los guantes también habían cambiado, eran un poco más largos, hasta el antebrazo, pero eso era para guardar mejor sus bastones de policía y sus bombas de humo. Los colores, sin embargo, habían cambiado para adecuarse a su nuevo rol. Ya no era un joven solitario, ahora era un adulto y su visión de las cosas había cambiado. El reflejo de Malkin debía proteger la ciudad, y sus nuevas alianzas le ayudaban a hacerlo, incluso si era a costa de mayor presencia en los medios. Se sentía incómodo lanzando discursos, pero se sentía más incómodo en las calles. No entendía a los jóvenes de pelo largo, sin trabajo ni futuro que pretendían darle discursos morales a quien había estado dándose golpizas por veinte años para evitar que la escoria sicopática se hiciera de toda la ciudad.

            Pensó en ir al baño, apagar la luz y desaparecer. El edificio existía en Malkin, aunque no era un centro de convenciones. Echaba mano de esa táctica todo el tiempo, si el lugar era igual a la Malkin de los vivos podía ir y venir, haciendo creer a sus enemigos que podía teletransportarse, para colocarse detrás de ellos y darles contusiones con sus bastones de policía. Aún así, ya casi no se desaparecía cuando no estaba peleando. Lo había hecho la semana pasada, y como siempre, fue directo a casa Laura Sims. Ya no era Laura Sims, ahora era Winslow, desde que se había casado con Terry hacía unos años. Lo sintió como una pérdida personal, tan personal como la muerte del Alquimista. Verla sonreír en los brazos de otro le recordaba que ella podía vivir sin él, pero en el fondo Milton no estaba seguro de poder vivir sin ella. Cada navidad les dejaba regalos, pero cada vez sentía menos ganas de pasearse por la Malkin de los vivos.

            Recurrió a una de sus pocas amistades, Louis Carver. Había sido su compañero de patrulla, hacía más de veinte años, y ahora era un detective de tercer grado. Tenía un par de canas en los costados y un imponente bigote, que religiosamente pintaba de negro, y si no podía encontrarlo en su oficina, o en casa, estaría seguro en su bar favorito, el Bido’s. Louis y Milton se confiaban todos sus secretos, pero con los años se habían distanciado. Milton no estaba casado, mientras que Louis ya había sufrido un divorcio y, aunque sus trabajos eran semejantes, el detective Carver no siempre aprobaba de las acciones que Caronte podía realizar al margen de la ley. Milton no había crecido bien, tenía una nariz chata, un pómulo más salido que el otro, producto de una feroz pelea sin su uniforme, tenía la figura de un jugador de football americano pero una constante mirada de preocupación que alejaba a las mujeres.
- Pensé que estarías haciéndole manicura al alcalde Troy.- Dijo Carver, recibiéndole con una cerveza.- El país se cae a pedazos y esos malditos políticos siguen sonriendo. ¿De qué se reirán?
- Tienes una manera muy negativa de ver las cosas. En el fondo todos tenemos una responsabilidad a ayudar a un gobierno electo democráticamente. Las cosas han estado peor, ¿recuerdas al llavero?
- ¿El psicópata que dejaba detrás llaves de las puertas donde mataría a la siguiente semana? Yo llevé ese caso, no lo olvidaré nunca. ¿Realmente se disfrazaba como una enorme llave?
- Te lo juro, fue surreal. Le rompí las rodillas mientras me reía. Vamos, había matado a diez personas pero algo de humor no estorba.
- Eso, viniendo de ti, es un gran adelanto.

            Louis preguntó por su vida personal, únicamente lo hacía cuando se olía que Milton escondía algo, pero no obtuvo respuestas. Milton sólo quería distraerse y compartieron historias de guerra hasta casi llegada la madrugada. Podía verlo en los ojos de Carver cada que hablaba de la juventud radical, el sentimiento de estar siendo dejado atrás y por más que Milton trataba de esconderlo, él sentía lo mismo. Nunca había pensado dos veces en lo que la gente pensaba de él. Las sátiras y parodias de Caronte en televisión era constantes, pero no lo hacía por los aplausos. Donde él sabía que hacía una diferencia, quizás con mayor certeza que cuando se disfrazaba, era en “segunda oportunidad”, la agencia de ubicación y empleo para ex-convictos. Había gastado hasta su último centavo en ella, y los pocos recursos que el gobierno cedía eran aprovechados al máximo. Tenía a varios compañeros que hacían las entrevistas, además de él, pues a veces pasaba hasta la salida del sol en su disfraz. Aún así, hacía lo posible por pasar tiempo con ellos, escuchar los rumores y brindarle una legítima segunda oportunidad a los ex-convictos, muchos de los cuales él mismo había puesto tras las rejas.
- Mire,- Dijo su entrevistado, Isaac Haskell en cuanto se sentó.- no le voy a mentir. Me vale un pepino lo que usted diga, vengo porque es ley. Yo me casé en prisión y ya tengo empleo. Lo encontrará entre mis referencias. Puede ubicarme donde quiera, viviré con mi esposa.
- Agradezco la honestidad, puede irse. Algún colaborador se dará la vuelta en estos días para revisar que todo ante bien. Pero, entre usted y yo, ¿se reformó en prisión?
- Blackgate es el infierno, de no ser por mi esposa seguramente sería un criminal. ¿Satisfecho?
- He estado en Blackgate, sé de lo que habla. Váyase y ojalá no nos veamos de nuevo.- Espero hasta que Haskell se fuese para llamar al siguiente. Le reconoció de inmediato, era Larry Miller y su sangre se heló.- ¿Nombre?
- Larry Miller.- Dejó que le extendiera sus papeles para poder ver sus tatuajes de prisión. Los reconoció a todos, era miembro de una pandilla.- Terminé la preparatoria en Blackgate, y entre usted y yo mi vieja preparatoria era más peligrosa. Trabajé como carpintero, eso podría ayudar.
- Sí, por supuesto. Tengo algo perfecto.- Le extendió una tarjeta y lo miró a los ojos con paciencia. Reconocía la mirada, estaba enojado y se contenía, pero no duraría para siempre.- ¿Muchos amigos en prisión?
- Fue una reunión de preparatoria, hasta uno de mis maestros estaba ahí. Falleció, pero no me mire a mí. La única persona que no estaba era Caronte, muy típico del mundo en que vivimos, donde algunos asesinos reciben medallas.
- ¿Caronte?
- Mató a mi padre y yo lo encontraré. Ponga eso en el archivo, si se le pega la gana.- Le dejó ir, haciendo una nota mental de mantenerlo vigilado.

            El sindicato de ferrocarriles estalló en huelga de nuevo y mientras la policía intercedía a golpes, preguntándose dónde estaba Caronte para ayudarlos, por tercera vez, los líderes del sindicato y varios políticos prominentes cenaban en un restaurante de lujo a pocas cuadras allí. Los músicos tocaron más fuerte cuando el sonido de las sirenas y disparos se hizo demasiado obvio. Los comensales hicieron lo posible por notarlo y siguieron disfrutando la velada hasta el ventanal del techo se hizo añicos. Una mujer bajó, ayudada por un arnés, con un AK-47 en una mano. Vestida como soldado cubría su rostro con una máscara que se parecía a su sobrenombre, Cobra. Los accesos se cerraron, Vudú había llegado con una docena de pandilleros. Mientras ellos robaban, Vudú y Cobra vigilaron todo desde el centro.
- Buen dato,- Le dijo el haitiano a la mujer.- tienes buenos oídos.
- Los hombres poderosos hablan de su dinero después del sexo, les da más poder. Es algo freudiano.
- Lo dividiremos, cincuenta y cincuenta. ¿Justo?
- Justo.- Dijo Cobra, mientras Vudú le besaba la mano en una reverencia exagerada.
- No quiero separarme del dinero, no es nada personal, sólo extravagancias mías.
- Bien, puedes ir en mi Cadillac.
- Hay otro trabajo para el que necesitaría músculo.
- Soy todo oídos.
- Los Meneti tienen una fortuna en efectivo que no han podido lavar. Me lo dijo Luciano, varios millones de hecho. Te daré los detalles después.

            El robo fue rápido y todos escaparon ayudados con arneses por el techo. Se esparcieron en seis autos, para evitar a las patrullas y llegaron todos juntos a una abandonada cancha de basketball encerrada entre los edificios de clase baja que habían crecido como hongos. Los pandilleros dividieron el dinero, bajo la astuta mirada de Cobra, mientras que Vudú preparaba las iniciaciones. Nuevos pandilleros habían llegado a él, dispuestos a hacer lo que sea por dinero.
- Mira esto Cobra, para que veas como es el mundo real.- Vudú, acompañado de Cleopatra Upshaw, caminó hasta el centro de la cancha donde tiró un cuchillo pequeño y luego apuntó a los más de veinte sujetos que le rodeaban.- Esta ciudad está cambiando de manos, pero nuestra revolución no puede ganar si nos dividimos entre nosotros. Si quieren ser soldados de la revolución tendrán que probarse con la pandilla de los perros, esos traidores trataron de matarnos  y ahora les devolverán el favor. Son treinta de ellos  y veinte de ustedes, buena suerte.
- Efectivo.- Dijo Cleopatra, mientras llegaban tres camionetas repletas de prisioneros, atados con rudimentarios mecates, que fueron llevados a la cancha y luego liberados.- Primitivo, pero efectivo. ¿Y no crees que haya demasiadas caras blancas en ese grupo?
- El hombre blanco siempre trata de mantenernos abajo infiltrándose entre nosotros, su momento llegará, mi querida Cobra.
- El sistema se hace carne, es algo muy judeocristiano.- Dijo Cobra, pero Vudú no le entendió hasta que ella señaló a una escalera contra incendios de un edificio cercano.- La hegemonía blanca se convierte en la figura del salvador, uno supuestamente igual  a todos los hombres oprimidos, pero en su verdadera esencia mucho más terrible que toda opresión imaginable.
- Ya era hora.- Dijo Vudú.- ¡Anda, hombre sin rostro, ven por mí!

            La pelea en la cancha se salía de control y su presencia no parecía intimidarles. Disparó su pistola de aire, el gancho se clavó en el edificio del otro lado de la cancha y de un salto se lanzó, como Tarzán hasta el centro de la pelea. Podía ver a Malkin, pero el lugar era diferente, no podía ir y venir, pero ya no era un novato. Los bastones de policía derribaron a los primeros, podía defenderse con ellos de sus golpes y ataques. Había aprendido que el enemigo rara vez muestra misericordia, y ahora ya no peleaba por la pelea misma. Su mente formó una estrategia y ágilmente se movió entre uno y otro para manejarlos en pequeños números. Era eficiente, rápido y contundente. Golpes al cráneo, dedos contra la nuca, bastonazos contra la ingle o axilas, muñecas rotas y patadas contra la quijada. Los peleadores, presionados por la presencia de su jefe, eran capaces de tolerar cualquier dolor, y las drogas les hacían erráticos. Caronte había sido acróbata por más de veinte años, podía saltar encima de unos y otros, usar sus ataques furiosos contra ellos mismos. Al ver a Larry Miller se congeló un segundo, recibiendo golpes contra los costados. No quería lastimarlo, pero le dejaba pocas opciones. Lanzó bombas de humo, su casco le dejaba ver a la perfección e hizo todo lo posible por rodear a Miller y alejarse de él. Al final no tuvo otra opción, cuando siete de ellos se lanzaron sobre él al mismo tiempo y quedó sepultado. Le dio una fuerte patada contra la espinilla y con el dedo índice y medio le desvió el tabique. Los otros no tuvieron tanta suerte, el traje aguantaba muchos de los golpes, aunque no todos y tenía mayor experiencia que sus enemigos.
- Impresionante, pero inútil.- Dijo Vudú, mientras sostenía a uno de los peleadores que habían tratado de huir del cuello. Cobra tomó a otro rehén y le apuntó con su automática.
- Déjenlos ir y esto acaba ahora.- Dijo Caronte, caminando por encima de los cuerpos adoloridos y saliendo de la cancha.- Déjenlos ir y quizás nunca tengan que saber a qué sabe la sangre del hígado cuando se fisura.
- Eres débil Caronte, pese a tus palabras.- Vudú le lanzó una pistola y con su machete mantuvo a su rehén quieto.- Mátanos ahora, salva a tu preciado status quo, o ven por nosotros, deja que matemos a estos criminales y detennos.
- Sólo los cobardes se esconden detrás de rehenes.- Vudú y Cleopatra fueron caminando en reversa, sus pandilleros tomaron otros rehenes y entraron a una de las camionetas. Caronte corrió tras ellos cuando empezaron a moverse. Saltó sobre las gradas, luego trepó por una farola y antes de poder balancearse sobre ella y saltar a uno de los vehículos, sintió el disparo por la espalda y cayó de costado contra el suelo. El traje era irrompible, pero el golpe de la bala se sentía perfectamente y la caída también. Se dio vuelta, de espaldas en el concreto y vio a Larry Miller acercándose con el arma. Escuchó las ambulancias que estacionaban cerca y jaló el martillo. Estaba dispuesto a regresar a prisión. Lo haría para vengar a su padre y por el pulso tembloroso y el rostro enrojecido Caronte supo que lo haría.
- Tú mataste a mi padre.
- Vete de aquí Miller, antes que te arresten a ti también. No les diré que estuviste aquí.
- ¿Crees que te puedes salir con la tuya? Ésa es una de tus líneas, ¿no es cierto? Tú vas tras la gente que cree que puede salirse con la suya, pero para el hombre que le gusta mostrar sus reflejos con su estúpida cabeza de espejo, tú nunca te miras en él, ¿o sí?
- Claro que lo hago, por eso sigo haciendo esto.- Los patrulleros llegaron corriendo, lanzando órdenes a Miller. Él lo miró y luego a Caronte. Antes que pudiera disparar, Caronte lo derribó de una patada, se puso de pie de un brinco, le quitó la pistola de las manos y lo empujó para que corriera.- No muchachos, a ese déjenlo ir. Los que están en esa cancha, todos tienen registro criminal y estoy seguro que más de uno está violando su libertad provisional.
- ¿Y ese quién era?
- Un viejo fantasma.

