El regreso del Yaqui
Por: Juan Sebastián Ohem
El
día que los seis sicarios llegaron a Chaparral Tamaulipas una poderosa tormenta
se vislumbraba en la lejanía. Cada uno llegaba en su propia camioneta blindada,
siempre en fila india. Estacionaron en una de las pocas calles pavimentadas de
Chaparral y se bajaron del auto para estirar las piernas. El primero fue Felipe
Escobar, alias el Calvo, un hombre fornido, acomplejado por su calvicie y
vestido como campesino con un cinturón hecho de piel humana. El conductor del
segundo vehículo era el Mateo Sánchez, alias el Huero, una garrocha rubia y de
ojos azules, con camiseta del Pumas y con su rifle colgado al hombro. En la
tercera camioneta viajaba Temastian Abai, alias el Yaqui, un indio yaqui de dos
metros, vestido siempre con llamativas camisas de seda con imágenes de lobos
aullando a la luna o mujeres desnudas emergiendo de lagos, y botas de piel de
culebra. En la camioneta de en medio viajaba el líder del grupo, Miguel
Espinoza alias el Viejo por tener más de cincuenta. Detrás de él llegó Oscar
Espinoza, alias el Ferrari por su gusto por el lujo, hermano menor del Viejo y
siempre de traje Armani, con armas bañadas en diamantes. En el último vehículo
viajaba Roberto Barragán alias el Romeo por su afición a las mujeres, con su
camisa de seda roja y una rosa colgando del bolsillo del pecho.
Se
fumaron un cigarro sin hablar, mirando hacia lo poco que había que ver.
Chaparral tenía poco más de 120 personas y lo único interesante ahí eran los
pocos ejidos de muertos de hambre y una refinería pequeña de PEMEX. Las órdenes
habían sido precisas, tenían que controlar el pueblo, construir una pista para
aeronaves, organizar a los campesinos para que empezaran a cultivar marihuana y
aprovechar la refinería para robar varios miles de dólares en gasolina de
manera continua. El Viejo estaba agradecido por la misión, podía hacerse con
poca violencia y le permitiría algo de estabilidad. El huero lanzó maldiciones
durante todo el trayecto, pero no se atrevía a repetirlas ahora, a él no le
importaban unos cuantos miles de dólares en Chaparral, cuando podía estar
haciendo cientos de miles en ciudad Victoria o en Matamoros.
- ¿Este es el hotel?- El Viejo
señaló el edificio de dos plantas que apenas conservaba vestigios de la pintura
color pastel que había tenido originalmente.
- El único.- Dijo el Yaqui
tirando el cigarro al suelo y apagándolo con sus botas de piel de culebra, un
patrón consistente de amarillo sobre negro que iba de hasta arriba hasta la
punta de plata.
- Tan buen lugar como cualquier
otro, vamos a avisarles que los Zetas ya llegaron.
Mientras
los seis sicarios entraban por la amplia puerta corrediza polarizada, en uno de
los cuartos del piso superior dos amantes permanecían en cama hablando y
riendo. Demetrio se sentía más joven, menos calvo y más atlético cada vez que
estaba con Viviana. Ella se había enamorado de su sacerdote paulatinamente,
pero los dos habían quedado enredados el uno con el otro. El sacerdote Demetrio
se sintió culpable por traicionar sus votos de castidad, pero el amor se
encargó de lavar esa culpa del mismo modo en que Viviana había empezado
sintiéndose culpable de traicionar sus votos maritales con Arnaldo. Juntos
habían compilado docenas de excusas, pero en el fondo existía una única razón
por la que se veían en ese hotel dos o tres veces por semana, porque no podían
pasar la semana sin besarse y tocarse. Dolorosamente habían dejado a las
promesas a un lado, él no dejaría de ser sacerdote y ella no se divorciaría de
Arnaldo, existiendo ahora en una relación honesta y amorosa.
- Con algo de suerte y Arnaldo se
va a Matamoros una semana a un congreso médico obligatorio.
- Eso estaría perfecto,
podríamos...- Demetrio se quedó con la palabra en la boca y escuchó
atentamente. Se vistió apresuradamente al escuchar una discusión en el piso de
abajo y temiendo que fuera el doctor Arnaldo salió del cuarto y se acercó de
puntitas a las escaleras.
- Cinco mil al día para usted y
su gente oficial, pero usted no ve nada, ¿me entiende?
- Le entiendo Viejo.
- Pues entiéndalo en otra parte,
lárguese de aquí.
- Hay que quemarnos a alguien
para que el resto del pueblo entienda.- Dijo el calvo.
- Romeo, huero, suban y agarren a
quién sea.
El
padre Demetrio regresó corriendo y le tiró la ropa a Viviana para que se
vistiera. Trató de explicarse, pero el miedo le hacía emitir gruñidos. Abrió la
única ventana y midió la caída hasta al suelo, podían llegar corriendo a su
auto y estar libres de peligro. Viviana se vistió y al escuchar los pasos en el
corredor empalideció de miedo. Corrió a la ventana, pero se dio media vuelta
para recoger su bolso pensando que tenía tiempo. Estaba equivocado. Romeo y el
Calvo abrieron la primera puerta que encontraron y la tomaron de los brazos.
Viviana gritó pidiendo ayuda mirando hacia la ventana, pero el sacerdote ya no
estaba.
Romeo
y Calvo la desnudaron a zarpazos y notaron que la cama ya había sido usada.
Bromeando con Viviana la obligaron a tragarse el empaque del condón que había
usado mientras Romeo se forzaba encima de ella y la violaba. Viviana trató de
liberarse, pero era inútil y finalmente apretó los ojos chillando por el ardor
insoportable en su entrepierna. Romeo terminó y bailando un corrido le cedió su
lugar al Calvo, pero él no quería su sexo, quería su piel. Ferrari entró a la
habitación y tronando los dedos detuvo al Calvo y les comunicó el plan.
Viviana, apenas consciente, trataba de convencerse que era una pesadilla, pero
por más que intentaba no se despertaba del horror. El Huero la amarró a su
pick-up y con los sicarios en la cabina disparando al aire manejaron por todo
el pueblo con Viviana siendo arrastrada desnuda.
- ¡No se metan en problemas y no
tendrán problemas!- Gritaba Yaqui al pueblo fantasma.- Éste es sólo un ejemplo.
Traemos negocio para Chaparral, pero no nos hagan enojar.
- ¡Tú!- Ferrari señaló a un
obrero de PEMEX con su M-16. El hombre, que había tratado de esconderse detrás
de un auto, se levantó con las manos en alto y muerto de miedo.- Trae a tu
jefe, dile que queremos hablar con él.
- Sí señor.- La pick-up se detuvo
en la calle principal, a un lado de un árido parque central. Romeo le pagó cien
dólares a un grupo de asustados niños para que les trajeran cervezas y se
quedaran con el cambio. Los niños llegaron corriendo, entregaron las botellas y
se fueron corriendo con los billetes en la mano.
- ¡Viviana!- El doctor Arnaldo
salió de su consultorio frente a la plaza y corrió hacia los gatilleros que
bebían apoyados contra la camioneta. Arnaldo se lanzó al suelo a un lado de su
esposa y revisó su pulso. Viviana gemía de dolor, pero no tenía fuerzas para
sentarse. Las piedras la habían hecho sangrar y en cuanto Arnaldo vio la herida
en su rostro sabía que perdería un ojo.
- ¿Es tu esposa?- Le pregunto
Calvo.
- Sí.- Contestó Arnaldo mientras
desamarraba el nudo corredizo que la había sujetado del tobillo.
- Hay un hospital a dos o tres
horas, ¿crees que llegue?
- Si me apuro sí.
- Que bueno.- Dijo Calvo antes de
dispararle a Viviana en la cabeza. Ferrari y Romeo estallaron de la risa
dándose codazos. Arnaldo se quedó ahí, con su esposa entre los brazos sin
poderse mover.
- Basta.- Yaqui detuvo a Calvo,
quien se preparaba para orinar sobre la pareja convertida en estatua.- Ya
dejamos claro lo que había que dejar claro. No somos salvajes.
