jueves, 23 de julio de 2015

El regreso del Yaqui

El regreso del Yaqui
Por: Juan Sebastián Ohem


            El día que los seis sicarios llegaron a Chaparral Tamaulipas una poderosa tormenta se vislumbraba en la lejanía. Cada uno llegaba en su propia camioneta blindada, siempre en fila india. Estacionaron en una de las pocas calles pavimentadas de Chaparral y se bajaron del auto para estirar las piernas. El primero fue Felipe Escobar, alias el Calvo, un hombre fornido, acomplejado por su calvicie y vestido como campesino con un cinturón hecho de piel humana. El conductor del segundo vehículo era el Mateo Sánchez, alias el Huero, una garrocha rubia y de ojos azules, con camiseta del Pumas y con su rifle colgado al hombro. En la tercera camioneta viajaba Temastian Abai, alias el Yaqui, un indio yaqui de dos metros, vestido siempre con llamativas camisas de seda con imágenes de lobos aullando a la luna o mujeres desnudas emergiendo de lagos, y botas de piel de culebra. En la camioneta de en medio viajaba el líder del grupo, Miguel Espinoza alias el Viejo por tener más de cincuenta. Detrás de él llegó Oscar Espinoza, alias el Ferrari por su gusto por el lujo, hermano menor del Viejo y siempre de traje Armani, con armas bañadas en diamantes. En el último vehículo viajaba Roberto Barragán alias el Romeo por su afición a las mujeres, con su camisa de seda roja y una rosa colgando del bolsillo del pecho.


            Se fumaron un cigarro sin hablar, mirando hacia lo poco que había que ver. Chaparral tenía poco más de 120 personas y lo único interesante ahí eran los pocos ejidos de muertos de hambre y una refinería pequeña de PEMEX. Las órdenes habían sido precisas, tenían que controlar el pueblo, construir una pista para aeronaves, organizar a los campesinos para que empezaran a cultivar marihuana y aprovechar la refinería para robar varios miles de dólares en gasolina de manera continua. El Viejo estaba agradecido por la misión, podía hacerse con poca violencia y le permitiría algo de estabilidad. El huero lanzó maldiciones durante todo el trayecto, pero no se atrevía a repetirlas ahora, a él no le importaban unos cuantos miles de dólares en Chaparral, cuando podía estar haciendo cientos de miles en ciudad Victoria o en Matamoros. 
- ¿Este es el hotel?- El Viejo señaló el edificio de dos plantas que apenas conservaba vestigios de la pintura color pastel que había tenido originalmente.
- El único.- Dijo el Yaqui tirando el cigarro al suelo y apagándolo con sus botas de piel de culebra, un patrón consistente de amarillo sobre negro que iba de hasta arriba hasta la punta de plata.
- Tan buen lugar como cualquier otro, vamos a avisarles que los Zetas ya llegaron.

            Mientras los seis sicarios entraban por la amplia puerta corrediza polarizada, en uno de los cuartos del piso superior dos amantes permanecían en cama hablando y riendo. Demetrio se sentía más joven, menos calvo y más atlético cada vez que estaba con Viviana. Ella se había enamorado de su sacerdote paulatinamente, pero los dos habían quedado enredados el uno con el otro. El sacerdote Demetrio se sintió culpable por traicionar sus votos de castidad, pero el amor se encargó de lavar esa culpa del mismo modo en que Viviana había empezado sintiéndose culpable de traicionar sus votos maritales con Arnaldo. Juntos habían compilado docenas de excusas, pero en el fondo existía una única razón por la que se veían en ese hotel dos o tres veces por semana, porque no podían pasar la semana sin besarse y tocarse. Dolorosamente habían dejado a las promesas a un lado, él no dejaría de ser sacerdote y ella no se divorciaría de Arnaldo, existiendo ahora en una relación honesta y amorosa.
- Con algo de suerte y Arnaldo se va a Matamoros una semana a un congreso médico obligatorio.
- Eso estaría perfecto, podríamos...- Demetrio se quedó con la palabra en la boca y escuchó atentamente. Se vistió apresuradamente al escuchar una discusión en el piso de abajo y temiendo que fuera el doctor Arnaldo salió del cuarto y se acercó de puntitas a las escaleras.
- Cinco mil al día para usted y su gente oficial, pero usted no ve nada, ¿me entiende?
- Le entiendo Viejo.
- Pues entiéndalo en otra parte, lárguese de aquí.
- Hay que quemarnos a alguien para que el resto del pueblo entienda.- Dijo el calvo.
- Romeo, huero, suban y agarren a quién sea.

            El padre Demetrio regresó corriendo y le tiró la ropa a Viviana para que se vistiera. Trató de explicarse, pero el miedo le hacía emitir gruñidos. Abrió la única ventana y midió la caída hasta al suelo, podían llegar corriendo a su auto y estar libres de peligro. Viviana se vistió y al escuchar los pasos en el corredor empalideció de miedo. Corrió a la ventana, pero se dio media vuelta para recoger su bolso pensando que tenía tiempo. Estaba equivocado. Romeo y el Calvo abrieron la primera puerta que encontraron y la tomaron de los brazos. Viviana gritó pidiendo ayuda mirando hacia la ventana, pero el sacerdote ya no estaba.