1986:
            Latex atacó de nuevo, ahora Sarah Mulligan. La ciudad es su terreno de caza. Mulligan vivía en un edificio con seguridad. La policía no puede atraparlo. Caronte juró detenerlo, eso fue hace tres víctimas. Mientras la policía investiga el edificio, preguntándose cómo pudo entrar Latex, Caronte entra por sus propios medios. Su pistola de gancho fue modificada hace años, puede disparar una línea de una pared a otra, por encima de una cuadra entera de casas y edificios. Su  presencia es invisible, su cota de malla es negra, como sus botas y sus guantes que ahora se extienden hasta los codos. La figura silenciosa entra al edificio por el piso inferior al departamento de Mulligan. Abre el vidrio con un cortador láser y se deja pasar al lujoso departamento. Sonríe dentro de su casco de espejo, es un viejo suertudo, los habitantes del departamento no están. Se mueve en la oscuridad con la agilidad de un gato y se ha entrado a medir sus movimientos para no emitir ningún sonido. No siente orgullo por eso, sabe que es necesidad. Lejanos quedaron los días de las grandes peleas, ahora es demasiado grande, tiene 68 años, con más heridas que piel y un corazón debilitado. Ahora sólo queda la noche, el silencio, el cerebro. Conoce quince maneras de dejar a un sujeto en coma en menos de dos segundos, pero ya no tiene la misma durabilidad que antes. Además, ser más listo que la policía nunca fue algo muy difícil.

            Un departamento por piso, todos conectados por el elevador. Abre las puertas y salta por el espacioso agujero hasta las vigas de la pared de enfrente. El lobby tiene cámaras, todos los accesos también y el ascensor, pero no así el ducto y la coladera de cables en su base. Escala de viga en viga, aún lo tiene, un acróbata puro. Latex también lo es, pero dejó algo de sí mismo detrás. Encuentra un pequeño pedazo de plástico en la viga sobre el acceso del departamento de Sarah Mulligan. Se cortó cuando abrió el ducto de ventilación con herramientas filosas. Las marcas de filo en la rejilla que dejó a un lado, sostenida por apenas centímetros de viga, son distintivas. Caronte las reconoce de inmediato, herramientas militares. Las mismas que usa para despellejar a sus víctimas. Latex entró por el ducto de ventilación, salió al dormitorio y regresó por ahí cuando terminó su diversión. Caronte no puede entrar por el mismo sitio, demasiado grande y pesado. Entra por las puertas del ascensor, luego de convencerse que no hay nadie. Revisa la escena del crimen, es un matadero, igual que las otras. Ninguna huella, ni siquiera en el suelo. Todo de Latex, un genio para cubrir sus pistas. Termina de analizar el lugar, abre la ventana de la sala y espera a la luz que se acerca del ascensor. Dos patrulleros y un detective entran al departamento, lo han hecho una docena de veces pero quieren asegurarse. La ventana les llama la atención. El viejo truco funciona, Caronte aparece de una esquina, desmaya a los dos patrulleros azotando sus cabezas. El detective desenfunda, frenéticamente buscando el interruptor de luz. Caronte la enciende por él. Ve su reflejo en el caso y luego Caronte lo golpea con su propia arma. Sabe que lo reportarán, pero no le importa. Es un criminal buscado, pero un reporte más no hará ninguna diferencia. Necesitaba el archivo del caso, de todas las víctimas, y el detective se lo acaba de entregar. Regresa a la ventana, dispara la línea de su pistola de aire que parece más un rifle y se aleja en silencio.

            El escuadrón del crimen había cambiado de cuartel general una docena de veces en los últimos quince años. Rara vez el escuadrón contaba con todos los seis miembros, pues siempre había uno o dos en prisión. Tras el violento disturbio en Blackgate en el ’78 el escuadrón pudo reunirse de nuevo, aunque por poco tiempo gracias a Caronte. Ahora finalmente estaban de vuelta, los seis ajedrecistas renegados y su pandilla leal de matones, planeaban sus siguientes golpes con detallados diagramas, mapas y pizarrones. El lugar no era cómodo, pero estaba apartado, la vieja fábrica de pintura en la colonia Vieja Industrial. El altísimo lugar aún tenía las viejas máquinas, aunque deshabilitadas, y cuando pensaron que podía ser útil para esconderse de la policía en un dado momento, no pensaron que la misma ventaja obraría en su contra. Mientras repasaban cada elemento del elaborado delito, una mirada les estudiaba atentamente.

            Halcón se movió sigiloso entre los tubos en el altísimo techo. Su capucha de halcón tenía visores infrarrojos, de modo que sabía exactamente cuántos eran en el edificio y dónde estaban. Llevaba un pesado cinturón con toda clase de armas e inventos. Su capa le permitiría bajar todos esos metros planeando, dado que la tela podía endurecerse con apenas un gesto. Sus pesados guantes, reforzados de metal en los nudillos, tenían alrededor de las muñecas un complicado sistema de jeringas, con adrenalina para la acción, morfina para el dolor y antibióticos para casos de envenenamiento. Se acomodó la automática en la sobaquera, no gustaba de usarla porque sentía que arruinaba el deporte. Con una sonrisa se lanzó, planeando por varios metros y descendió sobre tres de los matones, azotándolos contra el suelo.

            Lanzó una bomba de gas, dejando que su visor infrarrojo le guiara hasta los pandilleros armados. Les atacó uno por uno, rompiendo costillas y golpeando la nariz hacia arriba con tanta fuerza que el hueso penetraba el cerebro, matando instantáneamente. Lanzó tres cuchillos contra el genio del crimen que trataba de escapar, acertando en sus piernas. Los genios de escuadrón del crimen eran cerebros, no sabían nada sobre pelear y no duraron mucho. Les rompió el cuello a casi todos, y al que dejó en el suelo sufriendo de hemorragia, le colgó desde una viga como mensaje a los demás criminales, Halcón anida en Malkin. Se sintió satisfecho consigo mismo, había sido una intensa cacería y esa familiar descarga de adrenalina aligeraba su cabeza y le hacía sentir en llamas. Es por eso que al escuchar los aplausos se sorprendió al extremo. Pistola en mano se lanzó contra la mesa, cargándola para hacerse de trinchera y con sus lentes infrarrojos detectó una solitaria figura que había llegado desde el interior de uno de los tubos que corrían hasta el centro de la línea de producción. Se levantó, pero no guardó el arma.
- Muy buen trabajo.- No tenía que presentarse, era Látex. Vestía todo de plástico, incluso cubriendo sus botas militares del mismo material. Su cabeza estaba cubierta por látex líquido, con un orificio diminuto para la nariz y otro para la boca, y con sus ojos protegidos por gafas militares sostenidas por amarras de plástico.
- ¿Cómo sabías que estaría aquí?
- Porque sé quién eres.
- Ya veo.- Halcón pensó en dispararle, pero Latex le negó con el dedo.
- Quiero ofrecerte algo que sé que te encantará.

            Milton Lufkin había mejorado en sus instintos detectivescos con el paso de los años, pero siempre que se enfrentaba a un caso verdaderamente abrumador podía confiar en Isaac Haskell, quien se había convertido en uno de sus únicos amigos en el mundo. Se vieron en el Bido’s, junto con Regina y ocuparon sus asientos de costumbre, en un rincón del bar. La entrada tenía anuncios de recompensas por cualquiera que tuviera datos sobre el criminal fugitivo Caronte, que la policía había estado pegando por todas partes. Los periódicos, cuando no tenían nada mejor que publicar, retomaban el tema de la identidad de Caronte, restregándole a la policía su propia ineficacia. Los últimos rumores sostenían que era otra persona, mismo disfraz, desde hacía años y libros se habían escrito defendiendo o atacando esos rumores. Milton no le prestaba atención, aunque Isaac no dejaba de insistirle en el asunto, tarde o temprano cometería un error.
- Tengo algunos apuntes sobre el archivo, podrían serte útiles.- Dijo Haskell mientras jugueteaba con su argolla de casado.- Es lo mejor que pude en tan poco tiempo. El trabajo me tiene estresado.
- Sabes que cualquier problema de dinero puedes venir a mí, no tengo mucho pero ayudaría.
- Eres buen amigo Milton, a veces.
- ¿Eso qué significa?- Regina le miró con expresión de sinceridad y Milton se rió.- ¿Tu también?
- ¿Recuerdas cuando el Ilusionista secuestró a esos niños?- Dijo Isaac.- Tú me usaste de cebo.
- Historia antigua.
- Pasó hace cinco años. ¿Qué fue de su compinche? Desapareció en el ’70.
- ¿Hocus Pocus? Me encanta esa historia.- Dijo Regina, lentamente posando su mano sobre la de Milton. Aunque tenían la misma edad, la mano de Regina era suave y delicada, mientras que Milton tenía enormes manos llenas de callos y cicatrices.
- Fue culpa de Karma. Ese demente aparece, riendo y disparando al aire como hace siempre. Estaba en el cuerpo de una obesa que murió que en su departamento con un pastel en la boca. Entra, aún tragando ese pastel, el Ilusionista no sabe ni qué hacer. Es decir, me mira a mí como pidiendo ayuda. Hocus Pocus lo acuchilla, no que sirva para nada. Karma, es decir, esta señora obesa, se tira encima de él hasta ahogarlo. Lo rescate de la orilla de la muerte. El Ilusionista hace lo mejor que sabe hacer, se esfuma. Un día después Juan Calavera le dio una golpiza, lo tiró de un techo al techo de una patrulla. Pero eso no es todo...
- Ahí vamos.- Bromeó Isaac.
- Hocus Pocus está en Blackgate, con cero amigos y fuertes tendencias homosexuales.
- ¿Era homosexual?- Preguntó Isaac y Regina se echó a reír.
- ¿En serio no lo sabías? Isaac, vestía un spandex morado con un sombrero de copa con dibujos de flores. ¿Necesita llamarse “capitán gay” para que te des cuenta?
- ¿Entonces el Ilusionista es...
- Sí, y mucho. En fin, está en chirona y aparece Tooms, ¿te acuerdas del que le decían Tumba? Era un matón con piel dura como la piedra. En fin, resulta que Tooms lo hace su perra, y era de esperarse. Hasta que una noche, Hocus Pocus lo ahorca, le prende fuego y lo castra. No me preguntes cómo. El caso es que ahora Hocus Pocus es uno de los más temidos líderes pandilleros en Blackgate. Estoy seguro que ahora el Ilusionista vuela debajo del radar para no ir a Blackgate y enfrentarse a esa máquina asesina.
- Tenías razón, es una buena historia. Yo me tengo que ir, mi esposa me matará si llego tarde, mañana temprano desayunaremos con mis hijas. Y  me voy ahora, antes que me cuentes otra vez esa historia del Escuadrón del Crimen y cómo aplastaron a Juan Calavera debajo de una moneda gigante y pasó el fin de semana atrapado.
- Sí, aún hoy se niega hablar de eso conmigo, y yo lo rescaté.- Se despidieron de Isaac y quedó un silencio incómodo. Regina se miraba la mano izquierda y Milton captó la indirecta, no llevaba su anillo de casada.