- Aquí está.- Huero señaló al
ingeniero que llegaba en coche. Estacionó a un lado de ellos y dudó por un
momento, reconocía a Viviana y a Arnaldo, pero Ferrari le apuntaba con una
escuadra bañada en oro.- ¿Cómo te llamas?
- Alfonso Lugo Vizcaíno, soy el
ingeniero a cargo de la instalación de Chaparral.
- Muy bien,- El Viejo se terminó
la cerveza, le mostró la botella vacía y después la lanzó al aire. Yaqui
disparó al aire y la deshizo en mil pedazos. Una lluvia de pequeños cristales
cayeron sobre el ingeniero Lugo.- eso te va a pasar si me haces enojar.
- ¿Qué quieren?- Ferrari le
encendió un cigarro y se lo puso en los labios. El pueblo, poco a poco, se fue
acercando a la plaza para ver lo que había pasado. Los sicarios los miraron a
todos y sonrieron, eran los dueños de Chaparral.
- Gasolina, el cártel te pagará
bien. Quince mil al día. Unos cuantos miles de litros. Si PEMEX se pone bravo
tú les dices que tuviste accidentes o lo que sea. ¿Entiendes?
- Sí, entiendo. ¿Tienen cómo
transportarla?
- Dejamos un camión a unos
kilómetros de aquí. También queremos hacer una aeropista en Chaparral, ¿tiene
las herramientas?
- Sí, quedaron de la construcción
de hace unos años.
- Muy bien, nos entendemos
entonces.- El Viejo le ofreció la mano y sonrió como un lobo cuando Lugo se la
estrechó.
- ¿Y ahora hermano?- Preguntó
Ferrari.
- Ahora alguien va por el
camión.- Contestó Viejo.
- Yo voy.- Dijo el Yaqui.
- Sí, pero no llegarás lejos.-
Calvo le quitó el revólver del cinto trasero y Romeo le quitó el machete que
siempre cargaba. Ferrari lo golpeó en la cara y estando en el suelo lo patearon
entre todos.
- Aquí sobra un miembro, no es
nada personal.- Decía Viejo mientras lo pateaba con todas sus fuerzas. El Huero
los detuvo cuando Yaqui escupía sangre y empezaba a asfixiarse.
- Camina.- Le dijo Calvo mientras
disparaba cerca de sus piernas.
- Ya lo escuchaste, camina.-
Yaqui se puso de pie y caminó unos pasos. Miraba a todos los reunidos, quienes
le miraban con horror. Trató de decir algo, pero tenía demasiada sangre. Un
gemido de ayuda para los habitantes de Chaparral, pero nadie movió un dedo.
- Oye, esto es tuyo.- Viejo tomó
el machete del Yaqui y se lo enterró por la espalda. Yaqui gritó adolorido,
cayó de rodillas y exhaló por última vez antes de caer muerto sobre el polvo.
- Una tajada menos.- Resumió
Huero después de escupirle.
- Tú, el cura, ven acá.- Romeo
tomó al padre Demetrio de su sotana y lo llevó hasta el cuerpo del Yaqui.- A
este no le haces misa, ni lo entierras en el cementerio del pueblo. Que se
pudra en la tierra de dónde salió.
- No tenemos fosa común.- Dijo el
sacerdote, mentalmente regándose por contradecir al sicario.
- Pues la cavas.
El
miedo se fue esparciendo de boca en boca y como la gripa infectó a todos antes
del atardecer. Más de uno llamó a la policía federal y al ejército, recibieron
promesas y tratos bruscos. Los que eran inteligentes se dieron cuenta que
estaban encerrados, una prisión enorme sin barrotes ni paredes, pero tan
efectiva como una jaula. Los que estaban desesperados por dinero vieron una
oportunidad de oro. Nadie en Chaparral había visto tanto dinero puesto todo
junto como las cajas con miles de dólares que los sicarios bajaron de sus
camionetas. Los campesinos fueron los más abiertos, cansados de la miseria
extendieron sus manos callosas y recibieron pagos en adelantos. El Huero les
llevó las semillas, los campesinos sabían qué hacer con ellas. El señor ejidal
se presentó ante el Huero en uno de los depósitos. Orlando Macario García
prometió meter en cintura a los campesinos y dedicarse a la marihuana con
exclusividad. El Huero se rió de él, le quitó el sombrero para ponérselo y le
dio una pala para que ayudara al cura a enterrar al Yaqui.
- Algo hay que hacer padrecito.-
Dijo Orlando mientras cavaba. El Huero les había dejado solos entre los
cultivos.
- ¿Qué podemos hacer? Ya llamaron
a los federales y al ejército. No está en nuestras manos, sino en manos de
Dios.
- Pero mataron a doña Viviana,
luego a su propio cuate, ¿quién sigue?
- No me lo tienes que recordar
Orlando.- Dijo el sacerdote amargamente.- No te preparan para esto en el
seminario, te dicen que sí, pero no es cierto. Lo educan a uno, le dicen que
deja de ser indiecito aunque en el corazón sigas siendo un yaqui, y te dicen
muchas cosas. Nada como esto.
- Ahí está mi mujer. Ella debe
saber dónde hay un retén donde exigir resultados.- Orlando le hizo señas a su
esposa María Luisa. El padre Demetrio trató de detenerle, pero Orlando salió a
perseguirla. El cura siguió cavando por diez minutos hasta que el cuerpo de
Orlando cayó a su lado. El Huero lo tiró como un costal de arena y se limpió
las manos de su sangre con el vestido de María Luisa, quien fumaba complacida.
- Nunca fue un buen marido. Ahí
tiene otro padrecito.
Demetrio
terminó de cavar y tiró el cuerpo del Yaqui para que le hiciera compañía a su
amigo. El sol se ponía y los campesinos instalaban luces y antorchas para seguir
cultivando de noche, ahora motivados por los dólares que llenaban sus
bolsillos. Cansado y perseguido por el recuerdo de Viviana y los confusos
sentimientos que ellos traían deambuló por el pueblo como un perro callejero.
La gente se comportaba ahora distinta, había quienes parrandeaban y quienes
caminaban cabizbajos y evitaban las aglomeraciones. Los sicarios habían
empezado a contratar y ahora cualquier niño que pudiera sostener un rifle
andaba con sus amigos disparándole a los perros y recitando narcocorridos.
Demetrio miró a Chaparral con los ojos de un cura y su corazón se partió, la
semilla del mal había germinado en menos de un día. Seis hombres habían
envenenado a todo un pueblo. Ahuyentado por los adolescentes que andaban en
motocicletas agitando sus rifles automáticos el sacerdote entró a la cantina.
- Mataron a Orlando.- Acompañó al
ingeniero Lugo y al doctor Zamora en la silla del rincón, debajo del televisor.
Alfonso bebía una cerveza tras otra, mientras que Arnaldo hipnotizaba a su
botella sobre la mesa de plástico.
- Sí, me enteré.- Dijo el
ingeniero.- Su mujer lo vendió. Nunca fueron muy unidos.
- Manada de perros.- Dijo
Arnaldo. Una ráfaga estalló cerca de la cantina, todos agacharon la cabeza
menos Arnaldo.- Qué guerra ni qué nada, aquí estamos solos.
Las
horas pasaron, los “zetitas” celebraban por las calles su nuevo trabajo, su
graduación. Poco a poco el sonido de las balas dejó de asustar a los clientes
de la cantina y para la media noche nadie bajaba la cabeza al escucharlas. Una cerveza
tras otra los tres hombres sentados en la mesa de la esquina fueron soltando la
lengua. Al principio se lamentaron y lloraron. Demetrio fingió que lloraba por
las almas de los jóvenes corrompidos, pero él lloraba por Viviana tanto como su
marido Arnaldo. Bríos heroicos les inundaron cuando empezaron con el tequila.