            Romeo y Calvo la desnudaron a zarpazos y notaron que la cama ya había sido usada. Bromeando con Viviana la obligaron a tragarse el empaque del condón que había usado mientras Romeo se forzaba encima de ella y la violaba. Viviana trató de liberarse, pero era inútil y finalmente apretó los ojos chillando por el ardor insoportable en su entrepierna. Romeo terminó y bailando un corrido le cedió su lugar al Calvo, pero él no quería su sexo, quería su piel. Ferrari entró a la habitación y tronando los dedos detuvo al Calvo y les comunicó el plan. Viviana, apenas consciente, trataba de convencerse que era una pesadilla, pero por más que intentaba no se despertaba del horror. El Huero la amarró a su pick-up y con los sicarios en la cabina disparando al aire manejaron por todo el pueblo con Viviana siendo arrastrada desnuda.
- ¡No se metan en problemas y no tendrán problemas!- Gritaba Yaqui al pueblo fantasma.- Éste es sólo un ejemplo. Traemos negocio para Chaparral, pero no nos hagan enojar.
- ¡Tú!- Ferrari señaló a un obrero de PEMEX con su M-16. El hombre, que había tratado de esconderse detrás de un auto, se levantó con las manos en alto y muerto de miedo.- Trae a tu jefe, dile que queremos hablar con él.
- Sí señor.- La pick-up se detuvo en la calle principal, a un lado de un árido parque central. Romeo le pagó cien dólares a un grupo de asustados niños para que les trajeran cervezas y se quedaran con el cambio. Los niños llegaron corriendo, entregaron las botellas y se fueron corriendo con los billetes en la mano.
- ¡Viviana!- El doctor Arnaldo salió de su consultorio frente a la plaza y corrió hacia los gatilleros que bebían apoyados contra la camioneta. Arnaldo se lanzó al suelo a un lado de su esposa y revisó su pulso. Viviana gemía de dolor, pero no tenía fuerzas para sentarse. Las piedras la habían hecho sangrar y en cuanto Arnaldo vio la herida en su rostro sabía que perdería un ojo.
- ¿Es tu esposa?- Le pregunto Calvo.
- Sí.- Contestó Arnaldo mientras desamarraba el nudo corredizo que la había sujetado del tobillo.
- Hay un hospital a dos o tres horas, ¿crees que llegue?
- Si me apuro sí.
- Que bueno.- Dijo Calvo antes de dispararle a Viviana en la cabeza. Ferrari y Romeo estallaron de la risa dándose codazos. Arnaldo se quedó ahí, con su esposa entre los brazos sin poderse mover.
- Basta.- Yaqui detuvo a Calvo, quien se preparaba para orinar sobre la pareja convertida en estatua.- Ya dejamos claro lo que había que dejar claro. No somos salvajes.
- Aquí está.- Huero señaló al ingeniero que llegaba en coche. Estacionó a un lado de ellos y dudó por un momento, reconocía a Viviana y a Arnaldo, pero Ferrari le apuntaba con una escuadra bañada en oro.- ¿Cómo te llamas?
- Alfonso Lugo Vizcaíno, soy el ingeniero a cargo de la instalación de Chaparral.
- Muy bien,- El Viejo se terminó la cerveza, le mostró la botella vacía y después la lanzó al aire. Yaqui disparó al aire y la deshizo en mil pedazos. Una lluvia de pequeños cristales cayeron sobre el ingeniero Lugo.- eso te va a pasar si me haces enojar.
- ¿Qué quieren?- Ferrari le encendió un cigarro y se lo puso en los labios. El pueblo, poco a poco, se fue acercando a la plaza para ver lo que había pasado. Los sicarios los miraron a todos y sonrieron, eran los dueños de Chaparral.
- Gasolina, el cártel te pagará bien. Quince mil al día. Unos cuantos miles de litros. Si PEMEX se pone bravo tú les dices que tuviste accidentes o lo que sea. ¿Entiendes?
- Sí, entiendo. ¿Tienen cómo transportarla?
- Dejamos un camión a unos kilómetros de aquí. También queremos hacer una aeropista en Chaparral, ¿tiene las herramientas?
- Sí, quedaron de la construcción de hace unos años.
- Muy bien, nos entendemos entonces.- El Viejo le ofreció la mano y sonrió como un lobo cuando Lugo se la estrechó.
- ¿Y ahora hermano?- Preguntó Ferrari.
- Ahora alguien va por el camión.- Contestó Viejo.
- Yo voy.- Dijo el Yaqui.
- Sí, pero no llegarás lejos.- Calvo le quitó el revólver del cinto trasero y Romeo le quitó el machete que siempre cargaba. Ferrari lo golpeó en la cara y estando en el suelo lo patearon entre todos.
- Aquí sobra un miembro, no es nada personal.- Decía Viejo mientras lo pateaba con todas sus fuerzas. El Huero los detuvo cuando Yaqui escupía sangre y empezaba a asfixiarse.
- Camina.- Le dijo Calvo mientras disparaba cerca de sus piernas.
- Ya lo escuchaste, camina.- Yaqui se puso de pie y caminó unos pasos. Miraba a todos los reunidos, quienes le miraban con horror. Trató de decir algo, pero tenía demasiada sangre. Un gemido de ayuda para los habitantes de Chaparral, pero nadie movió un dedo.
- Oye, esto es tuyo.- Viejo tomó el machete del Yaqui y se lo enterró por la espalda. Yaqui gritó adolorido, cayó de rodillas y exhaló por última vez antes de caer muerto sobre el polvo.
- Una tajada menos.- Resumió Huero después de escupirle.
- Tú, el cura, ven acá.- Romeo tomó al padre Demetrio de su sotana y lo llevó hasta el cuerpo del Yaqui.- A este no le haces misa, ni lo entierras en el cementerio del pueblo. Que se pudra en la tierra de dónde salió.
- No tenemos fosa común.- Dijo el sacerdote, mentalmente regándose por contradecir al sicario.
- Pues la cavas.

            El miedo se fue esparciendo de boca en boca y como la gripa infectó a todos antes del atardecer. Más de uno llamó a la policía federal y al ejército, recibieron promesas y tratos bruscos. Los que eran inteligentes se dieron cuenta que estaban encerrados, una prisión enorme sin barrotes ni paredes, pero tan efectiva como una jaula. Los que estaban desesperados por dinero vieron una oportunidad de oro. Nadie en Chaparral había visto tanto dinero puesto todo junto como las cajas con miles de dólares que los sicarios bajaron de sus camionetas. Los campesinos fueron los más abiertos, cansados de la miseria extendieron sus manos callosas y recibieron pagos en adelantos. El Huero les llevó las semillas, los campesinos sabían qué hacer con ellas. El señor ejidal se presentó ante el Huero en uno de los depósitos. Orlando Macario García prometió meter en cintura a los campesinos y dedicarse a la marihuana con exclusividad. El Huero se rió de él, le quitó el sombrero para ponérselo y le dio una pala para que ayudara al cura a enterrar al Yaqui.
- Algo hay que hacer padrecito.- Dijo Orlando mientras cavaba. El Huero les había dejado solos entre los cultivos.
- ¿Qué podemos hacer? Ya llamaron a los federales y al ejército. No está en nuestras manos, sino en manos de Dios.
- Pero mataron a doña Viviana, luego a su propio cuate, ¿quién sigue?
- No me lo tienes que recordar Orlando.- Dijo el sacerdote amargamente.- No te preparan para esto en el seminario, te dicen que sí, pero no es cierto. Lo educan a uno, le dicen que deja de ser indiecito aunque en el corazón sigas siendo un yaqui, y te dicen muchas cosas. Nada como esto.
- Ahí está mi mujer. Ella debe saber dónde hay un retén donde exigir resultados.- Orlando le hizo señas a su esposa María Luisa. El padre Demetrio trató de detenerle, pero Orlando salió a perseguirla. El cura siguió cavando por diez minutos hasta que el cuerpo de Orlando cayó a su lado. El Huero lo tiró como un costal de arena y se limpió las manos de su sangre con el vestido de María Luisa, quien fumaba complacida.
- Nunca fue un buen marido. Ahí tiene otro padrecito.

            Demetrio terminó de cavar y tiró el cuerpo del Yaqui para que le hiciera compañía a su amigo. El sol se ponía y los campesinos instalaban luces y antorchas para seguir cultivando de noche, ahora motivados por los dólares que llenaban sus bolsillos. Cansado y perseguido por el recuerdo de Viviana y los confusos sentimientos que ellos traían deambuló por el pueblo como un perro callejero. La gente se comportaba ahora distinta, había quienes parrandeaban y quienes caminaban cabizbajos y evitaban las aglomeraciones. Los sicarios habían empezado a contratar y ahora cualquier niño que pudiera sostener un rifle andaba con sus amigos disparándole a los perros y recitando narcocorridos. Demetrio miró a Chaparral con los ojos de un cura y su corazón se partió, la semilla del mal había germinado en menos de un día. Seis hombres habían envenenado a todo un pueblo. Ahuyentado por los adolescentes que andaban en motocicletas agitando sus rifles automáticos el sacerdote entró a la cantina.
- Mataron a Orlando.- Acompañó al ingeniero Lugo y al doctor Zamora en la silla del rincón, debajo del televisor. Alfonso bebía una cerveza tras otra, mientras que Arnaldo hipnotizaba a su botella sobre la mesa de plástico.
- Sí, me enteré.- Dijo el ingeniero.- Su mujer lo vendió. Nunca fueron muy unidos.
- Manada de perros.- Dijo Arnaldo. Una ráfaga estalló cerca de la cantina, todos agacharon la cabeza menos Arnaldo.- Qué guerra ni qué nada, aquí estamos solos.