            Milton había dedicado su vida a ser la conciencia de la ciudad, de ser la persona que no teme decir o hacer lo correcto. Aún así, existía entre ambos un enorme punto ciego, el matrimonio de Regina. Rara vez lo mencionaban y trataron de convencerse de saber el por qué, el matrimonio iba de bajada y la relación estaba congelada. Luego de varios minutos de conversación salieron al auto de Regina y en menos de diez minutos estaban en el dormitorio de Milton. El sexo era pasional, salvaje. Regina no podía negar que había en Milton una pasión desbordante, un vigor incomparable y siempre un dejo de desesperación que nunca terminaba de entender. Le era un misterio en ciertas partes, aunque era la persona que mejor le conocía en el mundo.
- Me matarás de un ataque al corazón.- Le dijo Regina mientras Milton le quitaba la sábana, desnudándola. Su esposo nunca hacía eso, en las raras ocasiones en que hacían el amor.- Creo que tendré que llamar a la policía, esta habitación es un crimen de la moda.
- ¿Qué tiene de malo?- Regina suprimió la risa y señaló hacia todas partes. La cama estaba acompañada de dos libreros, con libros sobre criminología, medicina y leyes, un saco para golpear y un húmedo empapelado que se caía en pedazos.- Ya...
- Me gusta eso que escribiste en la pared.- Dijo Regina, señalando la inscripción, hecha con su propia sangre, sobre la única ventana de la habitación.- “No puede llover para siempre”. Es optimista, es lo único optimista que hay aquí.
- Está lloviendo.- Dijo Milton, tratando de no pensar en aquella frase.
- Sí, pero no puede llover para siempre.
- No sé, creo que sí puede. ¿Recuerdas cuando todo era blanco y negro?
- ¿Ahora mismo? No. Quizás nunca fue así.
- No, creo recordar que sí lo fue, hace toda una vida. Ahora todo es tan gris...

1946:
            Louis Carver había compartido patrulla con Milton Lufkin desde el principio. El día en que fue baleado, Louis no había conseguido rodear el edificio lo suficientemente rápido como para detener la tragedia. La sangre formaba charcos profundos y el rastro se alejaba por varios metros, pero no había señales de su amigo Milton. Forenses aseguraron que la cantidad de sangre significaba una sola cosa, Milton no se había alejado caminando y seguramente habría muerto a una cuadra de ahí. Se unió al grupo de patrulleros que le buscaron en cada hospital y clínica de la ciudad, pero fue inútil. El pesado sentimiento de culpa no se alivió del todo cuando le vio entrar al precinto para renunciar a la fuerza policial. Es por ello que cada vez que Milton llama, con algún favor poco común, se ve obligado a complacerle, siquiera para sacarle la verdad. Le vio en la cafetería a la esquina de la cuadra, donde las meseras, quienes habían estado todas enamoradas de Milton mientras vestía de azul, siempre le regalaban el café y el pastel, siquiera por su número de resucitación.
- Debería morir y regresar de la vida, quizás así me darían la misma atención.- Milton le recibió efusivamente y empujó una silla de su mes, con sus ojos fijados en los expedientes.
- ¿Y tu novia?
- Siempre el aguafiestas. Tenías razón sobre tu sospecha, las familias están en guerra. No creo que me digas cómo sabías eso.
- No.
- Me imaginé. El departamento de Robert Meneti estalló en mil pedazos, ¿adivina quién era la sospechosa principal? Ni más ni menos que Cindy Jahelka, hizo todo un número en el Francis Lounge, luego lo llevó a su departamento y adiós mi amor. Sus huellas estaban por todas partes, en la bomba también, por no contar con los testigos.
- Parece un caso cerrado, ¿ella murió en la explosión?
- No, escucha esto, es lo más loco que he oído. Tiene a los detectives vueltos locos. Ella salió del edificio justo a tiempo. Robó una motocicleta, manejó hasta la avenida Yute, se paró frente a un camión de tráiler y quedó hecha pizza de asfalto. Lo hizo a propósito.
- Ya no quedó tan bonita.- Dijo Milton, revisando las fotografías. El cuerpo, aunque lastimado, tenía marcas en las muñecas y talones, como de amarras pequeñas.- ¿Y el robo del banco?
- Ésa es la otra cosa, y tiene que ver con la pobre Cindy Jahelka. El robo, nada espectacular, fue exitoso a medias porque los detectives ya los agarraron a todos.
- A casi todos.
- Exacto. El hombre del plan, Franklin Morrow que era un taxista. Su esposa dice que desapareció poco antes del robo, jamás le mencionó nada al respecto. Tenían problemas de dinero, pero Morrow  nunca le insinuó algo ilegal, ni siquiera frecuentaba los mismos círculos que los otros matones. Él también se suicidó en una avenida.
- Las mismas marcas, según veo en las fotos. Interesante... Dijiste que los demás ladrones habían sido detenidos, ¿no dijeron nada?
- Alguien les dio una golpiza en una callejuela. Dejó a tres en el hospital. Nadie vio nada. Curioso, ¿no crees? Algún extraño que no robó dinero, que simplemente apareció a golpes. ¿Cómo era que te enteraste del robo al banco?
- Tengo oídos, escucho. Morrow y el banco, Jahelka y Robert Meneti... ¿La gente del restaurante no agregó nada?, ¿les pareció que había llegado a solas o tenía a alguien cerca?
- Coincidencia número tres.- Carver colocó una bolsa de evidencia en la mesa y Milton apartó su café para verla de cerca. Le pareció que era como una granada, aunque no tenía explosivos y había sido partida por los técnicos de la policía.- Este bebé dejó a seis con daños permanentes en el oído, algo agudo y chillón. Todos en el suelo, entró y robó todo. Limpio y eficiente. Las tres familias se culpan mutuamente. Yo dudo que esa granada de sonido sea de esos italianos, demasiado inteligente y demasiado sutil.- Milton aprovechó que Louis pedía algo de comer para robar la granada sónica.
- Dos personas de círculos totalmente diferentes... ¿Los detectives no tienen una teoría?
- ¿Cuál es tu interés Milton?
- Ninguno, es puramente profesional. Estoy retenido como detective privado para un viejo que le vuelve loco esta clase de cosas.
- Bravo,- Dijo Louis en broma, aplaudiendo solemnemente.- es una mentira muy conveniente, ¿la pensaste tú solo? No seré detective, o no aún, pero el lunático cara de espejo que atacó a esos mafiosos medía lo mismo que tú y peleaba con bastones de policía. Tú eras muy bueno con esos bebés. Te apareces de la nada, preguntándome por casos activos... Milton, ¿qué te pasó?
- Serás un muy buen detective Louis. Gracias.

            No estaba seguro de lo que podía sacar de esa evidencia. Los técnicos periciales ya la habían revisado, pero el anciano le mostró técnicas que aquellos peritos desconocían. La habían desarmado, pieza por pieza, y analizado sus componentes. Sin embargo, la máquina se había construido a partir de pedazos de otras máquinas más pequeñas, y las placas de metal se habían unido con pegamento, en vez de soldadora, y se separaron fácilmente gracias a los ácidos del alquimista. Acomodando las piezas, como en un rompecabezas, pudo distinguir varias partes usadas en aparatos para la sordera y una impresión en las piezas que formaba un logotipo. La imagen no fue difícil de ubicar, se trataba de la oreja azul del centro de ayuda para los sordos, el cual también contaba con un taller de ingeniería. Milton acudió al centro de sordos, sólo para darse cuenta que no conocía el lenguaje de señas.
- Te ves perdido.- Le dijo el conserje, luego de verle tratando de pedir instrucciones. Cruzó el patio, con sordos de todas las edades divirtiéndose juntos en completo silencio, hasta el conserje que se apoyaba sobre su escoba.- Es extraño la primera vez que vienes, todo tan silencioso.
- Sí, busco el taller, soy ingeniero y me gustaría visitarlo.
- Es el edificio del fondo. No lo puede perder, es el que no ha sido pintado en meses.- El conserje le detuvo tronando sus dedos y Milton regresó corriendo.- Pero a quien usted busca es a Regina Merriweather. Es la mayor contribuyente para este centro, sin ella esta pobre gente no tendría donde pasar el rato, comprar libros para ciegos y aprender su idioma se señas.
- ¿Y dónde la puedo encontrar?
- Es ella, en la pared de enfrente.

            Milton se quedó mudo. La mujer, unos años menor que él, tenía ondulante cabello negro que le llegaba hasta el rostro. Su cuerpo era atlético, y vestía ropa de ejercicio. Tenía un rostro alargado que le pareció tierno, por los expresivos ojos y alarga nariz. No sabía que estaba esperando, pero no era eso. Entregaba aparatos para la sordera a niños y padres que le agradecían al borde de las lágrimas. Milton pensó que quizás buscaba alguna clase de genio maligno, un científico comprado por el hampa para cometer robos. Sabía que era una ladrona, pero estaba seguro que podía convencerla de cambiar su rutina de Robin Hood. Y estaba convencido que, si bien ella no era parte de la guerra entre mafiosos, debía mantenerla vigilada pues habría muchos maleantes que les encantaría encontrarla.

            Salomon Petri era un hombre optimista. Se había convertido en don de la mafia con una actitud implacable contra sus enemigos y un trato obsequioso con sus aliados. Había matado a su tío para llegar a donde estaba ahora, pero logrado convencer a sus primos de unírseles, y por eso siempre había estado optimista sobre el poder del dinero para curar cualquier herida. La muerte de su primo Tony en una balacera en la calle, supuestamente por los Andolini, había manchado a su familia y ahora sus primos empezaban a desaparecer por largas horas y sus subordinados siempre parecían estar fuera del mapa cuando don Salomon enviaba a sus hombres de confianza para hablar con ellos. Aún así había estado optimista, el funeral sería pronto y todos los asuntos familiares quedarían arreglados con grandes sumas de dinero. Fue cuando don Mario Andolini se negó a hablar con él por teléfono, y cuando Victor Menenti le insultó y colgó el aparato, que su eterna sonrisa desapareció y su optimismo se fue volando por la ventana.
- ¿Quieres calmarte? Juegas golf con el alcalde, él no ha cambiado su cita.- Norman Troy, el abogado encargado de lavar el dinero de los dones, y servir como puente entre ellos, había llegado sin avisar a la oficina de su mansión, pues se olía los problemas.
- Estoy encerrado en mi mansión Norman, como un animal enjaulado. La Junta se está disolviendo. Tú siempre has hecho mucho dinero a costa nuestra, sobornando políticos y policías por nosotros, pero que no se te olvide que esta Junta es de tres personas y nunca de dos. Yo no puedo salir del juego. Nadie toca a los dones, es la ley.
- Por supuesto que lo es.- Dijo Norman, encendiéndose un cigarro y aceptando el brandy de don Salomon.- Son malos entendidos y la mala sangre que se ha estado acumulando con los años.
- Entonces dile a don Mario y a don Meneti que yo estoy dispuesto a cesar el fuego si ellos están dispuestos a resarcir los daños ocasionados. No pido mucho.
- No, por supuesto que no, don Salomon. Déjamelo a mí. Tendrán una reunión los tres en mi oficina, o en oficina del alcalde si les preocupa la seguridad, fumaremos unos buenos puros y platicaremos el asunto hasta que lleguemos a una solución. ¿Tú crees que eres el único preocupado? Esta ciudad funciona por tu dinero, lavarlo es la principal fuente de ingreso que tiene el gobierno. No quieren tener que explicarles a los niños negritos de Morton que no tendrán escuela sólo porque don Mario Andolini estaba de mal humor. Estaremos en contacto.

            Salomon Petri no se quedó mucho tiempo más en la oficina. La noche había caído y no tenía ganas de más malas noticias. Recorrió su lujosa mansión, una imitación de lo que sería un castillo inglés con adornos de templo romano. Su esposa le esperaba para cenar, pero sus niñeras habían acostado a los niños Luciano y Antonio, y quería despedirse de ellos antes de bajar al comedor. Cada uno dormía en una habitación propia, lo cual para ellos era como una gran conquista, aunque muchas noches se asustaban por la oscuridad y terminaban acomodándose entre él y su esposa. Antonio dormía profundo, abrazando sus juguetes y le besó la frente. Cruzó el pasillo para despedirse de Luciano y el miedo congeló sus huesos. Luciano no estaba en su cama. La ventana estaba abierta, el viento soplando las blancas cortinas y una larga escalera apoyada contra el alfeizar. El miedo se transformó en rabia. Cuando el teléfono sonó en su oficina supo que tenía que ser él, el pobre desgraciado que rogaba por morir.
- ¿Diga?
- Salomon Petri...- Dijo la voz. Estaba tranquila, casi sin entonación y en un leve murmullo que le obligó a taparse la otra oreja para escucharle mejor.- ¿Cuánto amas a tu hijo Luciano?
- Lo suficiente para proponerte un trato. Déjale ir y no te arrancaré las uñas, una por una antes de arrancarte el corazón por la garganta.
- No, yo te propongo un trato. Está en tus manos decidir sobre su futuro.
- ¿Cuánto quieres?
- No quiero dinero, quiero que decidas entre dos amores, el amor a Luciano o el amor a ti mismo. Pégate un tiro y el muchacho vive. Si no quieres cometer suicidio, está bien, el niño muere. Sé que me buscarás por todas partes, pero no me encontrarás. Caminarás el laberinto, encontrarás al minotauro y entonces veremos qué vida vale más.