Arnaldo habló de las tácticas revolucionarias, el ingeniero ejemplificó con las
guerrillas de las cuales había sido parte al menos indirectamente durante su
juventud. El sacerdote se quedó callado por un momento, les miró a los ojos y
finalmente, luego de no mencionárselo a alma alguna en Chaparral, soltó la
sopa. Narró la parte de su infancia que no incluía en los sermones dominicales,
les dijo que había sido yaqui creyente por años incluso viviendo entre monjas y
curas. Su padre había sido un médico brujo muy querido y le había visto revivir
a un joven. Ya no creía en sus supersticiones y el rezar el padrenuestro en
yaqui era lo único que conservaba de su alegre infancia pagana. Alfonso y
Arnaldo se miraron sin entender mucho, la confesión era conmovedora y era
lógico que el cura se sintiera cómodo para verter su corazón con ellos, pero no
le veían relación. Demetrio gruñó y alzó las manos como hacía con los niños que
no memorizaban el Ave María.
- Si serán brutos.- Se terminó el
tequila y se acercó al centro, como conspirando. Los otros dos se acercaron,
todos apestando a alcohol y con un tequila que apestaba a agave.- Mi papá lo
trajo de la muerte. No podía hacer gran cosa, era campesino y sólo podía llevar
a cabo las acciones a las que estaba acostumbrado en vida. Además, no duró
mucho. Para la siguiente luna llena se desplomó a la mitad del campo. Ya
apestaba además.
- ¿Te refieres a...
- Vamos a reanimar al Yaqui.
Necesito muchos ingredientes, les haré una lista. Si los conseguimos entre los
tres pasará desapercibido.- Fue la decisión de Demetrio la que les convenció.
Sonrieron como niños traviesos y se dieron la mano.
La
noche en Chaparral terminó tarde. Mientras que antes los policías empujaban a
los borrachos al amanecer, ahora podían descansar a la mitad de la calle al
mediodía. La policía intervino con los zetitas cuando estos mataron a una
pareja que les había insultado. Los sicarios se llevaron a sus reclutas a las
instalaciones de PEMEX y entre las pipas y los oleoductos les dieron una
paliza. Los cinco sicarios les dieron un curso intensivo en los Zetas,
empezando por sus reglas estrictas. Les habían dejado divertirse la noche
anterior, pero ya no les querían haciendo desmanes. Los jóvenes aceptaron sus
misiones como buenos militares y se fueron marchando de regreso a Chaparral.
Los sicarios, satisfechos por haber ordenado a sus tropas, subieron a las
oficinas que usaban como cuartel general. Huero repasaba números y negocios, tenían
cinco narcotiendas, las dos pistas aéreas estarían terminadas en dos días y una
producción potencial de millones de pesos en marihuana y cocaína.
- Con unas instalaciones modestas
podríamos estar tratando varios millones en cocaína en unos meses. Y ya hicimos
nuestra primera entrega de gasolina.- El Huero sacó su frasco de oro con
diamantes que tenía cocaína y se inhaló una línea sobre un archivero.
- Este Huero, siempre pensando
como una empresa.- Calvo bromeó y le dio palmadas en la espalda.- Señor empresario.
Todo contigo son dólares y euros.
- Pues discúlpame por pensar en
mi futuro.
- Tú no tienes futuro a menos que
el Zeta uno lo decida. Conoces el entrenamiento.- Dijo el Viejo mientras se
encendía un habano en el cómodo sillón del ingeniero Lugo.- No tenemos nombre,
no tenemos familia y no tenemos miedo. No olvides el entrenamiento.
- Respeto veterano, respeto.-
Romeo alzó su lata de cerveza como saludo y se la terminó.- Es un pueblo
bicicletero pero qué lindas inditas tiene.
- La verdad Romeo, nunca voy a
acampar contigo.- Bromeó Ferrari.- Yo mejor me quedo en mi Aston Martin con
rines de diamante. Ya hasta lo mandé pedir. ¿Cómo ves?
- Oye Viejo, ¿qué le dijiste a
los de arriba sobre el Yaqui?
- Un campesino lo mató,- contestó
Ferrari mientras se acomodaba las mangas de la camisa negra dentro de las de su
saco mirándose en un espejo.- y eso es lo que pasó. Y el cuarto de millón que
nos hicimos cada uno lo hace más dulce.
- No hables así del Yaqui.- Le
reprimió su hermano con los ojos puestos en la ventana.- Era un buen soldado.
Más valiente que cualquiera de ustedes.
- ¿A quién le dices cobarde?-
Calvo apoyó los nudillos sobre el escritorio y Ferrari lo empujó.
- Cuidado cómo le hablas a mi
hermano. No te dijo cobarde, dijo que el Yaqui era más valiente y si él lo dice
es cierto. ¿Entendido?
- 10-4, yo sólo decía.
- Regresó el camión.- El Huero
alivió la tensión señalando a la ventana.
- Calvo y Romeo vayan a ver.
Huero, tú ve a la pista y mételes presión.
- Sí mi comandante.- Respondieron
al unísono.
- ¿Cómo lo ves?- Preguntó Ferrari
cuando se fueron.- Ese Calvo se pasó de la línea.
- Es un idiota. Si tuviera pelo
sería como Romeo. Son perros, no lo olvides hermano.
- Suena como si te cayeran mal.
- Bien o mal da lo mismo,
cumplimos órdenes.- Viejo suspiró cansado.- No lo debimos haber matado.
- ¿Quién nos va a hacer algo?
- No es eso Ferrari, trato de
decirte algo importante. Tarde o temprano, todo el dinero del mundo no te dará
sueño. Llevo en esto diez años más que tú y es lo mismo en el ejército que con
los Zetas, ser una herramienta cansa eventualmente.
- ¿Ya ves por qué te dicen Viejo?
Yo me voy a cansar nunca de la vida.
- Sí, pero esto no es vida.- Dijo
Viejo con un suspiro. Sabía que podía confiar en su hermanito, él jamás
repetiría lo que su superior decía en confianza. También estaba seguro que su
hermanito no lo entendería, y eso le pesaba más.
Romeo
recibió al camionero con un abrazo y un fajo de billetes. Calvo convenció al
ingeniero, a punta de pistola, de prestarle un par de pipas de PEMEX. Lugo
aceptó a todo y supervisó el manejo de las bombas. Nunca había tenido un
accidente y nunca lo tendría. Sus ojos estaban puestos sobre los medidores como
un halcón, su vida dependía de ello, pero su mente estaba en otra parte. El
cura Demetrio le había pedido varios compuestos químicos que no habían sido
fáciles de conseguir y mucho menos de esconder, ahora que tenía a gatilleros
rondando por las instalaciones de la pequeña refinería. Vio partir a los tres
camiones repletos de gasolina y trató de pasar desapercibido de regreso a su
laboratorio, pero los gritos de una de las secretarias le plantaron en el
suelo. Romeo atacaba de nuevo. Sabía que era suicida, pero tenía que hacer
algo. Frente a los obreros que no se atrevían a moverse el ingeniero liberó a
la secretaria de su atacante. Calvo lo golpeó en la quijada y mató a la
secretaria.
Alfonso
no pudo sacudirse los nervios desde entonces. Temblaba en su laboratorio,
temblaba escondiendo los químicos en su portafolio y temblaba en su camioneta.
Su mente científica le había recriminado desde la mañana que el plan del
sacerdote era una locura, pero ahora estaba más decidido que el padre Demetrio
en persona. Se reunió con Arnaldo y el cura en la fosa donde habían enterrado
al Yaqui y cavaron rápidamente para cargarlo lejos. Demetrio escogió un claro
entre los maizales y colocó al cadáver sobre una cama de flores que Arnaldo
había conseguido. El doctor le abrió la camisa y con sus instrumentos médicos
le extirpó el corazón a pedido del cura. Demetrio colocó el corazón en una
vieja jaula para pájaros y explicó en susurros que el reanimado podía morir de
nuevo si su corazón era regresado a su pecho, y su alma descansaría, o podía
ser destruido y vagaría eternamente. El corazón del asesino seguiría los
impulsos de quien la tuviera, y los tres sonrieron traviesamente sabiendo que
los tres querían exactamente la misma cosa, que el Yaqui hiciera lo que el
Yaqui hacía mejor.