            Las horas pasaron, los “zetitas” celebraban por las calles su nuevo trabajo, su graduación. Poco a poco el sonido de las balas dejó de asustar a los clientes de la cantina y para la media noche nadie bajaba la cabeza al escucharlas. Una cerveza tras otra los tres hombres sentados en la mesa de la esquina fueron soltando la lengua. Al principio se lamentaron y lloraron. Demetrio fingió que lloraba por las almas de los jóvenes corrompidos, pero él lloraba por Viviana tanto como su marido Arnaldo. Bríos heroicos les inundaron cuando empezaron con el tequila. Arnaldo habló de las tácticas revolucionarias, el ingeniero ejemplificó con las guerrillas de las cuales había sido parte al menos indirectamente durante su juventud. El sacerdote se quedó callado por un momento, les miró a los ojos y finalmente, luego de no mencionárselo a alma alguna en Chaparral, soltó la sopa. Narró la parte de su infancia que no incluía en los sermones dominicales, les dijo que había sido yaqui creyente por años incluso viviendo entre monjas y curas. Su padre había sido un médico brujo muy querido y le había visto revivir a un joven. Ya no creía en sus supersticiones y el rezar el padrenuestro en yaqui era lo único que conservaba de su alegre infancia pagana. Alfonso y Arnaldo se miraron sin entender mucho, la confesión era conmovedora y era lógico que el cura se sintiera cómodo para verter su corazón con ellos, pero no le veían relación. Demetrio gruñó y alzó las manos como hacía con los niños que no memorizaban el Ave María.
- Si serán brutos.- Se terminó el tequila y se acercó al centro, como conspirando. Los otros dos se acercaron, todos apestando a alcohol y con un tequila que apestaba a agave.- Mi papá lo trajo de la muerte. No podía hacer gran cosa, era campesino y sólo podía llevar a cabo las acciones a las que estaba acostumbrado en vida. Además, no duró mucho. Para la siguiente luna llena se desplomó a la mitad del campo. Ya apestaba además.
- ¿Te refieres a...
- Vamos a reanimar al Yaqui. Necesito muchos ingredientes, les haré una lista. Si los conseguimos entre los tres pasará desapercibido.- Fue la decisión de Demetrio la que les convenció. Sonrieron como niños traviesos y se dieron la mano.

            La noche en Chaparral terminó tarde. Mientras que antes los policías empujaban a los borrachos al amanecer, ahora podían descansar a la mitad de la calle al mediodía. La policía intervino con los zetitas cuando estos mataron a una pareja que les había insultado. Los sicarios se llevaron a sus reclutas a las instalaciones de PEMEX y entre las pipas y los oleoductos les dieron una paliza. Los cinco sicarios les dieron un curso intensivo en los Zetas, empezando por sus reglas estrictas. Les habían dejado divertirse la noche anterior, pero ya no les querían haciendo desmanes. Los jóvenes aceptaron sus misiones como buenos militares y se fueron marchando de regreso a Chaparral. Los sicarios, satisfechos por haber ordenado a sus tropas, subieron a las oficinas que usaban como cuartel general. Huero repasaba números y negocios, tenían cinco narcotiendas, las dos pistas aéreas estarían terminadas en dos días y una producción potencial de millones de pesos en marihuana y cocaína.
- Con unas instalaciones modestas podríamos estar tratando varios millones en cocaína en unos meses. Y ya hicimos nuestra primera entrega de gasolina.- El Huero sacó su frasco de oro con diamantes que tenía cocaína y se inhaló una línea sobre un archivero.
- Este Huero, siempre pensando como una empresa.- Calvo bromeó y le dio palmadas en la espalda.- Señor empresario. Todo contigo son dólares y euros.
- Pues discúlpame por pensar en mi futuro.
- Tú no tienes futuro a menos que el Zeta uno lo decida. Conoces el entrenamiento.- Dijo el Viejo mientras se encendía un habano en el cómodo sillón del ingeniero Lugo.- No tenemos nombre, no tenemos familia y no tenemos miedo. No olvides el entrenamiento.
- Respeto veterano, respeto.- Romeo alzó su lata de cerveza como saludo y se la terminó.- Es un pueblo bicicletero pero qué lindas inditas tiene.
- La verdad Romeo, nunca voy a acampar contigo.- Bromeó Ferrari.- Yo mejor me quedo en mi Aston Martin con rines de diamante. Ya hasta lo mandé pedir. ¿Cómo ves?
- Oye Viejo, ¿qué le dijiste a los de arriba sobre el Yaqui?
- Un campesino lo mató,- contestó Ferrari mientras se acomodaba las mangas de la camisa negra dentro de las de su saco mirándose en un espejo.- y eso es lo que pasó. Y el cuarto de millón que nos hicimos cada uno lo hace más dulce.
- No hables así del Yaqui.- Le reprimió su hermano con los ojos puestos en la ventana.- Era un buen soldado. Más valiente que cualquiera de ustedes.
- ¿A quién le dices cobarde?- Calvo apoyó los nudillos sobre el escritorio y Ferrari lo empujó.
- Cuidado cómo le hablas a mi hermano. No te dijo cobarde, dijo que el Yaqui era más valiente y si él lo dice es cierto. ¿Entendido?
- 10-4, yo sólo decía.
- Regresó el camión.- El Huero alivió la tensión señalando a la ventana.
- Calvo y Romeo vayan a ver. Huero, tú ve a la pista y mételes presión.
- Sí mi comandante.- Respondieron al unísono.
- ¿Cómo lo ves?- Preguntó Ferrari cuando se fueron.- Ese Calvo se pasó de la línea.
- Es un idiota. Si tuviera pelo sería como Romeo. Son perros, no lo olvides hermano.
- Suena como si te cayeran mal.
- Bien o mal da lo mismo, cumplimos órdenes.- Viejo suspiró cansado.- No lo debimos haber matado.
- ¿Quién nos va a hacer algo?
- No es eso Ferrari, trato de decirte algo importante. Tarde o temprano, todo el dinero del mundo no te dará sueño. Llevo en esto diez años más que tú y es lo mismo en el ejército que con los Zetas, ser una herramienta cansa eventualmente.
- ¿Ya ves por qué te dicen Viejo? Yo me voy a cansar nunca de la vida.
- Sí, pero esto no es vida.- Dijo Viejo con un suspiro. Sabía que podía confiar en su hermanito, él jamás repetiría lo que su superior decía en confianza. También estaba seguro que su hermanito no lo entendería, y eso le pesaba más.

            Romeo recibió al camionero con un abrazo y un fajo de billetes. Calvo convenció al ingeniero, a punta de pistola, de prestarle un par de pipas de PEMEX. Lugo aceptó a todo y supervisó el manejo de las bombas. Nunca había tenido un accidente y nunca lo tendría. Sus ojos estaban puestos sobre los medidores como un halcón, su vida dependía de ello, pero su mente estaba en otra parte. El cura Demetrio le había pedido varios compuestos químicos que no habían sido fáciles de conseguir y mucho menos de esconder, ahora que tenía a gatilleros rondando por las instalaciones de la pequeña refinería. Vio partir a los tres camiones repletos de gasolina y trató de pasar desapercibido de regreso a su laboratorio, pero los gritos de una de las secretarias le plantaron en el suelo. Romeo atacaba de nuevo. Sabía que era suicida, pero tenía que hacer algo. Frente a los obreros que no se atrevían a moverse el ingeniero liberó a la secretaria de su atacante. Calvo lo golpeó en la quijada y mató a la secretaria.

            Alfonso no pudo sacudirse los nervios desde entonces. Temblaba en su laboratorio, temblaba escondiendo los químicos en su portafolio y temblaba en su camioneta. Su mente científica le había recriminado desde la mañana que el plan del sacerdote era una locura, pero ahora estaba más decidido que el padre Demetrio en persona. Se reunió con Arnaldo y el cura en la fosa donde habían enterrado al Yaqui y cavaron rápidamente para cargarlo lejos. Demetrio escogió un claro entre los maizales y colocó al cadáver sobre una cama de flores que Arnaldo había conseguido. El doctor le abrió la camisa y con sus instrumentos médicos le extirpó el corazón a pedido del cura. Demetrio colocó el corazón en una vieja jaula para pájaros y explicó en susurros que el reanimado podía morir de nuevo si su corazón era regresado a su pecho, y su alma descansaría, o podía ser destruido y vagaría eternamente. El corazón del asesino seguiría los impulsos de quien la tuviera, y los tres sonrieron traviesamente sabiendo que los tres querían exactamente la misma cosa, que el Yaqui hiciera lo que el Yaqui hacía mejor.