1966:
            El alcalde Troy había escogido, para la brigada de la justicia, uniformes semejantes a los de la policía, imitando los colores de Caronte, azul claro con franjas oscuras y una placa al pecho pintada de plateada. Caronte se opuso a la idea de tener jóvenes activamente reportando crímenes en las calles, como las policías vecinales, pero logró convencer al alcalde de cambiar sus uniformes por algo más parecido al de los Boy Scouts. Los brigadistas recibían, además de una suscripción anual a los comics de Caronte, y el uniforme, un silbato para llamar a la policía y una linterna. Algunos jóvenes, insatisfechos con sus tareas, reemplazaron la linterna por un bastón de policía. A medida que los medios acusaban a Caronte, ya fuera de ser demasiado ligero con el crimen o de ser demasiado duro con las masas de desafortunados, los brigadistas se decidían a cruzar los límites. Un pequeño grupo, instigado por Henry Cabot, se hizo pasar al restaurante “Andolini’s” y cuando la dueña del lugar, Rosario, la hija de don Mario Andolini trató de ahuyentarlos tirándoles una cubetadas de agua fría, los enardecidos adolescentes se lanzaron contra ella a los golpes. Los guardaespaldas de Rosario Andolini se rehusaban a dispararles y se lanzaron a golpes, causando un  tremendo pánico entre los comensales. Mario Andolini, padre de Rosario y don de la mafia, comía su cena en una esquina y al ver el caos se acercó corriendo, lanzando órdenes a sus matones para proteger a su hija, quien estaba tirada en el suelo en posición fetal, con uno de sus hombres tirado encima de ella para protegerla de los golpes.
- ¡Dispárenles!- Gritó don Andolini, sostenido débilmente de su bastón.
- Dispara esto, momia vieja.- Henry Cabot sacó una pistola que llevaba escondida dentro de su uniforme. Un revólver plateado que era más grande que su mano.
- ¡Basta!- Caronte entró corriendo y de un movimiento desarmó al joven Cabot y le mostró a los matones que tenía dos granadas de humo.- Déjenla en paz.
- Ella es Rosario Andolini, es una mafiosa.- Dijo Stuart Yoke, uno de los brigadistas en el piso que había recibido un fuerte golpe que le había abierto la ceja.- Y mira lo que me hicieron.
- Ponle una correa a tus perros.- Dijo Rosario, mientras dos de sus matones la ayudaban a levantarse.- Están fuera de control. ¿Por qué no van y golpean negros o algo así?
- Tú, cállate.- Le dijo Caronte.- Ustedes, afuera. Están fuera de la brigada, no hay discusión.
- ¿Pero por porqué?- Preguntó Francis Meeks, quien tenía un horrible moretón en un cachete.
- Por esto.- Dijo Caronte, mostrando el arma de Cabot.- No agarramos a cualquiera a golpes, eso no soluciona nada. Hasta que no tenga evidencia sólida en contra de los Andolini, están fuera de mi jurisdicción. La patrulla les llevará al cuartel general.
- Vergonzoso... Que niños peleen tus peleas. Nunca fuiste valiente.- Caronte avanzó hasta Mario Andolini con la velocidad de una gacela, empujando a sus guardaespaldas para enfrentarle cara a cara.- ¿Cuándo te convertiste en un bufón?
- Hazte un favor Mario, y muere de vejez de una buena vez, porque en cuanto tenga evidencia de cualquier cosa, incluso de una multa de tránsito, y te haré conocer dolores que jamás pensaste posibles. No me tientes Mario, eso nunca acaba bien. Y tú,- Le dijo a Rosario antes de salir a la calle, donde los jóvenes entraban a las patrullas por las malas.- estás en mi lista.
- Estoy temblando.
- Nunca olvides a tu primo Jerry, él hablaba igual y ahora come por un popote y carga sus orines en una bolsa. Ser mujer no te salvará de mí.
- Muy macho, amenazando mujeres, ¡largo de aquí!

            Caronte se aseguró que todos los brigadistas se hubiesen ido en patrullas para desaparecer. No tenía prisa de llegar al cuartel general de la brigada de la justicia y quería estar solo un momento. Se sintió tentado de visitar a Laura, pero se contuvo, estaba demasiado enojado para pensar coherentemente. Sabía que la brigada de la justicia era una bomba de tiempo, pero no era eso lo que le calentaba la sangre. La marea estaba en su contra. La ciudad se caía a pedazos y era una corrupción que no podía golpear hasta sangrar. Toda su fuerza, toda su voluntad, todas sus habilidades y su amplia experiencia no servirían de nada. Tenía que ser el héroe de la gente, tenía que convencerles que el cáncer social podía combatirse, que quedaba espacio para sueño americano y la decencia. La brigada, había llegado a creer, podía ser una piedra fundamental pero ahora veía su error. Quería enseñarles la importancia del deber cívico, pero todo lo que parecía interesarles era la violencia. Pensó en todos esos psicólogos que a lo largo de los años le habían acusado de glorificar la violencia. Caronte odiaba la violencia, pero a veces no tenía otra opción y a veces los monstruos tenían que ser detenidos con algo más que discursos y buenas intenciones. Todo su discurso, al llegar al cuartel general se vino abajo. Los padres de los muchachos estaban ahí, histéricos y con buenas razones.
- Voy a demandarle.- Decía una madre mientras entraba a las oficinas del segundo piso del edificio.- Mire lo que esos animales le hicieron a mi hijo.
- Sólo seguían su ejemplo.- Dijo Robert Cabot, hijo de Henry.- Esa chusma son criminales, no deberían vivir cómodos mientras el resto de nosotros se mata trabajando.
- Su hijo trató de matar a una persona indefensa, tiene suerte que no habrá cargos. Y lo mismo va para todos los demás. No podemos tolerar el homicidio, siempre hay otra manera. Por el amor de Dios, piensen en lo que dicen. ¿Quieren que sus hijos estén rodeados de niños como Cabot? Están expulsados de la brigada. Esparzan la voz, saquen a todos los muchachos.
- No podría estar más de acuerdo.- Dijo otra madre, mientras le limpiaba la sangre a su hijo.
- Mi hijo es más héroe que usted.- Dijo Robert Cabot.- Y no puede expulsar a nadie, esta organización depende de la oficina del alcalde y si no le gusta haremos otra.
- Su hijo trató de matar a alguien, ¿no le ensañará el valor de la vida?
- Eso hice.
- Robert tiene razón.- Dijo otro de los pocos padres que no se habían ido.- Andolini es un monstruo, matarlo ahora detendría muchos crímenes en el futuro. Es abominable que Henry tuviera que vivir con eso en su conciencia, para eso estás tú, pero la idea era buena.
- No mataré a alguien por crímenes que podría cometer, si caemos en eso estaremos matando a todos, pues no sabemos qué harán en el futuro.
- A veces ves todo en blanco y negro, y no siempre es así.
- Lo sé, hay muchos tipos de grises. Pero a veces sí es blanco y negro, pero nos resulta más cómodo decir que es gris, es más fácil. Alguien tiene que separar el blanco del negro, aunque sea hecho un paria, aunque sea odiado por hacerlo. Caronte es esa persona, él es nadie, es el reflejo de todos y eso le deja hacer cosas que una persona cualquiera no se atrevería a hacer, como señalar el dedo, trazar la línea y decir “eso está mal”.
- Díselo al pobre desgraciado que muera por culpa de los Andolini.- Caronte sintió ganas de golpearlo, pero se contuvo. Les acompañó a la puerta para irse, hasta que escuchó el teléfono oculto de su oficina. Había integrado un teléfono al busto de Sócrates en la esquina de su empolvado escritorio. Reconoció la voz del alcalde Troy y eran malas noticias.

            La mansión de Victor Meneti, en el corazón de Baltic había sido, por más de veinte años, la imagen icónica del poder del crimen organizado. La familia Meneti, ahora caída en desgracia, a duras penas y podían darle vida a la antigua residencia. La noche en que Vudú y un ejército de casi cien pandilleros irrumpieron en la mansión, la familia estaba afuera. Armados hasta los dientes entraron a la mansión como una oleada que no dejaba nada tras de sí. Vudú se quedó atrás al principio, asegurándole a la gente común que no estaban en peligro usando un megáfono. La gente, asustada de ver a tantos pandilleros, perdieron el miedo cuando el botín empezó a ser repartido y los números se duplicaron en pocos segundos. Vudú entró a la mansión y buscó en cada centímetro del lugar, dejando que sus soldados se llevaran todos. Se vio con Cobra en la sala, quien estaba tan desilusionada como él.
- Pensé que estaría aquí.- Dijo ella.- Él dijo que su padre escondía pirámides de dinero, pero si no es aquí, ¿dónde puede ser?
- No sé, pero me estoy desesperando. Esto será suficiente, por ahora.
- No lo digas tan pesimista, estoy interrogando a otros.
- ¿Seduciéndolos, es lo que quieres decir?- Preguntó Vudú, su cuerpo sin camisa moldeado por el ejercicio y las peleas. La tomó de una mano y acarició una de sus piernas. Cobra vestía como revolucionaria, pero cortaba sus pantalones para mostrar algo de piel.- Yo también tengo secretos, si quieres conocerlos.
- Cuando sea y dónde sea, mi hermoso haitiano...- Cobra se separó de golpe, tomando la AK-47 que llevaba colgada del brazo.- ¿Qué fue eso?
- La pasión.
- Presta atención Vudú, algo está mal afuera.- Siguieron los gritos hasta la entrada de la casa. Caronte había aparecido, cayendo sobre una camioneta y noqueado a una docena de pandilleros. Su mayor preocupación, sin embargo, era la gente común de todas las edades que se unía al saqueo, irrumpiendo en las mansiones vecinas.
- Dejen lo que traen y regresen a casa. ¡Es una orden!
- ¿Quién eres tú para darme órdenes?- Le gritó un hombre vestido de burócrata.- Trabajo día y noche y estos ricos pierden el tiempo contando su dinero, no es justo.
- Ahora es cuando...- Vudú preparó su arma, pero Cobra le detuvo.
- No, quiero ver qué hace.
- Entiendo su frustración, pero la gente a quien le roban es inocente. No es justo que decidan qué es correcto o incorrecto según la conveniencia, ¿les gustaría si alguien más pobre que usted les roba lo que tienen? Ésta no es la manera.
- Yo sé cuál es la manera.- Dijo un joven que le lanzó un ladrillo que le falló por poco.
- La economía está por los suelos por culpa de gente como ellos.- Gritó una ama de casa mientras lanzaba un bote de basura contra el ventanal de una mansión que era saqueada.
- Yo merezco esto.- Se convirtió en el coro de quienes le lanzaban botellas, tabiques y todo lo que podían encontrar.

            Caronte saltó del techo al suelo, preparó sus bastones de policía pero se quedó quieto un momento, eludiendo una botella que le pasó muy cerca. No quería hacerlo, pero ahora sacaban gasolina de los coches para hacer cocteles molotov con la intención de quemar casas, muchas de ellas habitadas por familias aterradas. Sabía lo mucho que Vudú saboreaba el momento, y no tenía otra opción. Trató de convencerles a los revoltosos, y cuando no pudo hacerlo les detuvo con bombas de humo y algunos golpes. Aparecía y desaparecía, alternando entre Undercity y Malkin para tomarles por la espalda, para detenerles causando el menor sufrimiento posible. La estrategia comenzó a funcionar, hasta que los pandilleros se lanzaron al lago de humo para unirse a la pelea. Escuchó las sirenas, pero no eran de patrullas, sino de camiones contra disturbios y supo que tenía poco tiempo antes que la situación estallara por todo Malkin. Los que al principio habían huido por el miedo a la violencia lo pensaron dos veces cuando Cobra lanzó billetes por los aires, caprichosamente llevados por el viento.