Rodeado
de chiles a los que les prendieron fuego el sacerdote imitó el baile que le
había visto hacer a su padre hacía muchos años. El ingeniero roció al cuerpo
con los químicos que habrían sido difíciles de conseguir en su estado
silvestre, hongos y malas hierbas típicas de una sola región de Tamaulipas. Una
larga hora de rezos y bailes pasaron sin ningún resultado. Demetrio terminó
agotado y se hincó con sus compañeros para rezar. Un frío viento sopló por los
cultivos. Los dedos del Yaqui se movieron, al principio tímidamente. A la sorpresa
de los tres la operación había funcionado. Lentamente los músculos del muerto
regresaron a la vida, duros al principio por la atrofia muscular y el rigor
mortis. Su alma, si es que el Yaqui tenía alma, regresó a su cuerpo y sus ojos
adquirieron un brillo especial. Se sentó de golpe y comenzó a toser hasta que
su garganta se humedeció de nuevo con los líquidos que habían sido rociados
sobre él.
- ¿Cuál es tu nombre?- Preguntó
Demetrio.
- Temastian Abai, pero mi nombre
real es Yaqui.- La voz era la misma. El Yaqui les miró intensamente y Arnaldo
agitó la jaula con su corazón que tenía en sus manos.- ¿Qué quieren?
- Lo mismo que tú. Queremos que
cobres tu venganza. Te moriste antes de tiempo, te faltan cinco por matar.-
Dijo Arnaldo.- Hazlo, y te doy tu corazón.
- Con todo gusto.
- Creo que esto es tuyo.- El
padre Demetrio le entregó su machete con empuñadura de oro y un gravado
elaborado con coyotes aullando a la luna e indios bailando alrededor de una
fogata.- Lo tiraron junto con tu cuerpo.
- Voy a matarlos, no tardo.- El
Yaqui se puso de pie y flexionó sus rodillas hasta que respondieron
normalmente. Le quitó el sombrero al ingeniero Lugo, se sacudió el polvo de su
camisa de seda y se fue sin decir otra palabra.
- ¿Funcionará?- Preguntó Lugo.
- Claro que sí.- Contestó Arnaldo
con una sonrisa. Todos estaban nerviosos, ninguno había cruzado la frontera de
la magia negra, pero tampoco podían contener un fuerte sentimiento de victoria.
- Escuché algo, ¿lo escucharon?-
Demetrio empujó tierra con sus botas para terminar de apagar los carbones con
los chiles y todos instintivamente se agacharon.- Alguien viene.
- ¿Quién anda ahí?- Era la voz de
María Luisa. Corrieron a los sembradíos para confundirse con los maíces. María
Luisa alcanzó el claro y miró el extraño lecho de flores, carbón y chiles.-
¿Qué han estado haciendo? Salgan de una vez, ¿don Arnaldo?, ¿ingeniero? Sé que
están por aquí.
María
Luisa buscó un poco más, hasta que se dio cuenta que era inútil. El sacerdote y
sus compañeros regresaron al pueblo y cada quien se fue a su casa, ansiosos por
escuchar los disparos. El ingeniero pudo ver al Yaqui mientras corría a su
casa, vagaba por las polvorientas calles del pueblo sin un rumbo fijo. El Yaqui
entró a la cantina y todas las conversaciones se detuvieron. El cantinero se
quedó helado con la botella de mezcal en la mano, sus ojos yendo de su rostro
cubierto de polvo a las manchas de sangre en su camisa. El Yaqui tronó los
dedos y el cantinero le dejó la botella para que le diera un largo sorbo. Preguntó,
con apenas un hilo de voz, por alguno de sus amigos. El cantinero, temblando de
miedo, señaló con la cabeza al baño. El Yaqui dejó la botella sobre la barra y
se sentó en la última mesa, a un lado de dos campesinos que fumaban marihuana y
apenas le notaron. Sonó la cadena del baño y unos segundos después el Huero
estaba de pie en la barra. Pidió un mezcal y el cantinero, con manos
temblorosas, derramó el líquido por todas partes. Huero pensó en sacarle la
pistola, hasta que paulatinamente fue pasando de un borracho a otro. Todos
estaban pálidos de miedo.
- Bueno, ¿de qué se trata?
- Hola Huero.- El sicario tardó
en reconocer la voz, pero sintió el machetazo al costado de inmediato.
Tapándose la fuente de sangre se dio vuelta y contempló al Yaqui mirándole a
los ojos, repleto de odio.
- Te daré mi parte, ¿no? Te daré
la parte de todos, te ayudaré a matarlos. No fue mi idea, tú lo sabes, fue ese
maldito Viejo. Cada día está peor.
- ¿Ahora tratas de sobornarme?-
El huero sabía que perdía mucha sangre, sabía que un minuto la adrenalina
pasaría y moriría desangrado. Con toda la agilidad que pudo concentrar en ese
momento sacó su revólver y le disparó al Yaqui al pecho. El indio cayó de
espaldas y el Huero se sentó en banco, temblando como una hoja. Se limpió el
sudor con el trapo del cantinero y le exigió que llamara a un doctor. Con dedos
torpes buscó su celular en el bolsillo de su pantalón.
- Ya lo intentaron una vez.- El huero
dejó caer el celular y vio, impotente por el dolor y el miedo, al machete que
le separaba de su mano y le sacaba astillas a la madera.- Imagino que lo
intentarán de nuevo.
- Oye Huero...- El Calvo se quedó
pasmado un segundo en la entrada de la cantina. Sus ojos fueron del Yaqui al
cuerpo sin vida del Huero en el suelo. Sin dudarlo se dio media vuelta y se
echó a correr. El Yaqui tomó el revólver del muerto, se despidió con un gesto
con el sombrero y salió caminando.
El
Calvo cruzó la calle y rápidamente avanzó a gatas hasta una callejuela entre la
tintorería y la estética. Escuchó los pasos del Yaqui, calmados y decididos.
Sabía que no podía estar vivo, pero también sabía lo que había visto. El Calvo
no quería ser un escéptico muerto, por lo que aceptó la realidad rápidamente y
atravesó la callejuela hasta la siguiente cuadra, donde un restaurante de
mariscos estaba construido sobre una base de madera a medio metro sobre el
suelo. Creyendo escuchar al Yaqui a pocos pasos de distancia corrió al
restaurante y se deslizó entre las tablas de madera. El corazón latía con tanta
fuerza que no podía escuchar. Con dedos nerviosos sacó el celular de su
bolsillo y marcó a Ferrari. No dijo nada al principio, dejando vagar su mirada
por el polvoso suelo de la calle. Convencido de su seguridad les dijo a los
hermanos todo lo que había visto. Ferrari no lo tomó por broma, era obvio que
Calvo tenía miedo, pero le costó aceptar que el Yaqui había regresado de la
muerte para vengarse.
- Quédate donde estás, Romeo irá
por ti. Yo me llevaré a mi hermano a la
casa segura que nos arregló María Luisa. No te muevas.
- Aquí estaré.
Romeo
no se creyó ni una palabra de lo que Ferrari repitió. Viejo apagó el puro en el
escritorio del ingeniero Lugo y le hizo una seña para que hiciera lo que su
hermanito le ordenaba. Romeo manejó su camioneta blindada e iba fuertemente
armado con un cuerno de chivo y dos escuadras, pero estaba seguro que Huero
habría muerto a manos de algún indio drogado. Buscó la marisquería por más de
dos horas sin ningún éxito. Estaba por llamar al Viejo cuando vio a dos zetitas
muertos en el suelo. Salió momentáneamente y corroboró su sospecha, heridas de
machete. Los adolescentes habían tratado de detener a alguien, sin mucho éxito.
Con el claro recuerdo de la habilidad que el Yaqui tenía para su arma favorita
regresó corriendo a la camioneta con una indescriptible sensación de
incertidumbre.