            Rodeado de chiles a los que les prendieron fuego el sacerdote imitó el baile que le había visto hacer a su padre hacía muchos años. El ingeniero roció al cuerpo con los químicos que habrían sido difíciles de conseguir en su estado silvestre, hongos y malas hierbas típicas de una sola región de Tamaulipas. Una larga hora de rezos y bailes pasaron sin ningún resultado. Demetrio terminó agotado y se hincó con sus compañeros para rezar. Un frío viento sopló por los cultivos. Los dedos del Yaqui se movieron, al principio tímidamente. A la sorpresa de los tres la operación había funcionado. Lentamente los músculos del muerto regresaron a la vida, duros al principio por la atrofia muscular y el rigor mortis. Su alma, si es que el Yaqui tenía alma, regresó a su cuerpo y sus ojos adquirieron un brillo especial. Se sentó de golpe y comenzó a toser hasta que su garganta se humedeció de nuevo con los líquidos que habían sido rociados sobre él.
- ¿Cuál es tu nombre?- Preguntó Demetrio.
- Temastian Abai, pero mi nombre real es Yaqui.- La voz era la misma. El Yaqui les miró intensamente y Arnaldo agitó la jaula con su corazón que tenía en sus manos.- ¿Qué quieren?
- Lo mismo que tú. Queremos que cobres tu venganza. Te moriste antes de tiempo, te faltan cinco por matar.- Dijo Arnaldo.- Hazlo, y te doy tu corazón.
- Con todo gusto.
- Creo que esto es tuyo.- El padre Demetrio le entregó su machete con empuñadura de oro y un gravado elaborado con coyotes aullando a la luna e indios bailando alrededor de una fogata.- Lo tiraron junto con tu cuerpo.
- Voy a matarlos, no tardo.- El Yaqui se puso de pie y flexionó sus rodillas hasta que respondieron normalmente. Le quitó el sombrero al ingeniero Lugo, se sacudió el polvo de su camisa de seda y se fue sin decir otra palabra.
- ¿Funcionará?- Preguntó Lugo.
- Claro que sí.- Contestó Arnaldo con una sonrisa. Todos estaban nerviosos, ninguno había cruzado la frontera de la magia negra, pero tampoco podían contener un fuerte sentimiento de victoria.
- Escuché algo, ¿lo escucharon?- Demetrio empujó tierra con sus botas para terminar de apagar los carbones con los chiles y todos instintivamente se agacharon.- Alguien viene.
- ¿Quién anda ahí?- Era la voz de María Luisa. Corrieron a los sembradíos para confundirse con los maíces. María Luisa alcanzó el claro y miró el extraño lecho de flores, carbón y chiles.- ¿Qué han estado haciendo? Salgan de una vez, ¿don Arnaldo?, ¿ingeniero? Sé que están por aquí.

            María Luisa buscó un poco más, hasta que se dio cuenta que era inútil. El sacerdote y sus compañeros regresaron al pueblo y cada quien se fue a su casa, ansiosos por escuchar los disparos. El ingeniero pudo ver al Yaqui mientras corría a su casa, vagaba por las polvorientas calles del pueblo sin un rumbo fijo. El Yaqui entró a la cantina y todas las conversaciones se detuvieron. El cantinero se quedó helado con la botella de mezcal en la mano, sus ojos yendo de su rostro cubierto de polvo a las manchas de sangre en su camisa. El Yaqui tronó los dedos y el cantinero le dejó la botella para que le diera un largo sorbo. Preguntó, con apenas un hilo de voz, por alguno de sus amigos. El cantinero, temblando de miedo, señaló con la cabeza al baño. El Yaqui dejó la botella sobre la barra y se sentó en la última mesa, a un lado de dos campesinos que fumaban marihuana y apenas le notaron. Sonó la cadena del baño y unos segundos después el Huero estaba de pie en la barra. Pidió un mezcal y el cantinero, con manos temblorosas, derramó el líquido por todas partes. Huero pensó en sacarle la pistola, hasta que paulatinamente fue pasando de un borracho a otro. Todos estaban pálidos de miedo.
- Bueno, ¿de qué se trata?
- Hola Huero.- El sicario tardó en reconocer la voz, pero sintió el machetazo al costado de inmediato. Tapándose la fuente de sangre se dio vuelta y contempló al Yaqui mirándole a los ojos, repleto de odio.
- Te daré mi parte, ¿no? Te daré la parte de todos, te ayudaré a matarlos. No fue mi idea, tú lo sabes, fue ese maldito Viejo. Cada día está peor.
- ¿Ahora tratas de sobornarme?- El huero sabía que perdía mucha sangre, sabía que un minuto la adrenalina pasaría y moriría desangrado. Con toda la agilidad que pudo concentrar en ese momento sacó su revólver y le disparó al Yaqui al pecho. El indio cayó de espaldas y el Huero se sentó en banco, temblando como una hoja. Se limpió el sudor con el trapo del cantinero y le exigió que llamara a un doctor. Con dedos torpes buscó su celular en el bolsillo de su pantalón.
- Ya lo intentaron una vez.- El huero dejó caer el celular y vio, impotente por el dolor y el miedo, al machete que le separaba de su mano y le sacaba astillas a la madera.- Imagino que lo intentarán de nuevo.
- Oye Huero...- El Calvo se quedó pasmado un segundo en la entrada de la cantina. Sus ojos fueron del Yaqui al cuerpo sin vida del Huero en el suelo. Sin dudarlo se dio media vuelta y se echó a correr. El Yaqui tomó el revólver del muerto, se despidió con un gesto con el sombrero y salió caminando.

            El Calvo cruzó la calle y rápidamente avanzó a gatas hasta una callejuela entre la tintorería y la estética. Escuchó los pasos del Yaqui, calmados y decididos. Sabía que no podía estar vivo, pero también sabía lo que había visto. El Calvo no quería ser un escéptico muerto, por lo que aceptó la realidad rápidamente y atravesó la callejuela hasta la siguiente cuadra, donde un restaurante de mariscos estaba construido sobre una base de madera a medio metro sobre el suelo. Creyendo escuchar al Yaqui a pocos pasos de distancia corrió al restaurante y se deslizó entre las tablas de madera. El corazón latía con tanta fuerza que no podía escuchar. Con dedos nerviosos sacó el celular de su bolsillo y marcó a Ferrari. No dijo nada al principio, dejando vagar su mirada por el polvoso suelo de la calle. Convencido de su seguridad les dijo a los hermanos todo lo que había visto. Ferrari no lo tomó por broma, era obvio que Calvo tenía miedo, pero le costó aceptar que el Yaqui había regresado de la muerte para vengarse.
- Quédate donde estás, Romeo irá por ti. Yo me llevaré a  mi hermano a la casa segura que nos arregló María Luisa. No te muevas.
- Aquí estaré.

            Romeo no se creyó ni una palabra de lo que Ferrari repitió. Viejo apagó el puro en el escritorio del ingeniero Lugo y le hizo una seña para que hiciera lo que su hermanito le ordenaba. Romeo manejó su camioneta blindada e iba fuertemente armado con un cuerno de chivo y dos escuadras, pero estaba seguro que Huero habría muerto a manos de algún indio drogado. Buscó la marisquería por más de dos horas sin ningún éxito. Estaba por llamar al Viejo cuando vio a dos zetitas muertos en el suelo. Salió momentáneamente y corroboró su sospecha, heridas de machete. Los adolescentes habían tratado de detener a alguien, sin mucho éxito. Con el claro recuerdo de la habilidad que el Yaqui tenía para su arma favorita regresó corriendo a la camioneta con una indescriptible sensación de incertidumbre.
- Por aquí.- El susurro era tan tímido que no lo escuchó las primeras veces. Romeo se detuvo frente al restaurante que, a oscuras a la mitad de la noche, era indiscernible del resto de edificios.
- Sube de una vez. Tus direcciones estaban todas mal.
- Estaba nervioso.- Calvo subió a la camioneta y acarició su pistola.- Vamos a cazarlo.
- ¿Estás seguro que el Yaqui?
- A tres metros de distancia, no lo confundí.
- Yo no lo he visto, aunque he visto muertos.
- Ya lo verás.- La camioneta patrulló el pueblo, el cual parecía estar más tranquilo de lo normal. La policía se había llevado los cuerpos de la cantina y el dueño había decidido cerrar. De hecho, todos los negocios nocturnos estaban cerrados y no podía encontrarse ni siquiera a los zetitas gastando su dinero en alcohol y drogas.
- Es él.- Romeo frenó en seco. El Yaqui estaba de pie a la mitad de la calle principal a dos cuadras de distancia. Romeo y Calvo intercambiaron miradas. Era imposible, pero ahí estaba.
- Atropéllalo.