            Caronte conocía las tácticas policiales. Conocía sus tiempos y su ritmo. Tenía tres minutos para disolver la masa. Aunque algunos vestían de traje, o de vestidos, se habían convertido en personas tan peligrosas y erráticas como los pandilleros. Golpeó en las piernas y en la boca del estómago, desarmó a quienes llevaban botellas golpeando sus muñecas y trató de evitar que se lanzaran más bombas. El tiempo, sin embargo, no era suficiente y la pelea no parecía terminar. Por cada uno que desarmaba o ahuyentaba, recibía un par de golpes que sentía hasta la médula de su cuerpo. Sintió los bats y los tubos golpeando sus costados, su espalda y su pecho. Los cuchillos no podían penetrar y no sentía los golpes a su casco de espejo. Los tres minutos pasaron, y fue cuando se dio cuenta que Vudú había enviado pandilleros para detenerlos. Los agentes de la prensa llegaron antes que la policía, con fotografías que luego serían difíciles de explicar de Caronte sometiendo a una señora con bastones policiacos.

            Sabía que debía tomar las cabecillas y fue acercándose a la mansión de los Meneti. Siguió su estrategia de ir y venir entre el mundo de los vivos y el de los muertos para acercarse hasta Vudú. Se aparecía por atrás de quienes tenían armas, desarmándoles hábilmente para volver a aparecer detrás de otro. Lo había hecho tantas veces que era una coreografía tan fluida que podía hacer por instinto, como cepillarse los dientes. Vudú trató de dispararle varias veces, lastimando a sus propios hombres, quienes también ya se habían disparado entre ellos durante la frenética pelea. Apareció detrás del haitiano, pero Cobra sabía que lo haría. Había deducido su estrategia y estaba preparada. Se mantuvo oculta detrás de la puerta, mirándolo todo a través de un espejo y esperando su momento. En cuanto se apareció detrás de Vudú, saltando para darle una fuerte patada contra la cabeza, ella disparó una ráfaga de su AK-47. El golpe lo empujó contra Vudú, rodando por las escaleras y dejando que los demás pandilleros vaciaran sus cartuchos.
- Manténganlo así, sé que le duele.- Dijo Cobra, quien le disparó otra ráfaga contra el pecho y se acercó con el enorme machete de Vudú para asestarle un golpe mortal contra el cuello.

            Caronte dejó que se acercara, gritando de dolor. Se desapareció un segundo y reapareció detrás de ella para azotarle la cara contra el escalón. La máscara se le cayó un segundo y la reconoció de fiestas oficiales con el alcalde, era la psicóloga Cleopatra Upshaw. Antes de desaparecer de nuevo, Vudú le tomó de una mueca, lo tiró al suelo y luego de un empujón lo levantó sobre él y lo tiró contra el capó de su Cadillac descapotable. Cobra y Vudú subieron al auto, mientras un grupo de pandilleros le amarraban al auto. Los reporteros tomaron lo que sería la fotografía de primera plana y los pandilleros huyeron de la policía. Vudú le disparó con una escopeta recortada, mientras Cobra conducía, imaginando que esa era la clave para que no desapareciera. Milton perdía la conciencia por momentos, debido al dolor, y al sentir los poderosos perdigones de la escopeta se concentró lo suficiente para desaparecer de nuevo.

            Caminando por Malkin, entre los atónitos transeúntes, entró a un taxi y el conductor se asustó tanto que se fue huyendo. Tomó el vehículo, manejando descontroladamente mientras escupía sangre y aullaba de dolor. Avanzó, chocando contra los costados, hasta el edificio que en Undercity pertenecía a Regina. Reapareció en Undercity dificultosamente subió por las escaleras de incendio. Cada músculo en su cuerpo ardía como el fuego y sus pulmones parecían respirar veneno. Llegó al tercer piso, luchando por mantenerse despierto. Estaba por golpear la ventana, viendo que había luz, hasta que vio a Regina con Carson Hill, en una cita romántica. Sabía que necesitaba de atención médica, pero algo en su interior evitó que arruinara su cita. No quería comprometer a Regina, sobre todo no con el secreto de la identidad de Caronte. El dolor físico se sumó a cierto dolor emocional, pues sabía que lo que fuese que había estado teniendo con Regina a lo largo de los años, estaba muriendo.

            Su cuerpo se deslizó entre las escaleras por varios pisos, hasta caer al suelo. Llamó por el teléfono de la salida secundaria del edificio y en menos de diez minutos estacionó el auto de Isaac Haskell. Le vio corriendo, mientras perdía la conciencia. Se desvaneció en sus brazos y despertó en su cuarto a la mitad del día. Isaac había permanecido la noche con él, limpiando sus heridas y cambiando sus vendajes.
- Ya era hora.- Le dijo, mientras le llevaba té y algunas galletas.- Pensé que no despertarías. Nunca había visto tanta violencia en un cuerpo. Saqué más de cien balas de la cota de malla.
- Errores de novato. Demasiado rutinario.
- Lo leí en los diarios, no tienes que revivirlo.- Isaac le tiró la primera plana mientras se limpiaba las gafas con su arrugada camisa. La foto le tenía a él amarrado al capó del Cadillac, con Vudú asomándose sobre él con su escopeta recortada. La fotografía de abajo era la de él golpeando a una señora con la cita “Ya nos habíamos rendido, no le importó”.
- ¿Y tu esposa?
- Enojada, pero se le pasará. Espero que no crea que tenga un amorío. Ese edificio del que te recogí, ¿es el de Regina, no es cierto?
- Sí...- Dijo Milton, con los ojos amoratonados cubiertos de lágrimas.- ¿Qué me estoy haciendo a mí mismo, Isaac?
- Cualquier otro día te daría la razón, pero la policía no lo detendrá. Mucha gente cree que Vudú es un revolucionario de la igualdad racial y todo eso. Tú sabes que no es cierto y solamente tú puedes pagar el precio de enfrentar a una figura como esa. Tienes que hacerlo Milton.
- No me refería a eso.
- Lo sé...- Isaac sonrió y señaló su abdomen y pecho, repletos de vendajes y con marcas de sangre.- Yo traté de matarte, ahora arregló tu destrozado cuerpo con mis pocos conocimientos médicos. Tú me enviaste a prisión, por el amor de Dios. ¿Sabes lo que eso fue?
- Nada bueno, sé cómo es Blackgate.
- Sí bueno, ahora soy tu único amigo en el mundo. Eso dice mucho.
- No puede llover para siempre Isaac. No puede llover para siempre.

1986:
            Roger Miller se quedó platicando con los muchachos que perdían el tiempo frente a la tienda de autoservicio de un hindú que no hablaba inglés. Le aterraban esos muchachos, sus peinados hacia arriba, pelo pintado de verde y morado, chaquetas de cuero con cadenas hacia todas partes. A Roger no le daba miedo, había crecido en Morton y había jugado con ellos desde que era un niño. Él había crecido distinto, vestía caquis y camisa, pero los punks le tenían estima y le hacían conversación. La conversación fue lo que le dejó plantado allí, apoyado contra la entrada. Perdió la noción del tiempo y olvidó que su padre, Larry Miller, pasaba por ahí para ir al trabajo cada mañana. Estacionó su camioneta, bajó la ventanilla y le gritó. Roger, algo avergonzado frente a sus amigos pandilleros, corrió al auto.
- No quiero verte con esa clase de gente Roger, son peligrosos.- Larry aceleró, encendiéndose un cigarro.- Además, se te hace tarde para tu trabajo.
- A  mi edad tú te juntabas con esa clase de gente también.
- A tu edad hice muchas cosas tontas, como ir a prisión. No sigas mi ejemplo. Tienes algo bueno en “segunda oportunidad”, prácticamente lo diriges. Ayudas a mucha gente, a mí me ayudó esa agencia, quizás sin ella habría regresado a prisión. ¿Y qué sería de ustedes entonces?

            Larry siguió regañándole hasta llegar a “Segunda oportunidad”. El edificio, que ahora ocupaba el viejo gimnasio y los apartamentos que habían sido construidos a un lado, estaba repleto de gente. Larry Miller lo había conocido cuando eran un par de oficinas y nada más, ahora era un océano de cubículos y oficinas ubicando empleos para cientos de ex-convictos al mes. Estacionó cerca y acompañó a su hijo hasta su oficina, en un segundo piso, al lado de la oficina de Milton Lufkin quien seguía siendo el encargado frente al gobierno. Había logrado que el gobierno de la ciudad soltara más dinero para ayudar a los ex-convictos, y aunque en ocasiones se tomaba largas ausencias, todos sabían que Lufkin era el cerebro y corazón de toda la operación.
- Ni siquiera me dejaste contarte el chisme.- Dijo Roger, mientras apoyaba su portafolio en su escritorio y regaba su planta con un vaso de agua.- Me contaron que hay muy fuertes rumores sobre alguien que venderá la identidad secreta de Caronte al mejor postor. ¿Quién no pagaría por eso?
- Más razón para que te mantengas alejado de esa clase de gente. Mientras más lejos estés de Caronte, mejor podré dormir por las noches.- Dijo Larry, con cierta amargura. Se despidió de su hijo y al salir se topó con Milton, que iba a su oficina cargando con papeles.- Gracias por darle el empleo Milton, es un buen muchacho que no pudo recibir la educación que me habría gustado.
- Olvídalo Larry, tu hijo es perfecto para el empleo.- Dijo Milton, su mente aún lo que acababa de escuchar. No podía correr riesgos, debía investigar la posible subasta.

            Milton le llevaba casi veinte años a Larry, pero aún así se veía mucho más atlético. Parecía un jugador de football, con brazos como troncos de árboles y el pecho del ancho de un armario. Su cabello encanecido era su mayor marca de edad. Nadie podía ver las heridas en su cuerpo de décadas de librar una guerra personal, ni podían imaginar que se trataba de un acróbata consumado por su apariencia torpe. El huraño fundador de “Segunda oportunidad” se encerró en su oficina a estudiar el archivo del detective sobre los asesinatos de Latex. Isaac había tenido razón, estaban incompletos. Cada error de Látex era escondido por la ineptitud a cada nivel. Se mencionaba, en la cuarta víctima, un poco de látex y piel bajo las uñas de la víctima, que convenientemente desaparecieron en locker de evidencias. La huella digital que accidentalmente dejó en la tercera víctima, luego de una pelea que no había sido planeada, nunca fue procesada y se achacó a un mal manejo por parte de los peritos de escena del crimen. No había duda, era una conspiración y Caronte debía averiguar qué tan alto llegaba la pirámide de corrupción.

            Había quedad hipnotizado por su estudio, hasta que escuchó los gritos. Otra pelea más entre ex-convictos. Las distintas pandillas de prisión pasaban todas por “Segunda oportunidad” y en muchas ocasiones no podían dejar la mala sangre detrás. Salió corriendo de su oficina, bajó las escaleras de un salto y se interpuso entre los siete pandilleros que se atacaban mutuamente. Roger Miller entró a su oficina para preguntarle algo, y al ver el archivo policial sintió que le picaba la curiosidad. Leyó algunas hojas por encima y revisó algunas fotografías de escena del crimen, pertenecían al asesino en serie Látex. No podía imaginar el interés del huraño Milton por el asesino en serie. Salió de la oficina y se asomó por las escaleras. Le vio pelear contra siete agresivos ex-convictos, todos ellos más de veinte años más joven. Se quedó atónito, pues no imaginaba esa velocidad y agilidad en un hombre de su edad. Los había sometido a todos antes que los dos uniformados pudieran intervenir. Roger sintió que se desmayaba. Milton Lufkin era Caronte, tenía que serlo. Había visto ese estilo de pelea antes, además del interés en Látex y todas esas ausencias misteriosas y esos golpes inexplicables. Todo eso sumaba a una sola cosa, Roger Miller conocía la identidad secreta de Caronte.