- Por aquí.- El susurro era tan
tímido que no lo escuchó las primeras veces. Romeo se detuvo frente al
restaurante que, a oscuras a la mitad de la noche, era indiscernible del resto
de edificios.
- Sube de una vez. Tus
direcciones estaban todas mal.
- Estaba nervioso.- Calvo subió a
la camioneta y acarició su pistola.- Vamos a cazarlo.
- ¿Estás seguro que el Yaqui?
- A tres metros de distancia, no
lo confundí.
- Yo no lo he visto, aunque he
visto muertos.
- Ya lo verás.- La camioneta
patrulló el pueblo, el cual parecía estar más tranquilo de lo normal. La
policía se había llevado los cuerpos de la cantina y el dueño había decidido
cerrar. De hecho, todos los negocios nocturnos estaban cerrados y no podía
encontrarse ni siquiera a los zetitas gastando su dinero en alcohol y drogas.
- Es él.- Romeo frenó en seco. El
Yaqui estaba de pie a la mitad de la calle principal a dos cuadras de
distancia. Romeo y Calvo intercambiaron miradas. Era imposible, pero ahí
estaba.
- Atropéllalo.
Romeo
hizo chirriar las llantas traseras y salió despedido a toda velocidad. Yaqui
alzó su revólver y no se molestó en disparar al parabrisas, sabía que estaba
blindado. Disparó a la llanta izquierda, después a la derecha. La camioneta
comenzó a zigzaguear, pero Romeo aceleró a toda potencia. La camioneta se subió
a la banqueta un par de metros y regresó a la calle con el hule desecho casi
por completo. Yaqui apuntó con cuidado y disparó dos veces contra el frente, penetrando
hasta el motor. Una cortina de humo y aceite quemado cegó a Romeo, el motor se
murió a medio camino. La inercia siguió empujando el coche hasta chocar contra
un poste a dos metros del Yaqui. Calmadamente recargó el revólver con las balas
del cinturón que le había quitado a un policía. Romeo y Calvo no se atrevían a
salir, sabían que la camioneta era una fortaleza. Yaqui abrió la tapa de la
gasolina y antes que pudiera meter un trapo para hacerlo estallar los dos
sicarios se bajaron de la camioneta a tiros.
El
Calvo le disparó por la espalda, Romeo le disparó a un motociclista. El Yaqui
se levantó del suelo y Romeo usó la culata de su pistola para evitar que Calvo
se hiciera de la motocicleta. Romeo se subió en ella y se alejó por el parque
evitando los balazos del Yaqui y dejando que el Calvo le diera tiempo. Calvo
saltó sobre el Yaqui y lo apuñaló en el cuello, pero no sacó sangre. En la
trifulca Calvo logró quitarle el revólver, pero Yaqui se lanzó de espaldas
contra un árbol y se deshizo de su atacante. Calvo murmuró algo sobre cómo lo
iba a matar de nuevo, pero el Yaqui no prestaba atención. Con dos machetazos le
arrancó la cabeza y siguió el rastro de la motocicleta.
Al
amanecer Chaparral era un pueblo fantasma. Una red clandestina de información
había llegado a casi todos los hogares y el miedo había cubierto al pueblo como
una frazada. El hotel había recibido a quienes no tenían casa, la mayoría
obreros que no habían podido salir del
pueblo. Romeo reventó el cristal de la puerta corrediza de entrada y los
inquilinos salieron huyendo. Sometió a seis hombres que tardaron demasiado en
escapar por la puerta trasera. A punta de pistola los alineó en las escaleras y
amarrándoles con cables de extensiones los usó como un muro humano. Rasgando
una sábana les tapó la boca y amarró dos granadas vivas a sus rehenes. Mató a
una pareja que trataba de escapar por la ventana de la habitación del fondo y
arrastró del cabello a una joven para someterla con un brazo y esperar al Yaqui
con su cuerno de chivo.
- Te estaba esperando Yaqui.-
Romeo se asomó por la ventana con su rehén, quien gritaba desesperada. Yaqui
escupió al suelo y entró al hotel.- ¡Acércate más para que te mate!
- Calvo está muerto.- Dijo el
Yaqui mientras observaba a los rehenes, quienes se quedaban de pie aunque no
parecían estar atados a la pared.- Eres un idiota Romeo.
- Sube Yaqui, te tengo una
sorpresa.
- Lo de la granada te lo enseñé
yo.- Yaqui mató a dos rehenes y las granadas cayeron al suelo. La explosión
cimbró los cimientos y pedazos de los rehenes salieron volando. Yaqui se asomó
a las escaleras, ahora bañadas en sangre.- ¿Ésa era tu trampa?
- Te hubieras quedado muerto.-
Romeo salió de la habitación con su rehén y disparó su metralla. Yaqui se
escondió en la entrada de las escaleras y esperó que terminara la ráfaga,
después se asomó y con excelente puntería mató al rehén de un tiro entre los
ojos.
- ¿Qué pasa Romeo, maté a tu
novia?- Romeo, se asomó desesperado y vació el cargador.
Yaqui
aprovechó su oportunidad y subió las escaleras a grandes zancadas, la sangre y
los cuerpos casi le hacen resbalar. Romeo tiró la metralleta y sacó su pistola
automática. Antes que pudiera disparar el Yaqui blandió el machete de abajo
para arriba, la hoja penetró por su entrepierna y levantó a Romeo medio metro
antes de dejarlo caer. Gritando histérico disparó un par de veces sin atinarle
a Yaqui, quien le disparó de regresó en los hombros y en las rodillas. Yaqui
sonrió al verlo retorcerse en el suelo y de un machetazo le abrió el estómago y
lo mató. Arrastró el cuerpo del cabello y usando una sábana lo amarró de la
pata de la cama al cuello y tiró su cuerpo por la ventana. El cadáver de Romeo
se colgó con las entrañas escapando de su vientre.
Dos
hombres se habían escondido en el clóset y observado con sus manos tapando sus
bocas. Uno de ellos salió del armario y agradeció a Yaqui mientras bajaba por
las escaleras. Le dijo que entendía que matara a los rehenes, pero que estaba
haciendo la obra de Dios. Yaqui escupió al suelo en señal de mofa y lo mató de
un tiro. El otro hombre, Francisco Gómez, reprimió el llanto y sus nervios
estallaron cuando se asomó por la puerta de la habitación y vio el desastre.
Escuchó, congelado por el terror, a los pasos del Yaqui que se alejaban del
hotel en busca de sus compañeros faltantes. Demasiado temeroso de acercarse a
las escaleras, donde existía una confusión de miembros y girones
sanguinolentos, trató de despertar a su amigo con leves patadas. Lentamente la
realización le llegó a la mente, su compañero de trabajo estaba muerto y era un
milagro que él estuviera vivo. Francisco saltó desde la ventana de una
habitación a la cabina de una pick-up y corrió con todas sus fuerzas. Sus
pulmones ardían y sus músculos dolían como si le hubieran golpeado con tubos,
pero Francisco no se detuvo hasta entrar a la iglesia y abordar al sacerdote
agarrándole de la sotana y gritando incoherencias. Demetrio lo sentó en una
banca y le ofreció agua.
- Regresó de la muerte padrecito,
es el diablo mismo.- Francisco, pálido como un fantasma y tembloroso como una
hoja, narró lo que había escuchado y visto. Demetrio quedó boquiabierto y
Francisco lo agitó en busca de respuestas.- ¿Cómo puede ser padre?, ¿Dios nos
abandonó?
- Espera un segundo, ¿mató a toda
esa gente?
- No le importa la vida
padrecito, nos matará a todos hasta que consiga su venganza. ¿Y después qué? Es
un monstruo y nada lo detiene.
- Quédate aquí Francisco, voy a
ver.
Habían
llegado demasiado lejos. Cegados por el odio habían desatado a una tormenta,
habían traído a un hombre de entre los muertos sin entenderlo del todo.