            Romeo hizo chirriar las llantas traseras y salió despedido a toda velocidad. Yaqui alzó su revólver y no se molestó en disparar al parabrisas, sabía que estaba blindado. Disparó a la llanta izquierda, después a la derecha. La camioneta comenzó a zigzaguear, pero Romeo aceleró a toda potencia. La camioneta se subió a la banqueta un par de metros y regresó a la calle con el hule desecho casi por completo. Yaqui apuntó con cuidado y disparó dos veces contra el frente, penetrando hasta el motor. Una cortina de humo y aceite quemado cegó a Romeo, el motor se murió a medio camino. La inercia siguió empujando el coche hasta chocar contra un poste a dos metros del Yaqui. Calmadamente recargó el revólver con las balas del cinturón que le había quitado a un policía. Romeo y Calvo no se atrevían a salir, sabían que la camioneta era una fortaleza. Yaqui abrió la tapa de la gasolina y antes que pudiera meter un trapo para hacerlo estallar los dos sicarios se bajaron de la camioneta a tiros.

            El Calvo le disparó por la espalda, Romeo le disparó a un motociclista. El Yaqui se levantó del suelo y Romeo usó la culata de su pistola para evitar que Calvo se hiciera de la motocicleta. Romeo se subió en ella y se alejó por el parque evitando los balazos del Yaqui y dejando que el Calvo le diera tiempo. Calvo saltó sobre el Yaqui y lo apuñaló en el cuello, pero no sacó sangre. En la trifulca Calvo logró quitarle el revólver, pero Yaqui se lanzó de espaldas contra un árbol y se deshizo de su atacante. Calvo murmuró algo sobre cómo lo iba a matar de nuevo, pero el Yaqui no prestaba atención. Con dos machetazos le arrancó la cabeza y siguió el rastro de la motocicleta.

            Al amanecer Chaparral era un pueblo fantasma. Una red clandestina de información había llegado a casi todos los hogares y el miedo había cubierto al pueblo como una frazada. El hotel había recibido a quienes no tenían casa, la mayoría obreros  que no habían podido salir del pueblo. Romeo reventó el cristal de la puerta corrediza de entrada y los inquilinos salieron huyendo. Sometió a seis hombres que tardaron demasiado en escapar por la puerta trasera. A punta de pistola los alineó en las escaleras y amarrándoles con cables de extensiones los usó como un muro humano. Rasgando una sábana les tapó la boca y amarró dos granadas vivas a sus rehenes. Mató a una pareja que trataba de escapar por la ventana de la habitación del fondo y arrastró del cabello a una joven para someterla con un brazo y esperar al Yaqui con su cuerno de chivo.
- Te estaba esperando Yaqui.- Romeo se asomó por la ventana con su rehén, quien gritaba desesperada. Yaqui escupió al suelo y entró al hotel.- ¡Acércate más para que te mate!
- Calvo está muerto.- Dijo el Yaqui mientras observaba a los rehenes, quienes se quedaban de pie aunque no parecían estar atados a la pared.- Eres un idiota Romeo.
- Sube Yaqui, te tengo una sorpresa.
- Lo de la granada te lo enseñé yo.- Yaqui mató a dos rehenes y las granadas cayeron al suelo. La explosión cimbró los cimientos y pedazos de los rehenes salieron volando. Yaqui se asomó a las escaleras, ahora bañadas en sangre.- ¿Ésa era tu trampa?
- Te hubieras quedado muerto.- Romeo salió de la habitación con su rehén y disparó su metralla. Yaqui se escondió en la entrada de las escaleras y esperó que terminara la ráfaga, después se asomó y con excelente puntería mató al rehén de un tiro entre los ojos.
- ¿Qué pasa Romeo, maté a tu novia?- Romeo, se asomó desesperado y vació el cargador.

            Yaqui aprovechó su oportunidad y subió las escaleras a grandes zancadas, la sangre y los cuerpos casi le hacen resbalar. Romeo tiró la metralleta y sacó su pistola automática. Antes que pudiera disparar el Yaqui blandió el machete de abajo para arriba, la hoja penetró por su entrepierna y levantó a Romeo medio metro antes de dejarlo caer. Gritando histérico disparó un par de veces sin atinarle a Yaqui, quien le disparó de regresó en los hombros y en las rodillas. Yaqui sonrió al verlo retorcerse en el suelo y de un machetazo le abrió el estómago y lo mató. Arrastró el cuerpo del cabello y usando una sábana lo amarró de la pata de la cama al cuello y tiró su cuerpo por la ventana. El cadáver de Romeo se colgó con las entrañas escapando de su vientre.

            Dos hombres se habían escondido en el clóset y observado con sus manos tapando sus bocas. Uno de ellos salió del armario y agradeció a Yaqui mientras bajaba por las escaleras. Le dijo que entendía que matara a los rehenes, pero que estaba haciendo la obra de Dios. Yaqui escupió al suelo en señal de mofa y lo mató de un tiro. El otro hombre, Francisco Gómez, reprimió el llanto y sus nervios estallaron cuando se asomó por la puerta de la habitación y vio el desastre. Escuchó, congelado por el terror, a los pasos del Yaqui que se alejaban del hotel en busca de sus compañeros faltantes. Demasiado temeroso de acercarse a las escaleras, donde existía una confusión de miembros y girones sanguinolentos, trató de despertar a su amigo con leves patadas. Lentamente la realización le llegó a la mente, su compañero de trabajo estaba muerto y era un milagro que él estuviera vivo. Francisco saltó desde la ventana de una habitación a la cabina de una pick-up y corrió con todas sus fuerzas. Sus pulmones ardían y sus músculos dolían como si le hubieran golpeado con tubos, pero Francisco no se detuvo hasta entrar a la iglesia y abordar al sacerdote agarrándole de la sotana y gritando incoherencias. Demetrio lo sentó en una banca y le ofreció agua.
- Regresó de la muerte padrecito, es el diablo mismo.- Francisco, pálido como un fantasma y tembloroso como una hoja, narró lo que había escuchado y visto. Demetrio quedó boquiabierto y Francisco lo agitó en busca de respuestas.- ¿Cómo puede ser padre?, ¿Dios nos abandonó?
- Espera un segundo, ¿mató a toda esa gente?
- No le importa la vida padrecito, nos matará a todos hasta que consiga su venganza. ¿Y después qué? Es un monstruo y nada lo detiene.
- Quédate aquí Francisco, voy a ver.