            El Ilusionista había tardado más de un año en recuperar su viejo equipo. Sus primeros golpes, a joyerías y casas de empeño, le permitieron pagarles a los mejores ladrones de la ciudad. Podía engañar a cualquiera, tenía toda clase de trucos de magia, pero para un trabajo tan grande como el que tenía en mente, él necesitaba de profesionales confiables. Necesitaba el dinero que era guardado en el hangar de la policía, junto a los vehículos de mafiosos y las cajas fuertes de joyas que habían sido confiscadas a los criminales y esperaban sus subastas. El trabajo no era fácil, pero tenía un plan a prueba de fuego, o al menos lo tenía hasta que Halcón les encontró en el patio baldío a un lado del extenso hangar. Descendió lanzando bombas de humo y a la velocidad de un relámpago derribó a los ladrones a golpes. El mecanismo de jeringas en sus guantes le inyectaron adrenalina, su corazón latió como una máquina industrial y el adictivo sentimiento de la acción se poseyó de él. No usó su arma, aunque había sido su plan inicial. El Ilusionista utilizó su máquina proyectora para formar un holograma de su persona, dándole tiempo para escapar. Ya no vestía su usual traje verde con morado, ahora eran jeans y chaqueta de cuero negra, por lo que tenía la esperanza de perderse en la oscuridad. Halcón no cayó en la trampa y lo cazó entre los pastizales como un león cazando una gacela.
- ¡Sorpresa!- Se lanzó sobre él, golpeando su nariz a toda velocidad. Le sostuvo de las muñecas y le dio otro golpe con la frente. El Ilusionista trató de zafarse de una patada, pero Brown no era lo suficientemente rápido y el Halcón usó un cuchillo para cortarle el talón haciéndole sangrar.
- No me mates, por favor...- Brown se sentó sobre un grupo de tabiques mientras Halcón le mostraba su pistola.- Puedo ser útil.
- Serás útil como abono.
- No, es que tú no entiendes. Necesitaba ese dinero para entrar a la subasta.- Halcón bajó el arma y Brown respiró más tranquilo.- La subasta para comprar la identidad secreta de Caronte.
- ¿Dónde y cuándo?- El Ilusionista le dio la dirección y fecha y le miró suplicante.
- Dijiste que no me harías daño.
- Eso era cuando eras útil. Además, tengo otro compromiso esta noche.- Con un movimiento ágil tomó uno de sus cuchillos y le cortó la garganta.- No hay ninguna sensación que se le parezca, pero tú no sabrías nada de eso, no eres un héroe como yo.

            El psicólogo Walter Travers se había hecho famoso interrogando al asesino en serie conocido como “el llavero”, antes que escapara de prisión y en su última aparición a los medios. Había publicado libros sobre lo que él llamaba “la psicosis enmascarada” y no fue hasta el principio de los 80’s, con sus libros de autoayuda que se ganó un lugar en la televisión. “El factor Travers” era el talkshow con mayor audiencia, presentando lo mejor de la miseria humana e invitados especiales que variaban desde asesinos seriales hasta políticos que eran arrastrados en el lodo por sus preguntas incisivas. El programa de esa noche sería uno de sus mejores, estaba seguro, por eso pidió el doble de maquillaje. Se miró al espejo antes de salir al set, como siempre hacía. Tenía un bigote que le hacía parecer distinguido, con un cuerpo esbelto que parecía de espantapájaros, pero con un traje costoso de tres piezas que le daban un aire académico. Walter Travers, después de todo, no sólo hacía dinero de la gente enferma y miserable, era un académico que debía ser reconocido y el invitado de esa noche ayudaría enormemente a su carrera. Salió al set, dio su discurso de bienvenida en televisión en tiempo real y luego de dar la bienvenida a un panel de psicólogos expertos, introdujo a Halcón, quien apareció desde el techo generando una oleada de aplausos y chiflidos. Podía sentir los niveles de audiencia subiendo como si tuviera un órgano en su cuerpo que le alertara de semejantes cosas.
- Héroe de Malkin, Halcón. Te debemos mucho, sin tu ayuda muchos de los peores criminales de la ciudad seguirían libres.- Halcón no se sentó, permaneció en cuclillas sobre su sillón, como si en cualquier momento fuese a saltar y desaparecer del estudio. Walter siguió elogiándole mientras el público se calmaba y dejaba de aplaudir.- La escoria que Caronte nunca pudo detener definitivamente ha estado cayendo, como fichas de un dominó de la justicia, gracias a tus garras.
- Ya no deben preocuparse por el Ilusionista.- Anunció Halcón.- El salvaje que había matado a más de siete personas a lo largo de su carrera criminal ahora no atacará a nadie más. Planeaba robar el hangar que la policía usa para guardar la riqueza confiscada de los criminales. Trató de matarme y tuve que reaccionar. Una fracción de segundo más tarde y no estaría aquí. El Ilusionista tenía muchos trucos.
- Eso siempre me pareció fascinante, sobre él.- Dijo uno de los psicólogos invitados, Hubert Gammel.- Me parece que sus ilusiones, sus trucos de prestidigitador y todo eso, eran maneras de esconder su homosexualidad, que por otro lado era por todos conocida, o al menos sospechada. Siempre hay una correlación entre el deseo absoluto de anonimato y la homosexualidad.
- ¿Cómo suplantar tu propia cara por un espejo?- Preguntó otro psicólogo, aunque era más una afirmación que una pregunta.
- Precisamente.
- ¿Qué hay de Caronte, Halcón?- Le preguntó Walter, con mirada de preocupación.- Llevamos cuarenta años de su fascismo. El hombre, al que nadie eligió como representante ni siquiera como tirano, y que por muchos años justificó el fascismo del gobierno de Malkin durante los 60’s e inicios de los 70’s, donde los reaccionarios tuvieron en su campeón la mejor manera de detener el movimiento de derechos civiles y laborales. Es un criminal que ha atacado a muchas figuras políticas prominentes, pero hasta ahora, nadie ha podido tocarlo.
- Caronte está en mi lista.- Dijo Halcón, con una sonrisa mientras flexionaba sus músculos, suscitando los chiflidos de las mujeres enloquecidas.- Tendrá su momento frente a mí y no durará mucho. Está ahí en mi lista, junto con la nueva línea de juguetes que saldrán la próxima semana y mi línea de malteadas proteínicas.
- Caronte,- Dijo uno de los psicólogos.- Eres la exacerbación de la masculinidad en una sociedad emasculada. Te necesitamos más que a la policía misma. Caronte es incapaz de detener a las bestias salvajes permanentemente, lo cual para mí habla de una fuerte frustración sexual, pero tú no eres así, eres el orgasmo de la justicia.

            El programa continúo, y fue visto por prácticamente cada televisor en la ciudad, incluyendo en el edificio de la policía. Los detectives habían detenido todo, y los del turno diurno se habían quedado un poco más, para ver el programa. Ninguno notó que Caronte entraba por una de las ventanas y avanzaba por entre los escritorios. Reconoció al detective primario en el caso de Látex, el hombre cuya firma estaba en todos los papeles. Estaba rodeado de otros seis detectives, todos armados y frente a la televisión. Milton sabía que podía tomarlos a todos por sorpresa, pero prefirió jugarla a lo seguro. Lanzó un cuchillo contra la caja de fusibles en una esquina del viejo edificio con una puntería perfecta. La electricidad se fue, pero sabía que no duraría mucho más, pues tenían dos generadores de emergencia. Los detectives gritaron frustrados, pero no notaron que uno de ellos era golpeado en la cabeza y llevado por Caronte como a un maniquí. Para cuando regresó la luz, y el televisor, el detective Thadeus Smith ya no estaba y no le prestaron mucha atención. No escucharon sus gritos, debido al volumen del televisor. Dos pisos más arriba Caronte había amarrado las piernas del detective Smith y le tenía suspendido de una gárgola. Ágilmente se dejó caer de la gárgola a la pequeña orilla de modo que el rostro de Thadeus se reflejara en su casco de espejo. Se pudo ver, y sudaba y lloraba de miedo.
- No me mates, por el amor de Dios, le temo a las alturas.
- Lo sé. Thadeus Jerry Smith, graduado con honores, recibiste más de cien de los grandes para alterar la evidencia en el caso de Antonio Petri hace unos años. Usaste el dinero para pagarle un departamento a tu amante, Veronica Hills. Ella te lo agradeció, y también su otro amante, tu mejor amigo, Gerard Müller. Lindos amigos.
- ¿Cómo sabes todo eso?
- Reviso la basura de los detectives periódicamente. No te veas tan sorprendido, tengo archivos sobre todos ustedes.- Caronte le colocó su dedo índice contra su frente y lo empujó para que se balanceara un poco a más de veinte pisos de altura.
- Dios mío, por favor bájame, ¿qué quieres de mí?
- Látex, tú lo estás protegiendo. Demasiadas coincidencias. Mucha suerte, demasiada suerte. Más como suerte prefabricada.
- No fue mi idea redactar el archivo.
- Pero lo hiciste. Los nombres de todos los testigos son falsos, es tres cuartas partes ficción. Nadie que retomara el caso podría dar con él. ¿Quién es Látex?
- No lo sé, juro que no lo sé. Yo no lo redacté, me opuse a la idea y me lo quitaron de las manos. Me devolvieron el caso, pero con una advertencia y cuando me di cuenta de los cambios supe que era mejor no hacer preguntas.
- ¿Cuántas víctimas más antes que te importe?
- Yo sólo sigo órdenes. Capitán Carver, es a él a quien quieres.- Caronte disparó su pistola de aire contra otra gárgola, conocía bien la ventana del capitán Louis Carver, era la única iluminada en ese piso.- ¿Adónde vas? Bájame de aquí.
- Eso debiste pensar antes de ayudar a un asesino en serie. Por cierto, eventualmente la sangre se agolpará en tu cabeza y te desmayarás. Cuando eso pase tu cabeza eventualmente se separará de tu cuello. Lo he visto antes, no es lindo. Balancéate y grita, tu vida depende de ello.- Milton se balanceó con ayuda de su pistola de gancho y cuerda hasta la orilla cerca de la ventana de la oficina de Caver. La abrió con un cuchillo y entró mientras el capitán regresaba de ir al baño. Se ocultó en una esquina oscura, pero Carver sintió su presencia desde que entró y encendió la luz del techo.
- Atacaste a policías, eso no se ve bien.- Carver gruñó, estaba cansado y frustrado. Tenía el traje repleto de arrugas y aliento alcohólico.- ¿Sabes de la subasta?
- El archivo original, ¿dónde está?- Carver sonrió y se sentó en silla frente al escritorio, se encendió un cigarro y lo miró incrédulo.
- ¿Cuándo nos volvimos tan distantes?
- Tú sabes cuándo. Dame el archivo. Látex es mío.
- No te servirá de nada.- Carver abrió un cajón con llave y colocó el gordo archivo sobre la mesa.
- ¿Por qué ayudas a Látex?
- Pobre Milton, tan perdido como siempre. Baja a nuestro nivel, aunque sea una sola vez.
- Nunca. Caronte es incorruptible.- Tomó el archivo y le agarró de una muñeca.- ¿Por qué?
- Esto viene de muy arriba Milton, la clase de cosas que no puedes tocar.
- Troy pensaba lo mismo. No le ayudó.
- Pude haberte vendido.- Dijo Carver, con resentimiento y se liberó de su agarre.- Ahora que viene la subasta pude hacerlo, pude hacer un dineral. Te conozco de muchos años Milton, pero no lo hice. No me preguntes de donde viene la presión. Me debes al menos eso.
- No te debo nada.
- Regresa al mundo real Milton, ya crecimos más allá de tu moralidad de boy scout.
- Curioso, no parece que hayas crecido Louis, parece que te descompones poco a poco. No te haré nada, por los viejos tiempos.
- Todo contigo son los viejos tiempos.- Dijo el capitán, mientras Caronte se agachaba de cuclillas en el borde de la ventana abierta.- Los tiempos cambian, viejo amigo. El mundo no tiene sentido, por más que quieras pintarlo en blanco y negro.
- El mundo nunca tuvo sentido Louis, no lo tiene hasta que lo obligas a tenerlo. Solías saberlo, hace un divorcio y muchas botellas. Cuando te miras en mi espejo, ¿qué es lo que ves, quien solías ser o quien deberías haber sido?
- Vete al diablo Milton.
- Puedes huir de todo, menos de tu reflejo en el espejo.- Caronte se lanzó al vacío, dejando al capitán Carver a solas con sus pensamientos.

1946:
            El Alquimista le enseñó a Milton la lección más dura, la de saber cuando es necesario hacer lo más difícil, hacer nada. Peleó contra su tentación de involucrarse más en la vida de Regina Merriweather, a quien el submundo criminal le conocía como Eco. Tenía que asegurarse de algunas cosas antes de establecer contacto directo. Además, la oportunidad de seguirla por Undercity le facilitaba el seguir a Laura Sims en Malkin. No había hablado con ella y sabía que no debía hacerlo, Milton Lufkin estaba muerto después de todo, pero la tentación era fuerte. La podía ver, desde lo alto de los techos que recorría sobre ella para vigilarla, con miedo y constantemente volteando la cabeza como esperando verle en alguna parte. Entendía el sentimiento, en Undercity, la Malkin del purgatorio, él instintivamente veía hacia los camiones y los peatones, con la esperanza de verla una vez más, como si todo después de su homicidio hubiese sido un extraño sueño.