Demetrio manejó hasta casa de Arnaldo con su conciencia pesada por lo que había
escuchado. Los únicos otros vehículos eran de matones, la mayoría jóvenes,
quienes ignoraron su presencia porque estaban demasiado preocupados por la
balacera que se escuchaba a los lejos. Demetrio estacionó y jaloneó las rejas
de la casa del doctor hasta que lo obligó a salir. El cura tenía sentimientos
contradictorios cuando se trataba de Arnaldo, le había engañado por mucho
tiempo, pero ahora en la crisis parecían estar unidos por un vínculo muy
fuerte.
- Sírvase café padrecito.-
Demetrio se sirvió una taza de la cafetera y le acompañó en la mesa de su
cocina. Demetrio levantó al dedo como si señalara algo, pero se refería a la
balacera.
- El Yaqui. Está salido de
control.
- ¿Y qué si mata a esos zetitas?
Ellos decidieron iniciarse en esa vida.
- Tú no entiendes, ya mató como a
siete civiles. Mató rehenes y personas que no tenían nada que ver en el asunto.
Hemos liberado a un monstruo.- Arnaldo consideró sus palabras y se ausentó un
momento para luego regresar con la jaula con el corazón del Yaqui. El corazón
latía con una fuerza sobrenatural y los dos ni podían impedir quedar
hipnotizados por su macabro ritmo.
- ¿Quiénes quedan con vida?
- Me dijeron que el Calvo está
muerto, descabezado por la plaza, el otro rubio murió en la cantina y me acabo
de enterar de Romeo.
- Ése era de los peores. ¿Qué
crees que hagan los otros dos si lo detenemos ahora?
- No sé, quizás se asusten y se
vayan.
- ¿Qué están haciendo?- Alfonso
Lugo se dejó pasar y los otros dos brincaron del susto.- Trataron de emboscarlo
por mi casa, no funcionó. No pueden detenerlo ahora, no cuando está tan cerca.
- ¿Y toda la gente inocente?
- ¿A cuántos más crees que esos
sicarios habrían asesinado? Ya se llevaron a tu esposa Arnaldo, y a más de un
amigo mío.- Lugo se sirvió café y se sentó con ellos. Arnaldo sacó pan dulce y
partió una rodaja para él.
- Perdón, pero los nervios me dan
hambre. Es mejor si no salimos y no nos enteramos.
- Nos enteraremos tarde o
temprano Arnaldo,- insistía el sacerdote.- y cuando veamos a toda la gente
inocente muerta, ¿qué pensaremos entonces?, ¿viviremos con eso en la
conciencia?
- ¿Y por qué no?- Preguntó Lugo.-
Un sacrificio para erradicar un mal mayor.
- Está mal.- Demetrio se sintió
incómodo, no sólo por ser la minoría, sino que ahora juzgaba moralmente al
hombre a cuya esposa sedujo y con quién pasó sus últimos momentos.
- Sabía que eran ustedes en el
campo.- María Luisa entró acompañada de un adolescente que hacía de su
guardaespaldas. Era un joven, no mayor de 14, que sostenía una automática que
en sus manos parecía gigantesca. María Luisa señaló a la jaula con el corazón
latiente del Yaqui y los tres conspiradores se pusieron de pie.- Les dije a los
zetas de su misa negra. ¿Eso lo controla? Valdría una fortuna.
- No puedes hacer esto, es
demasiado peligroso.- Dijo el sacerdote. Dio unos pasos hacia ella y María
Luisa le detuvo con su índice con larguísimas uñas.
- Nos van a matar, no puedes
decir nada.- El ingeniero Lugo trató de acercarse, pero el niño guardaespaldas
lo golpeó con la culata de la pistola y su cuerpo se estrelló contra la mesa,
tirando las tazas de café.
- Voy a adivinar, el padre
Demetrio sabe cómo se hace. Así que sólo necesito a uno con vida.- Lugo tomó el
cuchillo y se levantó sorpresivamente. El cuchillo se enterró en el cuello del
muchacho, la pistola cayó de sus manos. Lugo y su víctima cayeron al suelo y
presa del pánico y la adrenalina lo apuñaló varias veces más hasta que dejó de
salir sangre.
- ¡No dejes que escape, les dirá
a todos!- Gritó Arnaldo mientras María Luisa huía de la casa. Demetrio saltó
sobre un sillón y la jaló del pelo cuando ella cruzaba el porche. Cayeron al
suelo y aunque María Luisa pataleaba y mordía, el padre Demetrio logró
someterla.
- ¿Por qué crees que Romeo fue al
hotel?- Le dijo María Luisa a Arnaldo, aunque mirando de reojo al padre
Demetrio.- Quizás fue allá porque allá empezó todo.
- Cállate.- Le dijo Demetrio, su
sangre helada.
- ¿No le va a decir, padrecito?
Ahí se murió Viviana. ¿Cuánto tiempo llevaba acostándose con ella? Todos lo
sabíamos, nuestro amado padrecito el caliente.
- ¿Qué está diciendo?- Preguntó
el doctor.
- Te dije que te calles.-
Demetrio le dio una bofetada, María Luisa intentó empujarle para alejarse, pero
no llegó muy lejos. Se arrastró un par de metros, Demetrio jalándola de su
blusa. María Luisa le escupió en el ojo y el sacerdote, en un absceso de furia
recogió una piedra del suelo y la golpeó una y otra vez hasta que su cráneo se
partió como un melón.
- ¿Qué estaba diciendo?- Gritó
Arnaldo. Demetrio se puso de pie y miró alrededor. Los vecinos habían salido al
porche y le señalaban murmurando. El padre miró lo que había hecho y con asco
se deshizo de la piedra. Al darse vuelta se encontró con el puño del doctor.
- Es mentira Arnaldo, habría
dicho lo que fuera para salvarse.- Demetrio se tambaleó unos pasos y trató de
calmar al doctor, pero era inútil.
- Todo ese consejo espiritual...
Tiene sentido ahora.- Arnaldo se lanzó sobre el sacerdote, pero Alfonso le jaló
del brazo para detenerlo.
- Demetrio tenía razón, nos
estamos rebajando.- Alfonso empujó a Arnaldo para darle unos metros de
distancia del sacerdote y señaló la sangre en su ropa.- Miren lo que hemos
hecho. Nos mataremos entre nosotros.
- No,- respondió Arnaldo
calmadamente.- no entre nosotros. Sólo a él.
- Arnaldo por favor, es más
complicado que eso.
- Creo que es mejor que se vaya
padre.- Dijo el ingeniero mientras Arnaldo corría de regreso a la casa. El cura
se metió a su auto y salió de ahí lo más rápido que pudo.
- Ahora sí, hijo de perra.-
Arnaldo salió de la casa con la jaula de pájaros con el corazón dentro y sonrió
como un lunático.- Obedecerá a lo que yo le diga, ¿no es cierto?
- No Arnaldo, piensa lo que
haces.
- Quiero que venga aquí, así que
viene para acá. Si fuera tú, yo me iría.
- Arnaldo, no puedes decirlo en
serio.- El doctor le miró intensamente, rojo de furia con espuma en la boca y
el ingeniero supo que no estaba bromeando.
El
ingeniero Lugo se subió a su pick-up y aceleró. Los vecinos no dejaban de
señalarlo y murmurar. Alfonso miró la sangre en su ropa y empezó a temblar.
Nunca había matado a nadie antes, pero ahora había matado a muchos. Cada
víctima del Yaqui era suya, no había querido creerlo, pues se justificaba
pensando que esos cinco sicarios eran peor que la peste, pero ahora que tenía
sangre en las manos comprendía la gravedad de lo que había hecho. Su conciencia
culpable le hizo ciego del mundo a su alrededor, y no notó las dos camionetas
con sicarios hasta que le chocaron en las llantas traseras y perdió el control
del vehículo. Su camioneta se estrelló contra un poste y una ráfaga de tiros
inutilizaron las llantas. El ingeniero se bajó de la camioneta con brazos en alto.
Dos zetitas lo golpearon con sus armas y le arrastraron por la calle hasta los
pies de los hermanos Espinoza. Ferrari tocó su cara con el cañón de su rifle de
alto poder y con una seña le ordenó que se pusiera de pie.