            Habían llegado demasiado lejos. Cegados por el odio habían desatado a una tormenta, habían traído a un hombre de entre los muertos sin entenderlo del todo. Demetrio manejó hasta casa de Arnaldo con su conciencia pesada por lo que había escuchado. Los únicos otros vehículos eran de matones, la mayoría jóvenes, quienes ignoraron su presencia porque estaban demasiado preocupados por la balacera que se escuchaba a los lejos. Demetrio estacionó y jaloneó las rejas de la casa del doctor hasta que lo obligó a salir. El cura tenía sentimientos contradictorios cuando se trataba de Arnaldo, le había engañado por mucho tiempo, pero ahora en la crisis parecían estar unidos por un vínculo muy fuerte.
- Sírvase café padrecito.- Demetrio se sirvió una taza de la cafetera y le acompañó en la mesa de su cocina. Demetrio levantó al dedo como si señalara algo, pero se refería a la balacera.
- El Yaqui. Está salido de control.
- ¿Y qué si mata a esos zetitas? Ellos decidieron iniciarse en esa vida.
- Tú no entiendes, ya mató como a siete civiles. Mató rehenes y personas que no tenían nada que ver en el asunto. Hemos liberado a un monstruo.- Arnaldo consideró sus palabras y se ausentó un momento para luego regresar con la jaula con el corazón del Yaqui. El corazón latía con una fuerza sobrenatural y los dos ni podían impedir quedar hipnotizados por su macabro ritmo.
- ¿Quiénes quedan con vida?
- Me dijeron que el Calvo está muerto, descabezado por la plaza, el otro rubio murió en la cantina y me acabo de enterar de Romeo.
- Ése era de los peores. ¿Qué crees que hagan los otros dos si lo detenemos ahora?
- No sé, quizás se asusten y se vayan.
- ¿Qué están haciendo?- Alfonso Lugo se dejó pasar y los otros dos brincaron del susto.- Trataron de emboscarlo por mi casa, no funcionó. No pueden detenerlo ahora, no cuando está tan cerca.
- ¿Y toda la gente inocente?
- ¿A cuántos más crees que esos sicarios habrían asesinado? Ya se llevaron a tu esposa Arnaldo, y a más de un amigo mío.- Lugo se sirvió café y se sentó con ellos. Arnaldo sacó pan dulce y partió una rodaja para él.
- Perdón, pero los nervios me dan hambre. Es mejor si no salimos y no nos enteramos.
- Nos enteraremos tarde o temprano Arnaldo,- insistía el sacerdote.- y cuando veamos a toda la gente inocente muerta, ¿qué pensaremos entonces?, ¿viviremos con eso en la conciencia?
- ¿Y por qué no?- Preguntó Lugo.- Un sacrificio para erradicar un mal mayor.
- Está mal.- Demetrio se sintió incómodo, no sólo por ser la minoría, sino que ahora juzgaba moralmente al hombre a cuya esposa sedujo y con quién pasó sus últimos momentos.
- Sabía que eran ustedes en el campo.- María Luisa entró acompañada de un adolescente que hacía de su guardaespaldas. Era un joven, no mayor de 14, que sostenía una automática que en sus manos parecía gigantesca. María Luisa señaló a la jaula con el corazón latiente del Yaqui y los tres conspiradores se pusieron de pie.- Les dije a los zetas de su misa negra. ¿Eso lo controla? Valdría una fortuna.
- No puedes hacer esto, es demasiado peligroso.- Dijo el sacerdote. Dio unos pasos hacia ella y María Luisa le detuvo con su índice con larguísimas uñas.
- Nos van a matar, no puedes decir nada.- El ingeniero Lugo trató de acercarse, pero el niño guardaespaldas lo golpeó con la culata de la pistola y su cuerpo se estrelló contra la mesa, tirando las tazas de café.
- Voy a adivinar, el padre Demetrio sabe cómo se hace. Así que sólo necesito a uno con vida.- Lugo tomó el cuchillo y se levantó sorpresivamente. El cuchillo se enterró en el cuello del muchacho, la pistola cayó de sus manos. Lugo y su víctima cayeron al suelo y presa del pánico y la adrenalina lo apuñaló varias veces más hasta que dejó de salir sangre.
- ¡No dejes que escape, les dirá a todos!- Gritó Arnaldo mientras María Luisa huía de la casa. Demetrio saltó sobre un sillón y la jaló del pelo cuando ella cruzaba el porche. Cayeron al suelo y aunque María Luisa pataleaba y mordía, el padre Demetrio logró someterla.
- ¿Por qué crees que Romeo fue al hotel?- Le dijo María Luisa a Arnaldo, aunque mirando de reojo al padre Demetrio.- Quizás fue allá porque allá empezó todo.
- Cállate.- Le dijo Demetrio, su sangre helada.
- ¿No le va a decir, padrecito? Ahí se murió Viviana. ¿Cuánto tiempo llevaba acostándose con ella? Todos lo sabíamos, nuestro amado padrecito el caliente.
- ¿Qué está diciendo?- Preguntó el doctor.
- Te dije que te calles.- Demetrio le dio una bofetada, María Luisa intentó empujarle para alejarse, pero no llegó muy lejos. Se arrastró un par de metros, Demetrio jalándola de su blusa. María Luisa le escupió en el ojo y el sacerdote, en un absceso de furia recogió una piedra del suelo y la golpeó una y otra vez hasta que su cráneo se partió como un melón.
- ¿Qué estaba diciendo?- Gritó Arnaldo. Demetrio se puso de pie y miró alrededor. Los vecinos habían salido al porche y le señalaban murmurando. El padre miró lo que había hecho y con asco se deshizo de la piedra. Al darse vuelta se encontró con el puño del doctor.
- Es mentira Arnaldo, habría dicho lo que fuera para salvarse.- Demetrio se tambaleó unos pasos y trató de calmar al doctor, pero era inútil.
- Todo ese consejo espiritual... Tiene sentido ahora.- Arnaldo se lanzó sobre el sacerdote, pero Alfonso le jaló del brazo para detenerlo.
- Demetrio tenía razón, nos estamos rebajando.- Alfonso empujó a Arnaldo para darle unos metros de distancia del sacerdote y señaló la sangre en su ropa.- Miren lo que hemos hecho. Nos mataremos entre nosotros.
- No,- respondió Arnaldo calmadamente.- no entre nosotros. Sólo a él.
- Arnaldo por favor, es más complicado que eso.
- Creo que es mejor que se vaya padre.- Dijo el ingeniero mientras Arnaldo corría de regreso a la casa. El cura se metió a su auto y salió de ahí lo más rápido que pudo.
- Ahora sí, hijo de perra.- Arnaldo salió de la casa con la jaula de pájaros con el corazón dentro y sonrió como un lunático.- Obedecerá a lo que yo le diga, ¿no es cierto?
- No Arnaldo, piensa lo que haces.
- Quiero que venga aquí, así que viene para acá. Si fuera tú, yo me iría.
- Arnaldo, no puedes decirlo en serio.- El doctor le miró intensamente, rojo de furia con espuma en la boca y el ingeniero supo que no estaba bromeando.

            El ingeniero Lugo se subió a su pick-up y aceleró. Los vecinos no dejaban de señalarlo y murmurar. Alfonso miró la sangre en su ropa y empezó a temblar. Nunca había matado a nadie antes, pero ahora había matado a muchos. Cada víctima del Yaqui era suya, no había querido creerlo, pues se justificaba pensando que esos cinco sicarios eran peor que la peste, pero ahora que tenía sangre en las manos comprendía la gravedad de lo que había hecho. Su conciencia culpable le hizo ciego del mundo a su alrededor, y no notó las dos camionetas con sicarios hasta que le chocaron en las llantas traseras y perdió el control del vehículo. Su camioneta se estrelló contra un poste y una ráfaga de tiros inutilizaron las llantas. El ingeniero se bajó de la camioneta con brazos en alto. Dos zetitas lo golpearon con sus armas y le arrastraron por la calle hasta los pies de los hermanos Espinoza. Ferrari tocó su cara con el cañón de su rifle de alto poder y con una seña le ordenó que se pusiera de pie.
- María Luisa nos dijo de la misa negra. El chamaco al que mataste tenía amigos. Amigos cobardes que prefirieron huir para decirnos.- Ferrari le escupió en la cara y lo golpeó en la quijada.
- ¿Cómo se mata?- Preguntó Viejo.
- No se puede matar.
- ¿Cómo le hicieron?- Lugo dudó en confesar y Ferrari lo golpeó en la nuca con un cachazo. El ingeniero se colapsó en el suelo.- Cárguenlo a la camioneta y síganos. Le sacaremos la información en la planta de PEMEX. Es un buen lugar para armar nuestras defensas.