            Al caer la noche Regina se preparó en su departamento, Caronte podía verle desde los techos del edificio de enfrente. Cargaba con dos granadas, un abrigo largo y un sombrero, se preparaba para robar de nuevo. Regina sabía que Eco, como le llamaban los mafiosos, era únicamente una herramienta, que sólo existía para hacer dinero y ayudar a los sordos de la ciudad. Lo que ella sabía, y lo que ella sentía en su corazón, eran dos cosas muy diferentes. Eco era más que una herramienta, era toda una nueva personalidad. Su mundo estaba condenado al silencio, y sabía muy bien lo que se sentía ser el paria, el que vive como en dos cuartas partes del mundo. Era sorda desde la tierna infancia, nunca había podido jugar deportes, aunque había era una atleta que entrenaba diario. Le encantaba el correr y la gimnasia, deportes para solitarios. La gente a quien le robaba tenían al mundo entero a su disposición, aunque eran sociópatas peligrosos estaban más integrados al mundo que ella o que cualquier sordo. Eco usaba su desventaja como su mejor arma.

            Estacionó a media cuadra y se fumó un cigarro para darse valor. El restaurante estaba repleto y podía ver fortunas en joyas desde los ventanales de la entrada. Salió del auto y casi es arrollada cruzando la calle, pues no había escuchado al taxi que doblaba la esquina a toda velocidad. Se subió la máscara de tela roja que se había hecho cuando llegó a la puerta. Manos en los bolsillos sintió las dos granadas de sonido y empujó la puerta con el pie. Su mundo se hizo más lento cuando la adrenalina empezó a bombear. Se sentía fuera de sí, y era completamente exhilarante. Lanzó una granada contra las mesas a un lado del ventanal, la otra contra la otra parte del restaurante. No podía escuchar nada, pero sabía que debía ser insoportable. El ventanal estalló, como las copas y algunas botellas. Rápidamente recolectó las joyas de las mujeres que se tapaban los oídos en el suelo. Más de uno trató de detenerla, pero ella era rápida y atlética. Se movió a tiempo, saltó sobre una mesa y pateó a otro que trataba de sobreponerse al intenso dolor auditivo.

            Ésta vez era diferente, ésta vez le estaban esperando. Un grupo de cinco matones, fuertemente armados y con protecciones en los oídos salieron de la cocina. Todos los comensales estaban en el suelo, así que no tenían que preocuparse por daños colaterales. Eco saltó por encima de una butaca para protegerse detrás de un pilar. No escuchaba las detonaciones, pero podía ver que las balas destrozaban los floreros y golpeaban las columnas. No podía adivinar el número, no les había visto bien y no escuchaba cuántas armas había, ni de qué tipo. La adrenalina se convirtió en miedo y todo pasó más deprisa. Imaginando que se estarían acercando concluyó que no tenía más opción que huir, a gatas de ser necesario, y correr hasta su auto. Aprovechando un momento en que veía pocas balas y yeso volando a su alrededor, echó a correr agachada hasta la siguiente columna, para luego atravesar los pocos metros desprotegida hasta la puerta.

            Corrió de una columna a otra, instintivamente volteando hacia sus atacantes. Se sorprendió al ver a Caronte, pues no creía que existiera más allá de la prensa amarillista de la ciudad. Mediante un espejo le pudo ver, golpeando y evadiendo con sus bastones de policía. Nunca había visto a una persona tan rápida y tan ágil. Le vio evitar el disparo de una escopeta para saltar sobre otro matón, tomándole del cuello y lanzándole contra el borde de una pesada maceta de bronce. Desarmó al de la escopeta de un golpe a la muñeca con su bastón, mientras pateaba al del revólver al suelo, y luego giraba sobre el aire para desmayar a otro con metralleta golpeándole con ambos bastones en la cabeza. Regina estaba sorprendida, pero eso no la detuvo de seguir huyendo. Sin saber si Caronte estaba ahí para ayudarla, o para robarle el botín que tenía metido en su abrigo, corrió hasta la puerta y se dirigió a su auto. El taxista que casi le había arrollado hacía reversa. Se bajó corriendo, abriéndole la puerta para que subiera. Trató de decirle que no era necesario, pero algo en su mirada le daba a entender que no tenía otra opción. Se acercó a él, con la intención de golpearlo sorpresivamente. Notó extrañas marcas en sus muñecas, como si hubiera estado amarrado y luego notó el reflejo en sus ojos azules. Alguien más estaba detrás de ella. Se dio vuelta, pero era tarde. El payaso de feria, con sobrepeso y el maquillaje corrido, le golpeó con un martillo de construcción en la boca del estómago, incapacitándola. El taxista le ayudó a meterla al taxi para luego huir del lugar.

            Caronte lo había visto desde el restaurante. Terminó con el último de los matones, una patada al costado, dos golpes contra el plexo solar y la rodilla contra la frente y salió corriendo. El casco le había protegido del sonido, aunque no lo suficiente para no dejarlo aturdido. Disparó la pistola de aire, rogando porque funcionara, y tuvo suerte. El gancho se sostuvo del techo del edificio de la calle frente a él y el mecanismo logró contraer el hilo. Corriendo por los tejados siguió al taxi, alternando entre Malkin y Undercity cuando tenía que cruzar calles completas. La pistola de aire no se agarraba siempre, o no a la primera, tenía que trabajar sobre ella. Saltó sobre un camión en Malkin y lo usó para acercarse al taxi, y cuando se alejó regresó a Undercity para escalar por un edificio de rentas congeladas en Morton. Había entrenado para eso, y sentía como si hubiese entrenado toda su vida para ese momento. Ágilmente recorrió la distancia, saltando entre edificios, escalando por las paredes y usando su pistola de aire para impulsarse entre las calles como Tarzan saltando de una vaina a otra. No conocía el cansancio y su oído había sido entrenado para reconocer el motor del taxi por encima de otros autos, incluso de otros taxis. No la iba a perder, aunque eso le hiciera sentirse culpable, pues su interés por Regina era más que profesional. Haría lo mismo por Laura, estaba seguro, y ahora lo haría por Regina.

            El taxi llegó a la feria, entre la Industrial y la zona fea de Brokner. El lugar estaba venido a menos, necesitaba de una fuerte limpieza, reemplazar los focos fundidos y sobre todo, necesitaba más clientes. El taxi estacionó cerca de la entrada, aunque casi no había coches. El taxista apagó el motor y miró hacia arriba, había algo que no podía creer. Un hombre, vestido con una cota de malla de cuerpo completo de azul oscuro, con botas y guantes grises, sosteniendo un bastón de policía, pareció lanzarse desde la nada hacia ellos. Caronte cayó sobre el cofre del auto y con un poderoso golpe rompió el vidrio frente al taxista. El payaso decidió que era mejor huir. Eco, quien había fingido estar desmayada, le atacó por sorpresa, usando su martillo contra él y dándole un fuerte golpe contra la espalda que lo derribó al suelo. El taxista intentó salir del auto, pero Caronte le tomó del cuello, lo sacó por la ventanilla y lo tiró al suelo.
- ¿Qué quieren de ella?
- Tengo tanto miedo...- Dijo el taxista, riéndose de él.- No puedes  detenernos.
- ¿Quieres apostar?- Notó las marcas en las muñecas, era un patrón constante.
- No sabemos para quién trabaja esa chica, ahora asumimos que trabaja para ti.
- Cuidado, cuidado, ya sabes lo que dicen sobre asumir, te puede dar migraña.- Azotó su cabeza contra el suelo, pero el sujeto no dejaba de reír. Le esposó la muñeca contra el marco de la ventanilla de su puerta y le indicó a Regina que se detuviera.
- Gracias por todo,- Dijo ella, en voz alta y con la característica falta de entonación de los sordos.- pero yo ya me voy.
- Ellos creen que estás conmigo, y además... Soy un idiota, estás viendo tu reflejo y nada más.- Caronte trató de hacer señas, pero ella ladeó la cabeza. Se subió el casco lo suficiente para que le viera la boca y habló lentamente.- Creen que estás involucrada en tu juego. Sería un buen momento para renunciar. Tengo un amigo que puede conseguirte los fondos que tu centro necesita.
- No tienes que hablar tan lento... Pero gracias por el detalle.
- Alguien ha estado manipulando las tres familias de la Junta, quieren una guerra abierta y no puedo permitirlo.
- Suena como una causa noble, pero tendré que pasar la romántica invitación. No salgo a citas que usan cascos de espejo.

            Caronte estaba por decir algo, visiblemente sonrojado, cuando el payaso en el suelo se levantó sorpresivamente y salió corriendo, entrando a la feria por entre las carpas. Eco lo tomó como su oportunidad y se alejó corriendo. No podía estar en dos lugares a la vez, y decidió ir tras el payaso. El lugar era diferente en Malkin, de modo que no podía ir y venir, como Caronte en su balsa, entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Recorrió la feria siguiendo al gordo payaso, ocultándose entre las carpas y por debajo de los trailers. El payaso entró a una carpa construida sobre un enorme tráiler con un cartel de colorida madera que anunciaba a “Mentalo”. Abrió la puerta de una patada. El payaso le atacó con un hacha contra incendios, pero Caronte le tomó la muñeca, la torció y de un jalón llevó su cabeza contra su rodilla. El lugar estaba desierto, se habían llevado las sillas del público y lo único que había sobre el escenario era una vieja silla de madera con amarras en los brazos y piernas, consistente con las extrañas marcas en los sospechosos y suicidas del tránsito. El escenario tenía una puerta secreta en el suelo, pero antes de poderla abrir la puerta se abrió de nuevo y apareció el taxista, acompañado de otros dos sujetos corpulentos.
- Control mental, ese truco es nuevo para mí.- Dijo Caronte.
- No eres el detective más brillante que haya visto.- Dijo el taxista.- Adelanta, hazle lo que quieras, llevaré su cuerpo frente al tránsito de todas formas. Siempre puedo conseguirme más cuerpos.
- Te encontraré Mentalo, así tenga que voltear cada piedra en la ciudad.
- Eres joven, se escucha en tu voz.- Dijo el taxista, quien se acercó al escenario.- ¿Hace cuánto que te metes en asuntos ajenos? No puede ser mucho, es decir, no te das cuenta de una trampa ni cuando está frente a ti.

            Caronte se agachó, pero no a tiempo. El tráiler estaba rodeado de gente de la feria, quienes dispararon al unísono. El taxista murió de inmediato y Caronte fue alcanzado por varias balas. Sabía que no podían penetrar el traje, pero dolían con la misma fuerza. Se tiró al piso del escenario, abrió la portezuela y siguió el camino fuera de la tienda. Les  tomó por sorpresa, pero eran demasiados. Le llevaron, con golpes y tiros, al centro de la feria. Intentó usar su arma, pero fue inútil. Un payaso le atacó por la espalda con un bat de baseball que casi lo tira de rodillas. Se defendió con los bastones de policía y ágilmente se movió entre los peleadores, siguiendo las estrategias que el Alquimista le había enseñado, haciendo grupos para que los tiradores no usaran sus armas. Milton no tuvo en cuenta el número y en un pestañeó se encontró a sí mismo rodeado por más de veinte personas armadas. Se movió tan rápido como pudo, pero no fue suficiente. Incapacitó a la mitad en cuestión de segundos, pero dos payasos le dispararon con sus escopetas a corta distancia y Caronte salió volando por los cielos. Antes de perder la conciencia pudo ver una figura, sumida en la oscuridad, que corría por encima de los trailers, sin hacer ruido.

            Eco había regresado al escuchar los disparos. No podía dejarle así, y aunque presentía que estaba muerto, decidió devolverle el favor. Caronte estaba en el suelo, tres sujetos armados trataban de quitarle el casco, aunque sin éxito, mientras que otros cinco les vigilaban con armas y atendían a los heridos. Una camioneta avanzó a toda velocidad contra ellos. La mayoría pudo hacerse a un lado y disparar contra el vehículo que siguió su marcha hasta estrellarse contra un poste. No había nadie adentro, más que una soga que sostenía el volante y un tabique en el acelerador. Luego de revisar la camioneta se dieron vuelta y se dieron cuenta de la trampa. Eco había desmayado a la mayoría de los que quedaban y ahora tenía una metralla. Disparó contra ellos, a la altura de las rodillas y tan ágilmente como pudo arrastró el cuerpo de Caronte hasta otra camioneta. Desconectó el tráiler que llevaba y aceleró, rodeada de disparos y gritos. Agachada, con el acelerador al fondo, atravesó la entrada y escapó por las calles.
- Por favor, no te mueres. Por favor no te mueras.- Caronte estaba tirado en el asiento trasero y Regina lo agitaba en cada oportunidad que tenía.- Vamos, aguanta hasta el hospital.
- No, no al hospital.- Su voz era un hilillo, pero hubiera tenido el mismo efecto de haber tenido un megáfono. Se quitó el casco de espejo, le tocó en el hombro y habló.- No al hospital, yo te guiaré mi lugar no queda lejos.