- María Luisa nos dijo de la misa
negra. El chamaco al que mataste tenía amigos. Amigos cobardes que prefirieron
huir para decirnos.- Ferrari le escupió en la cara y lo golpeó en la quijada.
- ¿Cómo se mata?- Preguntó Viejo.
- No se puede matar.
- ¿Cómo le hicieron?- Lugo dudó
en confesar y Ferrari lo golpeó en la nuca con un cachazo. El ingeniero se
colapsó en el suelo.- Cárguenlo a la camioneta y síganos. Le sacaremos la
información en la planta de PEMEX. Es un buen lugar para armar nuestras
defensas.
El
doctor Arnaldo y el Yaqui cruzaron la plaza sin ver a una sola alma. A patadas
abrió la iglesia y los congregados, refugiados de la violencia, les miraron con
terror. Arnaldo caminó en silencio entre las bancas. Con la jaula en la mano
los fue mirando uno a uno. Conocía a todos ellos, o bien como pacientes o como
amigos, algunos eran conocidos directos, otros indirectos. Arnaldo se detuvo a
la mitad y razonó que si él les conocía a ellos, sin duda ellos le conocían a
él. Una fuerte punzada congeló su corazón y luego hizo hervir su sangre. Ellos
sabían. El pueblo entero sabía que su esposa le pintaba los cuernos con el
sacerdote mientras él trabajaba para mantenerla.
- Todos ustedes lo sabían, ¿no es
cierto?- Nadie respondió, pero nadie se atrevió a huir tampoco.- Lo sabían y se
burlaban de mí. Se burlaron a mis espaldas, ¿por cuánto tiempo? Muchos meses,
de eso estoy seguro. Animándome a irme a congresos, a trabajar por honorarios
en clínicas en otros pueblos. Ustedes sabían, tenían que saberlo.
Nadie
respondió. Arnaldo gritó con todas sus fuerzas, como si así pudiera expulsar su
frustración. Como un coyote hambriento miró hacia todas partes, temblando de
furia, su quijada tensa por el odio. Sosteniendo el poder sobre la vida y la
muerte los deseó muertos a todos. Yaqui de inmediato empezó a disparar. Varios
trataron de huir, pero Yaqui usó el machete sobre mujeres, hombres y niños.
Arnaldo recorrió la iglesia a pisotones, viendo a los que se escondían debajo
de las bancas. Ciego por la furia no escuchó los pasos de Demetrio, quien se deslizó
por la puerta del confesionario y de un empujón logró tirarle la jaula y
lanzarla lejos.
Arnaldo
lo golpeó en la boca del estómago, Demetrio levantó la cabeza y lo golpeó en la
quijada. El doctor, gritando incoherencias, lanzó golpes y patadas. Los
combatientes terminaron en el suelo, ahorcándose mutuamente. Mientras más
fuerte apretaba uno, el otro respondía con la misma fuerza. Rodaron por el
suelo hasta golpear una endeble mesita de madera donde los fieles donaban sus
figurinas de santos de porcelana. Los santos cayeron, rodaron y se fueron
empujando mutuamente. Arnaldo usó su rodilla para colocarse sobre el sacerdote,
no podía verle el rostro pues su cerebro sufría por la falta de oxigenación.
Demetrio logró golpearlo en el pecho y el doctor soltó una mano que fue
buscando por el suelo hasta encontrar una figura de la Virgen. Con todas sus
fuerzas lo golpeó en la cabeza, Demetrio empezó aflojar sus manos. El doctor,
recobrando un poco el aliento, lo golpeó de nuevo, ésta vez rompiendo a la
Virgen. Usando a la estatua como un puñal se levantó apoyando una mano sobre el
cura y lo atravesó en el corazón. Demetrio dio unos cuantos espasmos y murió.
- Tú sí te quedas muerto.-
Arnaldo pateó al cadáver y sosteniéndose del altar recobró el aliento.- Muy bien
Yaqui, cuélgalo del techo para que todos lo vean. ¿No me escuchaste? Te dije
que lo colgaras. Yo te doy las órdenes engendro estúpido.
- No sin esto.- Yaqui levantó un
brazo y le mostró la jaula con su corazón.
- No, no puedes hacer eso. Dámelo
ahora mismo.
- ¿Esto o esto?- Yaqui levantó su
izquierda y le mostró la jaula, después la derecha y le mostró el revólver.- Te
lo daré, todas las balas.
Yaqui
disparó una tras otra. Arnaldo bailó con las balas, volcanes de sangre haciendo
erupción en su pecho hasta que finalmente colapsó de espaldas sobre el altar.
El Yaqui caminó sobre los cadáveres mientras recargaba el revólver. Arnaldo y
Demetrio habían muerto metros aparte. Yaqui les miró sonriendo, ahora nadie era
su amo. Se dio media vuelta y caminó con calma, sólo faltaban dos y sabía dónde
estaban, los hermanos tenían una cita con la muerte.
Ferrari
usó su cinturón de cuero para aflojar la lengua del ingeniero. Colgado de una
cadena que apretaba sus muñecas y a medio metro sobre el suelo, Adolfo aulló de
dolor con cada latigazo. Viejo usó su puro encendido para quemar las plantas de
sus pies. El ingeniero no lo soportó por mucho tiempo. Relató, momento a
momento, lo que el sacerdote, Arnaldo y él habían hecho. Recordaba cada parte
de la ceremonia e incluso encontró que recordaba parte de los cantos que el
sacerdote había pronunciado. Ferrari no estaba satisfecho, jaló la cadena por
el paso de gato y le dejó a diez metros sobre el suelo. Calentó un fierro con
un soplete y quemó parte de su rostro. Viejo lo detuvo cuando estaba por
cegarlo.
- Déjalo ya, matarlo no servirá
de nada. Es el corazón el que tenemos que destruir, él mismo lo dijo.
- ¿Qué te pasa Viejo? Te has
puesto suave desde que lo matamos.
- ¿Estás ciego, Ferrari? Matamos
a nuestro propio compañero, como a un perro. Si el infierno lo escupió para
perseguirnos, es nuestra culpa. No me digas que no te pesan los muertitos que
te has echado.
- Yo no mato, hago trabajos.
Estos tres don nadie creen que pueden con nosotros, ¿y no te enojas? Es cosa de
principios, si La Línea no pudo con nosotros, ¿por qué ellos sí?- Ferrari
desenfundó su arma, pero Viejo se la arrebató de un manotazo.
- Dije que no y es una orden.
- Viejo, serás mi superior pero
eres mi hermano.
- No me llamo viejo. Mi nombre es
Miguel Espinoza y tú te llamas Oscar, no Ferrari. Si nuestra abuela supiera que
todos te dicen así te daría una bofetada.
- ¿La abuela?, ¿de dónde sacas
esas mariconerías? Al diablo con la abuela, somos zetas.
- No, el Yaqui es un zeta, tú
eres un idiota.- Ferrari lo empujó y Viejo se tambaleó unos pasos hasta
aferrarse del pasa manos.
- Cuidado zeta-10, tengo mis
límites.
- A mí no me empujas Oscar.
Miguel
lo golpeó en la boca del estómago y su hermano lo abrazó y lo tiró al suelo.
Los hermanos pelearon sobre el pasamanos, siempre cuidadosos de no rodar fuera
o tirar al otro. Miguel recordó la primera vez que pelearon, Oscar había
perdido una gallina y le había dado una tunda. Oscar era más joven y más
fuerte, logró hacerle una llave a su hermano y darle un par de golpes en el
costado para debilitarlo. Con todas sus fuerzas azotó su cabeza contra el suelo
metálico del paso de gato y al ver que le había hecho sangrar se detuvo.
- Y no me digas idiota de nuevo.-
Ferrari se puso de pie, se arregló el saco y le extendió un pañuelo de seda.-
Límpiate, te saqué sangre. Voy a revisar a nuestros zetitas.
- Gracias.- Dijo el ingeniero,
mientras Viejo jalaba la cadena para regresarlo al paso de gato.