            El doctor Arnaldo y el Yaqui cruzaron la plaza sin ver a una sola alma. A patadas abrió la iglesia y los congregados, refugiados de la violencia, les miraron con terror. Arnaldo caminó en silencio entre las bancas. Con la jaula en la mano los fue mirando uno a uno. Conocía a todos ellos, o bien como pacientes o como amigos, algunos eran conocidos directos, otros indirectos. Arnaldo se detuvo a la mitad y razonó que si él les conocía a ellos, sin duda ellos le conocían a él. Una fuerte punzada congeló su corazón y luego hizo hervir su sangre. Ellos sabían. El pueblo entero sabía que su esposa le pintaba los cuernos con el sacerdote mientras él trabajaba para mantenerla.
- Todos ustedes lo sabían, ¿no es cierto?- Nadie respondió, pero nadie se atrevió a huir tampoco.- Lo sabían y se burlaban de mí. Se burlaron a mis espaldas, ¿por cuánto tiempo? Muchos meses, de eso estoy seguro. Animándome a irme a congresos, a trabajar por honorarios en clínicas en otros pueblos. Ustedes sabían, tenían que saberlo.

            Nadie respondió. Arnaldo gritó con todas sus fuerzas, como si así pudiera expulsar su frustración. Como un coyote hambriento miró hacia todas partes, temblando de furia, su quijada tensa por el odio. Sosteniendo el poder sobre la vida y la muerte los deseó muertos a todos. Yaqui de inmediato empezó a disparar. Varios trataron de huir, pero Yaqui usó el machete sobre mujeres, hombres y niños. Arnaldo recorrió la iglesia a pisotones, viendo a los que se escondían debajo de las bancas. Ciego por la furia no escuchó los pasos de Demetrio, quien se deslizó por la puerta del confesionario y de un empujón logró tirarle la jaula y lanzarla lejos.

            Arnaldo lo golpeó en la boca del estómago, Demetrio levantó la cabeza y lo golpeó en la quijada. El doctor, gritando incoherencias, lanzó golpes y patadas. Los combatientes terminaron en el suelo, ahorcándose mutuamente. Mientras más fuerte apretaba uno, el otro respondía con la misma fuerza. Rodaron por el suelo hasta golpear una endeble mesita de madera donde los fieles donaban sus figurinas de santos de porcelana. Los santos cayeron, rodaron y se fueron empujando mutuamente. Arnaldo usó su rodilla para colocarse sobre el sacerdote, no podía verle el rostro pues su cerebro sufría por la falta de oxigenación. Demetrio logró golpearlo en el pecho y el doctor soltó una mano que fue buscando por el suelo hasta encontrar una figura de la Virgen. Con todas sus fuerzas lo golpeó en la cabeza, Demetrio empezó aflojar sus manos. El doctor, recobrando un poco el aliento, lo golpeó de nuevo, ésta vez rompiendo a la Virgen. Usando a la estatua como un puñal se levantó apoyando una mano sobre el cura y lo atravesó en el corazón. Demetrio dio unos cuantos espasmos y murió.
- Tú sí te quedas muerto.- Arnaldo pateó al cadáver y sosteniéndose del altar recobró el aliento.- Muy bien Yaqui, cuélgalo del techo para que todos lo vean. ¿No me escuchaste? Te dije que lo colgaras. Yo te doy las órdenes engendro estúpido.
- No sin esto.- Yaqui levantó un brazo y le mostró la jaula con su corazón.
- No, no puedes hacer eso. Dámelo ahora mismo.
- ¿Esto o esto?- Yaqui levantó su izquierda y le mostró la jaula, después la derecha y le mostró el revólver.- Te lo daré, todas las balas.

            Yaqui disparó una tras otra. Arnaldo bailó con las balas, volcanes de sangre haciendo erupción en su pecho hasta que finalmente colapsó de espaldas sobre el altar. El Yaqui caminó sobre los cadáveres mientras recargaba el revólver. Arnaldo y Demetrio habían muerto metros aparte. Yaqui les miró sonriendo, ahora nadie era su amo. Se dio media vuelta y caminó con calma, sólo faltaban dos y sabía dónde estaban, los hermanos tenían una cita con la muerte.

            Ferrari usó su cinturón de cuero para aflojar la lengua del ingeniero. Colgado de una cadena que apretaba sus muñecas y a medio metro sobre el suelo, Adolfo aulló de dolor con cada latigazo. Viejo usó su puro encendido para quemar las plantas de sus pies. El ingeniero no lo soportó por mucho tiempo. Relató, momento a momento, lo que el sacerdote, Arnaldo y él habían hecho. Recordaba cada parte de la ceremonia e incluso encontró que recordaba parte de los cantos que el sacerdote había pronunciado. Ferrari no estaba satisfecho, jaló la cadena por el paso de gato y le dejó a diez metros sobre el suelo. Calentó un fierro con un soplete y quemó parte de su rostro. Viejo lo detuvo cuando estaba por cegarlo.
- Déjalo ya, matarlo no servirá de nada. Es el corazón el que tenemos que destruir, él mismo lo dijo.
- ¿Qué te pasa Viejo? Te has puesto suave desde que lo matamos.
- ¿Estás ciego, Ferrari? Matamos a nuestro propio compañero, como a un perro. Si el infierno lo escupió para perseguirnos, es nuestra culpa. No me digas que no te pesan los muertitos que te has echado.
- Yo no mato, hago trabajos. Estos tres don nadie creen que pueden con nosotros, ¿y no te enojas? Es cosa de principios, si La Línea no pudo con nosotros, ¿por qué ellos sí?- Ferrari desenfundó su arma, pero Viejo se la arrebató de un manotazo.
- Dije que no y es una orden.
- Viejo, serás mi superior pero eres mi hermano.
- No me llamo viejo. Mi nombre es Miguel Espinoza y tú te llamas Oscar, no Ferrari. Si nuestra abuela supiera que todos te dicen así te daría una bofetada.
- ¿La abuela?, ¿de dónde sacas esas mariconerías? Al diablo con la abuela, somos zetas.
- No, el Yaqui es un zeta, tú eres un idiota.- Ferrari lo empujó y Viejo se tambaleó unos pasos hasta aferrarse del pasa manos.
- Cuidado zeta-10, tengo mis límites.
- A mí no me empujas Oscar.

            Miguel lo golpeó en la boca del estómago y su hermano lo abrazó y lo tiró al suelo. Los hermanos pelearon sobre el pasamanos, siempre cuidadosos de no rodar fuera o tirar al otro. Miguel recordó la primera vez que pelearon, Oscar había perdido una gallina y le había dado una tunda. Oscar era más joven y más fuerte, logró hacerle una llave a su hermano y darle un par de golpes en el costado para debilitarlo. Con todas sus fuerzas azotó su cabeza contra el suelo metálico del paso de gato y al ver que le había hecho sangrar se detuvo.
- Y no me digas idiota de nuevo.- Ferrari se puso de pie, se arregló el saco y le extendió un pañuelo de seda.- Límpiate, te saqué sangre. Voy a revisar a nuestros zetitas.
- Gracias.- Dijo el ingeniero, mientras Viejo jalaba la cadena para regresarlo al paso de gato.
- No me lo agradezcas mucho, te mataremos de todas formas. Pero no así.
- Puedes irte Miguel, no tienes por qué quedarte. Vete de Chaparral, el Yaqui no puede durar mucho tiempo más, es un cadáver después de todo.- Lugo dejó de llorar y miró a su futuro ejecutor. Viejo tenía los hombros caídos y la mirada cansada. Apoyado contra el riel, vestido como ranchero, se acarició el bigote mientras miraba a la nada.- Yo soy hombre muerto, eso lo sé ahora. Creamos un monstruo porque en el fondo queríamos ser como ustedes, queríamos que su propia barbarie se les revirtiera y murieron como la gente que han matado, como perros. Yo merezco que me mate, y lo hará cuando termine con ustedes, pero tú puedes irte, ¿por qué no lo has hecho?
- Porque es demasiado tarde.- Dijo Miguel Espinoza con lágrimas en los ojos.