            Regina manejó hasta el gimnasio y ayudó a subirlo a su cuarto con ayuda del anciano. Mientras el Alquimista preparaba un extraño brebaje, Regina ayudó a Milton a quitarse el traje. Nunca había visto tantos moretones en un mismo cuerpo. El anciano, sin decir una palabra, palpó en busca de huesos rotos y encontró una costilla que estaba en mal estado. Luego de cubrirlo con extrañas sustancias le colocó un vendaje y le indicó que debía reposar.
- Imposible, el enemigo ahora tiene nombre. Mentalo no se detendrá, yo tampoco.
- Al menos espera a que tus bombas de humo funcionen siempre, y no de vez en cuando.
- Fue mi culpa, que mataran a ese taxista fue mi culpa. No deshabilité la red eléctrica, no revisé el lugar para entradas secundarias.
- ¿Aprendiste?
- Oh sí, puedes apostar en ello. Mentalo será mío.- El anciano les dejó a solas y Regina se echó a reír. Su habitación estaba dedicada a su misión, con libros sobre combate, saco de golpear y unos bonsái a medio morir que Regina señaló.- Se supone que si puedo cuidar un bonsái, puedo cuidarme solo. Paciencia y todas esas cosas.
- ¿Por qué?
- ¿Qué sé yo? Es sabiduría oriental.- Dijo con una sonrisa, aunque le dolía mover cualquier músculo.
- No me refería a eso.
- Es complicado. Malkin necesita una conciencia, algo incorruptible e indetenible. No soy nada de eso ahora, soy un payaso.
- Me salvaste la vida, eso cuenta para mucho. Al menos para mí.- Regina se acostó a su lado, con cuidado de no reabrir sus heridas.- ¿Por qué un espejo?
- Soy lo último que ven, antes de terminar en el hospital y luego en prisión. ¿Cómo destruyes a un hombre sin rostro?- Preguntó, acariciando su cabello.- Puedo ayudar tu centro para los sordos, tengo dinero aunque no lo parezca por el lugar.
- Todo esto... Y vi el gimnasio que adecuaste para tu entrenamiento. Tienes que estar realmente enojado para dedicar tu vida a algo como esto. ¿Cómo haces para que ese odio no te consuma?
- Ese odio es todo lo que conozco. Ese odio no lo escogí. Lo escogió la escoria que mató a mis padres, el fiscal corrupto que me envió a prisión por diez años, el ratero que me baleó... A veces la gente te roba cosas que son más importantes que el dinero. No tiene que pasarle a otras personas, no si puedo evitarlo.
- A mí no me engañas. Cuando actúo como Eco soy todo lo que me gustaría ser.
- ¿A qué te refieres?
- Siempre fui tímida, escogí atletismo y gimnasia en vez de los chicos... No que quisieran salir con alguien como yo. Reparo aparatos para los sordos, pero nunca es suficiente, ¿me entiendes? No hay suficiente dinero y es más que dinero. Estamos aislados y eso lo entiendo muy bien. Pero no cuando soy Eco, entonces soy el centro del show y puedo hacer lo que sea. Hasta lanzar una camioneta, disparar un arma y rescatar a un vengador enmascarado.
- Debes estar loca, porque tú eres Eco con o sin esa máscara de tela. Cualquier hombre que no te acepte no merece tu tiempo.
- ¿Siempre eres tan romántico?
- Sólo cuando estoy en el umbral de la muerte.
- El umbral de la muerte es el único lugar donde estamos realmente vivos.- Milton se estiró, acarició su rostro y la besó largamente. Regina cerró los ojos, su cuerpo estaba tenso por la adrenalina y su cabeza daba vueltas por la emoción.- Milton Lufkin, eres todo un don Juan.
- No me hagas reír, que me duele.
- Nos estaremos viendo.- Regina se puso de pie, pero antes de salir le plantó otro beso.

            Milton trató de dormir, pero le costó trabajo. Evaluaba mentalmente todos sus errores, sabiendo que había estado demasiado cerca de morir. Regina le había salvado la vida, pero no podía contar con ella cada vez. Trató de no pensar en Laura Sims, preguntándose si sentía lo mismo por ella que por Regina. En el fondo sabía, sin embargo, que debía despedirse de Laura y tratar de vivir su propia vida. Ese pensamiento le dejó dormir, hasta que escuchó la puerta y alguien le tiró su casco de espejo entre las piernas. Encendió la luz y frenéticamente buscó su pistola en el buró, pero el invitado sin anunciar le mostró su revólver. El hombre tenía grandes entradas de calvicie, lentes de fondo grueso y un rostro endurecido, con labios finos, angulosa nariz y una mirada peligrosa.
- Seguí la camioneta de la feria hasta aquí.
- Mentalo...
- No, mi nombre es Minos. No he venido a matarte Milton Lufkin, puedes acostarte de nuevo.- Milton sabía que no tenía otra opción. El Alquimista dormía profundamente y su nuevo amigo podía matarlo. No necesitaba decirlo, pero la vida del anciano estaba en sus manos.- ¿Por qué trabajas para la Junta? Pareces una buena persona Milton, ¿por qué ese extraño gusto en amistades? En cuanto a la chica, eso lo entiendo. Es guapa y no necesitas preocuparte por ella, no la lastimé aunque podía hacerlo.
- No trabajo para la Junta.
- ¿Seguro de eso?
- Mortalmente.
- ¿Entonces por qué tratas de detenerme? Mi querido Caronte, tú estás en mi laberinto y tienes dos opciones, salir de él y dejarme a mis designios, o morir junto con todos esos italianos grasientos.
- No puedo dejar que lo hagas.
- No sabes de lo que hablas muchacho. ¡Salomon Petri me robó la vida! Él mató a todos los que eran importantes en mi vida. Los mató con la misma frialdad que los Andolini o los Meneti. Tú eres una pieza inesperada, pero me pregunto por qué Caronte.
- El día que lo sepas será demasiado tarde para ti.
- Te dejaré vivir, porque yo vivo para los mitos. Esos mafiosos me quitaron todo lo que hay en este mundo, así que los mitos son todo lo que queda para mí.
- Mitología... Brillante.- Dijo Milton, con honesto asombro mientras trataba de sentarse.- La modelo, ella fue la manzana de la discordia y esa caja de seguridad del banco, la que tenía un explosivo, que fue plantado por ese pobre desgraciado que se suicidó gracias a Mentalo... Esa debía ser la caja de Pandora.- Minos asintió solemnemente con una sonrisa.- Menti, manzana de la discordia, Andolini la caja de Pandora... ¿Qué reservas para Salomon Petri?
- Eres listo, me caes aún mejor. Para él reservé algo especial, algo fuera de mis favoritos, algo un poco más semítico. No importa, porque en el laberinto mostrará su verdadero rostro, y si tu tratas de salvarlo, morirás igual que él. Todos tenemos puntos débiles Milton, ahora conozco los tuyos.

            El extraño se fue y Milton no pudo dormir después de eso. Tenía una corazonada, pero la única persona que podía corroborarla era Louis Carver, y tendría que esperar hasta la mañana. El anciano, al escuchar la noticia, se limitó a asentir con gravedad y sugerir mejores seguros en las puertas. Milton siempre se había fascinado por su mentor, era un hombre extraordinariamente sabio y misterioso, pero siempre pensaba en los demás antes que en él mismo. Estaba más consternado por la seguridad de Regina Merriweather que por su propia vida. Aquella era, Milton estaba seguro, la lección más valiosa que podía impartirle, perder el egoísmo por completo, dedicarse a los demás y así encontrar su propio centro. El espejo era su perfecta metáfora, reflejaría a todos en Malkin, menos a sí mismo.
- Tienes un radar para estas cosas.- Louis Carver, en su uniforme azul, le recibió en el estacionamiento del precinto. Milton había llegado más temprano que él y le recibió con un café.- Y traes café, me suena como a soborno.
- ¿Tenía razón?
- Sí, alguien secuestró el primogénito de Salomon Petri. Sospechamos de Mario Andolini, pero algo me dice que estamos equivocados por completo.
- No fueron los Andolini, hay un nuevo jugador en la ciudad, se hace llamar Minos.- Louis le miró extrañado.- ¿Minos como el laberinto? Vaya, alguien no terminó la preparatoria.
- Sigue así, chico listo y tendré que preguntarte por cierta feria y ciertos heridos de gravedad en el hospital. Nadie sabe bien a bien lo que pasó, pero la expresión “casco de espejo” surgió durante las entrevistas. ¿Alguna idea sobre eso?
- Si uno no puede estar seguro en una feria, ¿dónde más podría estar seguro?
- Oye, espera,- Louis le tomó del brazo.- este sujeto, Minos, ¿qué quiere?
- Quiere que tome una decisión salomónica, algo sobre la vida de su hijo. Si tuviera que adivinar, lo hará escoger entre dos vidas. Tenemos que encontrarlo, antes que él también culpe a los Andolini y esta ciudad se haga villa-tumba.

            El Alquimista se había quedado preparando una solución antibiótica cuando Milton se fue, y en su concentración se olvidó del resto del mundo, hasta que se dio cuenta que el timbre había estado sonando por los últimos diez minutos. Abrió la puerta sin pensarlo dos veces, lo único que quería era despedir al intruso y regresar a su trabajo. Freddie Miller consiguió entrar, empujándole con su hombro y sus excusas. El Alquimista intentó explicarle, una vez más, que no estaba interesado en sus alfombras, ni en nada que tuviera para vender. Miller subió hasta su laboratorio, con la excusa de mostrarle los nuevos colores y estampados.
- Usted no entiende, podría cubrir todas esas horribles manchas en su suelo de madera con la nueva alfombra, viene en paquete.- El Alquimista se impacientó cuando Miller le mostró las pruebas que cargaba en su portafolio.- ¿Lo ve? Hasta combina con sus ojos. Vamos, no sea así, tengo a una familia que alimentar. Sólo pida una maldita muestra, llene el formulario y le dejo en paz.
- Su formulario no es mi problema, llénelo usted si quiere, pero déjeme en paz.
- Maldito viejo, ¿no es su problema? Le diré qué es su maldito problema.

            Freddie Miller lo golpeó en la quijada con tanta fuerza que lo lanzó contra un mueble y luego al suelo. Sin perder tiempo recorrió el laboratorio y su habitación, robando todo lo que pareciese plata u oro, así como el efectivo que escondía bajo el colchón. El Alquimista se levantó del suelo con la intención de detenerlo, pero Freddie Miller estaba demasiado nervioso para pensar con claridad. Tomó una estatuilla de Buda y con todas sus fuerzas lo golpeó en la cabeza, una y otra vez, hasta que la sangre salió por chisguetes bañando a todo el lugar. Al escuchar la voz de alguien en la entrada se paralizó, dándose cuenta del horrible crimen que acababa de cometer. Salió corriendo hasta una puerta metálica que llevaba a las escaleras de caracol hacia el techo. Milton Lufkin encontró al anciano muerto y escuchó los pasos del asesino en la azotea. Se quitó la ropa de civil, que escondí su traje de cota de malla y, recuperando su casco de su dormitorio, persiguió a Freddie Miller por el tejado. El asesino había cruzado el techo del gimnasio y ahora saltaba hacia otro techo. Caronte lo alcanzó en poco tiempo. Freddie Miller, viendo su reflejo en casco, cayó en el pánico y saltó hacia otra azotea, tropezándose con unos cables. Colgado de apenas sus dedos gritó por ayuda a los chicos que jugaban en la calle bajo él.
- Por favor, ayúdame amigo, no seas cruel.
- ¿Cruel?- Gruñó Caronte, agachándose de cuclillas frente a sus dedos que perdían la orilla poco a poco. Miller miró a la calle, había cinco pisos hasta el suelo rodeado de niños.- Cruel fue lo que le hiciste a ese pobre anciano. Él nunca lastimó ni a una hoja, y tú le destrozaste la cara por dinero.
- No me dejes ir, te lo suplico.- Sus dedos se fueron saliendo, uno por uno, hasta quedar sostenido de un par de dedos de su mano derecha.
- ¿Salvarte? Tú no habrías salvado a mi mentor, ni me habrías salvado a mí.
- No me quiero morir.- Fue lo último que dijo antes de caer cinco pisos hasta el suelo. Su cuerpo cayó de espaldas, su cráneo fracturándose como un melón por el impacto. Caronte se levantó, miró por encima de la orilla y no dijo nada cuando los niños gritaron de horror.

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