- No me lo agradezcas mucho, te
mataremos de todas formas. Pero no así.
- Puedes irte Miguel, no tienes
por qué quedarte. Vete de Chaparral, el Yaqui no puede durar mucho tiempo más,
es un cadáver después de todo.- Lugo dejó de llorar y miró a su futuro
ejecutor. Viejo tenía los hombros caídos y la mirada cansada. Apoyado contra el
riel, vestido como ranchero, se acarició el bigote mientras miraba a la nada.-
Yo soy hombre muerto, eso lo sé ahora. Creamos un monstruo porque en el fondo
queríamos ser como ustedes, queríamos que su propia barbarie se les revirtiera
y murieron como la gente que han matado, como perros. Yo merezco que me mate, y
lo hará cuando termine con ustedes, pero tú puedes irte, ¿por qué no lo has
hecho?
- Porque es demasiado tarde.-
Dijo Miguel Espinoza con lágrimas en los ojos.
La
balacera empezó sin previo aviso, los zetitas trataron de detenerlo en la
entrada sin mucho éxito. El Yaqui dejó la jaula con su corazón en un lugar
seguro, entre tambos vacíos en la entrada para camiones. Los adolescentes
disparaban alocadamente y Yaqui mató a tres con su excelente puntería, los
demás decidieron que el dinero no valía la pena y se fueron. Caminó siguiendo
los ductos de distintos colores hasta el área de servicio, donde una maraña de
consolas, escaleras de caracol y transformadores hacían imposible el tener una
buena idea del lugar. Yaqui supo que ahí le atacarían y no se equivocaba.
Ferrari descendió agarrado de una cadena y su ráfaga de M-16 lo mandó volando
entre los ductos de diferentes colores y tamaños. Ferrari se acercó disparando,
pero Yaqui ya había desaparecido. Retrocedió sus pasos, renuente a caer en una trampa. Yaqui lo atacó de entre
los ductos y de un machetazo le quitó la M-16. Ferrari, siempre de sangre fría,
dio un brinco para atrás y tomó un hacha de emergencias. Yaqui se lanzó al
suelo a tiempo, la hoja le pasó a centímetros de su cabeza. Con su machete como
un cuchillo lo enterró en su bota derecha, Yaqui se puso de pie, pero antes de
poder clavarle el machete en el cuello sonó una bala y su rostro se bañó de
sangre. Viejo le disparó a su hermano en la cabeza mientras bajaba por una
escalera de emergencia.
- Si alguien va a matar a mi
hermano, seré yo.- Dijo con voz grave.
- Te andaba buscando Viejo, me
cansé de matar a tus amigos.- El Viejo terminó de bajar y detrás de él Lugo se
echó a correr. El Viejo le había liberado sin decirle nada y el ingeniero no
quiso dudar de su suerte.
- Resolvámoslo como hombres,
aunque nunca fuimos hombres.- Viejo se metió el revólver al cinturón y Yaqui
tiró el machete.
- De cualquier forma está bien
para mí.
El
calor era espantoso en la planta. El ruido de los transformadores eliminaba
cualquier otro sonido. Perlas de sudor fueron bajando de la frente del Viejo
hasta alojarse en sus cejas tupidas. Los ojos del Yaqui eran opacos, sin vida.
Viejo sabía que los suyos eran iguales. Sus brazos sudaban, pero sus manos
estaban secas. Lentamente fue acercando su mano derecha a su cinturón, con el
Yaqui imitándole a cada momento. Siempre habían discutido sobre quién era el
mejor tirador, Viejo sabía que ahora lo sabrían. A la velocidad de un relámpago
la mano del Viejo alcanzó su revólver. Lo sacó del cinturón, pero no subió
mucho. Apenas unos centímetros más arriba, a la altura de su estómago. No
necesitaba ver por la mirilla, había disparado tantas veces que el revólver era
parte de él. Jaló el gatillo una sola vez y el Yaqui se tropezó hacia atrás y
cayó al suelo. La bala había dado en su ojo izquierdo. Viejo sonrió, al menos
se llevaría eso al infierno. Yaqui disparó desde el suelo. Viejo fue alcanzado
en el corazón y su cuerpo salió para atrás.
El
ingeniero bajó la cabeza cuando Yaqui disparó. Oculto detrás de una torre de
medidores rogó porque su respiración entrecortada pasara desapercibida entre el
ruido. Las luces proyectaban la sombra de Yaqui que caminaba hacia él. La
sombra se detuvo. Adolfo, seguro de que era el final, cerró los ojos. Escuchó
las voces de los obreros que se habían escondido entre los ductos de la
entrada. Yaqui los mató a los tres y disparó hasta quedarse sin balas. Adolfo,
tan rígido como una piedra, siguió la imagen del Yaqui en el reflejo del vidrio
de un medidor. Le vio recoger algo de entre unos tambos vacíos, era su jaula.
Supo así que sus amigos habían muerto. Una especie de locura le sobrevino, su
cuerpo ya no era controlado por su cerebro sino por algo más, quizás su
conciencia o quizás su corazón. Caminando casi a gatas se acercó al cuerpo de
Ferrari y tomó la M-16. Corrió lo más silencioso posible, persiguiendo al
sicario. Le encontró afuera, a un lado del camión de pipa de PEMEX, revisando
los bolsillos de un obrero que había matado para buscar las llaves del camión.
El ingeniero Lugo se maldijo a sí mismo desde que empezó a disparar. El rifle
automático se encendió en sus manos, agitándose con tanta fuerza que casi se le
caía de las manos. Yaqui fue sacudido por las balas, la jaula cayó al suelo.
Lugo se acercó, tratando de dispararle a la jaula, los impactos se fueron
acercando cada vez más al corazón latiente, pero el cartucho se agotó estando a
centímetros de él.
- Mala suerte.- Yaqui se paró de
un brinco y le quitó el arma de un jalón. Adolfo, adolorido de por sí por la
tortura anterior, trató de golpearlo pero el Yaqui le tomó de la muñeca y de un
jalón lo tiró al suelo. Yaqui empuñó su machete y sonrió.- Son tus últimas
palabras, hazlas un rezo.
- Había trabajado aquí por 20
años sin un solo accidente.- El ingeniero sacó su encendedor y Yaqui notó que
los agujeros en el camión habían vertido galones de gasolina sobre ellos.-
Hasta hoy.
Adolfo
Lugo prendió el encendedor y su flama fue lo último que vio. La explosión
derritió el camión en segundos y evaporó al ingeniero, al sicario y a la jaula
con el corazón del Yaqui. La bola de fuego fue tan grande que pudo verse a
kilómetros en la carretera y el humo fue visto desde todos los pueblos
cercanos. Los pocos obreros que habían quedado con vida en la planta
encendieron las alarmas y todas las bombas se detuvieron inmediatamente. La
alarma automáticamente alertó a toda la red de PEMEX y las primeras reacciones
fueron contradictorias. Al ver el humo y tener el reporte se asumió al
principio que la planta estaba en peligro. Un convoy militar fue enviado para
asegurar el lugar.
Al
anochecer Chaparral estaba repleto de militares y policías federales, todos
ellos insistiendo que jamás habían sido alertados del grupo de sicarios que
había llegado al pueblo. Un pequeño grupo de reporteros recorrió calle por
calle entrevistando a todo el que quisiera hablar. Los periódicos se
sorprendieron de las versiones contradictorias, unas que hablaban de zetas y
zetitas aterrorizando la población y en una batalla interna; otras hablaban de
tres hombres que habían iniciado una batalla contra los sicarios, pero que se
habían matado entre ellos al final; una tercera versión, y la más inverosímil,
hablaba de tres hombres que habían regresado a un sicario a la vida y que
habían sufrido las consecuencias sobrenaturales de sus actos. Se reportó de la
masacre, de los sicarios que se habían matado entre ellos y de una ofensiva
final por parte del ejército que había terminado con la explosión de un camión
de PEMEX. La gente de Chaparral sabía que era mentira, pero no insistieron
mucho en el asunto.
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