            La balacera empezó sin previo aviso, los zetitas trataron de detenerlo en la entrada sin mucho éxito. El Yaqui dejó la jaula con su corazón en un lugar seguro, entre tambos vacíos en la entrada para camiones. Los adolescentes disparaban alocadamente y Yaqui mató a tres con su excelente puntería, los demás decidieron que el dinero no valía la pena y se fueron. Caminó siguiendo los ductos de distintos colores hasta el área de servicio, donde una maraña de consolas, escaleras de caracol y transformadores hacían imposible el tener una buena idea del lugar. Yaqui supo que ahí le atacarían y no se equivocaba. Ferrari descendió agarrado de una cadena y su ráfaga de M-16 lo mandó volando entre los ductos de diferentes colores y tamaños. Ferrari se acercó disparando, pero Yaqui ya había desaparecido. Retrocedió sus pasos, renuente  a caer en una trampa. Yaqui lo atacó de entre los ductos y de un machetazo le quitó la M-16. Ferrari, siempre de sangre fría, dio un brinco para atrás y tomó un hacha de emergencias. Yaqui se lanzó al suelo a tiempo, la hoja le pasó a centímetros de su cabeza. Con su machete como un cuchillo lo enterró en su bota derecha, Yaqui se puso de pie, pero antes de poder clavarle el machete en el cuello sonó una bala y su rostro se bañó de sangre. Viejo le disparó a su hermano en la cabeza mientras bajaba por una escalera de emergencia.
- Si alguien va a matar a mi hermano, seré yo.- Dijo con voz grave.
- Te andaba buscando Viejo, me cansé de matar a tus amigos.- El Viejo terminó de bajar y detrás de él Lugo se echó a correr. El Viejo le había liberado sin decirle nada y el ingeniero no quiso dudar de su suerte.
- Resolvámoslo como hombres, aunque nunca fuimos hombres.- Viejo se metió el revólver al cinturón y Yaqui tiró el machete.
- De cualquier forma está bien para mí.

            El calor era espantoso en la planta. El ruido de los transformadores eliminaba cualquier otro sonido. Perlas de sudor fueron bajando de la frente del Viejo hasta alojarse en sus cejas tupidas. Los ojos del Yaqui eran opacos, sin vida. Viejo sabía que los suyos eran iguales. Sus brazos sudaban, pero sus manos estaban secas. Lentamente fue acercando su mano derecha a su cinturón, con el Yaqui imitándole a cada momento. Siempre habían discutido sobre quién era el mejor tirador, Viejo sabía que ahora lo sabrían. A la velocidad de un relámpago la mano del Viejo alcanzó su revólver. Lo sacó del cinturón, pero no subió mucho. Apenas unos centímetros más arriba, a la altura de su estómago. No necesitaba ver por la mirilla, había disparado tantas veces que el revólver era parte de él. Jaló el gatillo una sola vez y el Yaqui se tropezó hacia atrás y cayó al suelo. La bala había dado en su ojo izquierdo. Viejo sonrió, al menos se llevaría eso al infierno. Yaqui disparó desde el suelo. Viejo fue alcanzado en el corazón y su cuerpo salió para atrás.

            El ingeniero bajó la cabeza cuando Yaqui disparó. Oculto detrás de una torre de medidores rogó porque su respiración entrecortada pasara desapercibida entre el ruido. Las luces proyectaban la sombra de Yaqui que caminaba hacia él. La sombra se detuvo. Adolfo, seguro de que era el final, cerró los ojos. Escuchó las voces de los obreros que se habían escondido entre los ductos de la entrada. Yaqui los mató a los tres y disparó hasta quedarse sin balas. Adolfo, tan rígido como una piedra, siguió la imagen del Yaqui en el reflejo del vidrio de un medidor. Le vio recoger algo de entre unos tambos vacíos, era su jaula. Supo así que sus amigos habían muerto. Una especie de locura le sobrevino, su cuerpo ya no era controlado por su cerebro sino por algo más, quizás su conciencia o quizás su corazón. Caminando casi a gatas se acercó al cuerpo de Ferrari y tomó la M-16. Corrió lo más silencioso posible, persiguiendo al sicario. Le encontró afuera, a un lado del camión de pipa de PEMEX, revisando los bolsillos de un obrero que había matado para buscar las llaves del camión. El ingeniero Lugo se maldijo a sí mismo desde que empezó a disparar. El rifle automático se encendió en sus manos, agitándose con tanta fuerza que casi se le caía de las manos. Yaqui fue sacudido por las balas, la jaula cayó al suelo. Lugo se acercó, tratando de dispararle a la jaula, los impactos se fueron acercando cada vez más al corazón latiente, pero el cartucho se agotó estando a centímetros de él.
- Mala suerte.- Yaqui se paró de un brinco y le quitó el arma de un jalón. Adolfo, adolorido de por sí por la tortura anterior, trató de golpearlo pero el Yaqui le tomó de la muñeca y de un jalón lo tiró al suelo. Yaqui empuñó su machete y sonrió.- Son tus últimas palabras, hazlas un rezo.
- Había trabajado aquí por 20 años sin un solo accidente.- El ingeniero sacó su encendedor y Yaqui notó que los agujeros en el camión habían vertido galones de gasolina sobre ellos.- Hasta hoy.

            Adolfo Lugo prendió el encendedor y su flama fue lo último que vio. La explosión derritió el camión en segundos y evaporó al ingeniero, al sicario y a la jaula con el corazón del Yaqui. La bola de fuego fue tan grande que pudo verse a kilómetros en la carretera y el humo fue visto desde todos los pueblos cercanos. Los pocos obreros que habían quedado con vida en la planta encendieron las alarmas y todas las bombas se detuvieron inmediatamente. La alarma automáticamente alertó a toda la red de PEMEX y las primeras reacciones fueron contradictorias. Al ver el humo y tener el reporte se asumió al principio que la planta estaba en peligro. Un convoy militar fue enviado para asegurar el lugar.

            Al anochecer Chaparral estaba repleto de militares y policías federales, todos ellos insistiendo que jamás habían sido alertados del grupo de sicarios que había llegado al pueblo. Un pequeño grupo de reporteros recorrió calle por calle entrevistando a todo el que quisiera hablar. Los periódicos se sorprendieron de las versiones contradictorias, unas que hablaban de zetas y zetitas aterrorizando la población y en una batalla interna; otras hablaban de tres hombres que habían iniciado una batalla contra los sicarios, pero que se habían matado entre ellos al final; una tercera versión, y la más inverosímil, hablaba de tres hombres que habían regresado a un sicario a la vida y que habían sufrido las consecuencias sobrenaturales de sus actos. Se reportó de la masacre, de los sicarios que se habían matado entre ellos y de una ofensiva final por parte del ejército que había terminado con la explosión de un camión de PEMEX. La gente de Chaparral sabía que era mentira, pero no insistieron mucho en el asunto.

Para los reporteros que se quedaron por más de dos noches les llamó la atención el arreglo funerario en la plaza del cura Demetrio, del doctor Arnaldo y del ingeniero Adolfo, éste último con más coronas que los otros. Los pocos que preguntaron al respecto recibieron malos tratos, el pueblo no quería que se hablara mal de esos tres hombres y sólo quería que les dejaran en paz. Gabriel Pereira, del periódico el Sol de Tamaulipas, se quedó la semana entera tratando de fabricar nuevas notas. Sus editores no estaban interesados en el triángulo amoroso entre el sacerdote, el doctor y su esposa y le ordenaron que regresara. El reportero terminó sus notas, con la mayor cantidad de detalle sangriento posible, y se preparó para irse cuando vio algo inusual a la salida de Chaparral. Un indio Yaqui, alto como una garrocha, con una pistola en la izquierda y un machete en la derecha, caminando sin rumbo por los desérticos páramos. Preguntó al respecto de la fantasmal visión y la gente sólo contestó con miradas. Nadie hablaba del regreso del Yaqui.

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